Gaspar de Portolá y Fray Junípero Serra (1769)

Pedro Páramo

Bibliografía: “Exploradores españoles olvidados del siglo XVIII” SGE. 1999

Fue la cruz y no la espada la que impulsó la colonización de los territorios del oeste norteamericano conocidos actualmente con el nombre de California. Durante un largo siglo y medio, desde 1534 a 1697, la Corona española intentó sin éxito incorporar a su imperio las Californias que hoy conocemos, la mexicana (dividida en dos estados: Baja California Norte y Baja California Sur) y la California estadounidense. Las razones de tan persistente empeño variaron a lo largo de la historia: Hernán Cortés se embarcaría en busca de un paso oceánico para intentar la conquista de la mítica tierra de la reina Calafia; otros le seguirían años despues en busca de fabulosos tesoros de oro, plata y perlas; los virreyes de Nueva España, cumpliendo órdenes de Madrid, fletarían varias expediciones tratando de hallar un buen puerto de abrigo para los barcos que traían hasta Acapulco las riquezas de Filipinas, y de este archipiélago partirían algunas flotas con este propósito. Sin embargo, no sería hasta las postrimerías del siglo XVII y durante el siglo XVIII cuando los españole lograrían afincarse en aquellas tierras desconocidas, y no en torno a cuarteles o fortaleza, sino a modestas iglesias levantadas por esforzados frailes movidos por la fuerza de la fe. En la historia de la colonización de California los nombres de los conquistadores y soldados aparecen con letra pequeña; las mayúsculas están reservadas para los intrépidos religiosos que se adentraron en aquellos territorios inexplorados sin otras armas que la cruz y sus devocionarios, como los padres Kino, Juan María de Salvatierra, fray Francisco Palou o fray Junípero Serra.

California es un enigma que se forma en la nebulosa de los primeros tiempos del descubrimiento y se mantiene a caballo de la realidad y la fantasía de los pobladores de Nueva España (México) por casi doscientos años. Durante dos siglos se ignora todo de esta tierra, como el origen de su nombre o su extensión. Lo único cierto sobre su denominación es que así fue como llamó Hernán Cortés al puerto en que desembarcó en 1534; otros nombres que le fueron asignados no tuvieron fortuna, como Nueva Albión, dado por Francis Drake, o el de Isla Carolina, elegido por el padre jesuita Schere y el geógrafo francés De Fer en tiempos de Carlos II, cuando se creía que se trataba de una isla. Sobre la etimología de nombre tan eufórico todavía se discute, y existen interpretaciones para todos los gustos. En cuanto a la superficie de este territorio que va desde los 23º a los 42º de latitud norte, algunos autores la redujeron en la primera época a la que ahora es la península de Baja California y otros la extendieron hasta el territorio apache y Nuevo México.

El terreno no daba facilidades a los exploradores. Una descripción del siglo XVIII nos pinta la península de Baja California, que conocieron los españoles en el siglo XVI, como lugar “desagradable y hórrido, y su terreno quebrado, árido, sobre manera pedregoso y arenoso, falto de agua y cubierto de plantas espinosas donde es capaz de producir vegetales, y donde no, de inmensos montones de piedra y arena”. “El aire –continúa la descripción- es caliente y seco, y en los dos mares pernicioso a los navegantes, pues cuando se sube a cierta latitud, ocasiona un escorbuto mortal. Los torbellinos que a veces se forman son tan furiosos, que desarraigan los árboles y arrebatan consigo las cabañas. Las lluvias son tan raras, que si en un año caen dos o tres aguaceros, se tienen por felices los californianos. Las fuentes son muy pocas y escasas. En cuanto a los ríos, no hay ni uno en toda la península”. Nada de esto sabía Hernán Cortés cuando, tras la conquista del imperio azteca y después de haberse apoderado del reino de Michoacán, puso sus ojos en los territorios del noroeste con el fin de extender sus dominios y engrandecerse a los ojos del emperador Carlos V.

En 1534, después de varias exploraciones de la costa del Pacífico, Cortés mandó construir dos barcos en Tehuantepec para navegar hacia el norte: el Concepción, que puso a las órdenes de su pariente Diego Becerra de Mendoza, y el San Lázaro, a cargo del experimentado capitán Fernando de Grijalva. Los navíos zarparon juntos, pero en la primera noche se separaron para no volver a juntarse jamás. Grijalva, luego de navegar durante varios meses, descubrió algunas islas y regresó a Acapulco. Becerra surcó las costas septentrionales de México pero, debido a su altivez, tuvo problemas con la tripulación y fue asesinado mientras dormía por su piloto, el vizcaíno Ordoño (o Fortún, según distintos autores) Jiménez. Éste, después de desembarcar en las costas del actual estado de Michoacán a dos franciscanos que iban en el barco y algunos de los heridos durante la refriega a bordo, huyó con rumbo norte. Se cuenta que él fue el primer europeo en poner pie en tierra californiana, en un puerto llamado por los amotinados Seno de la Cruz, y allí fue matado por los aborígenes junto con otros veinte españoles. Los tripulantes que lograron salvar la vida levaron anclas y acertaron a arribar al puerto de Chiametla de Nueva Vizcaya, donde mostraron algunas perlas y relataron haber descubierto una tierra buena y bien poblada.

Estas informaciones alentaron los deseos de Hernán Cortés de capitanear él mismo una gran expedición. Tras un accidentado viaje encontró un buen puerto natural junto al cabo San Lucas y lo bautizó con el nombre de California. El conquistador de México, sin embargo, pronto se vio obligado a abandonar los territorios descubiertos. En Nueva España circuló el rumor de que Cortés había muerto y se temía una sublevación de los aztecas. Además, Francisco Pizarro reclamaba su ayuda desde Perú: necesitaba barcos y armas para extender su empresa en el Pacífico del Sur. Con tan honrosos pretextos para salir de una aventura que le había costado una fortuna Cortés volvió a México a principios de 1537. No tardaron en seguirle su lugarteniente, Francisco de Ulloa, y toda la gente que había dejado en California, cuyas aguas habían sido bautizadas ya como mar de Cortés, y del Pacífico. La expedición navegó durante un año y, de nuevo por falta de víveres, se vio obligada a regresar a México. Sus exploraciones, sin embargo, dieron a conocer que California era una península y no una isla como algunos sospechaban.

