A Ícaro le gustan los records

Laureano Casado

Aeródromo de Sanchidrián, 1976. Cinco años después de mi iniciación, intentaba demostrar que éramos victimas de una mentira, que saltar en paracaídas no causaba agotamiento ni miedo. Para ello me puse de acuerdo con un médico y, apoyado por mi club –organizamos una rifa, conseguimos subvenciones, diez paracaidistas se ofrecieron a plegar los diecisiete paracaídas que utilicé–, realicé cuarenta y tres saltos seguidos, en apenas diez horas. Al final yo pagué «sólo» doce mil de las setenta y dos mil pesetas, de las de hace treinta años, que costó el combustible y los gastos del avión. Fue mi primer récord: ningún español había saltado tantas veces seguidas.

En mayo de 1976 tenía ya unos trescientos o cuatrocientos saltos, era campeón de España juvenil e instructor, y mi afán con este primer récord era proselitista. Lo sé, casi con seguridad había también algo de vanidad; pero, sinceramente, disfrutaba mucho enseñando a saltar y trataba de demostrar que era fácil, que cualquiera lo podía hacer.

Todo se desarrolló sin incidentes: saltaba a una altura de unos mil quinientos metros, abría el Paracomander –el mejor paracaídas de entonces, hoy objeto de museo–, aterrizaba al lado de la pista sin hacerme daño –algo no demasiado fácil con aquellos equipos– y enseguida dos compañeros me quitaban el paracaídas ya abierto y me ayudaban a ponerme otro debidamente plegado. Volvía a embarcar en la Cessna 206 del «paraclub», pilotada por mi amigo Javier Jareño, y se repetía el ciclo. Cada cinco saltos un médico medía mi tensión sistólica y diastólica y mi ritmo cardiaco, que tan sólo se alteraron en uno de los saltos en el que el paracaídas tardó dos segundos más de lo normal en abrirse. A mediodía asistió un equipo de televisión (en aquellos años sólo eran de Televisión Española), que nos acompañó en el avión durante dos o tres saltos y, cuando pasé de treinta y tres –récord anterior–, la tripulación de un avión de Iberia nos felicitó por radio.

Javi Jareño estableció simultáneamente el récord de España de vuelos en avión en el mismo día: ningún piloto español había realizado cuarenta y tres operaciones de vuelo completas en diez horas. Para ambos fueron nuestras primeras entrevistas en televisión. Por cierto que recuerdo la expresión de Javier, tras su poblado bigote, cuando un famoso cantante cuyo nombre no voy a citar, intentó ligar descarada e insistentemente con él mientras esperábamos a entrar en el plató…

Creo que mi mayor mérito no fue saltar cuarenta y tres veces seguidas, que realmente lo puede hacer casi cualquiera: el ritmo cardiaco era constante, la tensión arterial también, sólo la sonrisa se iba ampliando según los realizaba… ¡sin tener que plegar el paracaídas! De lo que realmente me siento orgulloso cuando recuerdo aquello, treinta años más tarde, es de mi actitud ante aquel desafío. Frente al silogismo «nadie lo ha hecho, así que no se puede hacer», mi respuesta fue: «Nadie lo ha hecho, creo que se puede hacer y deseo hacerlo; así que lo haré».

PARAPENTE SOBRE LOS ANDES. RECORD DEL MUNDO DE ALTURA

En el avión íbamos Marina, ayudante de producción; Ramón Portilla, especialista montañero y alpinista; y Jesús González, hijo de Jesús González Green y experto en aerostación que apoyaría el vuelo de los globos desde tierra.

En el aeropuerto de Santiago de Chile, un miembro del consulado español nos estaba esperando para trasladarnos al hotel, donde se encontraban desde el día anterior Jesús González Green y Bob Joswick, los pilotos de los dos globos de nuestra aventura, así como Alfredo Barragán y Néstor, asesores argentinos de la expedición que nos acompañarían, como tripulantes, en los globos, los cuales; por cierto, ya se encontraban en el aeródromo militar de El Cerrillo junto con el resto del material aeronáutico, debidamente guardado en un hangar. Al día siguiente llegaron, procedentes de la Patagonia, Sebastián Álvaro, director del programa Al filo de lo imposible, y nuestro cámara, Pedro Fernández, con todo el material de cine: el equipo estaba completo y preparado. Para aterrizar en un globo aerostático es necesario que haya poco viento en la superficie del suelo; pero para atravesar la cordillera necesitaríamos mucho viento en altura o el combustible se consumiría antes de terminar la travesía, con el peligro que supone aterrizar en las montañas andinas, a más de seis mil metros de altitud y a gran velocidad.

