Luces y sombras del Everest

Òscar Cadiach I Puig

Me gustaría señalar que el relato que sigue a continuación ha sido escrito con la ayuda de mi amigo Edu Sallent, con quien pude compartir escaladas y narraciones en largos y entrañables momentos, mientras esperábamos una mejoría del tiempo en los campamentos de altura durante una expedición al Ama Dablam. Edu ha sabido dar ese toque de sensibilidad que requieren las muchas historias que podemos explicar los montañeros o «himalayistas», como ocurre en este caso.

ODA AL EVEREST

«Sagarmatha, Chomolungma, Everest1… ¿Acaso no quieres dejarme acercar a tu cima?» –me digo cabizbajo, entre desanimado y resignado.

«Otra vez…, ya es la cuarta…» –voy repitiéndome mientras sigo la traza. Mi paso es irregular, como mi pensamiento.

Pero no me doy por vencido, todavía. Estamos en pleno verano de 1985. O en plena época monzónica, que viene a ser lo mismo. Parece que la primavera y el otoño ya estaban cubiertos con dos expediciones por estación. Es lo máximo que autorizan los chinos.

La montaña está muy cargada de nieve en esta época; pero las temperaturas no son tan frías como en la primavera y en otoño. Todo tiene sus ventajas e inconvenientes.

Estoy bajando de la montaña con Enric Lucas. Hemos llegado hasta la altura de unos ocho mil metros aproximadamente. Pero la nevada nos ha hecho desistir. La misma nieve sigue cayéndonos encima, silenciosa e impasible. Siento cómo me va cubriendo con una fina y delicada capa blanca. Pero tanto me da. No me la sacudo. Tengo la cabeza en otro lugar.

Según los cálculos, a muchos, muchos kilómetros de donde estoy, en una magnífica tierra mediterránea, muy cerca del mar, está a punto de nacer mi hijo o mi hija. Roser sale de cuentas estos días. ¡Y yo aquí arriba! Sé que era mi último intento de escalar la cima de la Tierra, si quiero llegar a tiempo para el parto, en Tarragona.

Es la tercera expedición en la que intento el Everest. Y es la segunda tentativa que pruebo en ésta misma. Estoy cansado. Pero en mi interior, pese al enorme agotamiento, todavía brota un pequeño hilillo de motivación. Motivación que crece gracias a los ánimos de Enric, al que no abandona su optimismo.
Los pronósticos, en el campo base, son de desaliento respecto a mi gran desgaste físico producido por los dos intentos consecutivos de hacer cima.

Pero yo confío en utilizar el campo base para lo que es: descansar. Al llegar me encuentro con un telegrama de Roser. Sin demasiadas contemplaciones me dice: «Ánimo, Òscar. Harás la cima y llegarás a tiempo para el parto».

Al leerlo mi estado de ánimo da un giro de ciento ochenta grados. Me parece ver la lucecita del fondo del túnel. La lucecita que vuelve a cargar las pilas de mi espíritu, de mi motivación y de las ganas de volver a probarlo. Quizá estoy loco, puede ser. Loco por las montañas y loco por llegar a la cumbre de la mayor de ellas.

Quien no está de suerte es Enric. También recibe un comunicado desde casa. Su compañera le dice que, si no regresa antes del 11 de septiembre, se volverán a llevar el refugio de la Colomina, que están a punto de levantar en el Pirineo. No sin pesar, emprende el viaje de regreso. Me sabe mal. Se encuentra tan animado con volver a intentarlo… Y realmente está en forma. Podría haber vuelto a intentarlo. Una vez en el campamento base, Enric y yo intercambiamos los papeles.

Bien, me vuelvo a programar y a mentalizar para volver a tantear la cima.

Noto cómo en cuestión de días los ánimos del grupo van perdiendo fuerza y empuje. Parece como si la motivación general se desmoronara igual que una duna de arena fina, arañada una y otra vez por las olas de la playa.

Todos hemos regresado a la comodidad del campamento base. En medio de este desaliento enrarecido, cada cual lucha por centrarse en el lugar en el que estamos y en lo que tenemos entre manos. De todas formas, con el paso de las horas cada vez parece más claro que probaremos un último intento para hacer cima.

Conrad Blanch, el jefe de la expedición, nos reúne para, entre todos, planear esta posibilidad. Estamos alrededor del 20 o 21 de agosto.

Yo soy de la opinión de ascender tanta gente como sea posible.