Alo tiempo que Cortés regresaba de su aventura californiana, apareció en México un esforzado personaje con otros tres supervivientes del naufragio sufrido por la expedición de Pánfio Narváez diez años antes, en 1527, por las costas de Florida y que, tras recorrer todo lo que es actualmente el sur de los Estados Unidos y el norte de México, se habían presentado en Culiacán, hoy capital del estado mexicano de Sinaloa, acompañados de un grupo de indios. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, entre otras muchas curiosas que contaba de su epopeya en tierras inexploradas y pueblos desconocidos, aseguraba que en el golfo de California abundaban las perlas. En esas mismas fechas, un fraile franciscano, Marcos de Niza, extendía por la capital el rumor de la existencia en el norte de las siete ciudades de Cíbola, con suntuosas casas de piedra de hasta cuatro pisos y con las fachadas cubiertas de turquesas. El virrey Antonio de Mendoza vio en estos relatos la oportunidad de superar la gloria de Cortés e hizo salir en 1539 dos armadas, una por tierra, a las órdenes de Francisco Vázquez Coronado, y otra por mar, bajo el mando de Francisco de Alarcón, con instrucciones para reunirse en algún puerto del Pacífico a los 36º de latitud norte. Pero las expediciones no se encontraron nunca ni hicieron nada digno de memoria, salvo reseñar lugares que con su presencia adquirieron constancia histórica. Coronado, que partió con más de mil hombres, llego hasta Quibiria, población situada, según aseguraba, en los 40º de latitud norte. Lo que allí encontraron es descrito así por Coronado: “unos llanos tan sin seña como si estuviéramos engolfados en la mar, porque todos ellos no hay una piedra ni cuesta ni árbol ni mata que se le parezca”. De la expedición de Alarcón sólo consta la carta delineada por el piloto Domindo del Castilla en 1541, la más antigua sobre las costas occidentales de México, en la que se pinta California como una península, aunque geógrafos extranjeros se empeñaron durante décadas en dibujarla a modo de isla.

En 1540 el virrey envió dos navíos a las órdenes del portugués Juan Rodríguez Cabrilla, honrado, valiente y práctico en la Marina, a explorar la costa occidental de California hasta que encontraran el final del continente americano. Cabrillo alcanzó las costas de la Alta California, la bahía de Monterrey y sobrepasó la de San Francisco, que no llegó a ver, quizá por lo estrecho de la entrada de la bahía, o tal vez por las abundantes nieblas de aquella zona. Un temporal le obligó a retroceder hasta la isla de San Miguel, en el canal de Santa Bárbara, donde murió. El piloto mayor de la flota, Bartolomé Ferrelo, continuó la navegación hacía el norte, rebasó y dio nombre al cabo Mendocino en honor del virrey de Nueva España, llegó al cabo Fortuna en enero de 1543 y, finalmente, en marzo, alcanzó los 43º de latitud norte, en las actuales costas de Oregón, donde el frío proveniente de las cumbres nevadas que se avistaban desde la costa y la falta de alimentos les aconsejaron volver al puerto de donde habían partido diez meses antes.

Durante el medio siglo siguiente California perdió interés para los españoles. Sólo en 1586, cuando se conoció en México que corsarios ingleses, entre ellos Francis Drake, se hallaban en la Península, la Corona española se inquietó y empezó a considerar el valor estratégico de aquel territorio abandonado. España había invertido más de dos décadas y había pagado un alto precio en vidas y naufragios para encontrar en el mar una ruta segura que condujera sus barcos desde las Filipinas a Nueva España. Una vez en México, las mercancías se trasladaban desde Acapulco, en el Pacífico, hasta Veracruz, en el Atlántico, donde se reembarcaban para la península Ibérica. En 1565 el monje guipuzcoano Andrés Urdaneta había descubierto que el camino más corto entre el archipiélago y las costas americanas pasaba por dar un rodeo desde Manila, en el paralelo 16º, hasta Acapulco, en el 20º, subiendo hasta el paralelo 40º por encima del cabo Mendocino, en California, para aprovechar la corriente de Kuro-Shivo y luego viajar hacia el sur hasta encontrar las costas mexicanas. El rey Felipe II ordenó entonces al conde de Monterrey, virrey de México, que fortificara y poblara los puertos de California para que sirvieran de abrigo de la mar y de defensa contra los corsarios extranjeros a la flota de Filipinas. En 1596 partió de Acapulco una nueva expedición formada por tres navíos que anclaron en el puerto natural al que dieron el nombre de La Paz porque allí fueron recibidos amistosamente por los indios. Desembarcaron y levantaron algunas cabañas; la mas grande de todas la dedicaron a iglesia, en la que se oficiaron las primeras misas de California. Allí acudían asombrados los aborígenes, que se acercaban sin temor a los españoles para ofrecerles pescados, frutas y perlas.

El jesuita Francisco Xavier Clavijero, uno de los más rigurosos historiadores de la actividad de la Compañía de Jesús en México, describió en 1787, en su Historia de la Antigua California, la vida de estos indígenas: “poco diferentes a la de las bestias. Los californianos eran del todo bárbaros y salvajes y no tenían conocimiento de la arquitectura, de la agricultura ni de otras muchas artes útiles a la vida humana”- escribe este jesuita mexicano, hijo de español y de criolla-. “En toda aquella península no se halló una casa ni vestigio de ella, ni tampoco una cabaña, una vasija de barro, un instrumento de metal o un lienzo cualquiera. Sus habitantes se sustentaban con aquellas frutas que se producen espontáneamente o con los animales que cazaban y pescaban, sin tomarse el trabajo de cultivar la tierra, de sembrar o de criar animales. Comían, y aún comen al presente a causa de miseria, muchas cosas que para nosotros no son comestibles, como raíces y frutas muy amargas o insípidas, gusanos, arañas, langostas, lagartijas, culebras, gatos y leones y hasta pieles secas. Un perro es para ellos tan apreciable como para nosotros un cabrito. Pero jamás los obligó su hambre a alimentarse de carne humana y aun se abstuvieron de comer tejón porque les parecía semejante al hombre. En su comidas hacen cosas verdaderamente extrañas. En el tiempo de las cosechas de las pitahaya separan con indecible paciencia los pequeñísimos granos de la fruta que quedan sin digerirse, los tuestan, los muelen y reducidos a harina los conservan para comerlos después del invierno. Algunos españoles dan a esta operación el nombre burlesco de segunda cosecha de pitahayas”, concluye con humor Clavijero.

