Exploradores y arqueólogos en el mundo maya

A principios del siglo XIX, una de las más ricas y complejas civilizaciones de la América indígena precolombina, que alcanzó su máximo esplendor y desarrollo en el Período Clásico (300-900), esperaba a ser descubierta bajo la frondosa vegetación tropical. Tras la conquista y posterior colonización de la península de Yucatán, numerosos cronistas describieron las costumbres e historia del pueblo maya. Sus obras permanecieron olvidadas y los grandes centros ceremoniales del Mayab, abandonados desde mucho tiempo antes de la llegada de los españoles, quedaron como mudos testigos de una época de esplendor. Ciudades monumentales de evocadores nombres como Copán, Chichén Itzá o Palenque fueron lentamente devoradas por la selva y un clima hostil.

En aquellos tiempos los nativos del Nuevo Mundo eran, a los ojos de la mayoría de europeos, poco más que salvajes. Ni siquiera los pueblos que habitaban Centroamérica antes de la llegada de los conquistadores merecieron la más mínima atención. Los relatos de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y otros exploradores y misioneros eran desconocidos o bien, considerados producto de su imaginación. Los escasos aventureros que se habían internado en la selva y visto con sus propios ojos las soberbias ruinas de templos y palacios se negaban admitir que fueran obra de los indígenas. Por entonces existía la creencia de que Centroamérica había sido colonizada en tiempos remotos por las “tribus perdidas de Israel” y muchos estudiosos estaban dispuestos a reconocer en la fisonomía de los indios “rasgos Copán y Palenque como glífica que había visto en evidentemente semitas”. En 1835 un coronel del ejército guatemalteco, Juan Galindo, publicaba el libro Descripción de las ruinas de Copán, incluyendo varios dibujos del lugar y las edificaciones que él había explorado. Galindo fue el primero en identificar la escritura jeroexclusiva de la cultura maya. Este trabajo no pasó desaper-A través de la selva. cibido para un joven abogado neoyorquino, John Lloyd Stephens, quien estaba convencido que en el pasado una magnifica civilización había florecido en Centroamérica y que su arte y arqueología merecían investigarse. Stephens, junto al arquitecto y dibujante inglés Frederick Catherwood iban a recorrer entre 1839 y 1841 toda la Península de Yucatán.

DIOSES, SELVA Y RUINAS

John Lloyd Stephens, nacido en 1805 en Shrewsbury, New Jersey, era un joven polifacético, brillante abogado, diplomático e incansable viajero. Tras recorrer buena parte de Oriente Medio y sus ciudades legendarias como Petra, navegar el Nilo y explorar las principales pirámides y monumentos de Egipto, publicó varios libros de éxito sobre sus experiencias. Pero tras su inicial pasión oriental, Stephens iba a dedicar los siguientes años de su vida al descubrimiento de cultura y la civilización maya y a escribir importantes obras sobre sus expediciones, Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan (1841) eIncidents of Travel in Yucatan (1843). Su compañero de fatigas, Frederick Catherwood era arquitecto, dibujante, ingeniero y arqueólogo, había nacido en Londres el 27 de enero de 1799. Era un hombre políglota y magnifico ilustrador que en su juventud también había recorrido el antiguo Egipto dibujando sus colosales edificaciones.

Los dos aventureros se conocieron en 1836 en Londres. Para entonces Stephens ya había estudiado el material existente en la época sobre las antiguas civilizaciones americanas, incluidos los relatos de Antonio del Río sobre las excavaciones de Palenque en 1787 auspiciadas por Carlos lll. No fue difícil convencer al inquieto Catherwood para viajar al corazón de la selva yucateca y comprobar in situ si la existencia de monumentales ciudades mayas era cierta. Se le pagaría 1.500 dólares a cambio de su trabajo como arquitecto, delineante, topógrafo y dibujante. Además John Lloyd Stephens fue nombrado embajador de los Estados Unidos ante el Gobierno de América Central, una magnifica posición que le garantizaba inmunidad diplomática ante un viaje lleno de incógnitas. El 3 de octubre ambos personajes embarcaban en el bergantín Mary Ann rumbo a Belice, en la entonces Honduras Británica ignorando el gran descubrimiento que les aguardaba en el corazón de la selva. Serian los primeros occidentales en contemplar las maravillas de la civilización maya. Entre el equipaje de Catherwood destacaba un equipo completo de topografía, papel para dibujar, lápices, plumas, tinta de sepia, cámara lúcida y un par de pistolas. El norteamericano llevaba dos revólveres, un machete, un mosquitero, una colección de credenciales oficiales y gran cantidad de puros. Un mes más tarde desembarcaban en Belice.

