La expedición transantártica internacional

El día 27 de julio de 1989 salió del extremo de la Península Antártica, cerca de Nunataks Seal, una expedición de seis exploradores que intentarían recorrer la ruta más difícil a través del continente más remoto del planeta: la Antártida. Tras siete meses de viaje y 6.500 km. recorrido, la expedición alcanzó el otro lado del continente, convirtiéndose en el primer grupo de seres humanos que recorría haciendo trekking y acompañados de trineos de perros, la longitud de la Península Antártica en invierno, cruzando a pie la zona aislada de Inaccesibilidad.

¿Quiénes eran estos hombres? Se trataba de Will Steger (USA) y Jean Louis étienne (Francia), que se habían encontrado por casualidad en el ártico en 1986 y que compartían el sueño de realizar la primera travesía no motorizada de la Antártida; pero, por encima de su espíritu aventurero, estaba su preocupación por el medio ambiente y por la paz. Su expedición debería servir como ejemplo de cooperación internacional, atrayendo la atención mundial hacia esta tierra inexplorada y a sus misterios medioambientales.

Este objetivo iba a resultar caro, mencionándose la cifra de once millones de dólares, pero la mayor inversión sería en términos humanos, ya que se trataba de crear un equipo adecuado en el que cada miembro de la expedición aportase una contribución especial.

Will Steger, profesor de ciencias en los Estados Unidos, había sido el líder de la expedición al Polo Norte sin reavituallamiento en 1986. Jean Louis étienne, médico especializado en medicina deportiva en Francia, había realizado la primera expedición en solitario
al Polo Norte en 1986. Víctor Boyarsky era un científico ruso, veterano participante en seis proyectos árticos y Antárticos, cuyo principal papel era el de guía del equipo y supervisor de diferen-
tes observaciones meteorológicas. Qin Dahe, especialista chino en glaciaciones y meteorología que había pasado dos años en la Antártida trabajando en la estación Great Wall como director, y en la estación Casey como especialista invitado. Geoff Somers, de Gran Bretaña, navegador y experto en el manejo de los perros, que había destinado tres años a la investigación británica en la Antártida. Keizo Funatsu, japonés de 32 años, con una experiencia de cuatro años en perros de arrastre, era el miembro más joven de la expedición.

Al igual que en otras expediciones, como las de Amundsen, Scott o Peary, este esfuerzo internacional requirió una compleja planificación, empezando por la obtención de patrocinios, la preparación de la logística y de los itinerarios, conversaciones con diferentes gobiernos, etc. Se trataba de demostrar que seis hombres de diferentes nacionalidades y culturas podían trabajar juntos en un objetivo común, y en las condiciones más duras de todo el planeta.

Esperábamos que nuestra expedición atrajese la atención mundial y la cooperación sobre este “séptimo continente”. Uno de los aspectos más importantes fue también el hecho de que el Tratado Antártico, que rige en la Antártida desde 1959, se iba a revisar en 1991, dejando abiertos algunos temas tan importantes como la investigación científica, la minería, la presencia militar y las reclamaciones territoriales. El duro, pero sorprendentemente delicado entorno de la Antártida debía ser preservado como el más grande y único en estado puro.

Nuestra ruta recorrería el eje más largo del continente –1.400 kms–, partiendo desde el extremo de la península Antártica, atravesando Ellsworth y los montes Thiel, hacia el Polo Sur; a partir de ahí, cruzando la zona apropiadamente conocida como “área inaccesible” hacia el lugar más frío del planeta: la base científica soviética Vostok; y, por último, hasta la costa antártica y la base científica soviética Mirnyy.

Pocas predicciones podían hacerse sobre el clima y la nieve, a pesar de los grandes avances tecnológicos desde la época en que Roald Amundsen alcanzó el Polo en 1911. Había mucho sobre la Antártida que no conoceríamos hasta el momento en que llegásemos a algunos lugares. Además, sabíamos que la zona inaccesible de 1400 km. de anchura nunca se había cruzado a pie ni tampoco se había cruzado la península en ningún caso en invierno.

La Expedición Transantártica, compuesta por seis hombres, tres trineos y cuarenta perros, comenzó oficialmente al amanecer del día 27 de julio de 1989. La primera semana transcurrió estableciendo un ritmo de viaje para los siguientes siete meses. Will, Keizo y Geoff eran los responsables de los perros; Jean Louis quedó encargado de las comunicaciones por radio, y como médico en caso de emergencia; Dahe se ocuparía de realizar investigaciones científicas concretas cada día (recogería muestras de nieve para futuros análisis) y yo marcharía en cabeza de la expedición, como explorador.

