Las mil y una flores del Sahara

Manuel Costa

África es ese gran continente donde la inmensidad de sus tierras se cubre por una gran variedad de ecosistemas: clima mediterráneo al norte y al sur y, entre ellos, zonas tropicales, pluviales y pluviestacionales, y extensas zonas desérticas, con diferentes tipos de vegetación y de paisajes. Entre los desiertos, el de Namib, el de Kalahari y, el más impresionante de todos, el de Sahara, único y majestuoso por sus dimensiones. Su extensión sobrecoge y sobre ella hay miles de relatos: terribles unos («el gran y horrible desierto» del Éxodo, o «una tierra árida y llena de fosos, una tierra donde reinan la sequía y la sombra de la muerte, una tierra donde nadie pasa y donde no habita hombre alguno» Jeremías, II, 6-7), y poéticos otros. Pero no es una tierra muerta; es una tierra viva y viviente, en la que en el momento menos esperado, en una acampada, en un descanso, surgirá, no se sabe de dónde, un hombre enjuto, curtido por mil soles, abrasado por mil tormentas de arena, con una sonrisa que dejará al descubierto una maltratada dentadura, te ofrecerá té o leche de camella. Tierra seca y árida en la que el verdor serpentea en los «ueds»1 y el agua, de tarde en tarde, refresca el ambiente en los «gueltas»2 de las montañas y en las «dayas»3 de los llanos. Por el contrario la sequedad y aridez aumentan en los «chotts»4 salinos y en las «hamadas»5 pedregosas. La desolación y la muerte están presentes en los restos arqueológicos que se esparcen por esta vastedad y en los que los restos de cerámica, las puntas de flecha o las piedras para moler el grano indican la actividad que debió de existir en aquellos, hoy desolados, parajes. Sean dunas, rocas u oasis, el desierto se presenta siempre atractivo y desafiante, invitándote a penetrar en él, a cruzarlo… y, si lo haces, volverás. Ése es el origen de estas expediciones, en las que ciencia, aventura, cultura y amistad han forjado un equipo que, enamorado de África y del desierto, vive en un constante deseo de regresar. Ésas son las sensaciones que debieron de sentir otros exploradores que quedaron fascinados por esta desolación, como Henri Barth, Duveyrier, Luis del Mármol, Laszlo Almasy, Henri Lothe, Capot Rey, Théodore Monod, etc.

LA FLORA DEL DESIERTO

La flora saharaui está determinada por el elemento florístico de los territorios biogeográficos que le rodean: mediterráneo, saharo-arábigo y sudanés. Es muy pobre en especies, unas 1.200 plantas vasculares; pero rica en endemismos, calculándose un 25 por ciento de flora endémica. Lógicamente las plantas que viven en estos medios tan cálidos y secos están adaptadas a ellos, de tal manera que abundan las que recurren a la estrategia de «desaparecer» durante la época seca y permanecer en forma de semilla hasta que las condiciones de humedad sean las propicias para desarrollarse de nuevo: es el caso de las anuales o terófitos. Otras lo que hacen es conservar sus órganos subterráneos en forma de bulbos o rizomas: son los geofitos. Los vegetales permanentes recurren a otras estrategias, como un gran desarrollo radicular, para aumentar su capacidad de absorción del agua del suelo, combinado con una reducción de la superficie de evaporación y en algunos casos con la acumulación de agua en los tejidos.

Establecer límites florísticos para el Sahara es siempre muy comprometido; ése ha sido uno de los objetivos de nuestras diferentes expediciones. No obstante, en líneas generales sí se pueden dar algunos datos orientativos sobre estas demarcaciones. Así, en el norte, como ya hemos comentado, las montañas del Atlas no sólo impiden la entrada de los vientos húmedos del mar, sino que con ellas va quedando atrás la vegetación siempre verde mediterránea. No obstante, algunos elementos mediterráneos marcan ese sutil cambio, de tal suerte que la desaparición de plantas como la Stipa tenacíssima, Artemisia herba-alba, Pistacia atlántica o Ziziphus lotus dan paso al verdadero Sahara. Algunas plantas de origen mediterráneo aparecen en las montañas centrales saharauis (Hoggar, Aïr y Tibesti) al haber encontrado en ellas una atenuación de la aridez por la altura; es significativa en este sentido la presencia de Lavandula (L. coronopifolia o L. antinae), mirto (Myrtus nivellei) y olivos como Olea laperrini.