En aquel primer viaje ninguno de los dos sabia con lo que iban a encontrarse, los nombres de Copán, Palenque o Uxmal estaban envueltos en un halo de misterio. Estas ciudades no estaban marcadas en los mapas y sin embargo los relatos hablaban de ellas como grandes y poderosos centros políticos y religiosos, dotados de una arquitectura monumental. “Stephens y Catherwood avanzaban entre un paisaje como jamás lo hubieran podido imaginar: la selva verde y enmarañada, que crispaba los nervios e irritaba los sentidos. Del suelo ascendía el vaho del lodo y de maleza corrompida… Por la noche, cuando despertaba la jungla, vociferaban los monos, chillaban los loros, se oían rugidos sordos, apagados de pronto, como los que profiere una bestia agredida cuando muere violentamente. Los dos aventureros, a lomos de mulas, iban cubiertos de arañazos y ensangrentados, sucios de fango y con los ojos inflamados, preguntándose en aquel país que parecía virgen desde los comienzos del mundo: ¿era posible que existieran edificios de piedra y tan grandes como se decía?…” Así nos describe
C.W. Ceram en su famoso libro Dioses, tumbas y sabios (1957) las peripecias de los exploradores rumbo a Copán, el extenso sitio arqueológico ubicado en la actual Honduras. Tras varios días de camino por sendas impracticables, agobiados por el calor, la humedad y los insectos, llegaron por fin a la pequeña aldea de Santa Rosa de Copán, “media docena de miserables chozas”, como la describió Stephens.

Cuando al día siguiente subieron los escalones en ruinas de las imponentes pirámides de la ciudad maya de Copán cubiertas por lianas y maleza, creyeron que se trataba de un espejismo. A sus pies se extendían amplias terrazas, espléndidos templos y palacios que fueron misteriosamente abandonados siglos atrás. Abriéndose paso a machetazos, dieron con la primera estela, una piedra de casi cuatro metros de altura profusamente esculpida como jamás habían visto. Era la hoy conocida como estela H. erigida en el 731 d. C, la única del centro monumental que representa al decimotercer rey de Copán, conocido como 18 Conejo. Tras este inesperado hallazgo descubrieron más monumentos, nuevas murallas, más escaleras y terrazas. Copán no era más que el aperitivo de una larga serie de asombrosos hallazgos en las profundidades de la selva. Invadidos por la emoción de su descubrimiento, examinaron las inscripciones de las estelas en un lenguaje incomprensible para ellos, vieron los ricos estucos y relieves creados con sorprendente destreza y con sus lámparas de aceite se adentraron en oscuras habitaciones y pasadizos. Todo estaba envuelto en gruesas lianas y plantas trepadoras. Ese día de 1839 a ellos les cambiaría la vida y también la historia de las civilizaciones en Centroamérica tendría que ser rescrita. “ América, dicen los historiadores, estaba poblada por salvajes, pero ningún salvaje erigió estas estructuras, ningún salvaje talló estas piedras. Arquitectura, escultura y pintura, todas las artes que embellecen la vida han florecido en esta espesa selva…”, escribiría Stephens en su diario.

Frederick Catherwood se lanzó enseguida a la difícil tarea de dibujar aquel universo fascinante que acababan de descubrir. Pero ambos ignoraban que aquel terreno donde se encontraban las magnificas ruinas en realidad tenía un dueño. Al día siguiente se presentó en su campamento don José María Acevedo, un respetado yucateco que decía ser el propietario de Copán. Tras mostrar a los viajeros los documentos que así lo acreditaban, Stephens decidió valerse de su cargo de diplomático y comprarle la ciudad. Tras vestirse con sus mejores galas, un uniforme azul profusamente adornado con botones dorados, adquirió si problemas las ruinas de Copán al módico precio de 50 dólares. Ahora los exploradores ya podían trabajar tranquilos y sin interrupciones. El 17 de noviembre de 1839 dieron comienzo las primeras investigaciones arqueológicas del área maya con fines científicos. A pesar de las dificultades a las que se tenía que enfrentar Catherwood, los resultados fueron magníficos. Sus dibujos abigarrados, precisos, llenos de matices y colorido, eran auténticos cuadros revestidos de una aureola de romanticismo. Las ruinas mayas aparecen envueltas en un halo de magia, subrayando su exótica hermosura y la espléndida vegetación tropical que las rodea. También recreó escenas de costumbres indígenas argumentadas en las leyendas de los cenotes o pozos sagrados. Los dibujos de Catherwood –documentos arqueológicos de inestimable valor– serían transcritos fielmente a las planchas por los mejores litógrafos del momento, agrupándose en un libro magnifico y original Views of ancient monuments in Central America, Chiapas and Yucatan, publicado en 1844.