Estoy totalmente convencido de que delante de una montaña con unas dimensiones tan desorbitadas, especialmente por encima de los ocho mil metros, es necesario un grupo potente y numeroso. Todos necesitamos el apoyo de los compañeros. Todos podemos llegar a ser muy necesarios. Y es evidente que no todos llegaremos al punto culminante. Pero el trabajo en equipo repartido en los diferentes campamentos de altura convertirá la expedición en una gran cordada a lo largo de la montaña. Entre unos y otros habrá una cuerda, un cordón umbilical que nos hará sentir próximos. Creo que así, y sólo de esta manera, algunos podrán atreverse a intentar coronar la cima.

¿De qué nos podrían servir las cordadas de dos? Creo en este tipo de equipos. ¡Y tanto! Pero no para esta montaña ni en este momento. Unas cordadas tan pequeñas y tan independientes creo que no tendrían suficiente fuerza para escalar los 8.848 metros.

Poco a poco parece que mis palabras calan más y más en mis compañeros. He estado bastante en esas alturas complicadas. He ido viendo cómo funciona todo allá arriba. Y creo que, si no lo tenemos todo muy bien pensado y estudiado, no lo conseguiremos.

No pasa demasiado tiempo hasta que Jordi Canals, Carles Vallès, Miquel Sánchez, Toni Sors y cinco sherpas salen otra vez montaña arriba. Yo no voy con ellos. Aquí en el campamento base hay un compañero, Jordi Camprubí, que está desanimado. Desganado y quizá también agobiado. Me quedo con él para intentar contagiarle algo del entusiasmo que todavía conservo. Él, Jordi Canals y tres sherpas se encargaron del segundo ataque a la cima en esta expedición. Fue después de nuestro primer intento. Pero una gran acumulación de nieve les hizo desistir después de haber superado el Primer Escalón2. Este problema de la cantidad de nieve es el gran peligro y el principal obstáculo que se nos presenta en la estación monzónica.

Pero por más que hablamos, él se aferra a la idea de que ya tiene bastante. Al menos por ahora. Finalmente, viendo que su decisión es firme y pensada, me preparo para salir a encontrar a mis otros compañeros. Me llevan un día de ventaja; esto quiere decir que no puedo perder demasiado tiempo.

Solo, bajo un sol de justicia, emprendo el camino. Me siento bien aclimatado. Quizá algo más cansado también, pero estoy tan motivado que tengo la sensación de que podría ir subiendo toda mi vida.

El sol aprieta. El aire es fresco. Mientras esquivo piedras, alzo la mirada hacia la parte final de esta blanca pirámide que, intimidante, se me muestra por delante. Pero pienso que ya nos conocemos bastante. No necesitamos de presentaciones ni de cumplidos. Ella está allá. Y yo, pequeño e insignificante, le vuelvo a preguntar si esta vez me dejará. Bajando la cabeza, inconscientemente, creo que le demuestro mi respeto hacia su condición de Chomolungma («Diosa Madre», en lengua tibetana).

La monotonía de caminar por el valle y las morrenas, inevitablemente, me transporta a los recuerdos. Una memoria llena de sed de descubrimiento y de aventura. Instantes del año 1982, cuando por primera vez probé el frío de las nieves del Everest…

ARISTA OESTE DEL 82 Y NORTE DEL 83

Yo ya había estado algunas veces en el Himalaya. Pero cuando, a principios de año, recibí la llamada de Xavier Pérez Gil, todo mi interior se revolucionó. Al colgar el teléfono apenas me lo podía creer. La ilusión fue tan grande que me resulta imposible describirla con palabras. Estaba loco, loco de alegría. ¿Tenía la posibilidad de escalar el Everest? Increíble, increíble.

Mi ilusión sólo era comparable al entusiasmo de los compañeros que formaban el grupo. Se trataba de la primera expedición catalana que afrontaba este reto tan lejano y alto.

Entraba en una época donde, además de descubrir esta gran montaña, también me estaba descubriendo a mí mismo. Mis posibilidades, las aptitudes, las fuerzas y los estados de ánimo.

Y por si no hubiera bastante con esta ansia por descubrir, se había escogido una ruta para escalar la cima del mundo que todavía hoy está considerada como una de las más complejas y difíciles.

Pero la auténtica aventura trata de eso: de riesgo, de incertidumbre, de ansiedad, de alegría desbordante, de poner un pie más allá…

La vía Yugoslava del 79 transcurre por la pared del Lho-La, el collado del mismo nombre y la espalda oeste del Everest. Nuestra intención era acabar la ruta por el mítico corredor Hornbein de hielo.

Pero desde el mismo inicio de la escalada, todo transcurrió entre diversas (y quizás demasiadas) dificultades.

