Irán. Blanco sobre negro

Cuando se baja del avión de Iran Air, después de haber probado mil formas de colocar el pañuelo sobre la cabeza para que ni un sólo cabello quede fuera, lo único que una desea es pasar desapercibida, no vaya a ser que la ira del integrismo islámico caiga sobre tus hombros por tu condición de occidental. Cuando unas semanas después vuelves al aeropuerto de Teherán, te das cuenta de que tu actitud ha cambiado: ya no bajas la cabeza, y no ocultas ese mechón que ha escapado del pañuelo y se balancea frente a tus ojos. Y te despides de la azafata que te da la tarjeta de embarque con una mirada de frente y un gesto confiado de que esta no será la última vez que visites este país.
Irán es un país distinto al resto del Oriente Próximo. Los iraníes son persas, no árabes, de origen indoeuropeo, no semítico, y su historia y tradición les hacen diferentes. Nada más llegar, se da uno cuenta de que, como en la mayoría de los casos, los prejuicios no tienen ningún sentido. Es cierto que la disciplina islámica es férrea y que la libertad escasea en muchos aspectos, pero también es verdad que los persas son amables, abiertos y educados, y que cuentan con un tesoro de valor incalculable: una juventud dinámica, culta, dispuesta a propiciar un cambio que no suponga una ruptura total con la tradición.
Los iraniés son ante todo musulmanes chiitas, adoradores de Alá, y no parecen tener ninguna intención de convertirse en replicas de estereotipos occidentales. Sin embargo comienzan a verse cada vez más rostros maquillados tras el chador y los tacones repican por debajo de las gabardinas. Irán cuenta con una generación, entre los quince y los veinticinco años, que representa unos treinta millones de individuos que no han conocido al Sha de Persia Reza Pahlavi y no han vivido la época de Jomeini ni la dura guerra contra Irak. Pero sí saben que sus padres vivieron tiempos en los que el alcohol estaba permitido y las mujeres se maquillaban y vestían al estilo occidental. Estos jóvenes ven los canales internacionales a través de antenas parabólicas y preguntan abiertamente al visitante por su procedencia, por sus libertades, conocedores de que la vía que ha tomado su país no es la única válida para el desarrollo. Y son el futuro de Irán. Hablar con ellos es una de las mejores experiencias que se puede tener en este país, a la altura de la contemplación de sus bellas mezquitas y monumentos aqueménidas.

Inmensa Teherán. La capital de Irán extiende sus más de diez millones de habitantes a los pies de las montañas Alborz, alcanzando en algunos puntos una altitud de casi dos mil metros. Es caótica, ruidosa, contradictoria… pero uno de los mejores lugares para comprender la esencia del pueblo persa, aunque no cuente con grandes monumentos ni mezquitas deslumbrantes. Aquí están los estudiantes, las mujeres que trabajan cara al público, la imagen de modernidad de altos edificios que contrasta con la procesión de chadores negros que vuelan al ras de las anchas avenidas, más propias de una gran ciudad norteamericana que de una urbe de Oriente Próximo. Y es en esos edificios, en esas grandes avenidas, donde se pintan los murales propagandísticos del régimen: Jomeini sobre todas las cosas, desafiando al gigante norteamericano, guardián imperturbable de las normas coránicas. Los iraníes eligieron la senda de Jomeini en 1979 por propia voluntad, como alternativa a un régimen que había perdido el norte. Los casos de corrupción y derroche por parte del Sha y sus allegados eran de dominio público y no encajaban con la tradición religiosa de los chiitas. Sin embargo la situación ha cambiado y muchos no apoyan el talante que tomó el régimen jomeinista ya desde sus primeros momentos: la falta de libertad de expresión, la represión de las mujeres… Ahora es el momento de Mohamad Jatami, político reformista que llegó a la presidencia en 1997 y que ha sido ratificado por un 77% de los iraníes en las pasadas elecciones de junio de 2001.
Llegan las promesas de reforma, de apertura, que no se cumplen con la rapidez que la gente querría, sobre todo por la férrea oposición que existe por parte de los conservadores, con el ayatollah Alí Jamenei al frente. Los reformistas conservan el Gobierno, el Parlamento y los principales municipios, pero no hay que olvidar que los conservadores siguen al frente del Poder Judicial y de los Consejos Religiosos del Régimen, que tienen un poder destacado en la política iraní. Sin embargo, no pueden evitar que Irán se esté gestando un cambio que se siente en las calles, en la actitud de gente que está perdiendo el miedo y ve posible la libertad sin volver a los parámetros que se seguían en la época del Sha Reza Pahlavi. Una muestra inequívoca de las nuevas tendencias es la actitud tomada por el régimen ante los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, con una rotunda condena y un apoyo total a la ONU en un posible futuro plan de lucha contra el terrorismo, en el que estarían al lado de su eterno enemigo, los Estados Unidos.
La intuición conduce directamente al bazar de Teherán, donde se sospecha que la verdadera esencia de las ciudades de Irán se descubre en sus bazares: aquí la gente habla, sonríe, comercia y no atosiga. Aquí además se descubren madrasas, mezquitas, casas de fuerza y viejos caravanserais en sus más de diez kilómetros de pasajes, callejones y patios.