Durante trece días permanecieron en Copán, tomando medidas, dibujando, y limpiando las construcciones con ayuda de peones nativos. El siguiente destino eran las ruinas de Palenque situadas al norte del estado de Chiapas en el actual México. El día 7 de abril de 1840, los dos viajeros llegaron al valle del río Usumacinta donde se levantaba Palenque, uno de los sitios arqueológicos más conocidos de la región pero que aún no había sido explorado en su totalidad. Ya en 1746 el padre Solís, un cura español enviado por su obispo a un centro rural llamado Santo Domingo de Palenque, se había encontrado con sus edificios de piedra ocultos por la vegetación. Desde el momento en que se difundió el hallazgo, llegaron hasta aquí un buen numero de viajeros, aventureros y autoridades políticas.

En 1786 el rey Carlos lll de España envió al mercenario Antonio del Río a realizar un reconocimiento de las misteriosas ruinas. Esta expedición dedicada a la investigación arqueológica fue la primera que se realizaba en toda la América precolombina. Más tarde, el sucesor al trono español, Carlos IV, envió una misión a Palenque dirigida por el coronel Dupaix y el mexicano Luciano Castañeda. Fueron los testimonios de estos dos exploradores los que cautivaron la imaginación de Stephens y le animaron a realizar este viaje.

Stephens y Catherwood atravesaron el lago Atitlán y llegaron a la aldea de Santa Cruz del Quiché. Finalmente, tras un mes de penoso viaje a lomos de mula, estaban en Comitán la ciudad fronteriza del estado de Chiapas. Cuando en los días siguientes consiguieron reponer fuerzas y reclutar peones nativos instalaron su campamento en Palenque, en una estructura que bautizaron como El Palacio. El lugar les pareció una obra maestra de los arquitectos mayas, el sobrio estilo arquitectónico de su edificios combinaba a la perfección con el exuberante entorno vegetal en que se encontraba. Poco a poco Catherwood fue dibujando sus principales edificios, la planta del Palacio, el Templo de las Inscripciones donde se encontraba la tumba de Pacal descubierta en 1952, el Templo de la Cruz y el Templo del Sol. Los monumentos eran ricos en inscripciones que más tarde cuando pudieron ser descifrados revelaron muchos secretos de su pasado y sus protagonistas. El lugar había sido ocupado en el año II d. C pero su apogeo cultural y arquitectónico fue alcanzado durante el periodo del 615 al 800 d.C.

Fascinado por la belleza de las ruinas John Lloyd Stephens pensó seriamente en comprar Palenque, pero en México las cosas no funcionaban como en Honduras. Si un extranjero deseaba adquirir un terreno debía contraer previamente matrimonio con una mexicana. El joven norteamericano se lo pensó unos días y pero finalmente desistió de la idea para conservar su soltería.
Después de vivir casi veinte días en condiciones insoportables, acosados por los mosquitos, sin poder dormir a causa del bullicio de los monos, agobiados por el bochorno y con una mala alimentación, sucumbieron cuando llego la temporada de lluvias. El 4 de junio dejaron Palenque para siempre y se dirigieron hacia Mérida, al ciudad más grande del Yucatán. Se encontraban explorando la antigua ciudad de Uxmal, cuando Frederick Catherwood cayó enfermo. El paludismo y el intenso trabajo habían minado seriamente su salud. El 24 de junio de 1840 ambos exploradores decidieron de mutuo acuerdo regresar a Nueva York y dar a conocer sus importantes descubrimientos.

Ya en casa de nuevo y recuperada la salud, Catherwood comenzó a preparar las ilustraciones para el nuevo libro de su compañero. Un año después, en 1841, Stephens publicaría su famoso Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan, donde se narraba las peripecias del primer viaje y las descripciones de las primeras ciudades mayas exploradas. El libro tuvo un gran éxito, era un apasionante relato de aventuras, pero sobre todo las espléndidas ilustraciones de Catherwood causaron un gran impacto entre el público. En apenas seis meses el libro tuvo que reimprimirse once ocasiones. Se había convertido en el mayor éxito del mercado editorial estadounidense.

