Sputnik: Un “bip-bip” que cambió el mundo

Apenashan pasado 50 años desde aquella fecha y aquel logro nos parece ya algo lejano. La velocidad con la que se han desarrollado los avances en materia espacial a lo largo de estas décadas nos hace observar aquel hito con romanticismo y hasta con cierta condescendencia. Pero en 1957 se trataba de un acontecimiento sor­prendente e inesperado, principalmente por su procedencia.

Cincuenta años es un plazo demasiado breve para poder tener una adecuada pers­pectiva histórica. A día de hoy resulta aventurado imaginar cuál de los tres princi­pales hitos de la conquista del Espacio se verá como un importante acontecimiento histórico dentro de algunos siglos: el lanzamiento del Sputnik, la puesta en órbita de Yuriy Gagarin, o la llegada del hombre a la Luna. Tres hechos íntimamente relacio­nados y que se desarrollaron a lo largo de poco más de una década. Pero no cabe duda que el Sputnik fue el origen de todo. Con el Sputnik nació la era espacial. Y su impacto a nivel social y político fue tan enorme que podemos decir sin temor a equivocarnos que el desarrollo de los acontecimientos en materia espacial habría sido infinitamente más lento si esta pequeña esfera metálica rusa no hubiera volado sobre nuestras cabezas emitiendo su característico bip-bip aquel mes de octubre de 1957; pero quizás podamos incluso decir que la historia de la segunda mitad del si­glo XX en general hubiera podido ser distinta, tales fueron sus consecuencias a nivel geopolítico en unos momentos de alta tensión internacional.

LOS INICIOS DE UNA NUEVA TECNOLOGíA

La década de los treinta había visto nacer tanto en Rusia como en Alemania un gran interés popular por los cohetes y los viajes espaciales (entonces aún considerados pura ciencia-ficción), despertado principalmente por las obras de Hermann Oberth en Alemania y de Tsiolkovskiy en Rusia. En ambos países habían proliferado los clubes de aficionados a los cohetes, que en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y comenzando a un nivel absolutamente privado, serían los impulsores del desarrollo de estos ingenios que hasta entonces eran observados como poco más que juguetes o artilugios curiosos.

En cada uno de los dos países, un grupo de aficionados despuntaba sobre el resto por su entusiasmo y nivel técnico, y en cada uno de ellos, una persona se destacaba por su liderazgo y empuje: Wernher von Braun en Alemania, y Sergei Pavlovich Korolev en la URSS.

Pero sería Alemania la que antes se destacase en el campo del desarrollo de los cohe­tes. En el contexto de potenciación armamentista de la Alemania nazi, los militares pronto se fijarían en los avances conseguidos por Von Braun y su equipo, comenzando a vislumbrar el potencial de estos ingenios como arma de guerra. Reconvertido así de grupo de aficionados a trabajar en el desarro­llo de nuevas armas para el ejército, el avance de los cohetes en Alemania experimentó un fuerte impulso que culminaría en los últimos años de la guerra con la introducción de la impresionante V-2, el primer misil balístico de la historia.

Aunque fueron las experiencias alema­nas en el campo de la cohetería las que se harían más visibles al mundo a través de las nuevas armas de Hitler, también en la Unión Soviética se vivía una historia para­lela a la de Von Braun en la persona de Ser­gei Korolev. Como él, había pertenecido durante su juventud, en los años treinta, a un grupo de aficionados moscovita compa­rable al grupo berlinés al que perteneciera el ingeniero alemán. Y, también como ocu­rriera allí, sus trabajos atraerían la atención del ejército rojo. Aunque con un respaldo inferior al que permitió desarrollar la V-2 en Alemania, Korolev y su equipo pudieron de esta forma mantenerse cerca de la van­guardia mundial en el área de los cohetes.

LA LUCHA PORLOS DESPOJOS

Tras la aparición de la V-2 en el frente europeo, ambas superpotencias pronto se percataron de la importancia de hacerse con esta tecnología de vanguardia. La captura de Wernher von Braun y su equipo, y de las instalaciones de producción de las V-2, se convirtió en un objetivo prioritario tanto para las tropas norteame­ricanas en Europa como para las de la URSS, pero finalmente serían las prime­ras las que se llevasen el gato al agua. Von Braun y su equipo, habían planeado ren­dirse a los norteamericanos. En el nuevo or­den mundial que ya se configuraba en los úl­timos años de la guerra, estaba claro que era la opción que les ofrecía mayores garantías para poder seguir desarrollando su trabajo con financiación y en libertad. Así, mientras los Estados Unidos se hacían con los exper­tos, la documentación y el material de esta nueva tecnología, la URSS tenía que confor­marse con reclutar la ayuda de algunos téc­nicos alemanes de segundo orden. Podemos decir que de la tecnología alemana de las V-2, los soviéticos no hallaron sino las migajas.