Hacia el sur, alrededor del paralelo 200, la desaparición de algunas plantas saharianas como la Cornulaca monacantha, Nucularia perrini o la Fagonia olliveri, y la aparición de otras de origen sudanés como Panicum turgidum (cram-cram), o Stipagrostis plumosa, junto a árboles con diferentes especies del género Acacia y los espectaculares baobab (Adansonia digitata) marcan el fin del Sahara y el inicio del Sahel.

Biogeográficamente, el vasto territorio saharaui se reparte entre los reinos Holártico y Paleotropical.

La vegetación del Sahara está muy directamente relacionada con el tipo de suelo y con la humedad; ello hace que las comunidades vegetales marquen unas determinadas condiciones, lo que se traduce en una relativa facilidad a la hora de interpretarlas. Así, en los «ergs»6 o en suelos arenosos son frecuentes las formaciones de «drinn» (Aristida pungens), que pueden estar acompañadas por arbustos como Retama retam y Ephedra elata, entre otros. Cuando se forman las grandes dunas móviles, la vegetación se empobrece y llega a desaparecer cualquier vestigio, como sucede en los grandes campos de dunas. Sobre las formacionas pedregoso-arcillosas de los «regs»7 se observan plantas como la Aristida plumosa, Aristida obtusa y Aristida ciliata. Cuando el «reg» se hace arcillo-arenoso entra el «had» (Cornulaca monocantha) con Randonia africana y, si hay salinidad, en el sustrato aparece Zygophyllum album. Los «ergs» de la zona central saharaui están desprovistos de vegetación. En las «hamadas» de suelos rocosos, cuando son planas, aparecen formaciones de Fagonia glutinosa y Fredolia aretioides. En estos ecosistemas, después de las lluvias suele ser muy espectacular la floración de las plantas anuales, el «acheb»8 de los géneros Erodium, Convolvulus, entre otros. La vegetación arbolada en el Sahara aparece en las depresiones («ueds»), donde llegan del sur las diferentes acacias tropicales como Acacia raddiana y Acacia seyal, a las que acompañan Maerua crassifolia, Balanites aegyptiaca, por citar las más destacadas. No faltan las plantas trepadoras, como Ephedra altísima y Cocculus pendulus. En las zonas salinas (chott o sebkha), sólo las plantas halófilas cubren las depresiones con costras salíferas: Atriplex halimus, Suaeda vermiculata, Frankenia y Zygophyllum, entre otras.

En los oasis y en las zonas de acumulación de agua, «gueltas» y «dayas» el verdor y el frescor se hacen patentes a través de la vegetación que allí se desarrolla: Typha, Phragmites, Cyperus, Juncus, etc., e incluso helechos y plantas –¡acuáticas!– del género Potamogeton.

NUESTRAS EXPEDICIONES

Estudiar el Sahara era un objetivo largamente planeado, pero que hasta el año 1998 no pudimos llevar a cabo. Las circunstancias permitieron que un grupo de científicos, la mayoría botánicos, animados por un geólogo, el profesor Manuel Julivert, un experto conocedor del territorio, se lanzase a esta aventura que aún no ha terminado. Formamos el equipo, aparte del profesor Julivert, la profesora de la Universidad de Oviedo, Susana García, geóloga y experta en joyería africana y en el arte de los «forgerons»9; el doctor Arnoldo Santos, canario de La Palma, botánico, investigador en el Jardín Botánico de Tenerife y experto en flora macaronésica10 y paleotropical; el profesor Herminio Boira, botánico de la Universidad Politécnica de Valencia y experto en agricultura en condiciones ecológicas de estrés; la profesora Pilar Soriano y yo mismo, de la Universidad de Valencia, expertos en vegetación y bioclimatología. Han participado en alguna de las expediciones Hayat Bint Hamed, médico saharaui y doctoranda en etnobotánica del Sahara en el Jardín Botánico de Valencia; Alex Cegarra, doctorando en la Universidad de Valencia; y el profesor Nicolás Sánchez Durá, filósofo, profesor de la Universidad de Valencia, persona sensible que nos ha introducido en la cultura africana, buscador incansable de arte africano y magnífico compañero.