DESCUBRIENDO YUCATáN

Quedaba mucho por descubrir y la buena situación económica unido a la fama de la que ahora gozaban les animó a realizar un nuevo viaje de exploración. El publico estaba deseoso de nuevas aventura, los editores querían un nuevo libro y Stephens soñaba con desvelar todos los secretos de Yucatán. Así las cosas los preparativos se precipitaron, en esta ocasión les acompañaría un joven cirujano de Boston, el doctor Samuel Cabot, aficionado a la ornitología. Este prestigioso naturalista sería el encargado de realizar una serie de estudios sobre la fauna de Yucatán. Los tres viajeros embarcaron el 9 de octubre de 1841 a bordo del Tenesse, esta vez con destino a Sisal y la ciudad yucateca de Mérida. En su equipaje llevaban un aparato de daguerrotipos, precursor de la cámara fotográfica, que iba a revolucionar sus investigaciones de campo. En los primeros días de su estancia en tierras yucatecas, los tres viajeros comenzaron su trabajo donde lo habían dejado, en las ruinas de Uxmal. Ahora podían disfrutar de sus elegantes edificios que al igual que todos los grandes centros de la región maya central, alrededor del año 800, en su pleno apogeo, comenzó su decadencia por razones que hasta hoy se desconocen. Todas las ciudades fueron abandonadas y no hubo noticias de ellas hasta el siglo XVIII, cuando los primeros exploradores las hallaron ocultas en las profundidades de la selva.

En el norte de Yucatán la situación fue distinta a la de Uxmal porque entre los años 800 y 900 d.C muchos pequeños centros que hasta entonces habían tenido un papel marginal experimentaron una gran expansión arquitectónica y artística. Fue durante este periodo cuando las ciudades en las que ahora se adentraban, Uxmal, Sayil, Labná y Kabah, alcanzaron su mayor esplendor. Todas ellas compartían además un mismo estilo arquitectónico que hoy se conoce como Puuc, por la región donde se encuentran enclavadas. Stephens y Catherwood iban a contemplar emocionados por primera vez los finos mosaicos de piedra cortada sobrepuestos sobre las fachadas de los edificios, las bóvedas en saledizo, las columnas redondas y la abundancia de mascaras ornamentales del dios Chac. Durante seis agotadoras semanas trabajaron incansablemente en Uxmal, acampando junto a uno de sus edificios más impresionantes, el Palacio del Gobernador construido sobre una enorme plataforma. El conocido como Cuadrángulo de las Monjas también les impresionó, les recordaba por su distribución a un convento y cuando pudieron limpiar la maleza que lo tapizaba enteramente admiraron su fachada profusamente labrada en la piedra y sus esculturas de guerreros y dioses.

A primeros de enero de 1842 los tres viajeros estaban listos para partir. En las alforjas de sus mulas cargaron los valiosos dibujos, mapas, y un buen número de piezas originales y copias en yeso de las esculturas y los ornamentos más representativos que habían encontrado. Partieron rumbo a Kabah donde se sintieron premiados por su arduo esfuerzo al contemplar el edificio hoy llamado el Palacio de las Mascaras, cuya fachada esta toda decorada con enormes mascaras de Chac, el dios narigudo. De Kabah la expedición partió rumbo al sureste, y a principios de febrero llegaron a las ruinas de Sayil. Allí encontraron uno de los más extraordinarios monumentos mayas, el conocido como Palacio que Catherwood a pesar de encontrarse exhausto se afanó a dibujar. De allí prosiguieron a Sabacché, y siempre la misma rutina y sorpresa. La humedad y el tórrido calor, dificultaban cada vez más su trabajo. Las ruinas estaban invadidas, como todas, por lianas, raíces de ceibas gigantes, plantas de originales formas y colores y mucha maleza. En estos pueblos que ahora recorrían en su regreso, donde los nativos no habían visto nunca hombre blanco, éstos se acercaban temerosos a ellos mientras trabajaban. Había circulado el rumor entre las aldeas que tres extranjeros buscaban ciudades muertas y que llevaban consigo aparatos mágicos. Aun así nunca tuvieron problemas con los indígenas mayas que habi-taban en sus humildes chozas de adobe y paja ajenos al esplendor que alcanzaron sus antepasados. Labná, Xampón, Kiuik, Chunhuhu, Sacbey… en el mes siguiente la expedición visitaría más de doce asentamientos, la mayoría aún inexplorados.