No necesitaban mucho más: el ingenio y los conocimientos técnicos de Korolev y otros grandes ingenieros rusos, como Glushko, ha­rían el resto. El propio Wernher von Braun lo reconocería años más tarde: “Hay abundantes evidencias para creer que su contribu­ción [de los técnicos alemanes] al programa espacial ruso fue prácticamente despre­ciable. Se les pidió escribir informes sobre lo que había ocurrido en el pasado, pero se les exprimió como a limones, por así decirlo. Al final, fueron enviados a casa sin ni siquiera ser informados de lo que estaba pasando en los secretos proyectos rusos”.

DESARROLLOS PARALELOS

Aunque los Estados Unidos se habían hecho con la experiencia y la tecnología, no tenían inicialmente la voluntad de invertir seriamente en el desarrollo de la nueva arma. Al fin y al cabo, ya contaban con el arma por excelencia, la bomba atómica, ya poseían la supremacía bélica mundial, y no parecía preciso invertir las grandes sumas requeridas, tras los tremendos gastos que había supuesto la guerra, para desarrollar un arma que en realidad no necesitaban.

En la Unión Soviética, en cambio, las cosas se veían de forma muy diferente. Tras la tremenda devastación que la Segunda Guerra Mundial había supuesto para la Unión Soviética, Stalin se propondría no seguir siendo nunca más el re­trasado país de campesinos que todos querían invadir. En adelante, la Unión So­viética haría sentir en el mundo entero su poderío militar. Para ello, la primera prioridad sería conseguir la bomba atómica. Y después, se necesitaría un vehí­culo para transportarla hacia sus potenciales objetivos. Carentes de una amplia flota de portaaviones o de una red de bases militares distribuidas por el mundo como tenían los Estados Unidos, había un medio que aparecía como favorito por encima del bombardeo convencional: los cohetes.

Sergei Korolev, como punta de lanza de los expertos soviéticos en cohetes, sería puesto al frente de los nuevos desarrollos. Tras exprimir los conocimientos de los técnicos alemanes contratados tras la guerra y conseguir lanzar la primera V-2 so­viética en 1947, los rusos prescindirían en lo sucesivo de su colaboración, dedicán­dose de forma completamente autónoma al diseño del que debería convertirse en el primer misil balístico intercontinental de la historia, capaz de lanzar una bomba atómica de 5 toneladas sobre territorio de los Estados Unidos. Un desarrollo que, como muy bien sabía Korolev y sus antiguos colegas de los clubes de aficionados de preguerra, abriría a la Humanidad las puertas del Espacio.

EL AñO GEOFíSICO INTERNACIONAL

A comienzos de los años 50, la comunidad científica internacional decidía que había llegado el momento de utilizar las nuevas tecnologías como el radar, los ordenadores y los cohetes, para profundizar en el estudio de la Tierra y su at­mósfera. Con este objetivo, se declaraba Año Geofísico Internacional (IGY, en sus siglas inglesas), al periodo que iba del 1 de julio de 1957 al 31 de diciembre de 1958, coincidiendo con un máximo en la actividad solar.

El 4 de octubre de 1954, el comité organizador recomendaba expresamente a las naciones participantes el desarrollo de un satélite artificial de la Tierra que permi­tiese avanzar más profundamente en el estudio de la ionosfera y de nuestro propio planeta. El 29 de julio de 1955, Eisenhower anunciaba que los Estados Unidos par­ticiparían en los actos del IGY con un satélite artificial de la Tierra. El 2 de agosto, el académico ruso Leonid I. Sedov daba la respuesta de réplica: “En mi opinión, será posible lanzar un satélite artificial de la Tierra en el plazo de los dos próximos años. La realización del proyecto soviético puede esperarse para el futuro próximo”.

Pocos tomaron en serio el discurso soviético; que aquel país comunista con una ob­soleta industria y de gran base rural fuese capaz de plantear una propuesta a la van­guardia de la tecnología mundial, quedaba lejos de toda credibilidad. Sin embargo, aunque el mundo aún no lo sabía, acababa de dar comienzo la Carrera Espacial.