Los servicios de previsión meteorológica chilenos jugaban un papel fundamental en la aventura. Mucho viento arriba y poco abajo… ¿cuándo se daría esa situación? Teníamos a nuestro favor la excelente preparación técnica de los meteorólogos chilenos, que lanzaban una sonda cada madrugada y recibían una información precisa del viento y temperatura a distintas altitudes. Otra virtud que los caracterizaba era su paciencia: todas las mañanas nos presentábamos en sus instalaciones, cerca del aeropuerto de Santiago, para recibir personalmente su informe, y casi todas las tardes recibían nuestra llamada telefónica.

Durante la espera de las condiciones meteorológicas adecuadas nos ocupamos de poner a punto los instrumentos de vuelo (altímetros, GPS, etc.) y de preparar el gas necesario para la travesía, suministrado por la empresa AGA gratuitamente y compuesto por una mezcla de propano y nitrógeno, lo que mejora la combustión a gran altitud respecto al propano simple. También de obtener unas cartas de navegación lo más completas posible, lo que no resulta fácil por considerarse material de interés militar, y de revisar las botellas de oxígeno y mascarillas con las que podríamos respirar allí arriba. Después preparamos bolsas de supervivencia, compuestas por agua y comida para tres días, y dispusimos el sistema de rápel que yo usaría para saltar del globo con el parapente, así como el parapente para el plegado, como un paracaídas de avión, adaptado al globo. Además, organizamos los paracaídas de emergencia que portarían las tripulaciones de los dos globos, e impartimos un cursillo sobre su utilización. Asimismo establecimos un sistema, a base de cuerdas de escalada, que permitiría a Ramón Portilla filmar colgado «desde fuera del globo», para obtener unos planos muy especiales de la barquilla. A continuación, ultimamos los cálculos necesarios para, considerando la temperatura, el peso de la barquilla, las calorías por kilo de gas a cada altitud, etc., optimizar la carga de combustible en los globos. Conseguir unas bengalas, consideradas poco menos que material militar, utilizadas en náutica y que pueden arder incluso sin oxígeno, fue otro de los preparativos. Cada globo llevaría seis y tenían por objeto encender de nuevo el quemador si la «llama piloto» se apagaba por falta de oxígeno. El sistema piezoeléctrico podía, y así nos lo demostró la práctica en los dos globos, no ser suficiente para reiniciar la combustión con el escaso oxígeno que hay a ocho mil metros o más. Otro requisito fue lograr los permisos aeronáuticos necesarios para el vuelo y la pertinente autorización para salir del país de una manera tan «irregular». Chile es muy estricto en cuanto a la observancia de la legislación aduanera, hasta el extremo de que, justo antes de realizar el despegue en medio del campo y a las seis de la mañana, aparecieron los carabineros de frontera con una mesa portátil, los sellos, los tampones… ¡y nos sellaron los pasaportes allí mismo, ya equipados para la travesía!

Por fin nos avisaron desde el centro meteorológico: en dos días tendríamos una situación favorable. Era el mediodía del 30 de marzo de 1993 y, tras estudiar a fondo la previsión, Jesús González Green y Bob deciden el punto desde el cual, empujados por el viento que suponían tendríamos la mañana del 1 de abril, atravesaríamos la cordillera andina por el sitio más estrecho y con la zona de aterrizaje más amplia y segura posible en la vertiente argentina.

El 31 y tras una comida ligera en el hotel nos dirigimos al aeródromo militar de El Cerrillo, cargamos los globos en el camión, y comenzamos la búsqueda de lo que entonces era sólo un punto en un mapa y una carretera accesible a nuestro camión. No me extrañó leer que miles de personas se habían reunido en el santuario de Santa Teresita de los Andes –una religiosa que murió a los veinte años tras una vida virtuosa en la que no faltó algún que otro milagro– para celebrar su beatificación oficial por el Vaticano. Lo que sí nos impresionó un poco fue comprobar que el punto correspondiente al cruce de nuestro rumbo estimado con esa carretera fuera precisamente tal santuario. A todos nos sobresaltó escuchar de los sacerdotes –por cierto, españoles– que gestionaban el lugar, que uno de los milagros más significativos de la beata fue una… ¡levitación durante su éxtasis!…

Con el fin de evitar posibles daños en el parapente y prevenir enganchones de los cordones de suspensión, yo debía bajar rapelando por una cuerda de escalada preparada en la barquilla, hasta que dichos cordones estuviesen estirados, y entonces me soltaría. El parapente se abriría como un paracaídas del tipo de apertura automática.