Las tribus que encontraron los primeros exploradores españoles pertenecientes a tres grandes familias o naciones- pericúes, guaicuras y cochimíes- estaban compuestas por varias familias consanguíneas agrupadas en torno a alguna fuente, sin más techo que el cielo ni más lecho que el suelo desnudo. Usaban la sombra de los árboles para defenderse del calor y las cuevas en las noches más frías del año. Los hombres andaban desnudos; las mujeres, por el contrario, en opinión del historiador jesuita, “se portan en este punto de muy distinto modo que los hombres, pues en toda la península no se ha visto una que dejase de cubrir su honestidad de algún modo”, generalmente de cuerdecillas vegetales llenas de nudos o de algunas pieles. A los niños pequeños, como no tenían con que defenderlos de la intemperie, los “barnizaban” con carbón molido y orina fresca. Los californios eran polígamos y las mujeres cargaban con el peso de las tareas más duras, como la recolección o la fabricación de útiles y herramientas. El adulterio era un grave delito que solía terminar en luchas sangrientas. Sus conocimientos eran muy simples: para contar, por ejemplo, sólo tenían palabras para cuatro numerales; para el cinco decían “una mano entera”, seia era “una mano entera” y uno; diez eran “todas las manos”, quince, “todas las manos y un pie”. No tenían noción de la historia: vagamente se referian a sus más lejanos antepasados como gentes llegadas del norte. La religión era un concepto vacío para ellos. “No tenían templos, altares simulacros, sacerdotes ni sacrificios- explica Clavijero-, y por tanto no se halló entre ellos ningún vestigio de idolatría”.

Los españoles permanecieron en La Paz dos meses, lo que duraron los víveres que llevaban. Rafael Vizcaíno llego a la conclusión de que la vida en aquellas tierras inhóspitas era insostenible y decidió regresar a México para informar al virrey de su fracaso. Tres años después, en 1599, Vizcaíno recibió la orden del rey Felipe III de que, a expensas del real erario y sin reparar en costos, equipase una armada y partiera de nuevo a explorar la costa occidental. Vizcaíno salió con su flota de Acapulco el 5 de mayo de 1602 y alcanzo el cabo blanco, a 43º de latitud norte. Invirtieron nueve meses en el viajes puesto que navegaban contra el viento dominante del noroeste e iban deteniéndose a sondar los puertos y reconocer la costa. Pero el escorbuto mino la moral de las tripulaciones y la flota se vio obligada a volver a Nueva España. A partir de ese momento, la exploración de California estuvo a cargo de distintas empresas, unas financiadas por la Corona en su afán de hallar u puerto seguro par los navíos de la ruta de Filipinas, y otra s por particulares para la explotación de las riquezas naturales del territorio, especialmente perlas. De 1602 hasta 1697, cuando los españoles se asentaron defenitivamenta en California, salieron de México once expediciones diferentes y la codicia de algunas de ellas provoco la inquina de los nativos hacia los españoles. La pesca de las ostras perlíferas dio lugar a grandes fortunas.

En 1677, el rey Carlos II mandó que fuera enviada una nueva expedición a California y se encomendó al almirante Isidoro Atondo y Antillon, quien zarpo del puerto de Chialetla el 18 de marzo de 1683 con mas de cien hombres, entre ellos tres jesuitas destinados a la conversión de los indios. Uno de estos era el padre Eusebio Francisco kino –su apellido era realmente Kühn-, natural de Trento, docto matemático y con experiencia en misiones, que obtuvo el empleo de Cosmógrafo mayor. “Habiendo llegado después de catorce días de navegación al puerto de la Paz –relata Francisco Xavier Clavijero”, no vieron en los primeros cinco días ningún indio; pero luego que desembarcaron y comenzaron a formar su campamento, aparecieron a los lejos algunos bárbaros armados y pintados de varios colores, como lo acostumbraban hacer para ir a la guerra, los cuales con clamores y señas daban a entender a los españoles que no los querian en su pais, porquesu natural mansedumbre esaba cansada de sufrir vejaciones de los pescadores de perlas”. Los soldados se atrincheraron en el campamento, pero los tres misioneros se encaminaron hacia los indios con algunas viandas que dejaron en el suelo y retrocedieron. Los indios se abalanzaron sobre ellas; luego corrieron detrás de los religiosos pidiéndoles mas y los acompañaron hasta el interior del campamento. Pocos días después de levantaron algunas chozas destinándose una de ellas al culto. Los indígenas dormían mezclados con los soldados. Sin embargo, en días sucesivos se presentaron nuevos indios de la nación guaicura con animo hostil y se entablo un combate en el que los españoles hicieron uso de sus armas de fuego y mataron a una docena de ellos.

Atondo descubrió luego otro puerto mas al norte al que llamo San bruno, donde se levantaron cabañas y se erigió otra iglesia. Mientras el almirante y su tropa recorrían los alrededores, los jesuitas aprendieron la lengua cochimi a la que tradujeron burdamente el catecismo. Aunque llegaron a tener hasta cuatrocientos catecúmenos, solo quisieron bautizar a los que estaban en peligro de muerte porque no tenían la seguridad de permanecer mucho tiempo en aquel lugar. La esterilidad de la tierra y el mal clima, que dificultaba la conservación de los alimentos, una vez más habían minado la moral de los soldados y convencido a todos de la conveniencia de abandonar al empresa. Tres años después todos regresaron a Nueva España. California parecía inhabitable para los europeos y el virrey decidió no invertir un peso mas en colonizar aquellas tierras. Algunas expediciones privadas que lo intentaron corrieron igual suerte y se vieron obligadas a desertar.