Tuvimos que volver a equipar la pared del Lho-La, ya que un terremoto había destruido la ruta. Por encima de este lugar, uno de nuestros sherpas murió dentro de su tienda. Parece ser que la causa fue una enfermedad de estómago. La muerte de una persona, de un compañero, es lo peor que nos puede ocurrir; aunque lleguemos a comprender que allá arriba, en la montaña, es más fácil que ocurra una cosa así. Todo esto produjo un desánimo en el grupo catalano-sherpa.

Había momentos en los cuales me sentía desconcertado. Desbordaba ganas e ilusión por intentar alcanzar la cima. Pero no soy de hielo y todos estos hechos me hacían reflexionar.

El 14 de octubre salimos del último campamento de altura, el campo V, instalado a 8.100 metros. Una altura por sí sola extrema e inhumana. Éramos tres: Xavi Pérez Gil, Nima Dorje y yo mismo. La noche había sido agitada. El viento había ido aumentando su fuerza y su violencia. Constantes aludes de nieve en polvo sepultaban nuestra tienda, instalada en una estrecha repisa al pie de un corredor.

A las doce de la noche nos pusimos en marcha. El frío era terrible, pero el servicio meteorológico de Nepal había anunciado buen tiempo para el 14 de octubre. Buen tiempo, pero frío. Mucho frío. Demasiado frío. Allí, en la tienda, debíamos rondar los 40 grados bajo cero.

Una vez equipados, partimos con la intención de llegar hasta arriba del todo.

Fueron unos momentos en los que no pensaba en nada más que en lo que veía delante de mí. Abajo, al campo base, habían llegado algunos familiares nuestros. Todo el mundo estaba pendiente de nosotros. De hecho, éramos los protagonistas de aquellos instantes. Se trataba de llegar a la cima. Y nosotros lo estábamos intentando. Nada más. Ni mejores ni peores. Solamente había una cosa clara: estábamos allí.

Finalmente, salimos a las cuatro de la madrugada. Habíamos esperado para ver si amainaba el maldito viento. Pero tuvimos que salir con él. Soplaba muy fuerte. Incluso nos desequilibraba con violentas ráfagas. Íbamos todos muy cargados y el avance era lentísimo. No obstante, mi ilusión por alcanzar la cima no desfallecía. Sin embargo, tuve la sensación que no ocurría lo mismo con el joven Nima. Íbamos encordados con una sola cuerda de 120 metros. No nos planteábamos equipar con cuerdas fijas la sección del campo V hasta la cumbre. Este último tramo tenía que ser un ataque en estilo alpino.

Cuando se hizo de día, habíamos alcanzado un punto aproximadamente a doscientos metros por encima de la tienda. Hacía frío, mucho frío. La temperatura debía rondar los 45 grados bajo cero. No sólo la nieve era muy profunda, sino que, además, el viento nos lanzaba constantemente pendiente abajo aludes de nieve polvo, que nos llenaba de polvillo blanco hasta enfriarnos exageradamente.

Aproximadamente a 8.500 metros, nos reunimos los tres. Yo quise filmar, pero todos los aparatos se habían helado; la radio, también. Estábamos en la base de las llamadas Bandas Amarillas. Intentamos buscar el paso para seguir la escalada: la chimenea. Pero estaba totalmente impracticable: en realidad era como una cascada de nieve en polvo que se precipitaba furiosa y violentamente pendiente abajo.

Comprendí que aquél ya no era el maravilloso día para alcanzar la cumbre. En su lugar, se había convertido en un infierno blanco e impasible.

Los elementos estaban furiosos y la montaña se hacía de rogar. Creo que demasiado. Había que darse la vuelta e intentar alcanzar nuestra pequeña tienda del campo V. Pero con mucho cuidado, ya que el terreno no era nada sencillo.

Nima fue el primero en comenzar a descender, Xavi y yo dejamos un depósito de material al pie de la chimenea y comenzamos la bajada.

¿En qué debía estar pensando Nima mientras regresaba? Siempre me lo he preguntado. Fue algo bestial… Nima cayó. No lo vimos, creo que por suerte. Pensamos que con el mal tiempo no apreció bien el relieve del suelo. Y él estaba muy adelantado. Al llegar a la tienda con Xavi, agotados, nos dimos cuenta de la realidad. Fue un golpe muy duro. Tristeza, desilusión, rabia, incomprensión… No sabía qué sentir ni pensar. Lo que sí notaba era un vacío y una impotencia como pocas veces he experimentado en mi vida…

La temporada siguiente se me presentó una segunda oportunidad. Pero de nuevo el mal tiempo del Himalaya nos obligó a retroceder. El año anterior había sufrido congelaciones, que no llegaron a ser graves gracias a mis compañeros. A pesar de todo, me di cuenta de que me encontraba en muy buenas condiciones físicas y psicológicas por encima de la línea de los 8.000 metros. Eso me animó a regresar. Tenía tantas ganas…

Con Jordi Camprubí, Nil Bohigas y Enric Lucas, entre otros, volvimos en 1983. Esta vez por la ruta de la cara norte-arista norte. A una altura de 8.300 metros tuvimos que abandonar. El viento –otra vez él– había destruido nuestra tienda durante la noche.

