Tras las huellas de Humboldt

Juan Manuel Feliz

Tras la experiencia vivida en 1981 siguiendo la ruta de Alvar Núñez Cabeza de Vaca por los ríos Iguazú y Alto Paraná, siete de los doce españoles que habíamos participado en esa expedición fluvial decidimos embarcarnos en otra aventura sudamericana. Esta vez el objetivo era más ambicioso: recorrer la ruta realizada por Humboldt y Bonpland en 1800 para comprobar que el Orinoco se comunicaba con el Amazonas por el canal Casiquiare.

El 14 de diciembre de 1982 llegamos a Caracas, donde nos esperaban dos compañeros venezolanos. Con grandes dosis de energía, ilusión y optimismo, conseguimos en pocos días los permisos necesarios para adentrarnos en el Territorio Federal Amazonas y repartirnos, entre un avión militar y una avioneta alquilada, hasta Puerto Ayacucho con piraguas y provisiones. Lo que no podíamos imaginarnos era que diez días más tarde estaríamos de vuelta en España y además muy contentos por poder contarlo.

Desde Puerto Ayacucho nos trasladamos en un desvencijado camión hasta El Venado, un pequeño puerto fluvial sobre el Orinoco, por encima de los raudales de Atures y Maipures. El día 22 de diciembre, por la mañana, estábamos embarcados en una gabarra que nos iba a subir río arriba hasta San Fernando de Atabapo, lugar desde donde comenzaríamos a navegar por nuestros propios medios, a «tracción sanguínea». Antes de zarpar, a un camión que transportaba mercancías le fallaron los frenos, cayéndose sobre la gabarra y sobre nosotros, y hundiéndose en cuestión de minutos en el profundo y fangoso Orinoco.

Un naufragio en el Orinoco no se ve todos los días, pero tampoco tiene nada de extraño. Afortunadamente nadie quedó atrapado por el camión en la barcaza; las heridas tampoco fueron muy serias. Antonio Franco, el médico de la expedición, tuvo que coser una brecha en pierna propia y otra en la cabeza de Carlos Rojo. A mí una tabla me rompió un par de costillas flotantes que soldaron solas con el tiempo.

El río se tragó mochilas con pasaportes, dinero, ropa, equipos fotográficos… Con lo que recuperamos buceando, regresamos a España el 25 de diciembre, día de Navidad. Nuestro primer asalto al Alto Orinoco había terminado en naufragio.

Para mí, esos días a la orilla del Orinoco, abrasado por el sol y acribillado por los mosquitos, trajeron otras inesperadas consecuencias: seis meses más tarde, en Madrid, se me declaró el paludismo y fui a dar con mis huesos al hospital del Rey durante un mes. Es el frecuente peaje que hay que pagar por adentrarse en las selvas tropicales, pero esto no disminuyó nuestra intención de regresar.

LA RUTA DE HUMBOLDT

Hasta febrero de 1985 tuvimos que esperar para repetir el intento. Esta vez solamente viajamos a Venezuela cuatro españoles de los doce del Paraná: Antonio Franco, Luis Augusto Fernández, Carlos Rojo y yo. En Caracas nos reunimos con los piragüistas venezolanos Pedro Mejía y Hendrik Muskus y con el argentino Jorge Buzzo. Otros dos venezolanos que formarían parte del equipo de apoyo también se incorporaron a la expedición: el coronel Duque Vivas y el cámara Manolo Reyna.

El objetivo no había variado: se trataba de seguir en sentido inverso la ruta realizada por Humboldt en 1800, minuciosamente descrita en su magnífico libro «Viaje a las regiones equinocciales de América Meridional», para comparar la situación actual del Alto Orinoco con la que Humboldt conoció casi hacía dos siglos.

Humboldt y Bonpland partieron de San Fernando de Apure, en Los Llanos venezolanos, llegaron al Orinoco y lo remontaron hasta alcanzar los raudales de Atures y Maipures, que interrumpen la navegación, donde tuvieron que hacer un porteo para penetrar en la selvática región del Alto Orinoco. Estos raudales jugaron un gran papel en la historia de la exploración de Sudamérica pues, al impedir la navegación río arriba a los conquistadores españoles, hicieron que éstos se desviasen siguiendo el curso del río Meta, penetrando en la Colombia actual y dejando virgen e inexplorada durante siglos esta vasta región venezolana.

Remontaron el Alto Orinoco hasta la misión de San Fernando, donde tomaron el río Atabapo; después se desviaron por el Temi y de éste pasaron al pequeño Tuamini para llegar a un poblado llamado Yavita, donde hicieron un porteo por la selva hasta Maroa, a orillas del caño Pimichín. Se trataba de un paso tradicional que comunicaba la cuenca del Orinoco con la del Amazonas, frecuentado por indios, caucheros, traficantes de esclavos y algunos misioneros.