Isfahán, la más bella. Los habitantes de Isfahán del siglo XVI la llamaron “La Mitad del Mundo”, y no nos sorprende. Emana belleza, una belleza antigua que parece el reflejo de algún relato de Las Mil y Una Noches. La imagen que ofrece es la que quiso que tuviera el Sha Abbás, que reformó la ciudad en el siglo XVII, y no sólo permite el descubrimiento de bellos edificios que reflejan el esplendor safávida, sino también el placer de una conversación en alguna de las numerosas Casas de Té, acompañada de dulces y pipas de agua.
La plaza de Naqsh-e Jahan, que significa “espejo del mundo”, es uno de esos lugares que nunca se borran de la memoria. Sus quinientos metros de largo por ciento sesenta de ancho forman un espacio inmenso, rodeado de majestuosos edificios: presidiendo la plaza, la mezquita del Imán; a un lado, la bella mezquita de Sheikh Lotfollah, creada por el Sha Abbás para uso privado de la familia real. Al otro lado, el Palacio de Alí Qapu, edificado por los reyes safávidas como sede del gobierno y al que proveyeron de un impresionante balcón que se abre sobre la plaza ofreciendo impresionantes vistas. Y en el lado que queda, la puerta de entrada al bazar, donde miles de tiendas enseñan sus tesoros. Nada más entrar al bazar están las tiendas de artesanía y miniaturas, pero lo mejor es dejarse llevar al interior, donde se encuentran las tiendas donde los iraníes acuden a realizar sus compras. El bazar tiene tres kilómetros de largo y llega hasta la Mezquita Jamé, otra de las joyas de la ciudad, que se construyó sobre un antiguo templo del fuego.

Persépolis, esplendor aqueménida. A los pies de una colina, sobre una amplia llanura pedregosa, se extienden las ruinas de Persépolis como las de una vieja diosa ultrajada, testigo mudo y magnífico del Imperio Aqueménida. Fue fundada por Darío I el Grande en el siglo V a.C. como un palacio para acoger las celebraciones de la llegada del Año Nuevo Zoroastriano y para mostrar todo el poder y esplendor de su imperio. Ampliada después por Jerjes y Artajerjes, su fin llegó con la invasión de Alejandro Magno en el 331, que incendió este complejo palaciego y lo sumió en el olvido. A unos cuatro kilómetros se encuentra Naqs-e Rustam, necrópolis aqueménida donde, talladas en la roca, aparecen las tumbas de los reyes Darío I, Darío II, Jerjes I y Artajerjes I en un lugar en el que se pierde la perspectiva por sus impresionantes dimensiones. Hacia el norte, una parada en Pasargada ofrece la posibilidad de visitar la tumba de Ciro el Grande, sencillo mausoleo que se vuelve dorado con los últimos rayos del sol.

Shiraz, de poetas y de flores. Antes de la Revolución Islámica era conocida como “la ciudad del vino y de las bellas mujeres”, un vino que hoy no puede beberse y unas mujeres que esconden su belleza tras el chador. Sin embargo el apelativo de “ciudad de las flores y los poetas” también es valido, ya que aquí vivieron y murieron los célebres poetas persas Hafez y Sa1di y hay, sobre todo en primavera, un agradable aroma de flores suspendido en el aire. En ella se unen paisaje y cultura, en un ambiente en el que ser respira tranquilidad y tolerancia.
Shiraz ofrece una de las visitas más interesantes del país: el santuario de Shah-e Cheragh, lugar de peregrinación chiita por albergar la tumba de Sayyed Mir, el hermano del Imam Reza. Tras un bello portal se abre uno de los patios más grandes de todo Oriente Próximo, donde se respira espiritualidad. El santuario está dividido en dos, una parte para hombres y otra para mujeres, y la tumba, a la que nunca se le puede dar la espalda, se sitúa en medio. Una vez dentro, se comprueba como los iraníes son capaces de llevar la más absoluta devoción al terreno de la cotidianeidad. Entre mujeres que lloran agarradas a los barrotes dorados de la tumba, se puede ver a otras sentadas en el suelo, charlando de lo sucedido en el día, tejiendo, dando de comer a un bebé o haciendo preguntas al visitante en un ambiente de total tolerancia.

