Texto: Oliva Rodríguez

Boletín 23 – Sociedad Geográfica Española

Viajeros de la antigüedad

Sin caer en el determinismo geográfico, se puede afirmar que en la geografía y los agentes naturales pueden buscarse muchas de las razones que hicieron evolucionar a los pueblos del mundo antiguo de una forma y no de otra. Así, lejos de intentar manipular el medio, como hizo posteriormente hizo el mundo romano, los pueblos de la Grecia antigua, incomunicados en muchos casos por tierra, se caracterizaron por una acusada atomización, cuyo ejemplo más conocido son, sin duda, las ciudades-estado (poleis) de la etapa clásica. Del mismo modo, las abruptas y accidentadas tierras del interior, aún hoy en día casi inexpugnables en algunos casos, favorecieron su apertura al mar y su profunda identificación con él. Esto les llevó a cuajar el Mediterráneo de colonias costeras, que eran hitos comerciales pero también bases para la explotación agrícola de los nuevos territorios.

En un principio, hacerse a la mar fue todo un reto; pocos de los que se aventuraron regresaron para contarlo y, a los que lo hicieron, apenas los creyeron, como se adivina del escepticismo de algunos de los autores que dieron cuenta escrita de estos primeros viajes. No obstante, la experiencia –propia y ajena, fundamentalmente de los intrépidos fenicios– hizo que, ya avanzado el siglo VII a.C., el Mediterráneo fuera un mar bien conocido por los navegantes griegos. A pesar de ello y, como en tantas esferas de la vida cotidiana de las sociedades del mundo antiguo –y no tan antiguo–, lo incierto del destino y lo imprevisible de las condiciones de navegación hizo que las expediciones tuvieran una elevada carga religiosa y de superstición.

El viaje, en muchas ocasiones sugerido incluso por un oráculo, se ponía en manos de los dioses y no faltaban los indicios que, durante la travesía, fueran leídos como señales de buen o mal augurio para la consecución de la empresa. Recordemos, por ejemplo, al bíblico Jonás, célebre por haber sido engullido por una ballena: allí pasó tres días y tres noches tras ser arrojado al mar por sus compañeros de viaje, quienes veían en él el origen de la tempestad que amenazaba con provocar el naufragio de la nave. Así también, la superstición hacía que, a bordo, rigieran toda una serie de normas, como las que prohibían cortarse las uñas o el pelo, o mantener relaciones sexuales. Además de los rituales propiciatorios que tenían lugar antes de zarpar, no faltaban ulteriores sacrificios en los diferentes santuarios que se encontraban en ruta1, así como en honor de las divinidades tutelares de las ciudades en las que se atracaba, más aún, si se temía peligro o amenaza. Y, por supuesto, una vez llegada a su destino, se celebraba con nuevas festividades el éxito de toda expedición.

Primeras navegaciones. Barcos egipcios. Tumba de Menna

NAVEGANDO POR EL MEDITERRÁNEO

Tal y como se observa en los mapas realizados a partir de la información de la época, como pueda ser el del mundo conocido de Heródoto, historiador y viajero que vivió en torno al 450 a.C., el Mediterráneo, –luego Mare internum de los romanos–, era tenido por un espacio marítimo bastante favorable para la navegación. Es más: salvo en un sector de la cuenca oriental, desde cualquier punto era posible avistar tierra firme o insular. No obstante, las distancias a salvar por los griegos en el Mediterráneo eran relativamente largas, más aún considerando que debían mantenerse próximos a la costa, debido a las obligadas servidumbres de navegación. Era preciso detener las naves al llegar la noche, por lo que no se adentraban en alta mar a no ser que contaran con garantías de llegar a tierra antes de la puesta del sol.

Las iniciativas griegas de navegación en la antigüedad pudieron tener diferentes objetivos que es preciso distinguir, si bien en la práctica, en buena parte de las ocasiones, unos y otros se entremezclaban con límites más difusos. Por un lado, partieron misiones de exploración en busca de materias primas deficitarias o, aún más arriesgadas, en un intento de hallar nuevas vías de acceso, más favorables y rápidas, a determinados territorios, como puede ser el caso de las circunnavegaciones del continente africano. Vinculado con lo anterior, aunque ya teniendo como destino territorios mejor conocidos, se establecieron rutas comerciales, por medio de las que dar salida a los excedentes y hacerse con otros productos de los que se carecía. Pero, sin duda, las primeras empresas marítimas helenas de cierto alcance y entidad deben ser enmarcadas en el contexto del fenómeno colonial –la griega apoikia– que implicó la emigración y el establecimiento de comunidades de forma definitiva en lugares diferentes a aquéllos de origen.