El sistema que utilicé fue el mismo que ensayé en septiembre de 1992, cuando salté desde un globo y aterricé en otro, rodando el programa también de Al filo de lo imposible titulado Fiesta en el aire. En aquella ocasión funcionó bien, pero no lo había vuelto a experimentar.

A las dos de la madrugada el parapente estaba listo. Dos horas antes y mediante un teléfono móvil el centro meteorológico nos comunicó que el viento, según el globo sonda que acababan de lanzar, era de 310º con 60 nudos de intensidad y 29º bajo cero de temperatura a 8.000 metros. Todo según lo previsto. Se estableció las 4.00 como hora para despertarnos y las 6.00 como la de despegue. Las tripulaciones dormirían cuatro horas en los sacos al lado de las barquillas, Bob y yo sólo lo haríamos dos…, en el caso de que pudiéramos.

Una luz muy intensa me despertó. No sabía dónde me encontraba ni si estaba soñando o despierto; aquella luz me cegaba y de repente apareció un micrófono y escuché una pregunta: «¿Es usted el que va a saltar desde el globo?» Poco a poco fui reaccionando, miré el reloj –las cuatro en punto–: «Sí, soy yo». Continuó un pequeño interrogatorio, al que respondí lo mejor que pude dada mi somnolencia. Era la madrugada del primero de abril de 1993 y la aventura había comenzado con una entrevista para la televisión chilena sin salir de mi saco de dormir.

Dos cadenas de televisión, con sus grupos electrógenos para suministrar electricidad a sus focos funcionando a tope, y un montón de periodistas fotografiándolo todo, daban un aspecto especial a nuestro peculiar camping. Todo pasaba muy deprisa: los pilotos preparaban sus equipos, las cámaras eran ubicadas en los globos, el equipo de sonido, los paracaídas, el parapente… ¡todo listo!

Sonó un golpe seco y el ventilador de nuestro globo se rompió. Sin perder un minuto, utilizamos el otro para los dos globos. Por fin los quemadores empezaron a funcionar y los gigantes de aire reposaron majestuosos sobre el suelo, iluminados por su propio fuego y los focos de las cámaras. Después de dos minutos de abrazos y despedidas, el suelo comenzó a alejarse de nosotros. Los focos y las luces de los flashes cada vez eran menores hasta constituir un único punto en el suelo. Entonces, y de forma repentina, apareció la ciudad de Santiago de Chile bajo nosotros.

Establecimos contacto con la torre de control del aeropuerto mediante la emisora de banda aérea que llevábamos. Mi variómetro –instrumento que mide la velocidad a la que bajamos o subimos– marcaba una velocidad de ascenso de unos cuatro metros por segundo.

Como si se hubieran conjurado todos los brujos, empezó a fallar casi todo. La radio de 145 megahercios que utilizaríamos para las comunicaciones entre los dos globos, y eventualmente con grupos de rescate en tierra, inexplicablemente dejó de transmitir. El termómetro de uno de los globos, esencial para saber si sobrecalentábamos o no la vela, no funcionó más. El GPS se apagó, con lo que no sabríamos dónde estábamos.

Advertidos de estas incidencias en control de Santiago, nos indicaron nuestra posición, ya que nos seguían constantemente por radar. Cuando salimos del alcance de sus sistemas de radar, los aviones de línea iban reportando nuestro avistamiento, de forma que en todo momento nos tenían localizados. Aun con estos problemas, en lo esencial todo iba bien cuando empezó a asomarse el sol por encima de las montañas. El altímetro marcaba ya 3.500 metros y seguíamos subiendo a cuatro metros por segundo. A 4.000 metros nos pusimos las mascarillas de oxígeno y abrimos los reguladores. Me daba pánico pensar en la posibilidad de quedarme sin aire después del salto desde el globo, por lo que pedí a Pedro que ajustara mi regulador –unido a la botella de oxígeno y dentro de la mochila que llevaba a la espalda– en el mínimo posible para ahorrarlo.

Ya estábamos a seis mil metros y las montañas empezaron a desfilar bajo nosotros. ¡Qué espectáculo más impresionante! Sebastián y Ramón no necesitaban GPS: reconocían cada montaña que sobrevolábamos, sobre las que reinaba el Aconcagua, que ambos habían escalado; Ramón incluso por su temida pared sur.