Si queríamos completar la travesía de acuerdo con lo establecido, tendríamos que recorrer al menos 30 km al día –lo cual resultaría especialmente complicado para Dahe, que nunca había esquiado con anterioridad–. Esto resultó de especial interés para los representantes de los medios cuando hicimos nuestra presentación antes de la salida, y cuando nos preguntaron que cómo nos atrevíamos a llevar con nosotros en un viaje tan largo a un hombre que nunca había esquiado antes, Will Steger contestó que “siete meses eran tiempo suficiente como para que hasta un profesor chino aprendiese a esquiar”. Esto resultó cierto, y al final de la expedición Dahe resultó ser el mejor esquiador entre mil millones de chinos.

La comunicación era también un difícil reto; decidimos que el idioma oficial entre nosotros sería el inglés; yo me encontraba entonces en un nivel muy bajo, y esperaba que Dahe hablase todavía peor que yo, pero Dahe se colocó sorprendentemente en uno de los primeros lugares, ya que lo había aprendido muy bien en sus estancias en la base antártica de Casey. A pesar de todo, la verdad es que casi no tuvimos problemas de entendimiento, y desde el principio surgieron apelativos para cada uno de nosotros. A mí enseguida empezaron a llamarme “Magic Touch” (toque mágico) porque solía emplear toda mi fuerza para todo, desde la sopa hasta las tiendas, destrozando con frecuencia lo que tocaba.
El undécimo día, la temperatura había bajado a -16º, y el viento soplaba a una velocidad de 25 m. por segundo –nuestro primer huracán– lo que dificultaba enormemente la marcha y nos obligó a pasar dos noches dentro de las tiendas sin poder movernos.

Geoff Somers había volado a la Antártida el invierno anterior, y había colocado doce cajas de comida a lo largo de nuestra ruta hasta el Polo. La distancia media entre estos contenedores, que estaban marcados por medio de postes de 3 m. con banderas azules, era de unos 250-300 m. Cada uno de estos contenedores contenía comida suficiente como para alimentar a los hombres y los perros durante unas dos semanas. Aunque Geoff tenía ubicada la situación exacta de éstos, hubo cuatro que no conseguimos localizar, pero seguimos adelante ya que teníamos suministro en los trineos para unas cuatro semanas. Así, sólo en el caso de que no consiguiésemos localizar dos contenedores seguidos tendríamos que pedir reavituallamiento por avión.

Nuestra conexión con el mundo era a través de radio de onda corta y, aparte, teníamos un transmisor “Argos” vía satélite que podía transmitir nuestra posición diaria al satélite NOAA en la órbita polar. Recibíamos nuestras coordenadas (si la propagación de la onda de radio era correcta) en nuestra estación de radio. La baliza del satélite nos permitiría también enviar mensajes muy breves si los demás medios llegaban a fallar.

Durante los dos primeros meses de nuestro recorrido por la península tuvimos, un día sí y otro no, ventiscas con vientos de más de 35-40 m. por segundo. Instalar una tienda con un viento así resulta complicado, de modo que intentamos hacerlo entre Will, Geoff y yo. En un repentino golpe de viento, la tienda salió volando hacia el mar de Wedell. La intrépida escuadra voladora salió al rescate; Geoff consiguió subirse encima de ella y Will y yo pudimos sujetar los postes. éste fue un ejemplo definitivo de cooperación internacional.

Por aquel entonces ya habíamos establecido una rutina fija para cada día. Yo compartía la tienda con Will, Jean Louis con Keizo y Geoff con Dahe. Cada dos meses aproximadamente íbamos cambiando de compañero, lo que daba muy buen resultado para mantener un buen ánimo y mejorar nuestras relaciones de amistad.

Yo empezaba el día cada mañana con una ducha de nieve, y esto lo hacía todos los días sin tener en cuenta el frío o el viento que hiciese fuera. Salía disparado de la tienda, desnudo, llevando solamente calcetines “Gore-tex” y reloj, y después iba a cada tienda y les daba el parte meteorológico. Enseguida, mis compañeros iban saliendo del confort de sus sacos de dormir. Tras un desayuno compuesto de té y cereales, sacábamos los trineos de debajo de una capa de nieve, enganchábamos los perros y viajábamos hasta la una.

A lo largo del viaje teníamos pocas oportunidades de conversar, y disfrutábamos de la oportunidad de juntarnos para comer, aunque el viento a veces no nos permitiese hablar. En las raras ocasiones en que lucía el sol durante la comida, la Antártida parecía un lugar lleno de paz. Pero al día siguiente podía parecer todo lo contrario.

