El océano

El planeta tierra era una bola de fuego cuando comenzó a girar alrededor del sol junto con sus planetas “hermanos”, al comienzo de la luz y del tiempo. Cuando la capa se enfrió y los planetas grandes y pequeños adquirieron su forma sólida actual, la tierra fue el único de ellos dentro de nuestro sistema solar que resultó bendecido con un océano.

Tanto si creemos en los escritos antiguos como en la ciencia moderna, el océano en nuestro planeta azul es más viejo que cualquiera de los continentes o islas.

Cuando el Planeta Tierra adquirió su forma esférica, no se veía tierra alguna sino solo una gran bola cubierta de agua girando en el vacío; ardiente por dentro pero con agua por todas partes. Debido al enorme calor el Planeta Tierra era algo estéril, sin ningún elemento orgánico que pudiera dar lugar al desarrollo de especies vivientes.

El primer milagro de la creación de la sustancia, conocido actualmente como el Big Bang, fue el producir la inmensa fuerza de gravedad que sujetaba estrechamente el océano entero a aquella bola voladora, sin que una sola gota se escapara hacia el espacio. Cada gota de agua se reservaba y era necesaria para poner en marcha el primer y único móvil válido diseñado para crear la evolución de la vida en la tierra.

Con la formación de un océano global, el recién nacido planeta adquirió un corazón y comenzó a bombear agua arriba y abajo. El agua purificada se evaporaba y se elevaba desde la superficie hasta el cielo para formar las nubes, pero no tan alto como para que éstas se perdieran en el espacio. Por el contrario, las nubes formaban un paraguas exterior de humedad a una cierta distancia sobre el océano, y guardando una reserva de agua fresca para la lluvia. En su movimiento, las nubes dejaban caer el agua de nuevo por todas partes en el mismo océano que la había enviado hacia el cielo. La misma agua, eternamente de arriba abajo y de abajo a arriba. Las fuerzas invisibles tras la evaporación y la gravedad mantenían en agua en movimiento continuo, sin que una sola gota se perdiese en el universo. Este agua circulante continuaba siendo tan estéril como la capa endurecida de rocas que existía debajo.

Cuando por fin surgió la tierra desde el fondo del mar, y formó los primeros continentes e islas, la lluvia a su vez creó lagos de agua fresca y corrientes que circulaban a lo largo del paisaje, regresando al mar. Los cambios de temperatura que ocurrían con las diferentes estaciones, los hielos, el agua y los vientos causaron la erosión que hizo bajar de los montes a las partículas estériles de sales y minerales, para formar una “poción mágica” en los mares.

Ocurrió a la vez otro milagro, y es que los rayos del sol dieron fertilidad al planeta estéril. Las moléculas existentes en las sales y los minerales se unieron para formar las primeras células vivas, y pronto sucedió que los “antepasados” de todas las plantas y animales, incluyendo al hombre, comenzaron a circular de forma imparable con las corrientes oceánicas.

Los primeros genes programados para una posterior evolución fueron creados por otra fuerza invisible. Las células se multiplicaron, y nacieron ojos, aletas y colas que concedieron a las especies animales la facultad de ver y de moverse a voluntad. Una infinidad de especies evolucionó, desde las medusas y los erizos hasta los peces y las ballenas. Todo aquello que hoy día crece y se mueve en la superficie de nuestro planeta procede de aquella “poción mágica” que se mezcló con las corrientes en el océano. Todos nosotros, que podemos hablar, amar y luchar en tierra firme, tenemos unos antepasados comunes, todos ellos procedentes de las aguas marinas.

Nuestra dependencia de esos antepasados del océano todavía no ha terminado. Posiblemente Darwin tenga razón al decir que las especies evolucionadas lo hicieron porque las más fuertes sobrevivieron, pero no debemos olvidar que incluso las más débiles son necesarias para ayudar a las más fuertes a sobrevivir. Incluso el plancton unicelular que comenzó la evolución nos es tan necesario hoy como cuando milagrosamente nació a partir de sales y minerales estériles. Fué el primer plancton unicelular el que comenzó a producir oxígeno, en un momento en el que el planeta estaba rodeado exclusivamente de una mezcla de gases venenosos. Este plancton era necesitado en cantidades enormes, hasta que se produjo la cantidad de oxígeno necesaria para emerger por encima de la superficie de las aguas y, junto con las especies de plantas que tenían sus raíces en tierra, se formó la atmósfera. Solo en ese momento pudieron las especies marinas desarrollar pulmones, salir fuera del agua, y convertirse en los antecesores de todas las especies terrestres. Si el plancton de las plantas no existiese de repente, los bosques degenerarían y no serían suficientes para producir la cantidad de oxígeno que los seres humanos y los animales necesitan para sobrevivir.