Pero el “veneno” de California había entrado en el cuerpo de los jesuitas que acompañaron al almirante Atondo y Antillon y que, a su regreso, fueron destinados a las misiones del norte de Nueva España. El padre Kino, al pasar por las provincias de Tepehuana y Sinaloa inflamó los ánimos de jóvenes misioneros de la Compañía de Jesús animándoles a convertir a los desamparados californianos. Uno de los que se sintió vivamente conmovido por el mensaje del padre Kino fue el padre Juan María de Salvatierra, español de sangre noble nacido en Milán, llegado de México en 1675. Durante diez años, Kino y Salvatierra visitaron a los hombres poderosos de México y consiguieron los primeros dineros para financiar el intento de colonización de aquellos territorios; apelaron luego a los mas nobles sentimientos de las autoridades y llegaron a convencer sobre la necesidad de evangelizacion de los californianos a sus superiones primero, como el padre Juan de Ugarte, luego al virrey y hasta el mismisimo rey. Tras el precectivo informe de la Audencia, el 6 de febrero de 1697 el virrey accedio a los deseos de los padres Kino y Salvatierra y les concedio un permiso que decia: “para la entrada a las provincias de Californias y que puedan reducir a los Gentiles de ellas el Gremio de nuestra sancta fee Catholica; con calidad de que sin orden de Su Magestad no sea de Poder librar ni gastar cossa Alguna de su R. Hacienda en esta Conquista”. Es decir, autorización plena, pero sin aportación de un solo peso. Se les permitía llevar soldados para su seguridad, pero a su cargo. Y así, quizá por primera vez en la historia, una orden religiosa asumía la dirección y la responsabilidad de una empresa colonizadora. Donde había fracasado la espada iba a obtener éxito la cruz.

El 10 de octubre de 1697 el padre Sallvatierra partió en una galeota prestada con una tropa de nueve hombres, tres indios, un cabo y cinco hombres de diferentes naciones que nueve días más tarde desembarcaron en la bahía de San Dionisio. Los españoles fueron muy bien recibidos por el medio centenar de indios que habitaban en aquella playa, a los que se unierón después otros llegados de San Bruno que, evangelizados años antes por el padre Kino, besaban las imágenes de la Virgen y el crucifijo. Cerca de una fuente se instaló el poblado, en torno al cual se cavó una zanja para que sieviera de trinchera; en el pabellón destinado a iglesia se colocó la imagen de la Virgen de Loreto, traída por el padre Salvatierra, después de la ceremonia obligada de tomar posesión de aquella tierra en nombre del rey católico. A la misión le puso el nombre de Loreto y más adelante acabaría siendo la capital de la provincia. Salvatierra, como responsable de la expedición, administraba el poblado, colaboraba en las tareas de seguridad y evangelizaba a los indígenas sirviendose del rudimentario catecismo elaborado por sus predecesores, al tiempo que aprendía la lengua de los indios. Despues del ejercicio diario de la doctrina, daba a todos los asistentes un platillo de pozole (maíz cocido) y aquello atría a numerosos feligreses. Pero aquel pozole milagroso pronto se convirtió en una fuente de problemas. Los indígenas exigían cada vez raciones más abundantes y empezaron a manifestar su descontento importunado a los españoles y robándoles lo que podían. La tensión provocó algunas escaramuzas con indios armados y finalmente, el 13 de noviembre, medio millar de guaicural intentaron apoderarse del poblado. Los españoles dispararon sus armas de fuego y mataron a algunos “no muchos-dice el historiador- porque viendo un estrago que no solían hacer sus armas, se desordenaron y huyeron”. Al día siguiente las mujeres indígenas se presentaron en el campamento para hacer las paces y entregar a sus hijos como rehenes, pero el padre Salvatierra les prometió paz y olvido de lo sucedido si los inculpados enmendaban realmente su actitud y aceptaban de buen grado la presencia de los españoles.

La agitada historia de la fundación de la misión Loreto se habría de repetir durante casi un siglo en la Baja y Alta California: por un lado los misioneros trataban de acercarse a los indios para conocer su idioma y sus costumbres a fin de conducirlos a la doctrina cristina y, por otro, los indios se subleban intermitentemente, unas veces impulsados por la necesidad otros jaleados por sus hechiceros. La codicia de los colonos, los agravios a las mujeres o los abusos de los soldados encendieron la mecha de nuevos motines y asaltos a las misiones en numerosas ocasiones.

No hubo más incidentes en Loreto hasta el mes de abril de 1698 en que los guamas (hechiceros) sublevaron a los indígenas y se repitió el aslto al poblado con el mismo resultado que el anterior: algunos indios muertos y de nuevo la rendición de los asaltantes. La misión se afianza a pesar de estos sucesos. Los bienhechores de México enviaban regularmente navíos cargados con vívires, animales domésticos y útiles. La guarnición se amplió con más soldados. Mejor equipados y auxiliados por las caballerias, los misioneros decidieron explorar los alrededores del primer poblado y así, en noviembre de 1699, inauguran una segunda misión en un lugar donde había agua y tierras apropiadas para el cultivo llamado Viggé-Biaundó y la bautizaron con el nombre de San Francisco Javier. En 1700 ya eran setenta los colonos afincados en California y las necesidades y las necesidades de la colonia se habían multiplicado. Los jesuítas disponían ya de una pequeña flota que hacía viajes constantes a Nueva España, aunque los sustentos básicos resultaban cada vez más gravosos. Cuantos escritos habían dirigido los misioneros al virrey solicitando su ayuda, pues la colonización, al cabo de casi tres años, se había consolidado, quedaron sin respuesta. Con el tiempo, surgieron nuevos problemas: en México, los enemigos de la Compañía de Jesús extendieron el rumor de que los jesuitas estaban obteniendo fabulosas riquezas explotando las perlas que ellos no dejaban pescar a los colonos y los militares que se hallaban en California a su costa y comenzaron a cuestionar la autoridad de los religiosos. Aquel clima de desconfianza hizo que muchos de los patrocinadores de las misiones retiraran su ayuda y la situación se hizo insotenible en aquellas condiciones. Al final del año, el padre Salvatierra se vio obligado a licenciar a dieciocho soldados.