Los globos empezaron a moverse con cierta brusquedad. No teníamos sensación de viento, pero la cordillera pasaba por debajo de nosotros a una velocidad endiablada. En realidad volábamos a más de 110 kilómetros por hora y en el barlovento de las montañas subíamos sin calentar el globo mientras que en los sotaventos perdíamos altura por mucho que calentáramos.

Y, cuando nos acercábamos al Tupungato, ocurrió: con la turbulencia tan fuerte que soportábamos se había soltado un seguro de la válvula de desgarre y se había abierto aproximadamente un metro. Desde la cesta parecía que el globo se hubiera roto, y aunque esto era malo pues significaba que habría que calentar más y gastar más gas, lo peor era que el velcro que rodeaba el seguro abierto podía seguir separándose hasta provocar una raja enorme en el globo. Ante esta posibilidad, Jesús dio orden de ponerse el paracaídas al resto de la tripulación.

En nuestro aparato íbamos Jesús González Green, Alfredo Barragán, Pedro Fernández y yo. Ellos se pusieron los paracaídas (yo llevaba el parapente desde el principio). Las cosas empeoraron cuando se apagó la llama piloto. Jesús intentó encender la llama con el mecanismo eléctrico, pero fue inútil. El globo empezó a perder altura cuando Jesús recurrió a una de las bengalas y consiguió volver a encender el quemador. A esa altura (8.500 metros) había que calentar casi continuamente.

Por si fuera poco, Jesús nos comunicó que acababa de conectar las dos últimas botellas. El consumo de gas había resultado muy superior al previsto y teníamos pocas posibilidades de llegar al lado argentino. Mirando abajo, observé cómo las montañas escupían la nieve de las cimas. ¡Más de cien kilómetros por hora! No teníamos ninguna posibilidad de sobrevivir si intentábamos un aterrizaje en aquel infierno, tanto con el globo como con los paracaídas de emergencia o con el parapente. De nada servirían la radiobaliza, los sacos de dormir o los víveres que cada uno llevaba.

La salvación estaba en la vertiente este del Tupungato; al ser la montaña más alta, si la pasábamos, el resto sería un camino descendente hasta Argentina y también mi momento para saltar: la cara oriental del Tupungato…

En el otro globo la situación no era mejor. Como nosotros, también habían tenido que usar una bengala. La botella de oxígeno que compartían Sebastián y Néstor se obstruyó y ambos cayeron sin conocimiento de inmediato. Sin la actuación de Ramón, que les suministró rápidamente de otra botella, la cosa hubiera terminado en tragedia.

Hablando con Bob unos meses más tarde, me confesó que, cuando durante el vuelo le preguntaban si todo iba bien, contestaba siempre en su característico «espaninglish»: «No problem», sonriendo pero… sin ningún convencimiento. Cuando conectó sus dos últimas botellas de propano pensó, como Jesús, que no llegaríamos nunca a los llanos argentinos. Fueron diez minutos horribles en los que sólo pensaba, como siempre que me veo en apuros, en mi familia. Me resultó admirable la actitud de Pedro: él no era aviador en ninguna modalidad y, con el paracaídas puesto, siguió filmando con una flema increíble. Es un profesional de primera categoría y desde luego un hombre valiente. Por fin vi que el Tupungato pasaba bajo nosotros y el globo, en parte por el sotavento de esa hermosa montaña de 6.800 metros y en parte por la necesidad de ahorro de combustible, empezó a bajar.

A 7.500 metros pasé la cuerda por el ocho de escalada que tenía conectado a mi arnés, me encaramé al borde de la barquilla y, a 7.200, bajé rapelando. Colgado de la cuerda a más de 7.000 metros de altitud, respirando oxígeno embotellado y mirando la barquilla y las montañas, experimenté una sensación de irrealidad enorme, como si aquello fuera un sueño. Por fin, salté.

El oxígeno seguía saliendo por la mascarilla. Mi gran preocupación era que no se desconectara el tubo por la brusquedad de la apertura de mi parapente-paracaídas. Éste se abrió perfectamente y todo estaba bien menos una cosa: en la mochila llevaba víveres, agua, una funda de vivac y un saco de dormir, una radiobaliza satelital, la botella de oxígeno y el regulador: demasiado peso, que tiraba de mí hasta tumbarme de espaldas en el arnés. Con los antebrazos empujé hacia atrás las bandas de suspensión, con lo que conseguí erguirme un poco, aunque en una posición incómoda, especialmente para realizar tomas fotográficas sin soltar los mandos.