Incluso siendo especies terrestres, la humanidad ha regresado al mar durante millones de años como fuente inagotable de alimentos. La Arqueología nos demuestra lo que una dieta marina supone para la supervivencia en todas las islas y las costas. Miles de años antes de que el hombre construyera la primera embarcación, éste recogía moluscos, crustáceos y peces a la orilla del mar. Desde que comenzó el arte de construir barcos, el hombre dispuso de un nuevo e importante medio en su rápida ascensión a la creación de cultura y civilización.

El hombre izó una vela antes de ensillar un caballo. Dirigió barcos con pértigas y remos por los ríos, y navegó por mar abierto, antes de viajar sobre ruedas. Las embarcaciones fueron el primer vehículo. Con ellas comenzó a tambalearse el mundo de la Edad de Piedra. Con la ayuda de velas, o simplemente dejándose arrastrar por las corrientes, los hombres primitivos pudieron colonizar las islas, o alcanzar en cuestión de semanas algunos territorios que anteriormente eran accesibles solo atravesando grandes obstáculos como tierras pantanosas, tundras, montañas desnudas, junglas impenetrables, glaciares o desiertos. Las embarcaciones fueron la herramienta más importante para el hombre en su conquista del mundo.

Toda la evidencia disponible demuestra que fue el barco de papiro el que desarrolló todas las propiedades características de las embarcaciones marítimas que posteriormente se convirtieron en el modelo del barco de madera, y no al contrario. El diseño del barco de papiro se encontraba ya desarrollado cuando la Primera Dinastía comenzó a construir pirámides a lo largo del Nilo.

Existen datos que indican que, hacia el año 3000 a.C., los primeros navegantes del Medio Oriente, pioneros en arquitectura marina, tomaron la revolucionaria decisión de sustituir los fajos compactos de papiro por un casco hueco de madera, manteniendo durante un largo periodo de transición las características de los anteriores barcos de juncos. Los navegantes que tenían acceso a la madera de cedro del Líbano, de increíble duración y fácil de trabajar (como los hititas y los fenicios) fueron los primeros en abandonar la construcción de barcos con juncos de papiro (material que les había llegado a través de su comercio exterior con Egipto). El paso siguiente fue que los propios egipcios empezaron a importar cedro de Líbano, para construir sus propios barcos de madera, para carga y recreo, en el Nilo.

A pesar de lo bien construidos que pudiesen estar, los barcos de juncos no podían competir con los de madera, en cuanto a duración. Al acercar los barcos a la playa se producía un lógico desgaste de las ataduras del fondo, de forma que la duración media de un barco de junco utilizado frecuentemente no sería superior a dos años. Indudablemente, la mayor duración y velocidad de las embarcaciones de madera contaban más a largo plazo que cualquiera las ventajas del barco de haces de los primeros tiempos. Sin embargo, estas tampoco eran despreciables; los barcos de juncos eran bastante más seguros en el mar, y ofrecían una mayor capacidad de carga.

Así pues, los barcos de vela modernos, con sus primeros ancestros mediterráneos, combinan dos pedigrees, comenzando respectivamente con un tronco de árbol vaciado y con un haz de juncos flotantes.

Antes de que los hombres se aventurasen en el océano, los primeros caminos fueron los ríos, a través de paisajes cubiertos de espesas selvas que escondían enemigos desconocidos y todos los peligros de las tierras inexploradas. Los primeros asentamientos se desarrollaron en las zonas oceánicas donde desembocaban los ríos. Es bien conocido el hecho de que las migraciones que entraron en los continentes de Asia, áfrica y América lo hicieron aprovechando las ventajas que les ofrecían los caminos de agua hacia el interior. Los distintos fundadores de civilizaciones se dejaron atraer por los ríos Indo, Eúfrates, Tigris, Nilo, Volga, Danubio y Magdalena por citar solo algunos de los más relevantes.

Los ríos se hacen notar en su recorrido por la tierra, aunque su flujo sea lento y suave. En cambio nos resulta imposible ver las corrientes oceánicas y por tanto nos resulta más fácil olvidar incluso las corrientes más importantes y poderosas, que arrastran bancos de agua y fluyen de forma invisible por el mar. El río más largo cuyo origen está en Perú no es el Amazonas, que fluye hacia el este a través de Brasil, sino la Corriente Humboldt, que fluye hacia el oeste a través del Pacífico. El río más poderoso de áfrica no es el Nilo, sino la Corriente Canario-Africana, cuyo delta está entre las islas del Caribe, y que descarga agua del mar de áfrica en el Golfo de México. Los itinerarios fijos de estos ríos marinos atraviesan los océanos y establecen caminos entre los continentes.