Hasta el momento actual se han realizado tres grandes expediciones: a Níger, del 1 al 26 de febrero de 1998; a Mauritania y territorios liberados del Sahara Occidental, del 25 de enero al 11 de febrero de 1999, y a Burkina Faso y Malí, del 4 al 30 de marzo de 2001. Es difícil en el poco espacio de que disponemos en este trabajo describir todas las vivencias surgidas a lo largo de las expediciones; por ello nos centraremos en la primera de ellas, la del Níger, la más genuinamente saharaui.

AL ENCUENTRO CON EL DESIERTO

Tras un largo pero confortable vuelo con Air Afrique, llegamos ya muy de noche a Niamey el 1 de febrero de 1998. Dormimos en una hotel de lujo cerca del río Níger; sería la única noche cómoda hasta nuestro regreso a Niamey, después de la expedición y antes de regresar a Europa. Cansados, nos fuimos a la cama ansiosos por despertar pronto al día siguiente y ver lo que nos ofrecía aquel país, que antes de verlo ya imaginábamos fascinante. De él habíamos oído historias de tuareg, de songhais, de mossis, de tubus y de tantas y tantas etnias que habían deambulado por esta parte de África. El despertar fue magnífico. Desde el hotel se veía el río, con el puente Kennedy que lo atravesaba. Descendimos a la calle a ver los camellos paseando por los amplios bulevares con sus jinetes ataviados con sus «chek» (turbante tuareg), a las mujeres metidas en el agua y el bullicioso mercado de pescado, que nos dejaba asombrados. Risas, amabilidad y simpatía: ésa fue la primera impresión de la cual poco podríamos disfrutar, pues había que salir rápidamente hacia Agadez, nuestro verdadero punto de partida para la expedición.

El camino era largo, unos 950 kilómetros; teníamos que recorrerlo en el día, por una carretera asfaltada pero bacheada y en un microbús no excesivamente confortable. Pero todo nos parecía maravilloso e interesante. El paisaje saheliano que veíamos desde el coche nos parecía espectacular y ante nuestros ojos desfilaban sabanas arboladas en las que distinguíamos sin dificultad, a pesar de la agitación del vehículo, Bombax costata y Calotropis procera, que se convertiría en fiel compañero de viaje, y la bella palmera Hyphaene thebaica (palmera dum), muy cultivada, que nos abandonaría en este trayecto; aunque la reencontraríamos de nuevo días mas tarde en Chirfa y Séguédine. También Borassus flabellifer (palma de palmira), fácil de distinguir de la dum por su porte monopódico11, que con la Moerua crassifolia, Balanites aegyptica, Leptadenia pyrotechnica y otras, nos acompañarían a lo largo de este tramo saheliano entre Niamey y Agadez. Pero la planta que más nos impactó fue el majestuoso baobab (Adansonia digitata); por fin aparecía ante nosotros aquel espléndido árbol del cual tuvimos las primeras noticias a través de El principito12. Allí estaba, corpulento y erguido diciéndonos: «Sí, soy yo».
Extasiados por el paisaje y sus gentes atravesamos Dosso, un importante centro islámico y vía de comunicación principal hacia Benin, y Dogondouthchi, con un espectacular acantilado, que en pequeño recuerda al de Bandiagara en Malí. Birni N’konni, a 420 kilómetros de Niamey, es un estratégico punto de comunicación con Nigeria. Pero la ciudad más importante antes de llegar a Agadez es Tahoua, donde se puede encontrar artesanía y joyería tuareg. Es una ciudad animada y populosa, cerca de la cual está el lago Tabalak. Aquí veríamos Euphorbia balsamiera; en nuestra opinión, cultivada. Pasado el pueblo de Abalak, el paisaje se va desertificando y el Sahara comienza a insinuarse. Hacia Al Mota y antes de entrar en la reserva de fauna de Tardes, desaparecería la Commiphora africana, el árbol de la mirra, muy característico del norte saheliano.