Reconozco que cuando me puse con viento en cola a más de 120 kilómetros por hora hacia Argentina, no pude evitar un cierto sentimiento de culpa: ¿llegarían mis compañeros al llano con tan poco propano? Los globos bajaban a cuatro metros por segundo, mientras avanzaban empujados por el viento. Yo volaba más rápido y bajaba a tan sólo 1,4 metros por segundo. En poco tiempo se convirtieron en unos puntitos que, poco a poco, iban dejando atrás la cordillera; pero mucho más influenciados que yo por su enorme sotavento. El globo pilotado por Bob llego a ponerse casi horizontal en uno de los «meneos». Aunque yo iba más alto, también experimenté el efecto de aquella turbulencia enorme, hasta que me adentré en Argentina.

Allí había 6/8 de estratocúmulos a unos 3.000 metros. Los aviadores medimos las nubes por los octavos de cielo que cubren; así, seis octavos de cúmulos significa que tres cuartas partes del cielo estaban cubiertas. Los Andes, las nubes tres mil metros debajo de mí, los globos… aquello era fascinante y yo no dejaba de hacer fotos pensando en asimilar psicológicamente las sensaciones más tarde.

En ese momento un estruendo me hizo volver la cabeza: un avión de caza estaba girando a mi alrededor para terminar alabeando a modo de saludo. A siete mil metros no llegaban los helicópteros o aviones no despresurizados; por ello las autoridades argentinas enviaron un caza que, en caso de accidente, reportaría nuestra posición. Dos mil metros más abajo otro avión, esta vez un Pilatus Porter lleno de periodistas y cámaras de televisión, me escoltó un buen rato. Hubo momentos en que parecía querer embestirme.

Los dos puntitos, rojo uno y plateado el otro, que eran los globos, se empezaron a perder entre las nubes y decidí ir tras ellos. No me apetecía que me tomaran por loco explicando, cincuenta kilómetros más adentro, que había llegado a Argentina saltando de un globo en los Andes.

Continué con mi estrategia de girar cuando el variómetro me indicara descendencia y evitar las ascendencias, intentando adivinar por qué zona habían desaparecido los globos entre las nubes. Al fin conseguí ver a uno de ellos, el plateado. Apunté hacia él con la brújula y me zambullí en cuatrocientos metros de espesor de nubes.

Tras unos minutos de niebla cerrada el paisaje cambió de repente: ahora estaba nublado y el globo plateado, aún inflado en el suelo, apareció debajo de mí. Giré sobre él y observé que Pedro sacaba la cámara de la barquilla y la montaba en el trípode sobre tierra firme, por lo que supuse que pretendía filmar mi aterrizaje. Elegí la zona que creí le podía resultar más atractiva para la grabación y aterricé.

En aquel rancho criollo apareció entre las nubes un globo, al cabo de unos minutos otro globo hizo acto de presencia y, un rato después, una especie de sábana, de la que colgaba otro «gallego», aterrizaba junto a los globos. No es de extrañar que aquel muchacho de unos quince años, con ojos muy abiertos, se nos acercase para preguntar: «¿Va a caer algo más del cielo?»

RECORD DE ESPAÑA DE ALTURA EN CAIDA LIBRE

El proyecto era ambicioso: establecer una colaboración entre el programa de TVE Al filo de lo imposible y el Ejército del Aire español. «Al filo» aportaba al proyecto el globo necesario para ascender hasta la estratosfera (los aviones tienen problemas para hacerlo con la puerta abierta) y la difusión de las imágenes correspondientes en forma de un capítulo de la serie. El Ejército del Aire proporcionaba el asesoramiento médico imprescindible y el equipamiento de suministro de oxígeno necesario. Además, un caza F-1 de la base de Los Llanos en Albacete escoltaría al globo en la fase de lanzamiento, certificando su altitud, y un helicóptero Super Puma del SAR (Servicio Aéreo de Rescate) se mantendría alerta para una posible operación. Un paracaidista militar de la base de Alcantarilla, Cielo Cremades, y yo saltaríamos simultáneamente, compartiendo el récord de España desde doce mil metros: dos minutos y medio en caída libre.

Hasta cuatro mil metros se puede respirar más o menos normalmente; a partir de esa altitud el oxígeno va escaseando y se requiere de un aporte extra. Desde unos siete mil metros, la falta de presión atmosférica nos obliga a respirar oxígeno puro y a hacerlo con «presión positiva». Además, la temperatura va descendiendo con un gradiente de 6,5 grados centígrados cada mil metros aproximadamente, alcanzando los 57 grados centígrados bajo cero a doce mil metros.