A estas alturas del viaje Frederick estaba muy débil y su salud empeoraba día a día. Deshidratado por la fiebre y la disentería, ya no toleraba ni la luz directa del sol y se vio obligado a trabajar bajo una improvisada sombrilla. En un estado lamentable llegaron a Chichén Itzá, era el 3 de marzo de 1842 y frente a ellos se alzaba la pirámide más alta de la ciudad. El enorme cenote o pozo sagrado atrajo enseguida su atención, allí según las leyendas eran sacrificadas las víctimas –jóvenes vírgenes– en honor a Chac, dios de la lluvia y la fertilidad. Los tres exploradores pasaron aquí sus días más tranquilos reponiéndose del paludismo y atendidos por las gentes de una hacienda cercana. Como siempre se dedicaron a medir las ruinas, dibujar los monumentos más hermosos y reproducir los bajorrelieves que decoraban algunos los edificios principales.

El 29 de marzo la expedición salió de Chichén Itzá rumbo al mar, visitaron las islas de Contoy, Mujeres y Cozumel y luego se dirigieron hacia Tulum, en la costa este de la Península de Yucatán. La hermosa Tulum, asentada en lo alto de un acantilado, fue una de las ultimas fortalezas mayas. Este puerto y centro de comercio fue construido alrededor del año 1200 pero alcanzó su máximo apogeo dos siglos después, a la caída de Mayapán. La ciudad aun estaba habitaba cuando en 1518 desembarcaron los españoles comandados por Juan de Grijalva.

Tras dos años en Yucatán, el 17 de junio de 1842, los viajeros volvían a Nueva York. Fueron recibidos triunfalmente y la gente hacía largas colas para admirar las esculturas, los paneles y bajorrelieves descubiertos en las ciudades mayas. Por primera vez el público podía ver aquel arte único, original, y encontrarse frente a los rostros de los gobernantes mayas. Pero el triunfo duró poco, en la tarde del 31 de julio un incendio acabó con todo. Los dibujos, los mapas de las ciudades, los daguerrotipos y todos lo objetos valiosos que habían traído desde Yucatán se perdieron entre las llamas. Fue un golpe muy duro para los exploradores que a partir de ese instante se entregaron a distintas actividades para olvidar su terrible dolor. Stephens escribió un libro sobre su segunda expedición, por fortuna sus notas y bocetos se salvaron de la quema ya que lo tenía a buen recaudo en su casa. Incidents of travel in Yucatan publicado en dos tomos, ilustrado con 120 litografías apareció en Nueva York en marzo de 1843. Nuevamente el libro fue un éxito y se tradujo a varios idiomas.

Pero los dos pioneros de la arquitectura maya no conocieron la fama y la gloria al final de sus días. Stephens participó en la fundación de la Compañía del Ferrocarril de Panamá, y hasta allí se trasladó a vivir para impulsar esta obra titánica. Se encontraba aún muy débil debido a los continuos ataques de paludismo y el clima insalubre de la ciudad. Un día los trabajadores lo encontraron inconsciente al pie de una gigantesca ceiba, bautizada durante muchos años como el árbol de Stephens. Sin embargo el abogado neoyorquino y soñador no moriría en tierras panameñas. Fue trasladado a Nueva York en estado muy crítico y fallecería el 13 de octubre de 1852 en el mayor de los olvidos. Su compañero de fatigas, Frederick Catherwood, moriría de forma trágica ahogado en las proximidades de Terranova cuando el barco en el que viajaba chocó con un vapor francés. Al igual que Stephens, el olvido cayó sobre su figura y magnífica obra.

Más de dos siglos después de que estos intrépidos exploradores recorrieran el mundo maya a lomos de mula, las ruinas de su civilización siguen cautivando a los visitantes. Los sitios arqueológicos, rodeados de árboles centenarios, cenotes de aguas cristalinas, lagunas y una exuberante naturaleza no han perdido un ápice su magia de antaño. Aún hoy contemplar en medio de la selva tropical, los antiguos palacios, observatorios, juegos de pelota, altares, estelas suntuosas y fantásticas esculturas de animales resulta una experiencia inolvidable.


Cristina Morató