AGADEZ, DONDE EL ADOBE ES ARTE

Después de un largo y cansado día de viaje llegamos a Agadez; era de noche y poco pudimos ver. Adivinamos calles polvorientas y muy animadas, sombras escurridizas por sus callejas, un tanto de expectación por nuestra presencia y, ante todo, la espectacular silueta del minarete de su mezquita, cuya belleza no apreciaríamos hasta el día siguiente. Dormimos en el Hotel Aïr, modesto pero agradable, desde cuya terraza superior veríamos al despertar la hermosura dorada de la mezquita mientras desayunábamos. Después, preparativos para alcanzar las montañas del Aïr y atravesar los extensos «ergs»… Al grupo se uniría Jacques Meritet, africanista francés y solitario, y completarían el equipo los dos conductores tuareg –magníficos personajes–, el cocinero y el guía italiano, conocedor del territorio, pero cuyo defecto mayor es que adoraba las hamburguesas y las añoraba en el desierto… (¡increíble!). Mientras preparaban los coches con las provisiones para quince días, nosotros nos dedicamos a visitar la ciudad y, sobre todo, la aljama con su famoso alminar. Construido de adobe, ostenta un color rojizo y forma de pirámide alargada; tiene 27 metros de altura y está erizado de vigas, lo que le confiere un aspecto original y curioso cuya contemplación al amanecer o con sol poniente impresiona y sobrecoge. Es un patrimonio arquitectónico único con el estilo propio del Aïr. La mezquita se construyó en el siglo XV, época de esplendor de la ciudad, que entonces era centro de paso de las caravanas en la ruta Gao-Egipto, además de mercado y centro económico, cultural y religioso. Pero aunque haya perdido su pasada gloria y se haya venido abajo después de la terrible sequía de 1973, Agadez es una ciudad alegre. Por las mañanas la gente va y viene por sus calles polvorientas. Las túnicas bellísimas, negras, azules y blancas, flotan con el movimiento de los cuerpos esbeltos de los hombres, quienes cubren sus cabezas con los «chèches» («chek», turbante tuareg) negros y blancos, los cuales envuelven con gracia y arte sobre sus cabezas, tapándose el rostro y dejando sólo al descubierto unos ojos bellísimos de mirada profunda y misteriosa. La humildad y la elegancia del «chèche» tuareg contrasta con la gracia del gorro «houssa», adornado con perlas, o con los sombreros de paja… Las mujeres, muy bellas, lucen vestidos de vistosos colores que algunas ciñen con gracia a su cintura, lo que marca sus gráciles y espigadas figuras. Llevan el pelo organizado en prietas trenzas que dejan ver por debajo de sus originales turbantes y lucen como adorno pendientes y collares, en los que no faltan las bellísimas cruces de Agadez. Vaporosas blusas completan su atuendo… El mercado es muy ruidoso y animado, como todos los africanos; pero es menos atractivo actualmente por celebrarse en uno de reciente construcción, moderno y cerrado… Siempre encontrarás a alguien que te ofrece cosas, que te pide algo, de tal manera que es muy difícil dar un paseo en solitario; al final siempre acabas acompañado de una numerosa corte formada por niños, jóvenes y adultos, que se disputan el puesto más próximo a tu persona.