LOS EXPLORADORES

Ya en la Edad de Bronce, en tiempos micénicos, parecen haberse llevado a cabo ciertas iniciativas exploratorias y comerciales, propiciadas, financiadas y reguladas por el estricto control estatal de los palacios. Así parecen sugerirlo algunos hallazgos cerámicos en el Mediterráneo central o, incluso, aunque de mucho más controvertida interpretación, en tierras tan alejadas como la Península ibérica2. Con la caída del sistema palacial se desmorona también su entramado político y económico asociado, que pasa así a ser fragmentario y mucho menos potente, con consecuencias también sobre las condiciones de navegación.

De la fase posterior, la denominada por la historiografía edad oscura o siglos oscuros (1200-800 a.C. aprox.), poseemos datos de excepción en las narraciones de Homero –no entraremos aquí en el carácter histórico de este autor– y Hesíodo. En este momento el mundo conocido se limita a la Grecia continental, el occidente de Asia Menor, Chipre, las costas fenicias, Egipto y Libia. Según la tradición, los supervivientes de la guerra de Troya, tras el fin de la contienda, habrían vagado por el Mediterráneo de regreso a sus hogares, cuando no en búsqueda de nuevos territorios propicios en los que asentarse, como hiciera el célebre Eneas. El propio Ulises fue también protagonista de uno de estos viajes conocidos como nostoi, que lo llevó hasta las costas hispanas.

Estas navegaciones de exploración de tiempos homéricos parecen haberse podido realizar a bordo de las célebres pentecónteras, naves de cincuenta remeros que no solamente aparecen citadas en los poe mas épicos, sino que también pueden ser reconoci das en las representaciones sobre algunos de los vasos de estilo geométrico coetáneos a los hechos que narran. En una pentecóntera habría realizado asimismo su viaje, en torno al 630 a.C., el samio Kolaios, que regresó de su periplo a Occidente cargado de plata tartésica para el santuario de su ciudad. Como tantos otros, llegó por error hasta la Península arrastrado por las corrientes, por lo que su viaje no puede ser considerado una exploración en sentido estricto. De hecho, muchos fueron probablemente viajes sin retorno que, por tanto, carecieron de trascendencia para sus contemporáneos y los conocimientos geográficos de la época.

Biblia Kennicott, manuscrito miniado sefardí. Leyenda de Jonás.

El camino mejor conocido por los griegos en sus expediciones por el Mediterráneo era el septentrional, que les conducía hasta la Magna Grecia, plagada de colonias y, por tanto, un territorio ya experimentado y favorable. Desde allí era fácil alcanzar el sur de la Galia y la costa levantina hispana. De vuelta, podía seguirse la ruta de las islas o la tirrena por el Estrecho de Mesina. Sin embargo, hubo también empresas más arriesgadas: contamos con toda una serie de narraciones sobre aventuras y exploraciones que, aunque muy probablemente inventadas, no dejan de ser un seguro testimonio de estos tentativos que, ya desde momentos antiguos, fueron realizados por algunos navegantes helenos. No obstante, es preciso tener en cuenta que, en buena medida, habrían aprovechado los amplios conocimientos geográficos y de navegación de sus aventajados vecinos fenicios. éstos, en su búsqueda de materias primas, fundamentalmente metales, protagonizaron expediciones casi inverosímiles para la época como la que los llevó a circunnavegar el continente africano, siguiendo las órdenes del faraón egipcio Necao (610-595 a.C.) o a ascender por aguas atlánticas siguiendo la célebre ruta de las islas Casitérides en busca de estaño.

Por estas latitudes, sin duda, la más célebre de todas las empresas fue la de Piteas, quien se aventuró por ellas en algún momento de la segunda mitad del siglo IV a.C. quizá, como mantienen algunos, por encargo del propio Alejandro. A pesar de ser oriundo de Massalia (Marsella), la expedición partió del puerto de Gadir (Cádiz); de allí ascendió en paralelo a las costas atlánticas de la Península ibérica y Francia para cruzar posteriormente a las británicas y recorrer su costa occidental hasta el confín norte de las islas. Alcanzó un territorio al que llamó Tule, sin que se pueda precisarse su identificación con las islas Shetland, la costa meridional de Escandinavia o, menos probablemente, Islandia o Groenlandia. A continuación las corrientes lo llevaron hasta las costas escandinavas propiamente dichas penetrando por el Báltico hasta llegar a algún punto en el entorno de la desembocadura del Vístula desde donde procedió al viaje de regreso.