La aventura empezó con la realización de entrenamiento en el hospital del Aire. Puede resultar chocante, pero entrenábamos cómo «respirar» por encima de siete mil metros. En una cámara cerrada herméticamente, en la que se puede simular la combinación de oxígeno y presión equivalente a diferentes altitudes, conocida como cámara hipobárica, aprendimos a respirar en altitud. Se respira al revés: el regulador de oxígeno te introduce éste a presión, de forma que la inspiración se produce sin esfuerzo, digamos que «obligada», y hay que hacer fuerza para expirar, produciendo así la presión que de manera natural no existe allí arriba. Al no haber presión atmosférica el oxígeno que entra en los alvéolos pulmonares no penetraría en ellos: hay que introducirlo con presión artificial.

Otra situación extraña: normalmente respiramos aire, constituido por un 21 por ciento de oxígeno, un 78 por ciento de nitrógeno y un 1 por ciento de otros gases. Pues bien, al ganar altitud el nitrógeno, se dilata en nuestras articulaciones, en nuestro sistema cardiovascular, etc., pudiendo provocar desde dolores articulares muy intensos hasta un accidente coronario. Había que respirar oxígeno puro durante una hora antes de subir en el globo para retirar de nuestra sangre todo el nitrógeno, proceso éste que se conoce como desnitrogenización. Además tuvimos que asegurarnos de que no teníamos prótesis dentales o empastes en los que hubiera una burbuja de aire, por pequeña que fuese. Se ha dado el caso de pilotos que, al alcanzar esas altitudes, les ha saltado una pieza dental, provocándoles un dolor tan intenso como para hacerles perder el conocimiento. Otro efecto curioso: puede darse el caso de creerte en perfectas condiciones y escribir en una hoja que dos y dos son seis. Uno mismo no es consciente del efecto que la falta de oxígeno puede empezar a producir en las neuronas. En fin, fue un entrenamiento muy enriquecedor que, además, me salvaría la vida más adelante.

Y llegó el día. En un lugar de La Mancha llamado Socuéllamos había una ermita; allí, a las cinco de la mañana, velábamos las armas tres extraños personajes rodeados de un no menos extraño cortejo. Éramos Carlos Brogeras –piloto del globo encargado de bajarlo desde doce mil metros cuando hubiéramos saltado–, el militar Cielo Cremades y yo mismo, dispuestos a saltar. Estábamos sentados en la puerta de la ermita, respirando oxígeno puro.

Íbamos vestidos con la ropa que se usa para subir al Everest y, bajo el casco de piloto de combate que llevábamos bien calado, el sudor nos empapaba más y más. Por fin amaneció, el globo estaba listo, el helicóptero del SAR llegó, aterrizó, y nosotros, chorreando sudor, nos levantamos y recorrimos los cincuenta metros que nos separaban de nuestra aeronave, portando cada uno una pequeña botella de oxígeno de la que respirábamos. No podíamos inhalar ni una molécula de aire o la tan sufrida desnitrogenización no habría valido de nada –entraría nitrógeno en nuestro organismo– y tendríamos que empezar de nuevo.

Como siempre detrás de lo espectacular de una aventura está el trabajo silencioso de muchas personas; así, el globo estaba listo gracias a varios compañeros que lo prepararon mientras desnitrogenizábamos nuestra sangre. Ellos se quedaron abajo y nosotros despegamos entre bastante público –personas del pueblo, técnicos de la producción, militares del equipo, pilotos de globo, etc.–.

El aerostato, de seis mil metros cúbicos de capacidad, podía llevar a bordo once personas y nosotros éramos sólo tres, eso sí, con mucho equipamiento. Este exceso de poder ascensional nos permitía subir muy deprisa, a más de cuatro o cinco metros por segundo.

A unos siete mil metros, la anilla del paracaídas de Cielo Cremades se enganchó con algo y el artefacto se abrió. La barquilla tenía el espacio justo para ir en ella y plegar allí el paracaídas era algo impensable, por lo que creí que me tocaría saltar solo; pero no, ni corto ni perezoso Cielo Cremades soltó su arnés y comenzó a cerrar de nuevo su paracaídas en el suelo de la cesta. Tras unos minutos y a más de nueve mil metros, consiguió cerrarlo. A esa altitud el suelo de la barquilla estaba cubierto por una capa de hielo y las manos de Cremades completamente moradas por el frío (había tenido que quitarse los guantes para poder trabajar). Por fin se equipó de nuevo y, mediante una señal, me indicó que estaba listo.