HACIA EL AÏR: Emociones y sorpresas

Ya preparados los dos Toyotas, salimos hacia el bello macizo del Aïr –llamado Azbine en lengua haussa–, abandonando Agadez en dirección norte por la carretera asfaltada que se dirige a Arlit, una ciudad de nueva creación después del descubrimiento de minas de uranio en la región. El paisaje se va empobreciendo de árboles, que sólo quedan en las depresiones («ueds»), donde las acacias ayudan a suavizar y refrescar el panorama. A medida que nos desplazamos hacia el norte, de los suelos arenosos emergen bloques de piedra que señalan las estribaciones del cercano Aïr. Antes de llegar a Arlit, a la altura de Anag, abandonaremos la carretera asfaltada y avanzaremos por el largo «ued» de Anou Makkerene, donde las Acacia radiana, Acacia seyal (tamat), Balanites aegyptiaca (tiborak), Calotropis procera (tezera), etc., atenúan la aridez externa del «ued», en el que Panicum turgidum (morkeba) y Aristida pungens (afazo) se adueñan del territorio. Entre los grandes bloques, buscando el frescor que se retiene en las grietas, se ven Maerua crassifolia (adiar, agar), Acacia flava y Ziziphus mauritianae (tabakat). Estamos metidos en un mundo irreal en el que la presencia de las montañas atenúa la sensación de desierto. La sorpresa se presenta en Timia y sus alrededores, un oasis en medio de los cráteres volcánicos del Adrar de Egalah. Fuentes y cultivos en huertos, que allí se conocen con el nombre de jardines, hacen que nos sumerjamos en un edén imposible de imaginar en pleno Sahara. Cascadas, «gueltas» y jardines representan un espectáculo difícil de describir; sobre todo aquí, donde el agua cae ruidosa por los bloques basálticos, dando lugar a una «piscina» deliciosa y fresca, en la que un baño reconforta después de varios días de no ver el agua. Las gentes del lugar nos observan con una cálida sonrisa, pero sin comprender muy bien nuestra alegría y nuestros gritos de júbilo al lanzarnos en aquellas frías aguas… Hablaremos con ellos, continuarán sonriendo y seguirán sin comprendernos…

En Krib-Krib veremos la técnica de riego de los jardines, consistente en extraer el agua de pozos mediante tracción animal, con camellos, asnos o toros, a los que azuzan para que arrastren grandes odres de caucho llenos de agua, los cuales vierten en los canales de riego que se distribuyen por las parcelas. El ambiente es bullicioso: en él se mezclan los gritos de los hombres aguijando a los animales y los de los niños que chapotean alegres en las aguas frescas. En esta zona rica en humedad encontraremos plantas como Thypha angustifolia, Cyperus laevigatus, Phragmites comunis, Juncus buffonius, Ipomoea pes capreae y entre los árboles Tamarix nilotica, Phoenix dactylifera (palma datilera), Hyphaene thebaica (palma dum), entre otras; y en las zonas nitrificadas13, Ricinus communis, Withania somnífera…

Adentrándonos en las montañas, después de siete días de expedición nos dirigiríamos hacia el noroeste a buscar el borde del macizo, que se hunde hacia el Ténéré en una sucesión de paisajes indescriptibles, en los que las dunas contrastan con las negras formaciones rocosas de origen volcánico. Es ahí donde el relativamente frondoso valle de Agamgam nos llevará a los «ueds» de Tanakom y Anakom, al este del gran Takolokouzet, de 1.295 metros. Allí encontraremos formaciones de Acacia radiana, Acacia albida, Balanites aegyptiaca, Ziziphus mauritianae, Calotropis procera, Maerua crassifolia, Salvadora persica, etc.; matorrales de Solenostemma argel, Aerva javanica, Leptadenia pyrotechnica; y pastizales de Panicum turgidum. Siempre que hay pastoreo y algo de materia orgánica en el suelo aparecen de forma espectacular las formaciones de Schouwia purpurea, crucífera de bonitas flores moradas, muy parecida a las Moricandia.

En el «ued» de Anakom nos sorprenden los grabados rupestres de la época bovidiana14, con bellas escenas de caza y representaciones de órix y de jirafas, así como de figuras humanas, lo que prueba los importantes asentamientos humanos en esta zona desde hace 5.000 y 3.000 años, lo que le sitúa como uno de los restos neolíticos más importantes del Sahara. En las estribaciones más nororientales del Takolokouzet se levantan los Arakaoo, que forman un circo de montañas que se abren hacia el Ténéré, del que se aprecia su infinito paisaje a través del paso de la «Pinza del Cangrejo», lugar donde se han modelado una serie de dunas impresionantes de más de doscientos metros de alto entre el Gran y el Pequeño Arakaoo. Trepar a la cima de estas dunas es una experiencia increíble en la que la fatiga y el calor son incluso un acicate para culminarlas y, una vez en la cumbre, recrearte ante tanta belleza, tanta soledad y tanta grandiosidad: al este y al norte el infinito Ténéré; y al oeste, la silueta gris azulada del Aïr, donde se dibujan el citado Takolokouzet, el Taghmert (1.637 m) y otros picos del macizo. Nada más rodear el Taghmert, donde vimos a diferentes tribus nómadas tuareg con sus rebaños, nos dirigimos hacia el Adrar de Tamgak, en la región de Auazeï, para dormir en el «ued»…