Por el caño Pimichín llegaron al río Guainía, actual frontera entre Venezuela y Colombia, por el que descendieron hasta San Carlos de Río Negro, cerca ya de Brasil. Remontando de nuevo un corto trozo de Rionegro1/Guainía se internaron por el canal Casiquiare, para llegar sin porteos al Alto Orinoco, por el que subieron hasta La Esmeralda. Todo el viaje de regreso lo realizaron por el Orinoco bajando hasta Angostura, no muy lejos ya de su desembocadura.

Ascendiendo el Orinoco, Humboldt no pasó de La Esmeralda, quedando por tanto sin desvelar otro de los enigmas de este río: sus fuentes. Nadie pasaba entonces del llamado «Raudal de los Guaharibos», que suponía un gran obstáculo a la navegación fluvial y que estaba en el territorio de los feroces indios guaicas y guaharibos. De los grandes ríos del mundo es el Orinoco el último en desvelar el misterio de sus fuentes, pues no fue hasta mediados del siglo XX cuando fueron localizadas por la expedición Franco-Venezolana, el 27 de noviembre de 1951 en el llamado Cerro Delgado Chalbaud, a 63º 15´ O y 2º 18´ N, y a una altitud de 1.100 metros. En esta expedición a las fuentes tomaron parte dos españoles: los catalanes José María Cruxent y Félix Cardona Puig.

Nosotros sí subimos por el Orinoco aguas arriba de La Esmeralda hasta la confluencia con el río Ocamo, para conocer a Helena Valero, una mujer de 66 años que había sido raptada por los yanomami en 1932, cuando era una niña de 13, en un riachuelo cercano a la frontera venezolano-brasileña. En 1956 se escapó, y en un libro autobiográfico que acababa de publicar en Caracas la fundación La Salle de Ciencias Naturales, «Yo soy napeyoma» (extranjera, en lengua yanomami), contaba sus aventuras y experiencias entre estos indígenas.

Visitamos a Helena Valero en su humilde cabaña a orillas del Orinoco, donde vivía acompañada por uno de sus hijos; degustamos su sabroso café negro; pero ella no pudo vernos a nosotros ni leer el ejemplar que le llevábamos de su libro: acababa de quedarse ciega, tras operarse de la vista en Caracas pocas semanas atrás.

Nuestra expedición fluvial comenzaba en La Esmeralda y finalizaba en los raudales de Atures y Maipures, las «Grandes Cataratas»: novecientos kilómetros por ríos y selva de la Amazonia venezolana. Ninguna carretera, algunas misiones de salesianos y de las «Nuevas Tribus», indios bravos e indios «sin culturizar», destacamentos perdidos de la Guardia Nacional venezolana, contrabandistas y guerrilleros colombianos, buscadores de oro, caimanes, anacondas y caribes (pirañas), orquídeas y tucanes… Nuestra guía era el libro de Humboldt. ¿Había cambiado mucho este mundo perdido en esos 185 años que separaban ambos viajes? Pronto íbamos a saberlo.

Humboldt y Bonpland realizaron su viaje en un bongo (embarcación hecha ahuecando un gran tronco de árbol) movido a fuerza de «canaletes» (palas de madera con una sola hoja en forma de corazón) por los indios que les acompañaban. Nosotros contábamos con tres piraguas K-2 de fibra de vidrio enviadas desde España, y habíamos decidido que el «equipo de apoyo» nos acompañase en un bongo de 16 metros (4 metros mayor que el de Humboldt), provisto de un motor fuera borda de 40 caballos.
Dos españoles con Humboldt
Pero Humboldt y Bonpland no eran los únicos europeos en la expedición de 1800; poca gente sabe que dos españoles los acompañaron durante la navegación por el Orinoco.

Uno de ellos se llamaba Nicolás Soto, era cuñado del gobernador de la provincia de Barinas, y acababa de llegar de Cádiz; en San Fernando de Apure se encontró casualmente con los expedicionarios y decidió de inmediato acompañarlos en su aventura de 2.500 kilómetros por los ríos de la selva. Humboldt describe a este gaditano como persona de carácter amable, chispeante y siempre de buen humor, que les ayudó a olvidar las penalidades de la expedición.