Durante el descenso, el mal tiempo, la niebla y la mala visibilidad eran tales que me costaba diferenciar la nieve del filo de la arista del vacío blanco y traidor. Con mucho cuidado y tanteando con el piolet conseguimos alcanzar el collado Norte. Estaba lleno de pequeños pajarillos muertos sobre la nieve. El viento cálido del Tíbet los subía hasta este lugar por la vertiente opuesta. Al traspasar el collado, el cambio brutal de temperatura los fulminaba al instante. Sentí pena por ellos.

De nuevo, encontrándome en la llamada «zona de la muerte» había tenido que desistir. ¿Por qué?

Pero no se trataba de cerrarme en banda. Tal y como yo soy, de ninguna manera.

Todo aquello me hizo ir descubriendo aquel intrigante mundo de las alturas extremas. Mi motivación, en lugar de decrecer por «esos fracasos» consecutivos (si es que así se pueden llamar), iba a más. No paraba de documentarme, de informarme y de pensar cada vez más en aquella montaña…

EL CAMINO, EL CAMINO

Mientras voy ascendiendo calando la pared blanca de nieve y hielo, con grietas y séracs, no puedo dejar de recordar la primera vez que la escalé en el año 1983. Y, por unos momentos, vuelvo a sentir la agradable sensación de calor y hormigueo propios de cuando me adentro en un lugar salvaje y desconocido. Un ramalazo de explorador me atraviesa. Resoplo como una locomotora. Siento la altura, noto sus efectos. Pero el hecho de pensar que podamos llegar a ser la primera expedición occidental en adentrarnos y descubrir los secretos más altos del Sagarmatha me vuelve loco de alegría. Desbordo motivación y continúo escalando.

Al día siguiente continúa la ascensión por la espléndida y blanca arista. Una arista uniforme, amplia, bastante segura y muy alta. El objetivo de hoy es alcanzar el campo V, a 7.800 metros. Hemos salido en plena noche del collado Norte. Pero ahora, que ya nos toca el sol, todo se vuelve más palpable y real. ¡Las panorámicas a cada lado son bestiales! No dejo de mirar de reojo la parte alta de la montaña. La última. Siento una mezcla de curiosidad e impaciencia por descubrir. Aquellos míticos escalones y aristas que superaron Mallory e Irvine hace tantos años, el año 1924… A veces me parece que no puede ser.

Por la tarde, ya en el campo V, hablamos sobre la delicada decisión de subir con oxígeno o sin él. Hay quien está a favor. Otros no. Yo, tampoco. Creo que, por un lado, pesa mucho. Por otro, puede ser peligroso. Si se agota antes de regresar abajo o si hay cualquier contrariedad con el aparato, tendremos un verdadero problema. Creo que lo mejor es que acabemos la escalada con el mismo compromiso y autenticidad que pueden caracterizar a esta aventura.

Finalmente, decidimos subir una bombona de oxígeno como uso medicinal, para cualquier emergencia.

Pasamos la noche, cómo lo diría, normal. ¡Igual que cualquier noche a 7.800 metros! Veo el grupo fuerte, valiente y con ganas de seguir hacia arriba. Y así lo hacemos. Hoy superaremos la cota ochomil: una frontera mítica, nueva, extraña, dudosa… Nos encontramos en una época en que en nuestro país pocos montañeros la han superado. Hay, por tanto, poca información. Y la poca que hay, suele ser de desgracias. Todo ello, por supuesto, no deja de afectar a nuestras pobres mentes cansadas.

Estas razones, sumadas a un cansancio ya bastante considerable, van mermando el grupo. Jordi Canals y Miquel Sánchez (dos de los hombres más fuertes físicamente) y un sherpa deciden que «ellos ya han hecho la cima». Intento convencerlos. Estamos muy altos, a 8.450 metros. Estamos tan sólo cuatrocientos metros por debajo de la cumbre. Pero respeto su decisión. Nos quedamos Toni Sors, Carles Vallès, Narayan Shrestra, Ang Karma, Shombu Tamang y yo.