Yazd. Tras los pasos de Zoroastro. En medio del desierto, con un perfil color adobe que la confunde con el paisaje, se levanta esta ciudad marcada por la silueta de sus torres de ventilación y de las Torres del Silencio, situadas en unas colinas de las afueras. Aquí los zoroastrianos dejaban los cuerpos de los muertos para que fueran descarnados por los buitres, ya que no pueden enterrarlos, para no “contaminar” la tierra, ni quemarlos, ya que el fuego es sagrado.
Su edificio más representativo es la Mezquita Yomeh, enmarcada por dos altos minaretes decorados con bellos mosaicos. Pero lo más llamativo es ver como la religión zoroastriana, la primera religión monoteísta, sigue vigente, y un barrio entero de esta ciudad está habitado por los seguidores de Zaratustra, formado en torno al Templo del Fuego, que lleva sin apagarse más de mil quinientos años, presidido por el símbolo de Ahura Mazda. Es un lugar apacible, que aleja de la mente la idea de enfrentamiento entre religiones.

El chiismo y la ciudad santa de Mashad. Para entender la situación en Irán y su particular forma de afrontar la religión hay que tener en cuenta que son chiitas en su mayoría -un 90%-, a diferencia del resto del mundo islámico que adopta la interpretación sunnita del Corán. El chiísmo surgió en los inicios del Islam a partir de los problemas de sucesión e interpretación del Corán que se produjeron a la muerte de Mahoma en el año 632. Los musulmanes se dividen desde entonces en sunnitas, que son los que aceptan la Sunna o ley oral del Islam, y los chiitas, que plantearon seguir de forma estricta las enseñanzas del profeta, además de considerar que sólo pueden ser califas los descendientes de Mahoma siguiendo la rama de Alí, yerno y primo del profeta. Además son duodecimanos, es decir, que creen en los doce Imanes herederos de los conocimientos auténticos y esperan al duodécimo Imán, al-Mahdi, el guía, que se ocultó el día de la muerte de su padre, el 24 de julio de 874. Los chiitas aceptan las premisas básicas de los mulsumanes sunnitas pero incluyen algunas peculiaridades como cuatro oraciones diarias en lugar de cinco, la exhibición de imágenes de personalidades religiosas y la existencia de un clero organizaron, los mullahs.
Mashad es ciudad santa para los iraníes, y su lugar más importante es sin duda el Mausoleo del Imam Reza, octavo Imam de los chiitas, que fue martirizado en el año 817 en el pueblo de Sanabad -Mashad-. Toda la devoción de los iraníes la muestran en este templo de impresionante cúpula y capilla de oro, situado en la plaza Astan-e Qods-e, la más sagrada de Irán.

Tesoros del desierto: Kerman y la fortaleza de Bam. La ciudad de Kermán surge al borde del desierto, con espíritu de ciudad fronteriza porque, aunque queden cientos de kilómetros hasta Pakistán, lo único que resta es el desierto y algún pequeño pueblo. Es uno de los mejores lugares de Irán para contemplar la vida cotidiana de la población iraní, que se mueve entre las transacciones comerciales y la actividad agrícola, sobre todo del cultivo de pistachos. Durante el día, el bazar acapara la atención: es uno de los más antiguos del país y sus tres kilómetros esconden lugares maravillosos, como los baños Ebrahim Khan o la casa del té Ghanhveh Klaneh Sonnati.
Una carretera que parece no tener fin conduce a través de paisajes desérticos hasta la fortaleza de Bam, que surge en un oasis de cítricos y palmeras. Aquí el cielo es más azul, y parece que está preparado para enmarcar la silueta perfecta de la fortaleza, que se conserva casi intacta, gracias sobre todo a la exhaustiva labor de conservación y mantenimiento a la que es sometida. No hay que dejar de pasear por las sinuosas calles del bazar, por los antiguos barrios populares para subir al castillo, con sus perfectas caballerizas y sus vistas que parecen alcanzarlo todo.
Un horizonte esperanzador en cualquier caso, porque si una cosa queda clara tras visitar Irán, es que es un país dinámico, que crece y se regenera.. Su papel en el desarrollo de Oriente Próximo será vital, tanto por su posición estratégica, como por sus importantes recursos energéticos y su fidelidad al Islam.

Susana García