El otro español era el misionero franciscano de las «Grandes Cataratas» (los raudales de Atures y Maipures), el padre Bernardo Zea, que se ofreció a guiar a los expedicionarios hasta el río Negro y de vuelta, cosa que hizo. Su pequeña misión se encontraba, en un estado deplorable, a poco más de un kilómetro de los rápidos de Atures y Maipures y, era tal la plaga de mosquitos, que el padre Zea se había construido un refugio en un árbol, a más de cinco metros de altura, para huir de tal suplicio. No es de extrañar que padeciese paludismo y que las «fiebres tercianas» le surgieran varias veces durante el periplo fluvial.

En carne propia pude comprobar cómo se las gasta el paludismo o malaria de las «Grandes Cataratas», que atacaba intermitentemente al padre Zea, pues fue aquí, en 1982, donde antes del naufragio nos martirizaron a nosotros los mosquitos Anopheles que me trasmitieron el germen Plasmodium vivax, la variedad de esta zona.

Los cuatro europeos de la expedición de Humboldt dormían juntos bajo una rudimentaria toldilla de ramas y hojas que se construyeron en la popa del bongo, en donde apenas cabían. Nosotros lo hacíamos en chinchorros o en unas tiendas de campaña fabricadas en tela de mosquitero, que nos permitían observar la Cruz del Sur o la lluvia de estrellas relativamente a salvo de los mosquitos.

RUMBO A CASIQUIARE

El poblado de La Esmeralda fue fundado por Díez de la Fuente en 1760 y recibió ese nombre por la creencia de que eran esmeraldas los hermosos cristales de roca del cercano cerro Duida. Humboldt lo define así: «La más solitaria y apartada de las colonias cristianas del Alto Orinoco. A tan poca distancia de las fuentes del Orinoco, en aquellas montañas sólo se soñaba con El Dorado, que no podía estar lejos, con el lago Parime y con las ruinas de la gran ciudad de Paroa».

Allí fue, en la misión Salesiana, donde reunimos todos nuestros equipos e hicimos los preparativos para comenzar el descenso por el Orinoco. Hasta La Esmeralda habíamos llegado, con nuestros kayaks, en un avión «Aravac» del Regimiento de Apoyo Aéreo del Ejército Venezolano, conseguido gracias al coronel Duque Vivas, que nos acompañaba liderando el equipo de apoyo.
Otra importante aportación del coronel fue convencer a su amigo Muller Rojas, el gobernador del Territorio Federal Amazonas, de que firmase el permiso para navegar por los ríos de la Orinoquia y que pusiese a nuestra disposición un gran bongo, dos motores (uno de repuesto), veinte bidones de gasolina y a su mejor «baquiano»: un indio baniba de sesenta años llamado Yavico, que sabía «leer el río» como nadie.
A diferencia de Humboldt, nosotros disponíamos de buena información cartográfica, comida liofilizada para casos de emergencia, máquinas de fotos y una emisora militar… que nunca funcionó. Un total de 780 kilos de equipaje, más un montón de ilusiones que no pesaban. Pero no podíamos viajar tumbados bajo la toldilla del bongo haciendo anotaciones y dibujos de plantas, sino paleando en los kayaks de fibra de vidrio.

Dos asturianos estrechamente unidos al Alto Orinoco contribuyeron también a que esta complicada expedición fuese posible: Bernardo González y Adolfo Menéndez permitieron que nos acompañase en el equipo de apoyo un joven navarro llamado José Arbizu, que trabajaba para ellos distribuyendo gasolina por los poblados de la región y que estaba totalmente adaptado a la vida en el río y en la selva. El equipo ya estaba completo.

Nos cuenta Humboldt que «La Esmeralda es renombrada como el principal lugar del Orinoco donde se elabora el curare, el activo veneno que se emplea en la guerra, en la caza y, lo que suena un tanto extraño, como remedio contra enfermedades gástricas». Se obtiene de los árboles y bejucos del género Strychnos; cuando llega a la sangre produce inmovilización muscular y causa la muerte por asfixia al paralizarse los músculos respiratorios. Los indios de La Esmeralda continúan hoy en día untando con curare las puntas de sus flechas y los dardos de sus cerbatanas.

Llegar en avión al corazón de la selva equivale a zambullirse de sopetón en un medio hostil. Lo que se gana en rapidez y comodidad se paga en falta de adaptación: al calor húmedo y sofocante, a los sanguinarios mosquitos, al agua turbia y caldosa que teníamos que beber copiosamente para no deshidratarnos. De todas formas la buena acogida que nos brindaron los salesianos sirvió para amortiguar este primer impacto.