El día número 62 del viaje tuvimos el peor clima que yo había visto nunca, con nieve intensa, niebla, viento fuerte… y como resultado, los perros de Keizo se negaron a seguir. Cuatro de nosotros tuvimos que empujar el trineo para conseguir que se pusieran en marcha. ¡Y pensar que todavía nos quedaban dos tercios del viaje! Con el fin de discutir el asunto nos reunimos en la tienda de Jean Louis. Lo primero que decidimos fue desprendernos de todo el equipo extra lo antes posible, y también comentamos que un grupo de menos hombres y menos perros aligeraría la carga e incrementaría el paso, pero ninguno de nosotros estaba dispuesto a abandonar. Geoff dijo que, ya que la expedición se había planificado así, así debería continuar, consiguiendo su objetivo o no. Yo añadí que seguramente después de un descanso los perros volverían a coger su ritmo y nosotros mejoraríamos nuestro ánimo. Y así, decidimos ir adelante juntos, pasara lo que pasara.

Llegamos a Patriot Hills (campamento base de Adventure Network International), situado 80º al sur, en la primera semana de Noviembre. Desde allí al Polo Sur quedaban sólo mil kilómetros. En la Patriot coincidimos con otra expedición dirigida por el legendario alpinista Reinhold Messner, que intentaba cruzar la Antártida desde Patriot Hills hacia la costa del mar de Ross con Arved Fuks. El viaje entre Patriot Hills y el Polo era relativamente tranquilo –si no se tenían en cuenta los fuertes vientos y las bajas temperaturas–. Sólo tardamos treinta y dos días en recorrer esta distancia.

A mediodía del lunes 11 de diciembre divisamos un punto en el cielo, que resultó ser un gran avión de carga que aterrizaba en el Polo. La base quedaba todavía por debajo de nuestro horizonte, pero el avión tocó el suelo precisamente en el punto hacia donde íbamos esquiando. Nuestro tiempo era correcto. Nos acercábamos a la cúpula geodésica de la Estación norteamericana Amundsen-Scott. Desde las balizas de la base veíamos el Polo propiamente dicho –un poste alto terminado en una bola-espejo–. El personal de la Base, más de sesenta personas, nos esperaba para saludarnos a una temperatura de 25º bajo cero. Nos convertimos en la segunda expedición con perros que llegaba al Polo, setenta y ocho años y tres días después de que, por primera vez, lo hubiese conseguido Amundsen.
Levantamos nuestro campamento y disfrutamos del cálido recibimiento y de los mensajes de felicitación de nuestros amigos y familiares, recibidos por radio. Tras tres días de descanso, volvimos a emprender la marcha.

El lugar más alto de nuestro viaje, la base de Vostok, estaba a más de 1.200 kms, y tendríamos que cruzar el área de Inaccesibilidad donde nadie había viajado antes a pie. El 18 de Enero llegamos a Vostok, donde fuimos recibidos con fuegos artificiales por los cuarenta trabajadores de la base. Muchos de ellos eran conocidos míos, y concretamente el director de la Estación, Alex Sheremetyev era buen amigo. Nos habían preparado una bienvenida al estilo ruso, con champán, caviar y una buena sauna. Pasamos tres inolvidables días en Vostok, donde todos nosotros –equipo y perros– pudimos descansar verdaderamente. Vostok es el lugar más frío del planeta, y allí se ha llegado a alcanzar la increíble temperatura de 89,3 grados bajo cero en julio de 1983. En el momento de nuestra visita, la temperatura era de -48ºC.

Las temperaturas iban bajando a un ritmo de casi un grado al día. El 6 de Febrero se tomó la temperatura más baja -54º. Sin embargo seguimos adelante por la famosa carretera Vostok-Mirnyy, utilizada por los camiones rusos para suministrar avituallamiento a la base de Vostok dos veces al año.

El 1º de marzo, cuando estábamos a dos días de Mirnyy, la tormenta decidió vengarse. Como siempre en tales ocasiones, amarramos los esquís y los bastones a una distancia de varios metros entre unos y otros, entre las tiendas. Keizo, nuestro compañero más joven, se perdió entre los postes marcadores mientras buscaba sus perros en medio de la ventisca, y tuvo que enterrarse para sobrevivir. Todos nosotros le buscamos durante trece horas, hasta que dimos con él. Su actuación había sido la correcta –simplemente no moverse del lugar donde se encontraba, y no quedarse quieto para mantenerse caliente–. El momento más feliz de toda la expedición fue cuando encontramos a Keizo con vida.

La tormenta se calmó al día siguiente, y finalmente, el 3 de marzo de 1990, después de 221 días y 6.500 kilómetros de camino, llegamos al otro extremo del continente helado. Unas cien personas, entre ellas mi mujer Natasha, que había volado hasta allí para darme una sorpresa. Cuando yo volé hacia ella con mis esquís, había terminado la expedición más importante de mi vida.

Víctor Boyarsky