Mapa mostrando los viajes de Nearco y las campañas de Alejandro hasta poco después de conseguir el imperio persa – de Historia del mundo antiguo, George Willis Botsf

Barco de guerra en una vasija griega.

Un trirreme griego.

Mapamundi de Cosmas Indicopleustes el mercader y después monje Cosmas Indicopleustes, que exploró Ceilán (Sri Lanka) y Etiopía en el siglo VI.

A su vez, un mundo tan desconocido y, por ello, tan misterioso y atrayente, no es de extrañar que generara todo tipo de relatos que pasaran a engrosar la épica y la tradición oral –luego escrita– de los griegos. Así, por ejemplo, a las narraciones homéricas, más conocidas, cabe sumar otras como la transmitida en verso por Aristeas de Proconeso, quien, en el siglo V, llevó a cabo un viaje hasta tierras de Asia Central. Ya antes, en torno al 518 a.C., Esquilas de Carianda habría tardado treinta meses en circunnavegar la Península arábiga en el curso de una expedición comisionada por el rey persa Darío. Otro intrépido, en este caso el masaliota Eutímenes, en un momento indeterminado del siglo VI a.C., se aventuró por tierras del occidente africano, contando en su relato su llegada a un río infestado de cocodrilos, quizá el Senegal, en la actual Mauritania. Mucho después, ya en tiempos romanos, otro griego, Diógenes, desviado en su ruta hacia la India, se adentró en el corazón de áfrica llegando a las míticas fuentes del Nilo, tan buscadas en la antigüedad, los lagos Alberto y Victoria. Al margen de que estos relatos de viajes y exploraciones transmitidos por las fuentes fueran realidad o no, nos transmiten en una muy particular sensibilidad en el acercamiento del hombre a su entorno y en la percepción de lo desconocido. Son episodios en los que se entrelazan de forma magistral datos objetivos con otros imaginarios; todos ellos resultan de gran valor para el historiador en su acercamiento a las premisas culturales de las sociedades que los crearon.

LOS EMIGRADOS

A diferencia de las expediciones analizadas más arriba y las iniciativas comerciales que se verán más adelante, la colonización griega fue una verdadera diáspora, institucionalizada y organizada desde las ciudades de origen. Muchas comunidades griegas vieron la necesidad de emigrar a otras tierras del Mediterráneo como resultado de las transformaciones sociales que se estaban produciendo en la Grecia del siglo VIII a.C.: a un acusado crecimiento de la población se unirá el afianzamiento de la aristocracia en torno a los centros urbanos, produciendo una mayor presión sobre los pequeños propietarios que apenas podrán mantenerse con lo que obtienen del cultivo de sus reducidas tierras. La emigración como solución a estas presiones –un aspecto tan actual en nuestros días– se dio desde momentos tempranos, quizá ya desde comienzos del siglo VIII a.C. Así parecen demostrarlo los asentamientos más o menos estables, fundamentalmente de gentes procedentes de la isla de Eubea, en las costas si rio-palestinas. También ya entonces en la isla de Pithecusa (Isquia) parece haber existido una población permanente, quizá acompañada de asentamientos menores, probablemente en núcleos indígenas, en diferentes puntos del sur de Italia y Sicilia.

Pero, sin duda, la colonización propiamente dicha, entendida ésta como un intento de reproducir las formas de vida y los esquemas de las ‘’poleis’ griegas de origen en otros territorios, con una voluntad y una finalidad política expresas, comenzará en torno al 750 a.C., con la fundación de Cumas, en el entorno del actual golfo de Nápoles. No obstante, no todas las emigraciones implicaban colonización; de esta forma, en diferentes puntos del Mediterráneo se produjeron asentamientos más o menos estables, si bien con meros intereses comerciales, por lo que no se constituyeron como verdaderas ciudades de modelo griego.