Después de cavar durante tres horas con Jordi y los sherpas, por fin podemos decir que nos «acomodamos» en el campo VI. Las dos tiendas estaban enterradas por un metro de nieve. El esfuerzo nos deja agotados, pero no puede con nuestra motivación. Hoy, nuestra exaltación no se dejará intimidar por nada.

Resoplo mucho. Mientras tanto, contemplo la pirámide final del Chomolungma. Parece cerca. Sé que está lejos.

Había estado en otras montañas altas, pero ahora me siento a tanta altura… Estoy a punto de cumplir el sueño más bonito de mi vida. Pero no hay que confiarse. Todavía no he llegado arriba. Recorro la arista con la mirada. La nieve brilla. El viento juega con ella. La arremolina y la hace bailar. El cielo es de color azul marino, profundo e intenso. Un azul tan puro que sólo se puede apreciar desde aquí.

Antes de meternos dentro de lo que queda de las tiendas, hablo con los sherpas. Los veo muy motivados. Eso me anima. Les advierto que mañana no hay que entretenerse. Sobre todo, conviene estar antes de las ocho de la mañana al pie del Primer Escalón. Si no es así, ya nos podemos olvidar de alcanzar la cumbre.

La noche a 8.450 metros no es noche. Tanto Carles como Toni y yo hacemos uso del oxígeno para dormir. Para las pocas horas que vamos a descansar vale la pena hacerlo lo mejor que podamos. La tienda en la que dormimos está rota. La tela interior nos sirve de suelo y con el exterior y los palos doblados hemos montado una especie de carpa. Pasan tres o quizá cuatro horas hasta que nos ponemos en marcha.

Es duro levantarse tan pronto, en plena noche, a esta altura. Duro, patoso, cansado y lento. A las tres de la mañana iniciamos el camino, el camino…, el camino…

Como siempre, en medio de la monotonía de la oscuridad, la nieve profunda y la respiración ruidosa, me dejo acompañar por algunos pensamientos. Ayer por la tarde mientras estábamos fundiendo nieve e hidratándonos en la tienda, se puso a nevar. Yo comencé a llorar. El Everest se me estaba desmoronando. Era la cuarta vez que lo intentaba. Y ahora nevaba. Un sentimiento de desilusión, de rabia y de impotencia me invadió… ¿Por qué? … ¿Por qué?… Por unos momentos me desesperé. Los compañeros no desfallecieron y no dejaron de darme ánimos. Por suerte la nevada duró sólo media hora.

Y ahora, resoplando extremadamente, remonto la pendiente de nieve costra y profunda de la arista. Los sherpas abren la traza. Según habíamos acordado, ellos abrirán huella ahora y yo iré de primero en el Segundo Escalón. Conviene que reserve fuerzas para escalar ese muro que ha rechazado casi todos los intentos hasta este momento.

A cada paso que doy, necesito descansar diez segundos. Al cabo de un rato se me acaba la pila de la linterna frontal. Me detengo a cambiarla y me saco los guantes. Esto me indica que no hace un frío excesivo.

Escalamos el Primer Escalón. No nos comporta demasiadas complicaciones, ya que mis compañeros en uno de los intentos de hace unos días habían dejado instalada una cuerda fija. No diré que no nos cueste subirlo. El esfuerzo que tenemos que realizar sin oxígeno artificial es grande, pero nuestro ritmo es bueno. De momento, vamos cumpliendo el horario que me había marcado minuciosamente. Continuamos por una arista nevada pero traidora. En teoría es una arista de roca, no demasiado compacta. Pero por encima de ella hay un palmo de nieve fresca. Los crampones resbalan. Nos hacen torcer los pies y nos desequilibran. Es una sección poco elegante y a la vez eternamente fatigosa.

EN LIBRE EL SEGUNDO ESCALÓN

Antes de la ocho alcanzamos el pie del Segundo Escalón. Lo miro y trago saliva. La poca que puedo. Tengo la garganta reseca de la escasa humedad del aire y del cansancio prolongado. No paro de jadear. Desde el año 1980, nadie ha vuelto a subir por aquí. Se ve una pared casi vertical de unos cuarenta metros, si la vista y la falta de oxígeno no me engañan.