A la muerte de Carlos II, su sucesor, Felipe V, se interesó por aquellos remotos territorios del Imperio y en 1703 recibió un memorial de la Compañía de Jesús en el que se le informó del estado de las misiones y que fue leído en el Supremo del Consejo de Indias. La Corona ordena entonces al virrey de México que suministre anualmente a aquellas misiones lo mismo que venía aportando a las de Sonora y Nueva Vizcaya; que establezca un presidio (fuerte) de treinta soldados con su capitán en el punto más septentrional posible de la costa del Pacífico para proteger y ayudar a los barcos de Filipinas; que mande familias pobres a poblar las regiones recién descubiertas; y que diera cada año trece mil pesos a estas misiones. El virrey, apoyado por el fiscal que recordó la condición aceptada por los jesuitas de no percibir ayuda alguna de la Real Hacienda al recibir la licencia para la colonización de California, no hizo caso de la orden llegada de España.

En el etretanto, el padre Juan de Ugarte, hombre corpulento, de gran fortaleza –en alguna ocasión “convirtió” a los indígenas rebeldes peleando cuerpo a cuerpo con ellos- y de conocimientos muy variados, había logrado desmontar algunos terrenos y sembrar en ellos trigo, maíz, verduras, hortalizas, e incluso plantó una viña, la primera que hubo en la península. “El excelente vino que se cosechaba servía para todas las misas que se celebraban en las misiones –cuenta clavijero-, y el sobrante se mandaba a la Nueva España regalado a los bienhechores”. Las misiones seguirían adelante gracias a sus escasos recursos, a las limosnas de sus patrocinadores y a los víveres enviados regularmente por los hermanos de la costa mexicana. En 1717 murió el infatigable padre Salvatierra a los setenta años, enfermo de “piedra en la orina”, cuando se trasladaba a México para explicar una vez más al virrey recién llegado la penosa situación de las cinco misiones. El nuevo virrey, el marqués de Valero, mostró desde el comienzo de su mandato su preocupación por lo que ocurría en California y ordenó que se pagasen 18.276 pesos cada año para el mantenimiento de soldados y marineros y que se comprara un nuevo barco para el transporte de víveres. Diez años más tarde, las misiones se habían ampliado a diez, se habían convertido treinta y dos tribus y se habían bautizado 1.707 indígenas.

El asentamiento de una misión en aquella época constaba de una iglesia, la habitación del misionero, el almacén, la casa de los soldados, las escuelas para los niños de uno y otro sexo y varias casitas más para las familias de los neófitos. El edificio más sólido, la iglesia, tenía el armazón de madera, las paredes de adobe y el techo de varas o cañas cubiertas de juncos. Una casa se construía plantando cuatro horcones en los cuatro ángulos de la estancia y a ellos se ataban con correas de cuero tanto los palos que servían de paredes como las varas o cañas del techo.

La vida en la misión comenzaba al amanecer con el disparo que hacía el soldado que estaba de guardia y, después de la misa, cada uno iba a su trabajo. Los niños aprendían en la escuela, al tiempo que la doctrina, las letras y los números, a cantar y a tocar algún instrumento. La jornada terminaba al anochecer con el rezo del rosario. La comunidad la dirigía el misionero, que era quien repartía las tareas y ordenaba el reparto de atole (gachas de maíz) del desayuno y el pozole del mediodía y de la noche, al que cuando se podía se añadía alguna carne o verdura. El capitán de Loreto actuaba también como gobernador y juez, controlaba los permisos de la pesca de perlas y cobraba el impuesto real a los pescadores. Los soldados desplazados a las misiones podían castigar los delitos menos graves, cuyas penas se reducían a seis u ocho azotes o a algunos días de presión; cuando se trataba de un delito que mereciese la pena de destierro o la muerte, daban cuenta al capitán autorizado para juzgar al reo, pero siempre con el consentimiento y dirección de los misioneros. Este sistema daba lugar a un juego muchas veces repetido en los procesos de pacificación en el que los soldados colaboraban con los jesuitas para atraer nuevos catecúmenos permitiendo que éstos los salvaran de los castigos. En numerosas ocasiones, después de sofocar una revuelta, los cabecillas eran condenados a muerte por el capitán, pero los misioneros intercedían en el juicio públido para que se les conmutara la pena a cambio de unos azotes. Cuando comenzaba a actuar el látigo, los religiosos volvían a interceder ante el capitán o el soldado para detenerlo y, finalmente, se llevaban al reo a su casa donde lo curaban y aleccionaban en los principios de la religión católica.

Además del trabajo permanente en la misión, los jesuitas exploraban el territorio en busca de nuevos pueblos que evangelizar, lugares idóneos para nuevas misiones, puertos más abrigados y profundos para los barcos que los abastecían. En 1706 el padre Juan de Ugarte, con cuarenta soldados, recorrío la costa occidental en busca de una bahía para la escala de los barcos de Filipinas, pero no la halló. En 1719, el padre Guillén buiscó durante veinticinco días y al fin encontró, entre los 24 y 25º norte, el puerto llamado de la Magdalena por Sebastián Vizcaíno, grande, cómodo y seguro, pero sin agua potable, sin leña, sin pastos y sin terreno susceptible de ser cultivado. En 1721, los padres Sistiaga y Helen salieron de la misión de Guadalupe y llegaron hasta los 28º norte y dieron con tres buenos puertos provistos de agua y leña; el más grande estaba poco distante del pueblo de San Miguel, perteneciente a la misión de San Javier.