Por radio me informaron que habíamos alcanzado doce mil metros. El globo se resistía a seguir subiendo y decidí que era el momento de saltar. Tras informar de mi decisión al comandante Robles, responsable militar de la operación, dejamos de calentar el globo y, con algún esfuerzo, Cremades y yo nos subimos al borde de la barquilla. El caza F-1 hizo aparición espectacularmente girando alrededor del globo y nosotros saltamos.

A doce mil metros la temperatura era de unos cincuenta y siete grados bajo cero. La pantalla protectora del casco que usábamos, el mismo que los pilotos del caza F-18, se engeló rápidamente, impidiendo la visión. Levantamos las respectivas pantallas y seguimos cayendo protegidos por sendas gafas de caída libre, que también se engelaron aunque más lentamente –la temperatura era mayor según descendíamos–. Cuando las gafas ya no nos dejaban ver por el hielo, habíamos alcanzado unos cinco o seis mil metros y podíamos seguir nuestro descenso sin protección. A mil quinientos metros abrimos los paracaídas. El terreno no ofrecía dificultad para aterrizar, había una carretera y, cerca de ella, recuperada la visión, nos posamos suavemente.

Tras el abrazo emocionado y con esa sensación que se experimenta cuando algo así ya ha pasado, a lo lejos pudimos ver el globo y enseguida escuchamos la voz del comandante Robles, a través de la radio, preguntándonos cómo estábamos. Dado que estábamos bien, la incertidumbre era para Carlos Brogeras y el globo, aún muy alto. El helicóptero tenía que mantenerse cerca de la vertical del globo y asegurar su aterrizaje, lo que llevaría al menos una hora… y nosotros… ¡estábamos sin desayunar! Así que, a pesar de las protestas de Cremades, que había recibido instrucciones (para él órdenes) de esperar allí mismo al helicóptero, me coloqué en la carretera dispuesto a «hacer dedo» al primer coche que pasara a esas horas –eran las ocho de la mañana– en busca de un café, cosa que Cremades finalmente imitó.

Al ver los extraños uniformes que vestíamos, los cascos de piloto de caza en nuestras manos y los paracaídas medio recogidos al lado, no sé lo que debió pensar aquella conductora, que resultó ser la maestra del pueblo más próximo; supongo que algo parecido a que nuestro avión se había estrellado. Lo cierto es que nos llevó a la pequeña localidad que había a unos cinco kilómetros, más exactamente al bar del pueblo. Imagínese el lector las expresiones de los parroquianos ante aquellos aparecidos, que pedían ansiosamente un café. Apenas habíamos empezado a beberlo cuando por nuestro «walkie talkie», escuchado con atención por todos los asistentes, se oyó al comandante Robles preguntar dónde estábamos. Hasta ese momento no sabíamos el nombre del pueblo, que nos fue indicado de inmediato por el dueño del bar; a continuación la voz de Robles, taxativa: «Dirigíos al campo de fútbol». El dueño del bar no sólo nos perdonó la cuenta del desayuno –no llevábamos dinero–, sino que, además, nos llevó en su coche, con todo nuestro equipo. Llegamos justo cuando un enorme helicóptero Super Puma aterrizaba en el centro. Ante la expectación general, embarcamos y desaparecimos. El globo había aterrizado sin novedad y la aventura había terminado; aunque tres días más tarde empezaría otra que casi me costaría la vida: saltar desde más de diez mil metros con un parapente.

RECORD DEL MUNDO CON PARAPENTE DESDE GLOBO

De nuevo en la ermita de Socuéllamos y las mismas personas. Esta vez, en lugar de un paracaídas, llevaba el arnés de un parapente y el reto consistía en saltar por encima de diez mil metros en parapente.

Con la experiencia del récord de caída libre de hacía unos días, todo fue muy fácil hasta llegar al lanzamiento, con la misma técnica que usé sobre los Andes unos cuantos años antes, pero tres mil metros más alto. Cuando me dejé caer desde el globo, la sensación fue muy extraña: el parapente caía conmigo sin presión, sin que los cordones se tensaran, como si estuviésemos en el espacio y no hubiera aire que lo inflara. De pronto fue como si el parapente explotara y se abrió de una manera violentísima. Afortunadamente aguantó el tremendo tirón… y yo también. Comenzó el descenso.