Observo hacia arriba entre jadeos los dos peldaños que sobresalen entre la nieve de una vieja escalera de aluminio china. No me servirán. La escala se halla, como mínimo, a un metro de separación de donde creo que debe subirse. Junto a mí está Shombu. El resto viene más atrás. Saco la cuerda de la mochila. Me ato a un extremo y se la paso al sherpa para que me asegure. Clavo un pitón tipo universal marca Faders. Golpeo y golpeo, y me aseguró a él. Desde donde estoy, como en una oquedad al pie de las rocas, se intuyen dos posibles formas de superar la primera parte de la pared. Descarto la chimenea que comienza en mi vertical. A su derecha una especie de muro en forma de bloques parece que me lo pondrá más fácil. Me lanzo. Los movimientos son torpes y creo que lentos en comparación a las alturas donde acostumbro a escalar. Subo poco a poco pero seguro, convencido de continuar hacia arriba. Los bloques dan paso a una placa de nieve vertical como nunca y de una altura de unos veinticinco metros. Con el piolet me abro paso en la nieve. Con profundas inspiraciones mis pulmones intentan abrirse paso en el aire enrarecido.

Me planto al pie de una fisura. Una grieta amplia en la roca, donde me cabrían un brazo entero y una pierna. Estoy mal equilibrado. Me siento cansado. Me encuentro a casi 8.700 metros. Entonces recuerdo con calor las canciones y la música que nos retransmitían ayer por la radio nuestros compañeros desde el campo III. Sus dedicatorias y sus deseos para animarnos creo que están produciendo su efecto.

Miro la fisura. Empotro el brazo como si ya supiera perfectamente cómo debo resolverlo; aunque no había estado nunca allí. Y también encajo una pierna. Alzo la mirada. Tengo que llegar. Paso una cinta de seguro por un escalón de la escalera. Paso la cuerda por el mosquetón. Y con un impulso me alzo poco a poco, centímetro a centímetro. Echo en falta el aire. Estoy sudando. La pared es vertical. A mis pies se extiende toda la profundidad de la cara norte del Everest. Arriba… Arriba… Me saco la manopla de la mano empotrada. Necesito más tacto. Encuentro buenas presas para los pies. ¡Suerte! ¡Uff!… Respiro y escalo…, respiro y escalo…

Al acabar la fisura me encuentro con una cornisa de nieve que cuelga, retorcida, en lo alto de la pared. Saco el piolet. La mano sigue empotrada dentro de la grieta. Un pie también. El otro se equilibra como puede. Cavo, cavo, golpeo y hago saltar poco a poco la nieve pared abajo. Lentamente, como todo aquí arriba, dibujo una especie de canal por donde vuelvo a ver el cielo azul marino. No sé qué dificultad tendrá todo esto, pero lo encuentro muy difícil y agotador. Cavo…, respiro…, cavo…, respiro… ¡Uff! Me alzo con mucho cuidado. La concentración debe ser como el equilibrio: absoluta y precisa. Entonces clavo el piolet encima de la nieve asiéndolo por la cruz. Con la otra mano me apoyo en la nieve. Subo los pies. Todo, tan rápido como puedo. Finalmente me incorporo. Resoplo como una máquina de tren de vapor, y entonces miro abajo, y después arriba. En ese instante, tengo más claro que nunca que la cima ahora sí que está cerca. ¿Qué dificultad tenía todo esto? ¿Quinto superior? A 8.650 metros, realmente me cuesta encontrarle la graduación adecuada.

Resoplo, encorvado por el esfuerzo que acabo de realizar. Clavo dos estacas de aluminio profundamente en el hielo blando. Ato la cuerda y la cubro con nieve pisada. Mientras Shombu remonta por la cuerda, comunico por radio con el campo III, les digo que estoy en lo alto del Segundo Escalón y que, quizás, en unas dos horas, alcanzaremos la cumbre. Para ellos, allá abajo, alegría e incertidumbre. Para nosotros, aquí arriba, grandes esfuerzos para atrapar el poco oxígeno que nos trae el aire frío. Cazadores de aire, cazadores de oxígeno…

A las once de la mañana se reúne conmigo Shongbu. Los demás compañeros van aproximándose al Segundo Escalón. También, lentamente, comienzan a remontarlo.

Shombu me urge para seguir hacia arriba. Yo, por mi parte, tendría prisa para alcanzar la cumbre, si no fuera por la altura a que nos hallamos; estoy enormemente cansado. Observo el punto culminante, la pirámide blanca. Parece tan cerca…

Dejo la mochila. Cojo el piolet, la cámara fotográfica y las banderolas. Penosamente intentamos avanzar. La nieve es condenadamente profunda. El avance se ha convertido en un… calvario. Dar un paso, contar hasta diez, respirar diez veces a pulmón abierto y dar el siguiente paso. A mi izquierda hay grandes cornisas blancas. Clavo el piolet hasta la cruz. Alzo una pierna hasta situarlo al lado del piolet. Hago una traza en la nieve blanda para colocar la otra pierna. Estoy excavando una auténtica trinchera. Sin oxígeno artificial. Siempre abriendo huella. Es muy duro, pero ahora sé que llegaré. O se me para el corazón, o llego arriba. Y vuelvo a dar otro paso. Los compañeros del campo III no dicen nada. La radio ha enmudecido. Todos los sonidos del mundo han desaparecido, solamente existe mi respiración de «cazador de aire».