En el otoño de 1734 estalló una rebelión de los pericúes, la belicosa tribu que habitaba la parte meriodional de la Península, donde se habían fundado hacía pocos años dos misiones. Los indígenas asesinaron a pedradas al padre mexicano Lorenzo Carrasco en la misión de Santiago, y degollaron al padre Nicilás Tamaral, sevillano, en la de San José del Cabo. Éstos han pasado a la historia como los dos primeros mártires de California. Luego se dirigieron a la Santa Rosa, en busca del padre Segismundo Taraval y como no lo encontraron allí, mataron a veintisiete neófitos. La noticia de la sublevación se estendió a los cochimíes, mil kilómetros al norte; los misioneros se concentraron entonces en Loreto, temerosos de que todos los indígenas de la Península se pusieran en pie de guerra. Se pidió ayuda a México, pero el entonces virrey, el arzobispo Antonio de Vizarrón, que no había mostrado preocupación alguna por aquellas misiones de los jesuitas, no dio crédito a los mensajeros. Sólo cuando un barco de Filipinas fue asaltado por los indígenas y el capitán informó a las autoridades de Acapulco de lo que estaba ocurriendo en California, el virrey ordenó al gobernador de Sinaloa que marchara a la Península para una operación de castigo. Dos años tardaron los españoles en sofocar la insurrección de los pericúes y las tribus que se les unieron. De los cabecillas, cinco fueron ejecutados; otros, condenados al destierro, murieron en su mayoría en una refreiga al intentar apoderarse del barco que los conducía a Nueva España.

Las noticias de la sublebación llegarón a España y el rey Felipe V se vio obligado a recordarle al virrey y a la burocracia novohispana las instrucciones que había dado en 1704 a fin de proteger las misiones californianas. Pero una vez más, la orden real, reiterada a su muerte por su hijo Fernando VI, se convirtío en papel mojado al llegar a México. Las quince misiones que actuaban entonces se mantenían, como al principio, gracias a las limosnas de bienhechores particulares pero su expansión se frenó por unos años como consecuencia de la rebelión de los pericúes y de la represión consiguiente. Además, en los años 1742, 1746 y 1748 tres tremendas apidemias hicieron estragos en los pueblos del sur. Una sexta parte de los pericúes perecieron a causa de la enfermedad, que afectó más tarde también a la población guaicura. A punto estuvo de organizarse una nueva revuelta, pues llegó a haber una mujer por cada diez hombres y los pericúes exigieron a los misioneros que trajeran mujeres yaquis para casarse con ellas. La falta de neófitos fue tanta que obligó a cerrar las misiones de Santa Rosa, San José y La Paz.

En 1752 se recuperó el celo fundacional al establecer la de Santa Gertrudis, a unos ciento cuarenta kilómetros al norte de la San Ignaci, fundada en 1728. De allí se partiría cuatro años más tarde para levantar la de San Francisco de Borja. En 1766 el padre Link, un teniente al mando de quince soldados y de una tropa de neófitos, se encaminaron al norte por entre las montañas y el Pacífico. Al cabo de varios días de camino dieron con un lugar en los 32º norte abundante en pastos, con un arroyo y varios manantiales y cerca de un bosque de pinos, guaribos y otros árboles. Los indígenas llamaban al lugar Guiricatá. A partir de ahí continuaron su viaje hasta los 35º. Hallaron más agua y vegetación, vieron nevar en abril y describieron a los habitantes que vivían en cabañas de madera labrada como gente más afable y menos asustadiza que los cochimíes instalados más al sur. Consideraron que aquel era un lugar apropiado para fundar una nueva misión, pero estaba muy alejado de San Francisco de Borja, unos trescientos kilómetros. Quedaría demasiado aislada dejando en medio muchos indios sin evangelizar que podían impedir la comunicación entre las dos, o al menos, hacer difícil el transportes de suministros. Por razones de seguridad, los jesuitas procuraban siempre no instituir ninguna misión sino después de haber hecho cristianos a todos los indios que habitaban entre ella y la más cercana, una precaución abandonada luego por los franciscanos. Debían por tanto construit una intermedia que les permitiera acceder a Guiricatá. Se creó entonces la misión de Santa María. Fue la última fundación de los jesuitas en California que nunca pudieron llegar a instalarse en Guiricatá, el mejor lugar que encontraron en los setenta años qu ecolonizaron la California del Sur. San Fernando de Velicatá sería la primera misión franciscana fundada por fray Jinípero en mayo de 1769. En Guricatá recibieron aquellos adelantados de la Compañía de Jesús el decreto de espulsión de los territorios españoles dictado contra ellos por el rey Carlos III.

El capitán catalán Gaspar Portolá fue el enviado por el virrey para desalojar a los jesuitas de California. Salió del puerto de Mantanchel con cincuenta soldados y acompañado por los deiciséis frailes franciscanos destinados a reemplazar a los expulsados, dirigidos por el mallorquín Junípero Serra, nacido en Petra el 24 de noviembre de 1713. Los jesuitas recibieron la orden de dejar sus misiones con la petición de que tranquilizaran a los neófitos y les exhortaran a mantenerse fieles a los nuevos misioneros. El 3 de febrero de 1768, dieciséis jesuitas abandonaron aquellas tierras; otros dieciséis quedaron allí enterrados. En setenta años habían creado veinte poblados y dieciocho misiones, aunque se vieron obligados a cerrar cuatro tras las apedemias de los años cuarenta. Dejaron bautizados a siete mil indios, prácticamente la población de toda la Península. Así acabó la empresa privada de la colonización de la California más árida y difícil.