Después de una noche ventosa, el décimo día de expedición amanece caluroso y hemos de preparar todo para iniciar la jornada a pie en este tramo de montaña. Tras el desayuno organizamos los equipajes, que cargaremos en cuatro camellos, los cuales veremos alejarse con su paso cadencioso, guiados por los camelleros tuareg, mientras nosotros iniciamos con mucho calor nuestra caminata por el fondo arenoso del «ued». Nos encontramos con dos tribus tuareg, un niño y un adulto nos acompañarán durante un buen rato (el hombre elegante con su túnica azul y su «takuba» al cinto). La temperatura es fuerte pero la sequedad del ambiente la hace soportable. En nuestro trayecto pasaremos por lo que queda de un antiguo campamento militar de la guerrilla del FLT (Frente de Liberación Tuareg), que comandó el héroe Mono Dayak. Sobrecoge ver aquellos restos y lo que significan para un pueblo valeroso, actualmente dividido entre varias administraciones y sin un líder capaz de aglutinar y reclamar sus derechos.

Nuestra marcha por el «ued» está acompañada siempre por Acacia albida, Acacia radiana, Salvadora persica, Maerua crassifolia, Balanites aegiptiaca, Calotropis procera, etc., a la sombra de las cuales solemos descansar de vez en cuando. Después de tres horas comenzamos a ascender por negros bloques de granito hasta encontrarnos con los impresionantes «gueltas» Eluklukane e Ifazane, entre verticales paredes también graníticas. Estos depósitos de agua entre rocas son de un gran valor para los nómadas que suben allí con sus ganados para darles de beber: son reservorios que hay que cuidar para mantenerlos sin contaminar. En sus bordes la vegetación es fresca y encontramos Ficus salicifolia y Adiantum capillus-veneris. «Gueltas» como éstos hallaríamos en Malí, en el Adrar des Ifôghas. Un baño en ellos reconforta y da energías para continuar la marcha. El descenso para regresar a los coches será un fantástico espectáculo de rocas que la arena remonta cubriendo su negrura con un manto dorado de gran belleza. Tardaremos en encontrar los automóviles y la acampada de esa noche, después de la fatiga del día, será muy gratificante y saborearemos con placer el cordero, el arroz y la «tagella», pan que nuestros guías cocinaron en la arena calentada con brasas; más tarde, el reposo y el sueño, que esa noche será profundo…

LA INMENSIDAD DE TAFASSÂSSET

Después de tantas horas entre aquellas moles, pronto íbamos a abandonarlas para sumergirnos en la soledad del Ténéré de Tafassâset, que tardaríamos dos días en atravesar. Antes nos esperarían fantásticas sorpresas. Dijimos adiós al granito negro del Adrar de Chiriet rodeado de las doradas dunas del «erg» Breard, donde habíamos dormido, para dirigirnos al norte hacia las Montañas Azules de Izuzauene, las cuales aparecen de forma irreal entre la arena. Son moles de mármol blanco y zarco, modeladas por la arena en miles de formas caprichosas e inimaginables, que originan como unos inmensos castillos en medio de las dunas. Cambian de color según sea la incidencia del sol, destacando el azul suave con el blanco y el gris claro; pero sobre todo es ese azul el que les confiere un aspecto frágil y delicado. Acampar entre estas montañas, sobre la arena fresca, es sin duda una de las mayores fortunas vividas en esta expedición. La vegetación está prácticamente ausente en este enclave y encontramos entre las grietas y los bloques de piedras sueltas Monsonia heliotropoides, Heliotropium undulatum y Farsetia ramosissima, entre otras.