SE ABREN LAS PUERTAS DEL ESPACIO

Entre tanto, en la URSS se trabajaba a toda marcha con el objetivo de poner a punto el primer misil balístico intercontinental de la historia. El desarrollo del R-7 fue de una complejidad formidable, pero finalmente, el 3 de agosto de 1957, el primer vuelo con éxito de este enorme cohete abría las puertas del Es­pacio a la Unión Soviética.

El lanzamiento del Sputnik fue un empeño casi personal de Korolev. En los últimos años, había intentado convencer a los líderes rusos de la capacidad de su creación para asombrar al mundo con el lanzamiento de un satélite espacial. A pesar de las declaraciones de Sedov en 1955 en respuesta a las declaraciones norteamericanas en torno al IGY, los mandatarios rusos no habían asumido el proyecto del satélite como una prioridad nacional. Su prioridad era claramente el desarrollo de misiles militares, y un desarrollo científico como el del satélite era un asunto prácticamente ignorado en las altas esferas. La simple mención de este objetivo en los círculos militares que dirigían y financiaban los trabajos de Korolev, provocaba desprecio y veladas amenazas hacia el ingeniero, por considerar que lo distraían del fin último de su trabajo bélico. Finalmente, y tras múltiples rechazos, en un arriesgado ejercicio de osadía, el propio Korolev ob­tendría personalmente la autorización para iniciar los trabajos en el proyecto del satélite del mismísimo Nikita Khrushchev. Utilizando todo su carisma y poder de convicción, Korolev convenció al premier soviético de la ventaja política que una hazaña de este tipo le otorgaría a nivel internacional, con un coste despre­ciable al utilizar para ello los avances logrados en el desarrollo del misil.

La de Khrushchev fue una autorización ambigua y sin interés, y condicionada a la previa puesta a punto del R-7 como misil militar. Pero Korolev no necesitaba más: tras el éxito de la prueba del 3 de agosto de 1957, el camino quedaba des­pejado para cumplir su gran sueño.

‘BIP, BIP, BIP’

El 1 de octubre de 1957, Radio Moscú anunciaba al pueblo soviético la frecuen­cia que deberían sintonizar en sus receptores para escuchar el sonido prove­niente de un próximo objeto ruso en el Espacio. El 4 de octubre, una pequeña esfera metálica de 83 kg de peso orbitaba la Tierra emitiendo un “bip-bip” característico que se haría mundialmente famoso, y consiguiendo titulares de primera página en la prensa internacional. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas había humillado a los Estados Unidos con la primera victoria en el área espacial: el Sputnik acababa de entrar en los libros de historia.

La puesta en órbita del Sputnik provocó una conmoción excepcional en el seno de la sociedad norteamericana. Fue una bofetada en plena cara al orgullo nacio­nal, y, además, por sorpresa. Pero también suponía descubrir, del modo más du­ro imaginable, cuán equivocados estaban con respecto a su más visceral enemi­go, la Unión Soviética. Los Estados Unidos habían creído estar a la vanguardia tecnológica, muy por encima del resto de las naciones de la Tierra; su rotunda victoria en la Segunda Guerra Mundial en todos los frentes, y su introducción de la formidable bomba atómica, así lo avalaban. Y, por supuesto, la atrasada Rusia comunista no estaba ni de lejos a su nivel. Estados Unidos no tenía rival: así lo creían firmemente la práctica totalidad de sus ciudadanos.

Las reacciones fueron múltiples y a menudo extremas. El ciudadano medio norteamericano sentía su seguridad arrancada de raíz: ¿qué no podrían hacer los soviéticos, con desconocidos objetos sobrevolando sus cabezas? Todos sus movimientos podrían ser vigilados y, quizás, incluso bombas podrían caer re­pentinamente desde el Espacio. Con esa tecnología a su alcance, los malvados comunistas podrían dominar el mundo, como expresaba el diario austriaco “DiePresse”: “El satélite no está concebido principalmente con fines científicos o de exploración del Espacio, sino para preparar la guerra a escala planetaria”. Otros asegurarían que el Sputnik era “un arma psicológica expresamente dise­ñada para la intimidación de los pueblos libres de la Tierra”. Realidad y fantasía se mezclaban en los temores de una población conmocionada por haberse topa­do de la noche a la mañana con la más dura realidad.