Los ríos invisibles que recorren los principales océanos más largos y poderosos que cualquier río en tierra se mantienen en movimiento constante a causa de la rotación de la tierra. Estos ríos marinos fluyen de este a oeste en el cinturón tropical y, tocando los continentes, vuelven, formando una amplia curva, para regresar hacia el este por latitudes más frías, lo más cercanas posible a las regiones ártica y Antártica.

Estas corrientes tropicales no se mueven solas, sino que arrastran con ellas cualquier objeto flotante mientras que, por encima del mar, los eternos vientos alisios soplan con la máxima fuerza en la misma dirección general, de este a oeste, a lo largo del año. Considerando a los ríos continentales como bandas transportadoras, estos resultan más dirigidos todavía en una sola dirección, gracias a la permanente compañía de los poderosos vientos alisios del este. En los casos en los que ni costas visibles ni decisiones premeditadas han llevado al hombre a la búsqueda de nuevas tierras, las invisibles “bandas transportadoras” marinas los han conducido en cualquier caso de una costa a la otra con o sin el conocimiento o el consentimiento de estos viajeros.

Cuando llegamos a los viajes por el océano, existen cuatro conceptos erróneos importantes que deben ser aclarados antes de iniciar cualquier conversación realista sobre las posibilidades primitivas de la navegación:

1. Un casco impermeable no es ni la única ni la mejor alternativa de seguridad en el mar. En un barco con un cuerpo que permita la entrada de agua, el material es flotante por sí mismo, no existe la amenaza que pueden producir los tornillos (taladrar), y achicar el agua no es problema, ya que cualquier rotura que se produzca simplemente dejará correr el agua, pero el barco quedará a flote como antes. El calado poco profundo y la compacta estructura del cuerpo permiten a estos barcos el viajar entre arrecifes o escollos, o por aguas poco profundas, y recalar en zonas de la costa a las que un barco con casco no podría ni acercarse.

2. Resulta equivocado creer que la seguridad en los viajes por mar aumenta invariablemente con el tamaño del barco y la altura de su cubierta por encima del nivel del mar. Para un barco, resulta una gran ventaja el ser lo suficientemente pequeño como para moverse libremente en medio y sobre el oleaje, ya que un barco que sea mucho más largo que treinta pies se verá obligado a enterrar la popa o la proa en las olas que lo rodean, o correrá el riesgo de tener que hacer de puente entre dos olas simultáneas, lo que podría romper las medianías.

3. La idea de que era más fácil y seguro para los navegantes primitivos el navegar costeando, mejor que adentrarse en el océano abierto, es un error muy común y fuera de la realidad. Tanto en circunstancias de calma como de tormenta, los mares resultan especialmente peligrosos cerca de la costa y encima de zonas poco profundas. Las olas más grandes y peligrosas se producen precisamente donde el mar de fondo se encuentra con la resaca que vuelve de las rocas, momento en el que se crea una interferencia caótica con las mareas y las corrientes inclinadas. En medio del océano no hay rocas ni arrecifes que puedan interferir con el progreso del barco o de las corrientes; el oleaje es largo y regular y el peligro de un naufragio es absolutamente mínimo.

4. La conclusión de que la distancia desde A hasta B es la misma que la que hay desde B hasta A es correcta en tierra, pero errónea en el mar. Por ejemplo, la distancia desde Perú hasta las Islas Tuamotu es de 4.000 millas; sin embargo, después de haber atravesado solamente la cuarta parte de esa distancia es decir, unas 1.000 millas sobre la superficie del océano la balsa Kon-Tiki había llegado ya al archipiélago Tuamotu desde Perú. La razón, por supuesto, es que la superficie del océano se había desplazado unas 3.000 millas en dirección a Polinesia durante los 101 días de travesía. La balsa se había beneficiado de un transporte gratuito invisible por parte de la Corriente Humboldt, que corre como un río desde Perú hasta Polinesia.