La empresa colonial precisaba de una organización previa desde la propia ciudad de origen, la metrópolis. ésta se encargaba no solamente de designar al oikistes, individuo al frente de la operación –generalmente cercano a los círculos de poder metropolitanos– y al resto de miembros de la expedición, sino también de facilitar los medios económicos para su prosecución, así como de otorgarle la sanción político-religiosa necesaria. Todo parece indicar, tal y como se advierte de algunos curiosos episodios a los que aludiremos a continuación, que estas generosas facilidades por parte de la metrópolis no tenían otro interés que librarse cuanto antes de la población causante del desequilibrio político-social, de la que, una vez que había partido, casi podría decirse que se desentendía. De hecho, entre los motivos más frecuentes que llevaron a establecer ciudades fuera de la patria de origen se encontraban el hambre y los conflictos políticos internos. Así, consta en repetidas ocasiones que miembros de expediciones coloniales infructuosas, en la pretensión de regresar a su patria, fueron rechazados apedradas por sus antiguos conciudadanos4. Frente a ello, podían no obstante mantenerse estrechos lazos entre la metrópolis y las nuevas colonias: lo demuestra el hecho de que, con motivo de la ulterior fundación de una colonia por otra, es decir, lo que podríamos llamar “colonias de segunda generación”, también la antigua metrópolis de origen incluyera su propio oikistesen la expedición.

El oikistes era el responsable de la elección del lugar en el que establecer la nueva ciudad. Los tanteos “precoloniales” previos, de la primera mitad del siglo VIII, debieron de dotar de un importante montante de información y de un buen conocimiento de los territorios, lo que favoreció la selección de los lugares destinados a futuras colonias. Estos primeros contactos habrían permitido conocer tanto las posibilidades agrícolas y de explotación del terreno como la actitud de las poblaciones indígenas ante la eventual presencia de colonos. Estas relaciones mutuas de convivencia eran fundamentales: la población autóctona era experta conocedora del territorio al que llegaba la nueva comunidad griega; del mismo modo, aquélla era también necesaria para completarla demográficamente, ya que ésta no solía ser muy numerosa y, eminentemente masculina. A pesar de todo lo anterior, según la tradición, el lugar más propicio debía ser transmitido al fundador por el oráculo délfico. Al margen del carácter mítico de éste no es desdeñable el hecho de que, con el tiempo, favorecido por el trasiego de navegantes y colonos agradecidos, el santuario de Apolo en Delfos se convirtiera en un verdadero centro acumulador de conocimientos geográficos.

No será fácil en ocasiones establecer una clara especialización de las diferentes colonias; es decir, incluso las que parecen haber tenido una clara función comercial, como Masalia, contaron, en tierras del interior, con una amplia chora para la explotación agrícola. También es importante tener en cuenta que, en un momento en el que ya se habían multiplicado las ciudades griegas por todo el Mediterráneo, entendidas éstas como entidades políticas autónomas, todavía funcionaban de forma coetánea emporia, factorías o puntos de intercambio sin pretensión política alguna, como eran algunos de los antiguos centros de la costa sirio-palestina o la egipcia Náucratis.

La colonización no se limitó, sin embargo, a las bien conocidas tierras de Asia Menor y del Mediterráneo central (Sicilia y Magna Grecia). Otro de los destinos prioritarios de la empresa colonial del siglo VII a.C. será el Mar Negro y sus accesos, si bien parte de éstos últimos podían ser considerados parte del ámbito heleno ya desde momentos muy tempranos. Además de la búsqueda de nuevos territorios con potencial agrícola –el Ponto se convirtió, de hecho, en el granero de Grecia–, en la zona no faltaban las posibilidades de pesca y de obtención de metales. No obstante, a diferencia de otras áreas, las ciudades griegas del Mar Negro vivían abiertas al mar, ejerciendo un muy limitado control sobre los territorios interiores de su entorno, más allá de los cuales se extendía un territorio desconocido, inexplorado e inabarcable. Por último, también en esta centuria se fundó en el norte de áfrica la ciudad de Cirene, estratégico enclave al que llegaban las rutas caravaneras del alto Nilo.