Pero también había otras implicaciones. Para la gente de la calle estaba claro que una nueva era había comenzado; en Londres, el Daily Express titulaba a primera página: “La Era Espacial está aquí”. La gente estaba, a la vez que sorprendida, entusiasmada: las perspectivas que se abrían para el futuro eran infinitas e inconcebibles, y difíciles de entender para quienes hoy vivimos la ac­tividad espacial como algo completamente cotidiano y con perspectivas mucho más escépticas. Pero en 1957, una nueva frontera se había abierto. Los ciudada­nos de todo el mundo miraban al cielo en la noche para ver pasar ese pequeño punto luminoso que representaba el triunfo del ingenio humano, y sintonizaban sus radios para escuchar ese “bip-bip” que, de forma casi mágica, venía del Es­pacio. Los sueños de un nuevo futuro para la Humanidad empezaban a ser algo más que pura ciencia-ficción.

También a nivel político la puesta en órbita del Sputnik tendría importantes reper­cusiones en los Estados Unidos. En los días siguientes al lanzamiento soviético, la prensa arremetía contra el Presidente Eisenhower por su dejadez en el campo de los misiles, y su falta de previsión relativa a la capacidad soviética. La administración republicana, como respuesta, optó por intentar minusvalorar el logro de su rival. El propio presidente intentaba despreciar al Sputnik como “una pequeña bola en el aire, algo que no incita mi temor, ni un ápice”. Aunque con un fondo de verdad cuando declaraba que “No veo nada significativo en el Sputnik ruso en este estadio de desarrollo, en cuanto a seguridad se refiere”, lo cierto es que a la vez se intentaba quitar importancia al gran éxito mediático ruso; un grave error, cuando toda la socie­dad mundial lo reconocía como un éxito sin precedentes. Ante esta postura, los más críticos acusaban al gobierno de actuar con una absurda pasividad.

Kennedy, candidato demócrata a la presidencia, aprovechó para acusar al actual presidente de poco menos que de incompetencia, y de permitir que la Unión Soviética se adelantase a los Estados Unidos en el nue­vo campo de los misiles, desestabilizando gravemente el equilibrio bélico mundial a su favor. La expresión “missile gap”, creada para expresar el retraso tecnológico norteamericano frente al ruso en esta materia, se haría famosa, convirtiéndose en uno de los puntos clave de la campaña electoral de Kennedy. Incluso llegaría a decirse en 1960 que “esta es la primera vez que una campaña pre­sidencial ha comenzado en el Espacio exterior, en lugar de en la atmósfera ordinaria”. Con los años se demostraría que en realidad nunca había existido un “missile gap” como el que se temía en los Estados Unidos que existiera, y cuando algunos años más tarde existió, fue a favor de los norteamericanos. A pesar de todo, el pueblo estadounidense creyó que, efectivamente, Eisen­hower se había dormido en los laureles dejándose superar ampliamente por el enemigo, y esto es algo que no le perdonarían, y que pagaría en las próxi­mas elecciones. La prensa norteamericana lo expresaría muy claramente en numerosos editoriales y artículos: “¿Hemos hecho lo suficiente en el campo de la educación técnica? Escuchamos el ‘bip’ del satélite y respondemos ‘no’. ¿Hemos sido miserables en términos de investigación sobre misiles? ‘Bip, bip’ Y respondemos ‘sí’”.

Entre tanto, mientras la Casa Blanca se defendía de las acusaciones, la Unión Soviética no perdía la ocasión de reafirmar su gran victoria con otra espectacu­lar hazaña en el Espacio.

EXPLOTANDO LA VENTAJA

Tras la puesta en órbita del Sputnik y la inesperada reacción a nivel mundial, el líder soviético Nikita Khrushchev estaba eufórico. Frente a su anterior desinte­rés, ahora veía en el programa espacial una gran herramienta publicitaria para su país, y no iba a perder la ocasión de utilizarla. Por ello, de inmediato le pidió a Korolev que preparase una misión espectacular para celebrar el aniversario de la Revolución de Octubre, el próximo día 7 de noviembre.

El diseñador ruso no se hizo de rogar, y el 3 de noviembre de 1957, un nuevo éxito soviético en el Espacio impresionaba al mundo. Esta vez no se trataba de una pequeña esfera metálica que emitía un pitido: en esta ocasión, un perro vivo orbitaba la Tierra en el interior de un enorme artefacto de 508 kg de peso. La perra Laika se haría famosa en el mundo entero, y la admiración hacia la tecnología soviética, capaz de enviar al Espacio enormes y pesados ingenios con seres vivos en su interior, crecería de forma espectacular.