Por fin lanzamos nuestras piraguas al río y realizamos una primera etapa hasta Tamatama, en la desviación del Casiquiare, quedándonos allí a esperar al bongo que subía desde Puerto Ayacucho y que nos serviría de apoyo durante todo el recorrido. En Tamatama había dos pequeñas comunidades incompatibles entre sí: una misión estadounidense de las Nuevas Tribus, abastecida de todo por avioneta, y un destacamento de la Guardia Nacional venezolana, totalmente abandonado a su suerte, en el que los soldados, medio muertos de hambre y abrasados por los mosquitos, gastaban las municiones en cacerías nocturnas para conseguir algo de carne.

El domingo 10 de febrero llegó el bongo y el lunes, a las siete de la mañana, salimos todos de Tamatama, unos paleando en las piraguas y el equipo de apoyo en el bongo a motor. Media hora más tarde llegamos a la divisoria de las aguas, a la famosa bifurcación del Orinoco que motivó el viaje de Humboldt. De frente continuaba el «soberbio Orinoco» (parafraseando a Julio Verne), y a la izquierda nacía el misterioso Casiquiare, cuyas aguas, una octava parte de las del Orinoco, corren hacia el Amazonas.

POR LA ORILLAS SIN HISTORIA

Este capricho hidrológico es el que vinieron a constatar Humboldt, Bonpland, Nicolás Soto y el padre Zea. «La noche del 20 de mayo, la última de nuestro viaje por el Casiquiare, la pasamos en el lugar donde se bifurca el Orinoco», anotó Humboldt en su diario. Aquí fue donde Humboldt perdió a su fiel perro, posiblemente víctima de un jaguar que merodeaba por el campamento. Lo cuenta así: «En nuestro último campamento en el Casiquiare tuvimos un disgusto. A medianoche nos avisaron los indios que se oían muy cercanos los rugidos del jaguar, y que parecían venir de la copa de los árboles próximos. El olor y la voz de nuestro perro habían atraído a uno de ellos. Grande fue nuestra pesadumbre cuando, por la mañana, al disponernos a embarcar, los indios nos comunicaron que el perro había desaparecido; no cabía duda de que el jaguar había acabado con él. Tanto en el Orinoco como en el Magdalena, se nos aseguró repetidamente que los jaguares viejos son tan astutos que van a buscar a sus presas en el centro mismo de los campamentos y les retuercen el cuello para que no puedan gritar».

Pero no fueron Humboldt y sus compañeros los primeros exploradores europeos en recorrer este desolado paraje, que era ya frecuentado por misioneros españoles y por buscadores de esclavos lusitanos. Fue el jesuita español Manuel Román, quien en 1744 remontó el Orinoco hasta encontrarse en la desviación del Casiquiare con unos comerciantes de esclavos de Rionegro, con los que continuó Casiquiare abajo hasta los establecimientos brasileños sobre el río Negro. Regresó a su misión por el mismo camino, constatando tras ese viaje de siete meses la unión del Orinoco con el Amazonas.

En 1759 los exploradores de la única expedición científica que envió España a estas regiones, la llamada Expedición de Límites de Iturriaga y Solano, verificaron y documentaron esa controvertida comunicación fluvial. Años más tarde, también recorrió el Casiquiare el sargento español Francisco Fernández Bobadilla al dirigirse a fundar San Carlos de Rionegro en 1759 y, desde entonces, dos o tres canoas llevaban cada año la sal y la paga a los soldados de esa guarnición.

La entrada por el canal o «caño» Casiquiare fue muy emocionante para nosotros. Sabíamos además que ya no había marcha atrás. Si algo desagradable o imprevisto nos sucedía por el Casiquiare, la única solución era continuar adelante hasta el final, hasta su confluencia con el Guainía, cerca ya de San Carlos de Río Negro, en la frontera con Colombia.

«Aquellas orillas sin historia, inhabitadas y cubiertas de selva», en expresión de Humboldt, estaban ahora más solitarias que antes, si cabe. Los indios las habían abandonado retirándose al interior de la selva y la misión establecida por los españoles en el siglo XVIII, habitada por un cura atacado de paludismo rodeado de los pocos indios que accedían a vivir «bajo la campana», hacía muchos años que ya estaba devorada por la voraz vegetación.

Nosotros tardamos una semana en encontrar el primer ser humano, un indio que navegaba en una curiara; pero en algunas rocas lavadas por el río pudimos contemplar fascinantes petroglifos cuya autoría y antigüedad continúa siendo un misterio. El Casiquiare está ahora más deshabitado que nunca.