En caída libre apenas habíamos tardado dos minutos y medio en llegar de doce mil metros a mil quinientos, pero con el parapente abierto los minutos, a más de nueve mil metros de altitud, transcurrían lenta y fríamente –a 50 grados centígrados bajo cero– y entonces ocurrió: el regulador de oxígeno comenzó a suministrar cada vez menos cantidad del vital gas; se había congelado. Recordé, por el curso que recibimos en el hospital del Aire, que en tres o cuatro minutos sin oxígeno el cerebro sufre daños irreversibles. Pasé a suministro en emergencia, en que el regulador debería soltar el oxígeno sin regulación, a chorro puro. Esta posición te permite respirar pero agota enseguida la reserva de oxígeno; no obstante, se trataba del último recurso. Pues bien, tampoco funcionaba. Sólo salía un hilo de oxígeno que me permitía una inspiración cada treinta o cuarenta segundos, pero salía sin presión positiva. El capilar por el que pasaba el oxígeno estaba casi obstruido por el hielo. La sensación es muy traicionera: puedes inspirar y con ello crees que estás bien; aunque en realidad no has inspirado oxígeno o éste no se ha introducido en los alvéolos al no haber presión atmosférica. El truco que se me ocurrió, insisto que gracias al curso de medicina aeronáutica que nos facilitó el Ejército del Aire, fue apretar el aire en los pulmones tras cada interminable inspiración. Se trataba de agarrarme a la vida, de que no se me escapara, casi sin ver por el hielo que se había formado en la pantalla de mi casco, con cincuenta grados bajo cero, experimentando los primeros síntomas de hipoxia y apretando el oxígeno tras cada eterna inspiración de entre treinta y cuarenta segundos.

Se me ocurrió que, si giraba fuerte con mi parapente, podía descender más rápido y así llegar antes a capas más «oxigenadas»; así que bajé el mando izquierdo del parapente dispuesto a bajar en barrena. Lo que ocurrió a continuación fue algo completamente inesperado: el parapente se tensó muchísimo, parecía que los cordones se iban a partir. La tensión era tal, que la tabla de madera que hace las veces de asiento en mi arnés se partió en dos, y yo quedé sujeto por las cintas. Con mucho cuidado subí de nuevo el mando y continué volando recto. En tierra un amigo, ingeniero aeronáutico, llegó a la conclusión de que, al no haber densidad, el parapente había alcanzado velocidades altísimas que yo no percibía por el mismo motivo, por no haber densidad. Mi ropa se movía como si chocase con el aire a 35 kilómetros por hora aquí abajo; pero, en realidad, había volado a ¡170 kilómetros por hora! Al girar, la fuerza centrífuga fue brutal y casi mortal para el parapente… y para mí.

Me moría y, sin embargo, podía ver el mar desde la vertical de Albacete, ciudad que sobrevolaba en ese momento. La atmósfera tenía un color más oscuro y el globo, que descendía bajo mis pies, dejaba una estela blanca enorme, preciosa, mágica. Incluso pude ver a Carlos Brogeras y Cremades en el interior del globo durante unos momentos; aunque enseguida se perdieron debajo de mí, viajando a toda prisa a la zona de nuestro planeta donde nuestra especie puede vivir, la troposfera. La belleza de todo aquello me conmovía y al mismo tiempo me impulsaba a luchar por sobrevivir. Había que concentrarse para mantener la inspiración durante treinta segundos, sin caer en la tentación de apartar la mascarilla e inflar los pulmones… de nada, porque allí no había nada; pero el instinto me impulsaba a hacerlo, retirar la mascarilla e inspirar. La razón y mis conocimientos me decían que, si hacía eso, me moriría. Así transcurrieron los minutos hasta que, por fin, mi altímetro marcó cuatro mil metros. Retiré mi máscara e inspiré libremente. Otro sobresalto: empecé a perder el conocimiento muy deprisa. Volví a respirar oxígeno puro, que ya salía bien del regulador, y recuperé mi estado de consciencia más o menos normal. Mi organismo tenía déficit de oxígeno; en otras palabras, estaba cianótico y necesitaba una dosis extra con urgencia. Por fin aterricé y me recogió el helicóptero. Siguieron suministrándome oxígeno puro mientras volábamos a toda prisa al centro médico de la base militar de Los Llanos, donde me examinaron y dictaminaron que estaba bien. Todo había pasado, sólo quedaban las imágenes almacenadas en mis neuronas y mi agradecimiento a los médicos del CIMA que, con la formación que me dieron, me salvaron la vida.

Laureano Casado