Si cualquier otro tipo de barco aborigen hubiese podido navegar con curso recto, en dirección contraria, y a la misma velocidad, éste tendría que haberse movido corriente arriba, y cruzar no menos de 7.000 millas de agua en movimiento para llegar a Perú desde el archipiélago Tuamotu. Es decir, unas siete veces la distancia de navegación y el tiempo de navegación en relación con la Kon-Tiki aunque la distancia sería exactamente la misma sobre un mapa. Además, no hay ningún barco que pueda navegar en línea recta, de forma que al intentar forzar su avance en la dirección contraria a la de la Kon-Tiki habría tenido también que ir barloventeando contra los poderosos vientos alisios, añadiendo otras dos mil millas al itinerario de siete mil en línea recta.

El océano parece no tener fin, excepto a los viajeros que navegan en balsas y a los astronautas. Pero, en realidad, sencillamente se ubica entre los continentes como un lago, con tierra en todas sus orillas y enterrada dentro. Y se agarra al planeta como la piel de una naranja que parece también interminable porque vuelve a empezar en el lugar donde termina.

Teniendo en cuenta las bacterias y otros microorganismos encontrados en las rocas más antiguas, se puede deducir que el océano tiene unos 4000 millones de años de vida. A lo largo de todas esas eras, el océano ha actuado como filtro de todo el globo. Masas incalculables de polución de carcasas, excrementos y vegetación descompuesta entraron en el único océano existente, bien desde los ríos o con el cieno o sedimentación de todas las costas. El número de monstruos prehistóricos, ballenas, peces y plancton que han muerto y se han descompuesto en el mar, habría sido suficiente como para rellenar de cieno el agua, si no hubiese sido por que estas materias se descompusieron para reciclarse en nuevas, jóvenes y pequeñas formas de vida. Las moléculas de toda la materia que entra en el mar desde la tierra y el aire se descomponen y reconstruyen, de forma que solamente al agua pura se le permite evaporarse y elevarse hasta las nubes. Así, el sistema se ha movido limpiamente y, para el beneficio de la vida en la tierra y el saneamiento de ésta, durante billones de años el mar solo ha enviado agua limpia a la tierra a través de las nubes, mientras que la fuerza de la gravedad arrastraba toda la suciedad al fondo del mar para ser asimilada y transformada. La maquinaria de relojería fue construida en movimiento perpetuo, y así hubiera trabajado para siempre, actuando el océano como filtro, si el hombre hubiese guardado sus modernas moléculas bien sujetas en sus propios laboratorios.

Pero, después de una única utilización, el hombre ya no necesita sus moléculas eternas ni desea controlar los lugares a donde estas van a parar. La mayoría de los detergentes e insecticidas son absorbidos dentro de la vida orgánica como si de papel secante se tratara. Y, una vez dentro, ya nunca pueden salir de ella. Se integran en el ciclo vital de las plantas y son comidos por los animales. Inmersos en la corriente universal del ciclo vital, terminan en el mar. Pero, mientras que las moléculas de la naturaleza sirven de alimento a los microorganismos y se transforman para formar nuevas células vivas, las que proceden de fabricación humana no se pueden transformar, no son degradables, y se quedan almacenadas en las células vivas. La mayoría de los hidrocarburos flotan y permanecen en la capa superior del océano donde vive el plancton. Y la mayor parte procede de salidas a lo largo de las costas. Y ese es el lugar donde se alimenta y vive el grueso de la vida marina.

A través del cuerpo de plancton circula una corriente constante de agua del mar. Las moléculas naturales se transforman, pero no aquellas compuestas por el hombre. Estas se quedan agarradas al cuerpo del plancton, y el plancton deambula por todas partes para actuar conjuntamente como aspiradora gigantesca del océano. Las moléculas efectivamente limpian el agua, pero son absorbidas ellas mismas por otros animales moluscos, crustáceos y peces. Así, estas moléculas producidas por el ser humano se acumulan en concentraciones cada vez mayores en su recorrido por la “cadena alimenticia” que las llevará a la cocina del hombre. Y, no importa cuanto cocinemos los productos o cuanto los mastiquemos, jamás podremos destruir las moléculas no degradables y venenosas que nosotros mismos hemos producido en nuestro desafortunado intento de mejorar nuestras vidas.

En realidad nos comemos todos los restos que arrojamos y que sobran de las botellas de plástico, y que los pescadores e intermediarios vuelven a servirnos en nuestros propios platos.

Al herir a los océanos, nos herimos nosotros mismos y herimos a nuestros descendientes. Si el plancton marino llega a morir, nosotros moriremos sofocados en una tierra seca. Un océano muerto es un planeta muerto.

Traducción: Carmen Arenas (mSGE)

Thor Heyerdal