Después de las Montañas Azules continuamos viaje hacia Temet, al pie de la montaña de Greboum, donde se extiende uno de los campos de dunas más espectaculares del Sahara. En el camino hallaremos yacimientos de antiguos asentamientos paleo y neolíticos (de 5.000 a 1.000 años de antigüedad), en los que restos de cerámicas, puntas de flecha y molinos de grano se esparcen por doquier. Esa noche dormiremos al pie de un montículo de bloques graníticos, rodeados de dunas. La vegetación en el lugar está formada por Aristida pungens, Moltkia ciliata, Heliotropium undulatum, Aerva persica, Fagonia olivieri, Cassia obovata y Pergularia tomentosa, que destacan entre otras, y sobre las prominencias de arena hay un dominio total de las gramíneas Aristida pungens, Aristida pilosa, Cymbopogon schoenanthus, además de Stipagrostis ciliata y Stipagrostis sahelica.

De Temet nos dirigimos al Adrar Bous, último relieve de granito antes del gran desierto. Atravesamos un lago fósil con concentraciones de sulfato magnésico, en el que anotamos sobre todo Tephrosia numica, Aerva persica, Cassia obovata y Fagonia olivieri. Después de estas elevaciones de granito nos adentramos en el Ténéré de Tafassâsset, que es una inmensa soledad de dunas planas sin ningún obstáculo o relieve en un horizonte de 360º. Rodar en este amplio espacio da una sensación de infinidad única; son necesarios dos días para atravesar esta parte del desierto del Níger, de tal manera que tuvimos que dormir pasado el conocido como «Arbre Perdú», una solitaria acacia perdida en aquella inmensidad. En Tafassâsset pernoctamos con ciertas precauciones pues los guías habían creído divisar en el horizonte dos todo-terreno sospechosos; nosotros no vimos nada. Cenamos en silencio y esa noche no hubo tertulia al fuego del campamento; dormimos con una cierta preocupación que nadie exteriorizaba, para, al día siguiente, dirigirnos a Chirfa y visitar la ciudad de Djado. Luego nos contaron que en la zona existen grupos de tubus («djich»)15 que se organizan para practicar razias y asaltar a los viajeros, sobre todo para apoderarse de los coches, de un gran valor en estos parajes. Nosotros al menos salimos sin novedad de la inmensidad de Tafassâsset.

Djado impresiona. Es una ciudad abandonada, intacta, pero abandonada; se puede pasear por sus calles con la sensación que de un momento a otro aparecerán sus habitantes y nos ofrecerán dátiles de los palmerales que rodean la población, pero no. Djado, junto a Djaba y Tebene, formaron parte de la ruta de caravanas que traficaban entre Egipto y Sudán llevando tejidos, cristal de Venecia, perlas, etc., que cambiaban por oro, marfil y esclavos; pero este tráfico se acabó hacia finales del siglo XVIII, época en la que al parecer llegó la decadencia y la desidia a estos pueblos. Djado está rodeada de antiguas salinas en desuso con aguas pestilentes plagadas de mosquitos, donde la malaria es endémica y en las que se desarrollan comunidades acuáticas de Phragmites communis, Imperata cylindrica y Tamarix africana. En las zonas no encharcadas crecen cultivos de palma datilera (Phoenix dactylifera), que aún se explotan de agosto a octubre, y palma dum (Hyphaene tebaica). La silueta de Djado, entre palmerales y antiguas salinas, es sobrecogedora; uno puede imaginar mil historias vividas en sus angostas callejas –trasiego de esclavos, caravanas de sal («azalai»)–, mil miradas escondidas que miran sin que nosotros las veamos… Parece que la ciudad cobrará vida de un momento a otro y que allí podrán hacerse realidad las historias africanas que imaginó Bowles16. Sin embargo, el ambiente es de abandono y el antiguo esplendor de la ciudad está convertido en ruina en la actualidad; pero no por ello deja de tener su atractivo y su emoción.