La llegada de los franciscanos con el propósito de estenderse hacia el norte significa también una mayor implicación del virreinato y de la Corona en California, dispuestos a mandar los soldados necesarios para proteger las nuevas misiones y poblados y a establecer nuevos presidios. La situación internacional había cambiado y aquellos olvidados territorios del noroeste de Nueva España adquirían un nuevo valor estratégico. Cuatro meses después de la llegada de fray Junípero y sus compañeros viajó a la Península el visitador José de Gálvez con plenos poderes para dirigir la expansión californiana. En Madrid se tenía noticia de que los rusos estaban reconociendo las costas norteamericanas del Pacífico y fundando colonias dentro de las fronteras inexploradas del Imperio español. A su llegada, Gálvez ordenó que saliesen dos expediciones, una por mar y otra por tierra, a descubrir y pacificar las tierras de la Alta o Nueva California con la instrucción de juntarse ambas en el puerto de San Diego. Con la primera, que llegó a San Diergo el 11 de abril de 1769, navegó fray Juan Crespi; con la segunda caminó durante cuarenta y seís días fray Junípero, a pesar de tener inflamado y llagado un pie. A lo largo del trayecto el franciscano descubrió un terreno y unas gentes muy diferentes a los dejados en la península californiana.

“No he padecido ni hambre ni necesidad, ni la han padecido los indios neófitos que venían con nosotros –escribió Junípero-, y así han llegado todos sanos y gordos. Las misiones en el tramo que hemos visto, serán todas muy buenas, porque hay buena tierra y buenos aguajes, y ya no hay por acá ni en mucho trecho atrás piedras ni espinas: cerros si hay continuos y altísimos, pero de pura tierra…. Parras las hay buenas y gordas, y en algunas partes cargadísimas de uvas. En varios arroyos del camino y en el paraje en que nos hallamos, a más de las parras hay varias rosas de Castilla. En fin, es buena y muy distinta tierra de las de esa antigua California.” Los indígenas también causaron una excelente impresión al misionero mallorquín: “Viven muy regalados con varias semillas y con las pescas que hacen en sus balsas de tule, en forma de canoas, con lo que entran muy adentro del mar, y son afabilísimos, y todos los hombres, chicos y grandes, todos desnudos, y mujeres y niñas honestamente cubiertas, hasta las de pecho, se nos venían, así en los caminos como en los parajes, nos trataban con tanta confianza y paz como si toda la vida nos hubieran conocido.”

Al juntarse en San Diego las expediciones decidieron seguir avanzando hacia el norte de la misma manera: un frupo por tierra y otro en barco se encontrarían en el puerto de Monterrey descubierto por Sebastián Vizcaíno en 1603. Dos días después de la partida de todos los expedicionarios fray Junípero fundó la misión de San Diego y un mes después pudo comprobar que los aborígenes no eran tan pacíficos como pararecían. Atraídos por la comida, los indios comenzaron a efectuar pequeños robos en la misión y finalmente decidieron asaltarla para apoderarse de las ropas y utensilios de los misioneros. En el ataque perdió la vida uno de los españoles y un buen número de indios. En enero de 1770 regresó el grupo que había salido por tierra seis meses antes: no había hallado el puerto de Monterrey, pero unos doscientos kilómetros más al norte había dado con una enorme bahía, la que hoy es de San Francisco. La expedición marítima, por su lado, llego a la ensenada de Monterrey, aunque incapaz de identificarla, la llamó de Pinos y siguió su navegación hacia el norte hasta dar también con la entrada de la bahía de San Francisco, que los tripulantes creyeron cegada por bancos de arena. En abril de aquel año, de nuevo partieron otras dos expediciones, una por tierra y otra por mar, que se encontraron, esta vez sí, en la tan buscada ensenada de Vizcaíno y, el 3 de julio de 1770, se fundaron la misión y el presidio de Monterrey. La estancia del visitador José de Gálvez durante nueve meses en California y estos descubrimientos animaron al virrey, marqués de Croix, a pedir a la orden de San Francisco treinta religiosos más para atender a las nuevas tierras controladas por la Corona. Con tan notable número de refuerzos, fray Junípero inició el reconocimiento de nuevos lugares para la instalación de nuevas misiones. En 1771 fundó la de San Antonio de Padua, cambió de lugar la de San Carlos y levantó la de San Gabril, en lo que hoy es la ciudad de Los Ángeles. En 1772, los efectivos de los franciscanos se duplicaron al ordenar al virrey Antonio María de Bucareli que los dominicos se encargasen de las misiones de la Baja California.

En 1772 fray Junípero funda la misión de San Luis con el rito habitual muy similar al empleado por los jesuitas y allí los misioneros se lamentan de la dificultad de comunicarse con gentes que hablan idiomas distintos a cada paso. En el viaje que diecinueve años despué haría a California, el riojano José Longinos describe así los problemas que se planteaba a los religiosos esta “babel”: “Los gentiles de todos estos territorios, en doscientas leguas que hay de distancia estre estas dos dichas misiones, como la de Santo Tomás, San Vicente, Santo Domingo, El Rosario y San Fernando, en medio tienen como catorce idiomas en tan corto distrito, con la mortificación de haber de pasar por tres o cuatro intérpretes las preguntas o conversación con los qu ese van conquistando”. Longinos deja un vívido relato de estas tribus que “viven en sociedad y tienen domicilios fijos. Las casas –dice el naturalista- tiene juntas y muy construidas; son redondad, como un horno; la luz les entra por el centro de arriba; son espaciosas y bastantes cómodas”. De la vida cotidiana y de la sociedad de estos indios chumash llaman la atención al riojano los temascales (saunas), en las que “todos los días se meten hombres y mujeres dos veces y, sudando arroyos de agua, se entran luego en los pozos de agua fría que simpre tienen a mano”. Y los afeminados: “En esta nación no tiene más que una mujer cada hombre y ésta la adquiere con sólo el contrato de decir: me quieres y te quiero, y entre éstos no lo tienen por de grave delito el adulterio. Hay en esta nación una clase de hombres que se hacen amujerados, hacen todos oficios de mujer, visten como mujer y andan con ellas a leñar, a coger semillas, etc, y no pueden ser casados y entre ellos es grave delito el que alguno de éstos esté amancebado con casa o soltera”.