Los norteamericanos, por su parte, sólo conseguían quedar en ridículo tras la explosión televisada en directo de su cohete Vanguard el 6 de diciembre, sobre la plataforma de lanzamiento. La situación de ventaja era ampliamente explotada a nivel político y diplomático por la Unión Soviética: su representante en las Nacio­nes Unidas llegaría a ofrecer jocosamente a los Estados Unidos su inclusión en su programa de ayudas al Tercer Mundo, para ayudarlo con su programa espacial.

Habría que esperar hasta el 31 de enero del año siguiente para que los norte­americanos lograsen la revancha con la puesta en órbita del pequeño Explorer, de tan sólo 8 kg de peso. Pero había aún mucho camino por delante para conse­guir contrarrestar la ventaja conseguida por los rusos. Y esa ventaja sería explo­tada a nivel político en las próximas elecciones presidenciales.

JOHN FITZGERALD KENNEDY: EL PRESIDENTE “ESPACIAL”

En las elecciones de 1960 a la Presidencia, disputada entre Nixon y Kennedy, este último se apoyó fuertemente en dos temas: el avance comunista a nivel mundial, y en particular en la isla de Cuba, y el famoso “missile gap”, o supuesto retraso norteameri­cano en materia de misiles estratégicos frente a la Unión Soviética. En realidad, nunca había existido tal retraso, pues los misiles intercontinentales R-7 que, en palabras del propio Khrushchev, la URSS fabricaba “como salchichas”, en la práctica nunca se desplegarían en un número mayor a las cuatro unidades. Y los nuevos misiles R-16 que debían sucederles, con mucha mayor operatividad, sufrían serios problemas en su desarrollo que provocarían un fuerte retraso en su entrada en servicio.

Pero en los Estados Unidos, a finales de los 50, no se sabía esto. Los éxitos soviéticos en la carrera espacial denotaban la capacidad intercontinental de sus misiles, y en un momento en que los satélites espía aún no existían, la capacidad norteamericana para comprobar la veracidad de estas hipótesis se reducían a los esporádicos vuelos sobre territorio ruso de los aviones espía U-2. Aunque en 1960 ya la Casa Blanca y la CIA poseían datos que inducían a pensar que dicho “missile gap” no existía en realidad, la idea de su existencia ya había calado con fuerza en la opinión pública, y Kennedy explotó enérgicamente a su favor este sentimiento ganando finalmente la presidencia. Podemos decir, por tanto, con un alto grado de probabilidad, que la puesta en órbita del Sputnik y la subsiguiente carrera espacial (aunque fuera en su vertiente militar) pudo tener una gran influencia en la llegada de Kennedy al poder.

EPíLOGO

La puesta en órbita del Sputnik el 4 de octubre de 1957 tuvo consecuencias in­esperadas para todos los actores involucrados. No sólo inauguró una nueva eta­pa de competitividad tecnológica entre las dos superpotencias que culminaría con la llegada del hombre a la Luna en 1969, sino que tuvo un fuerte impacto político y sociológico en los Estados Unidos. Un impacto que condicionó en buena medida la política de este país en los años venideros, culminando incluso con la posible influencia en la victoria del demócrata Kennedy frente a su rival republicano en las elecciones de 1960.

Más arriesgado es imaginar cómo podría haber cambiado la historia de no haber sido lanzada esa pequeña esfera metálica por los rusos en 1957. Pero si aceptamos que Kennedy pudo deberle en parte su triunfo a este satélite, podríamos incluso concluir que quizás el Sputnik contribuyó a evitar una tercera guerra mundial.

Efectivamente, en 1962, la crisis de los misiles de Cuba fue finalmente cerrada pacíficamente gracias al empeño personal de John Fitzgerald Kennedy, prácti­camente solo frente a la opinión mayoritaria de sus consejeros y mandos milita­res de responder con un ataque preventivo masivo contra Cuba. Si el Sputnik y las subsiguientes críticas de retraso en materia de misiles no hubieran impedido a Nixon ser presidente en 1960, puede que la historia de la segunda mitad del siglo XX hubiera sido muy distinta.

Es evidente que, sin la puesta en órbita del Sputnik en 1957, el satélite artificial y la exploración del Espacio habrían sido en cualquier caso un desarrollo inevi­table en los años posteriores. Pero fue el momento, y la autoría de la hazaña, lo que influyó notablemente en los acontecimientos venideros. La historia a veces depende de pequeñas anécdotas. Podemos decir sin miedo a equivocarnos que el Sputnik fue una de ellas.

Javier Casado