SUPERVIVENCIA EN LA SELVA

El Casiquiare «a tracción sanguínea» fue un suplicio. Paleábamos siete horas al día bajo un sol de justicia y materialmente devorados por los mosquitos. En sus 320 kilómetros de largo solamente encontramos un poblado habitado a 25 kilómetros de su desembocadura en el Guainía. La deshidratación era tan grande, que incesantemente teníamos que beber el líquido turbio y caliente del río. Cuando parábamos para descansar, nos quedábamos dentro del agua, sacando solo la cabeza, para evitar en lo posible la plaga de mosquitos y tábanos.

Para Humboldt también fue el Casiquiare la parte más dura y penosa de la expedición, hasta el punto de que, cosa inusual en él, no hizo entradas en su diario durante la última semana que pasó en este río de pesadilla.

La «plaga» no había disminuido desde la época de Humboldt. Entonces el padre Zea se jactaba de tener en sus misiones de las Grandes Cataratas los mayores y más voraces mosquitos, hasta que llegó al Casiquiare, y tuvo que reconocer que nunca había sentido picaduras más dolorosas que allí. Nosotros también podemos corroborarlo. En cuanto oscurecía, montábamos el campamento en una playa del río o colgábamos los chinchorros (hamacas) de los árboles, e inmediatamente buscábamos la protección de los mosquiteros. Comíamos, charlábamos y dormíamos dentro de ellos.

El desgaste era muy grande y pronto tuvimos que racionar la comida que llevábamos: arroz, leche en polvo, azúcar, sal, galletas, frutos secos… Consumíamos con preferencia lo que conseguíamos por el camino: tortugas; sus huevos, puestos durante la noche en los bancos de arena; «babas» (caimanes de uno a dos metros); caribes (pirañas del Orinoco); paujís (especie de negros pavos salvajes); lapas (roedores parecido a conejos), etc. Los indios banibas del equipo de apoyo y el navarro Arbizu eran nuestros maestros de supervivencia en la selva.

Poco a poco íbamos topándonos con los animales más característicos del Orinoco. Vimos perritos de agua (Chironectes minimus), toninas (Inia geoffrensis, delfines de agua dulce), enormes anacondas (Eunectus murinus gigas), una cuaimapiña (Lachesis muta muta, la mayor de las serpientes venenosas, de aspecto siniestro), mapanares (especie de víboras del género Bothrops) y una noche, en la desembocadura del Casiquiare, cerca de la guarnición de Solano, yendo con unos soldados por una trocha de la selva, sorprendimos a un jaguar (Felis onca), aquí llamado tigre, que se quedó atónito antes de saltar y perderse en la espesura.

Superado el Casiquiare, y tras reponernos en San Carlos de Río Negro, la situación cambió favorablemente. Entramos en el Guainía, un río de «aguas negras» –es decir, libre de mosquitos–, ya que las larvas no sobreviven en ellas debido al grado de acidez del agua. Por el Guainía subimos contra corriente hasta Maroa donde, como hizo Humboldt en 1800, realizamos un porteo por tierra hasta Yavita, abandonando así la cuenca del Amazonas y entrando de nuevo en la del Orinoco.

Tanto el Guainía como el Pimichín, el Tuamini, el Temi y el Atabapo son ríos de «aguas negras». ¡Qué maravilla librarse de repente de los minúsculos jejenes que nos atacaban durante el día y de los zancudos que no nos daban tregua durante la noche! Las «aguas negras» son puras, frescas, inodoras; tienen un color parecido al de la Coca-Cola y son deliciosas para beber; las aguas blancas, las del Orinoco y Casiquiare, son turbias, fangosas y tienen un ligero olor a almizcle; Humboldt debía colarlas con un lienzo antes de beber y nosotros las filtrábamos y añadíamos pastillas potabilizadoras.

Esta última parte del viaje, tras el porteo, fue más llevadera para los piragüistas pues la corriente era a favor; los rápidos, emocionantes; y no había mosquitos. No así para el bongo, que encallaba en los bancos de arena o en el suelo rocoso, por falta de calado, y al que teníamos que atar con cuerdas, bien para empujarlo o bien para bajarlo lentamente por algún rápido peligroso.

Cuando por fin llegamos a San Fernando de Atabapo, celebramos el final de esta aventura en un chiringuito de su playa fluvial llamado «Brisas del Atabapo». Hubo canciones, poesías, un sancocho de pollo y mucha cerveza.

Unos días más tarde, en Puerto Ayacucho, la capital del Territorio Amazonas, nos recibió el gobernador Muller Rojas y nos hospedó en «Los Lirios», su residencia. Éramos gente importante: habíamos hecho ochocientos kilómetros por los ríos de la Orinoquia a «canalete», siguiendo las huellas de Humboldt y reivindicando el valor y el mérito de los exploradores españoles que lo precedieron.

Juan Manuel Feliz