Entre 1772 y 1776, en que se fundan las misiones de San Juan de Capistrano y San Francisco, fray Junípero viajó a México y apoyó las exploraciones cientifícas y militares que habrían de contribuir al mejor conocimiento de los territorios de la costa septentrional del Pacífico. De su encuentro en la capital con el virrey Bucareli, el franciscano logró notables baneficios para la labor colonizadora de su orden. En 1773, el representante real ordenó que a cada misión se le dieran por cinco años seis mozos por sirvientes con cargo al real erario, a la vez qu eordenaba abrir caminos que comunicaran California con las misiones de Sonora y Sinaloa por tierra. En la expedición de la fragata Santiago, que salió del puerto de Monterrey el 11 de junio de 1774, mandada por el mallorquín Juan Pérez, amigo de fray Junípero y uno de los nombres más destacados en los descubrimientos del Pacífico Norte, embarcaron dos franciscanos, el intrépido Juan Crepi y fray Tomás de la Peña Saravia. El navío alcanzó los 55º 49′ y de regreso descubrió, el 8 de agosto, el fondeadero de Nutka, que llamó de San Lorenzo. Al año siguiente, el virrey dispuso una nueva expedición al mando de Bruno de Ezeta como capitán de la fragata, en la que tambien viajó Juan Pérez como segundo, acompañada de una goleta mandada por Juan Francisco de la Bodega y Quadra. Dos franciscanos tomaron para de la empresa, fray Miguel de la Campa y fray Benito Sierra.

En noviembre de 1775, cuando fray Junípero se disponía a fundar la misión de San Juan de Capistrano, un millar de indígenas sublevados en San Diego asaltaron la misión y el presidio y mataron a palos al padre fray Luis Jayme y a flechazos acabaron con el herrero y el carpintero de la misión. Aquella tragedia representó un duro revés para los planes de los misioneros. Casi un año les llevó a los franciscanos recomponer el clima de confianza con los sublevados. Pero en ese tiempo fray Junípero creó la misión de San Juan de Capistrano para enlazar por el camino real la de San Diego con la de San Gabriel. En julio de 1775 el teniente de navío Juan de Ayala había reconocido durante cuarenta días el interior de la bahía de San Francisco, la que describió como “estuche de puertos que podrían estar en él muchas escuadras sin saber la una de la otra” y un año después partieron de Monterrey hacia allí dos expediciones, una por tierra con dos misioneros, y otra por mar. La primera estaba bajo el mando de un teniente y a su cargo un sargento, dieciséis soldados con sus familias, siete famillias civiles y un grupo de sirvientes, vaqueros y arrieros. El 17 de septiembre se dijo la primera misa en las orillas de la bahía y el 9 de octubre se fundó la anhelada misión de San Francisco en el lugar privilegiado esperado por los religiosos para darle el nombre de su fundador. Cinco meses después se instituyo la misión de Santa Clara en los llamados llanos de San Bernardino, donde los expedicionarios que marchaban hacia San Francisco meses antes habían encontrado gran abundancia de ciervos “grandes como vacas”.

Habrían de pasar luego cinco años hasta que fray Junípero fundase la primera de las llamadas misiones del canal de Santa Bárbara, el que separa la costa de las islas de Santa Rosa, Santa Cruz y San Miguel. La primera de estas fundaciones, del 30 de marzo de 1782, fue la de San Buenaventura, cerca de la playa, junto a un poblado de chozas piramidales pobladas por indios tan hospitalarios que contribuyeron con su trabajo a levantar la iglesia y las casas de los misioneros. Cuatro años más tarde se construyó la de Santa Bárbara, la última de las fundadas por fray Junípero. El avance misionero se vio paralizado entonces al surgir discrepancias entre los misioneros y el gobernador sobre cómo debían organizarse las misiones: éste último era partidaria de que los frailes se ocuparan sólo de los asuntos espirituales y de que los indios no convivieran con los españoles en el mismo poblado, como se hacía en los establecimientos de Sonora. Las diferencias se zanjaron a favor de los frailes cuando los indios yuma, pobladores de las riberas del Colorado, se rebelaron y mataron a los habitantes de estas misiones, martirizaron a los franciscanos e incendiaron todo cuanto había en los poblados.

En 1783, fray Junípero, con setenta años cumplidos, se disponía a iniciar una visita a las misiones del sur, cuando se vio aquejado de un fuerte dolor en el pecho. Su amigo, compañero y paisano, fray Francisco palou, que escribió una detallada biografía del fraile mallorquín, lo achaca a los procedimientos que su superior empleaba en sus sermones para conmover a la audencia: “A más de la cadena que ya solía sacar a imitación de San Francisco Solano, con la que cruelmente se azotaba en el púlpito –cuenta Oalou- más de ordinario sacaba una grande piedra que solía tener prevenida en el púlpito, y al concluir el sermón con el acto de contrición, enarbolaba la imagen de Cristo crucificado con la mano izquierda, y cogía con la otra el canto o piedra, con la que se daba en el pecho todo el tiempo del acto de contrición tan crueles golpes, que muchos en el auditorio recelaban no se rompiese el pecho y se cayese muerto en el púlpito”. Fray Junípero aún lograría visitar algunas de su fundaciones antes de que le llegara la muerte, el 28 de agosto de 1784, en la misión de San Carlos de Monterrey. Al morir dejó nueve misiones abiertas en las que, de acuerdo con los cálculos de sus discípulos, se habían bautizado cinco mil ochocientos indígenas y confirmado cinco mil trescientos siete.

Las fundaciones franciscanas en California continuaron hasta 1823, cuando España ya nada podía hacer en aquella región. Hasta la muerte de fray Junípero Serra, la Corona española había colonizado en menos de un siglo un territorio tan grande como Francia, más con el afán de sus misioneros que con el arrojo de sus soldados. Ciertamente, en este periodo se produjeron algunos enfrentamientos armados producto del choque de culturas, pero la incorporación de California al Imperio no fue planeada como una operación militar, sino como una empresa religiosa llevada a cabo por el hombre de Dios. Como resultado de tanto esfuerzo y tantos sufrimientos una amplia región de América se incorporó a la nueva civilización a la que pertenece. Hacia 1790 la población californiana sumaba cincuenta y tres mil individuos, de los que dos mil eran españoles afincados definitivamente en aquellas nuevas tierras en torno a las misiones fundadas por hombres armados con una sencilla cruz.

 

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