Durante largo tiempo, ya desde época homérica, la nave más capacitada para realizar viajes de largo recorrido fue, sin duda, la ya citada pentecóntera, que podía alcanzar una velocidad de siete nudos con viento favorable. En este momento se tratará, en su mayor parte, de embarcaciones de una única fila de remeros por banda, ya que la birreme no se difundirá hasta época arcaica. De hecho, será este tipo de barco el principal protagonista de la empresa colonizadora griega. Así, por ejemplo, los focenses, fundamentales agentes de la colonización del Mediterráneo occidental, partieron de su patria, forzados por la presión persa, cargados con todas sus pertenencias a bordo de una flota de pentecónteras. Por su parte, las trirremes, de ciento setenta remeros, comenzarán a ser empleadas en tiempos arcaicos, si bien habrá que esperar a época clásica para encontrar las primeras representaciones de ellas sobre soportes cerámicos, convirtiéndose en todo un símbolo del poder de la Atenas del siglo V a.C. En cualquier caso, pentecónteras y trirremes fueron naves complementarias sin que, en ámbito griego, las segundas llegaran a sustituir por completo a las primeras.

Ulises en su viaje de vuelta a casa después de la guerra de Troya.

COMERCIANTES

Muy diferentes factores propiciaron la navegación griega con fines comerciales. Así, por ejemplo, el éxito de la agricultura y su creciente especialización justificaría estas empresas, en la medida en la que aquélla proporcionaba excedentes para el intercambio de otros productos de los que se era deficitario. De hecho, solamente las garantías de este abastecimiento externo habrían permitido a agricultores y artesanos concentrarse en determinadas actividades y productos, seguros de recibir el resto de bienes de subsistencia a través del intercambio.

En las embarcaciones que habitualmente se empleaban para el comercio y el transporte de mercancías, las conocidas comostrongyla ploia, primaba la capacidad por encima de la velocidad o la maniobrabilidad. De hecho, en una búsqueda de reducir los costes y rentabilizar así al máximo el cargamento, las tripulaciones eran poco numerosas, limitándose a la vela la fuerza motora de estos barcos, que tan sólo se servían de los remos en las maniobras. Tanto el reducido número de individuos a bordo, como su escasa velocidad –unos cinco nudos con viento favorable y una carga media de 250 toneladas– y la falta de otros elementos de defensa como el espolón, hacían de ellas unas embarcaciones muy vulnerables que, con el tiempo y más aún en el caso de cargamentos de cierto valor, fueron sustituidas por naves de guerra.

Sin duda, el análisis de la actividad comercial plantea toda una serie de cuestiones y a la vez da respuestas a interrogantes al respecto de la composición de la sociedad griega en diferentes momentos de su evolución. En buena parte de los casos las misiones comerciales eran financiadas por aristoi o ricos terratenientes absentistas que se desentendían de los peligros y riesgos de la empresa, obteniendo los beneficios de la misma. No faltarían las iniciativas por cuenta propia, si bien es preciso preguntarse de dónde obtendrían estos comerciantes, al margen del proceso productivo, los medios económicos que les permitieran armar y cargar una nave. Constan también asociaciones de pequeños propietarios que, con capacidad económica individual limitada, se unían a fin de dar salida por mar a sus excedentes agrícolas, garantizándose así un cierto bienestar para el resto del año. Estas empresas conjuntas, de acuerdo a su éxito, pudieron eventualmente consolidarse en iniciativas más estables y regulares. En esta dinámica comercial contamos incluso con proyectos de mayor alcance, como el del faraón egipcio Amasis. éste decidió “institucionalizar”, con la creación de la ciudad de Náucratis, en el brazo occidental del delta del Nilo, la actividad que venían ejerciendo ya con anterioridad en la zona comerciantes griegos de diferentes procedencias.

De naturaleza muy diversa serían los cargamentos que viajaban por aguas mediterráneas a bordo de las embarcaciones griegas. Tradicionalmente los que más han llamado la atención de especialistas y profanos –entre otras cosas por formar parte de ese escaso porcentaje de elementos conservados en el registro arqueológico– han sido, sin duda, los bienes de prestigio que aparecen en contextos muy alejados de sus lugares de producción, tales como objetos metálicos, marfiles, cerámicas finas, perfumes, tejidos, etc. Sin duda, estos elementos exóticos o al menos escasos entre quienes los recibían, habrían sido muy valorados y empleados como fundamental instrumento de cambio por los comerciantes griegos. Del comercio de bienes de lujo se obtendrían pingües beneficios, estando, generalmente, su valor muy por encima de su volumen. Para su transporte se habría recurrido muy frecuentemente a barcos de guerra, más rápidos y de mayor potencia bélica tanto por sus características morfológicas como por la composición de su tripulación que, en caso necesario, podían velar de forma activa por su defensa. No obstante, el comercio suntuario habría supuesto tan sólo un pequeño porcentaje del grueso que circulaba por mar, fundamentalmente constituido por productos agrícolas y sus derivados, a bordo de grandes naves onearias.