De tanto en tanto hablo por la radio. Frases simples. Cortas y completas. A las cuatro de la tarde alcanzamos la antecima. Shombu me releva para abrir la traza. Delante de mí, a pocos metros, la cima. El sherpa me cede el paso. ¿Cortesía? ¿Aquí arriba y en estas condiciones? Es igual. Pero por fin, por fin, por fin… Nos abrazamos los dos allí donde la pendiente cae hacia los cuatro costados.
Hemos invertido seis horas en lo que yo pensaba que haríamos en dos. ¡Increíble, increíble! Estamos en la cima del Everest, del Sagarmatha, del Chomolungma, de la Diosa Madre.

Mensajes de euforia por radio con los compañeros que, poco a poco, van llegando y con los que siguen nuestra ascensión desde los campos inferiores.

La cumbre es blanca. Nos hacemos fotos los unos a los otros. Aparecen nieblas que nos velan el entorno. Es tarde, demasiado tarde. Los sherpas comienzan a impacientarse. A las cinco decidimos bajar. Shombu ya hace rato que me presiona. Soy consciente de que el tiempo pasa sin pensar en nosotros, ni en nuestra precaria situación de aquí arriba. Pero, si marchamos hacia abajo sin que todo el mundo esté aquí, nos separaremos. El grupo de diseminará a lo largo de la arista. Y eso seguro que no puede acabar bien. También dudo de cómo acabará esto incluso aunque permanezcamos juntos. Es demasiado tarde.

Siento alegría, pero estoy muerto. Estoy muy cansado. Finalmente decidimos iniciar el retorno. Justo entonces llega el último del grupo, Carles.

UNA NOCHE EN EL TECHO DE LA TIERRA

Juntos nos apresuramos pendiente abajo. Tengo prisa, creo que todos la tenemos. Se ha hecho peligrosamente tarde. Nos quedan pocas horas de luz. Los sherpas se quejan cuando les apresuro. Por encima del Segundo Escalón comienza a nevar. Está oscureciendo. El campo VI está muy lejos. Un sherpa no lleva arnés y le paso el mío. También me pide las banderolas de la cima. Se las dejo, no sin pena. Le hago prometer que abajo me las devolverá.

Uno tras otro van rapelando pendiente abajo. Descienden Shombu y Ang Karma. Después Carles, quien, con toda la buena intención del mundo, ata la cuerda al pie de pared. Yo, al no tener arnés, decido rapelar pasándole la cuerda por el cuerpo. ¡Pero no da para enrollármela! Ya he bajado un tramo cuando me doy cuenta de que esto no funciona. Nieva; tengo las manoplas y la cuerda llenas de nieve. No puedo frenarme. ¿Qué carajo pasa con la cuerda tan tensa? Vuelvo a remontar hasta arriba. Preocupado, desconcertado y furioso grito: «¡Caaarles!» Finalmente, después de una barbaridad de alaridos, nos entendemos y desata la maldita cuerda. ¡Por fin! Con una cinta y un mosquetón a modo de braguero ahora rapelo más fluidamente.

Cuando llego al pie del Segundo Escalón me doy cuenta de que ha oscurecido totalmente. Anuncio que la cuerda está libre. Espero en la noche. De repente veo caer rápidamente una luz hacia mí. ¿Qué pasa? ¿Qué?… ¿Qué?… No… Y… «cric». Cae a mis pies un frontal. El de Narayan.

El corazón me va a doscientos. Me he asustado. Poco a poco el sherpa se va acercando, mientras rapela con precaución y torpeza. Después le toca el turno a Toni. Comienza, pero se para. La cuerda que alcanzo a ver se mueve, pero no veo a Toni. ¿Qué pasa?

–¡Òscar, que me ahogo!… ¡Òscar, que me muero!

Grita, suplica. Ha quedado empotrado en una fisura amplia y no puede salir. Atrapo la cuerda y la muevo desesperadamente. Hacia delante y hacia atrás, a un lado y al otro. «Vamos»… «Òscar»… «Vamos…, Toni…» De repente, todo se libera. Se desvanecen los gemidos. Un breve silencio y un fuerte batacazo a mi lado. ¡Es Toni! Le agarro instintivamente por la chaqueta. ¡Casi me cae encima! Pero he logrado detenerle.

Quedamos cuatro al pie del escalón. Shombu y Ang Karma han cruzado la arista de nieve inestable y ya no se les ve.