Esa noche, la decimoséptima de la expedición, dormiremos entre las rocas y paredes rojizas de los acantilados de Dissilak, en la meseta de Djado. Allí, nos causarán gran impresión los grabados y las pinturas rupestres de diferentes periodos del «enneri» («ued» en lengua tubu), de Blaka (entre 7.000 a 3.000 años de antigüedad). Por su parte, Chirfa es un pequeño poblado formado por un fuerte francés desmantelado y rodeado por casas de adobe y antiguas viviendas de palma llamadas «zeribas». La población es principalmente tubu y housa.

LA SAL DE LA VIDA

De Chirfa nos dirigiremos hacia el Sur, hasta Séguédine, antiguo sultanato, que es una curiosa ciudad con casas construidas con bloques de sal, lo que aumenta la sensación de abandono y de pobreza. Pero ocupa un lugar estratégico y es nudo de comunicaciones, ya que de aquí parten las pistas que llevan al Chad, a Libia, a Argelia y al Aïr. Pasaremos la noche al sur de la población para continuar al pie del acantilado de Kauar a Dirku, donde las autoridades militares controlan el paso y se puede repostar gasolina y comer en casa de Jerome (Djaram), un inteligente hombre de negocios libio que domina el comercio de la zona. Es un personaje mítico que presume de haber acompañado a Rommel y a Montgomery en África durante la Segunda Guerra Mundial. Su amabilidad es exquisita, y su hospitalidad y la de su familia, extraordinaria.

Dormiríamos entre Dirku y Bilma, para alcanzar esta ciudad en la mañana, la cual se nos ofreció alegre y vital, llena de verde y de frescor, con fuentes para el riego de los bien cuidados jardines. Hay comerciantes, movimiento de ganado y de caravanas con rebaños de camellos que esperan poder cargar la sal que se extrae de Tegguida n Tessum. Las salinas de este territorio son impresionantes y la dureza del trabajo que en ellas se realiza contrasta con la belleza y las diversas tonalidades que adquieren las aguas freáticas cargadas de sales, en las balsas circulares excavadas en el suelo en su evaporación para la obtención del preciado mineral. La producción de sal se realiza en la primavera y en el otoño; en el verano no es posible por las terribles condiciones que reinan en las explotaciones. Las salinas de Séguédine, Dirku, Bilma y Fachi obtienen su necesario producto por evaporación del agua salobre de las capas endorreicas; el proceso es laborioso, ya que la concentración tiene varias etapas y se requieren dos semanas para una óptima concentración. Hay que separar las diferentes calidades y es la labor final poner la pasta de sal en moldes, excavados en troncos de árbol, en formas de conos o de pastillas («kantu») con la marca del productor. Los «kantu» se cargarán en camellos que en caravanas («azalai»), a veces formadas por centenares de ellos, se dirigirán a los mercados finales, donde el precio sube de forma espectacular.

Creemos estar asistiendo a las últimas «azalai», ya que los camiones han hecho su aparición como duros competidores del camello y, sin duda, van a significar su final. Dentro de poco se habrán acabado las interminables filas de ungulados que serpentean lentamente entre las dunas, así como el bullicio cuando se detienen en la larga marcha alrededor de los pozos. Todo esto será un recuerdo romántico del pasado, ya que no pueden resistir la fortaleza y la rapidez de los camiones. El trayecto que una caravana recorre en un mes, un camión lo hace en una semana; un camello carga entre cuatro y seis placas de sal, el camión carga cientos de ellas: esto hace que cada vez se vean más vehículos y que el número de animales por caravana vaya disminuyendo. Lejos van quedando los tiempos en que Taudeni era un punto de parada de la ruta transsahariana que unía Tombuctú con el Mediterráneo, donde cientos de caravanas con miles de camellos traían ropas, armas y libros del Norte, y cargaban sal y continuaban hacia el Sur, desde donde regresarían con esclavos, oro y especias. Actualmente sólo transportan sal y las dos grandes rutas, la de Sudan-Tombuctú-Mediterráneo y la de Sudán-Fachi-Djado-Egipto, son cada vez menos frecuentadas por el paso de los camellos. La sal de Anadror, de Bilma, de Fachi, de Taudeni es la única razón de ser de las últimas caravanas, amenazadas de muerte por los pesados camiones que, siguiendo las mismas rutas caravaneras, desplazan a los camelleros.

Manuel Costa