Si bien no se poseen demasiados datos sobre la composición de las tripulaciones de los barcos mercantes, por otro lado poco numerosas a fin de reducir costes, es de esperar que sus condiciones laborales no fueran demasiado extremas; de lo contrario, el rapto y la apropiación de naves y cargamentos habría estado a la orden del día. Lo que sí parece haber sido un peligro más que frecuente en las aguas mediterráneas fueron los piratas. éstos, en la época que nos ocupa, navegaban a bordo de unas rápidas naves conocidas como hemolia, que se caracterizaban por una fila y media de remeros por banda. Eran, por ello, mucho más veloces y maniobrables que las pesadas embarcaciones de carga, las ya citadas strongyla ploia. éstas, para la defensa de sus cargamentos podían organizarse eventualmente en flotillas, a su vez, custodiadas por naves de guerra, si bien para ello era preciso un importante esfuerzo inversor que no todos los empresarios podían permitirse.

MEDIOS Y POSIBILIDADES.

Al margen del control estatal o la iniciativa privada, una navegación fluida con diferentes fines implica una obligada organización y especialización de la sociedad. Sólo en una comunidad capaz de producir excedentes será posible la existencia de un colectivo apartado de la producción agrícola, especializado, ya sea en las diferentes actividades asociadas a la construcción de las embarcaciones, o en las habilidades propias de su tripulación.

En el mundo antiguo no todo el año era propicio para la navegación: se reducía a los meses de clima más benigno, si bien, los avances tecnológicos, no obstante limitados, permitieron ampliar considerablemente este período. A pesar de ello, de la duración total de los viajes a larga distancia, solamente una cuarta parte del tiempo trascurría con la nave en desplazamiento, mientras que el resto se encontraba detenida a causa de reparaciones, abastecimiento de alimentos y agua o malas condiciones climatológicas. Los tiempos empleados en las expediciones eran, por tanto, prolongados, lo que hacía que, especialmente en las largas misiones a Occidente, fuera necesario invernar lejos de casa pudiendo hacerse de nuevo a la mar tan sólo a la primavera siguiente. Esto, sin duda, tendrá consecuencias culturales de gran trascendencia, al obligar a los comerciantes griegos a permanecer largas temporadas en contacto con las poblaciones de estos territorios. Estas relaciones bilaterales de aculturación se verían reforzadas en caso de la creación de emporio permanentes o de comunidades griegas estables en asentamientos indígenas.

Escena de pesca con lámpara representada en el manuscrito bizantino del siglo XII (Skylitzes Matritensis).

Los griegos utilizaron el Mediterráneo como canal para intercambios comerciales.

La navegación progresó asimismo de manos de un mejor conocimiento del medio: de las corrientes, los vientos, así como de los astros encargados de auxiliar en la orientación nocturna; ésta última era especialmente útil para las pesadas naves mercantes, que continuaban bogando durante la noche. Entre los instrumentos de orientación no faltó la observación del vuelo de las aves migratorias –de las que se sirvieron el propio Ulises o los Argonautas–, e incluso, en ocasiones se recurría a la liberación de pájaros desde las propias embarcaciones, a fin de seguir su vuelo y trayectoria. Con estas mejoras en la circulación marítima también se observa una mayor inversión en las infraestructuras portuarias de las ciudades, factor que, en último término, también redundaría, a su vez, en el refuerzo de las propias condiciones de navegación así como en unos más favorables y seguros escenarios para el intercambio. Estos puertos, de mayor o menor entidad, jugaron un papel fundamental en la navegación por el Mediterráneo antiguo, en la medida en la que ésta se encontraba sujeta a las limitaciones que imponía la obligada dependencia de la costa, tanto para el atraque nocturno como para el abastecimiento. La construcción de barcos más rápidos y potentes, no obstante, permitió también mayor autonomía que, ya a partir del siglo V a.C., favoreció la realización de periplos más largos y, por ende, la adquisición de nuevos conocimientos geográficos.