La claridad de la luna nos muestra dónde estamos. Pero no nos atrevemos a cruzar la arista. Lo probamos, pero intuimos que es una locura. Decido, decidimos, quedarnos donde estamos hasta verlo claro. Hasta que sea de día.

¿Vivac? No tenemos comida, ni bebida, ni oxígeno embotellado… Estamos por encima de los 8.600 metros. Pero es así.

Agrandamos la especie de cavidad que forma la pared de roca del escalón y la nieve de su base. Nos apretujamos los cuatro. Juntos, tanto como podemos. Abrazados, intentando compartir al máximo el escaso calor que desprenden nuestros cuerpos. Por relevos nos vamos alternando en el lugar de en medio. Cuando me toca a mí, cosa que deseo con mucha ansia, puedo dormitar a ratos. Un sueño extraño. Me siento en una dimensión a veces real y a veces espantosamente eterna. Mis pensamientos son confusos y desordenados. Al estar entre todos, el calor y las friegas de mis tres compañeros que me rodean me reconfortan. Pero esto dura poco. Entonces se sitúa en medio otro de los tres compañeros. Cuando me toca fuera, ya no consigo dormir, ni tan sólo cerrar los ojos. Siento la espalda helada, entumecida e inerte. Siento que se me está helando el sudor de la jornada de la cima. Cada veinte minutos la radio nos sorprende. Nos desvela y nos despierta de un sueño que se podría convertir en eterno. Los compañeros del campo III no desfallecen. Toda la noche, toda la santa noche…
Me siento desnudo como nunca, en una austera intemperie, en una dimensión que queda apartada de la vida y la muerte… Hace un rato nevaba. Ahora el cielo vuelve a estar sereno y claro. Maldigo las llamadas de radio. Me desvelan y se convierten en una amarga pesadilla. Cuando parece que he encontrado una buena posición y me abandono, entonces ¡zas!, viene de nuevo la maldita radio otra vez. A pesar de todo, en algún momento llegamos a hacer alguna broma con los compañeros. Debemos estar locos… je… je…; quizás…; qué frío… ¡Brrr!…

La madrugada se convierte en el peor amanecer de mi vida. El frío me muerde, me corta y funde mis energías. Me siento entumecido y oxidado. Pesado y patoso. Noto quejarse los músculos cuando me intento mover. A las ocho consigo alzarme. Lo hago con urgencia. De repente los intestinos me piden un descanso y necesito correr. Me separo de los compañeros. Al acabar, me vuelvo a poner erguido. Caigo. El dolor de vientre tan bestia se ha calmado, pero no me puedo levantar. Aire…, aire… ¿Dónde ha ido a parar el aire que respiraba hasta ahora? Aire…; me ahogo… Por favor…, fuera… No puedo… ¡Aire!…

Siento claustrofobia y agobio. Necesito espacio, aire…, espacio… Estoy tumbado sobre la nieve cuan largo soy. Boca arriba. ¿Qué se ha hecho de mi oficio de cazador de aire? Al intentar levantarme, quedo sentado, e instantes después tumbado de nuevo. Aire…, aire…, aire… Siento mareos, el corazón va a su «puto rollo»… ¿Será una taquicardia?

«¿Òscar, qué haces?» La cabeza pierde el equilibrio y la estabilidad. Tiemblo, me mareo y me convulsiono. Un agobiante calor me recorre el cuerpo como un río de lava en medio del Polo Norte. «Òscar»…

Narayan y Toni se incorporan e inician el descenso. Los veo alejarse arista abajo. Me siento impotente. Carles está a mi lado. Sentado, no se mueve. Desde abajo con la radio nos animan a continuar. Nos imploran, nos ordenan…

«No puedo…, no puedo…» Les suplicamos que suban a ayudarnos. No nos vemos con fuerzas para bajar. Carles me anima a ponernos en pie. Pero él tampoco se levanta. Nos estamos hundiendo. Estoy perdiendo el mundo de vista, siento que con los minutos se está deteniendo. Todo se duerme… ¡No, no puede ser! Reúno las pocas fuerzas que me quedan y consigo erguirme. Carles también lo hace. Entonces, un paso. Después, otro y siento, más que nunca, que la vida ha retornado a mi interior…

* * *

Diez años más tarde vuelvo a contemplar el Chomolungma desde su base. Un prado verde a los pies de la montaña más alta del mundo. Un trekking. Esta vez me acompaña mi familia. Entre ellos hay alguien muy especial que ahora cumple diez años. Es mi hija Oda. Hoy ella contempla con sus propios ojos el Everest, la Diosa Madre.

Òscar Cadiach I Puig