Japón. El sol siempre naciente

El escritor Andrés Pascual, viajero incansable, ha recorrido medio mundo en busca de sensaciones e inspiración para sus novelas. De su manos nos adentramos en el universo de su último libro ambientado en Japón. El “Haiku de las palabras perdidas”, para conocer sus escenarios y el alma de sus personajes.

Hay destinos que un buen día me susurran: “ven”. Lo hacen con una voz cargada de sensualidad y desde el primer momento sé que no podré resistirme a la llamada. A veces ocurre tras haber visto una película ambientada en paraísos lejanos, o después de leer un artículo salpicado de coloridas fotografías. Un buen día, el susurro llegó envuelto en silencio zen. Mis últimos viajes me habían llevado a conocer rincones extremos, como las profundidades de Madagascar o una perdida isla de balleneros al Oeste de Timor. Creía que durante una temporada seguiría llenándome las botas de barro. Pero el pulcro Japón se abrió paso con sutileza para captar mi atención, apartó con maestría al resto de destinos del globo y se plantó ante mí, ofreciéndose en cuerpo y alma.

JAPÓN SUSURRÓ “VEN”, Y YO FUI.

Era el verano de 2009. Para más señas, el caluroso 1 de agosto. Aún sigo preguntándome qué pasó aquella mañana. Nada más bajar del avión sentí una sensación extraña. Fue una suerte de flechazo: acababa de llegar y ya no concebía mi vida sin respirar aquella atmósfera. Durante el viaje en tren desde el aeropuerto al centro de Tokio ya me hipnotizó su ritmo acompasado, como la caída de las flores de los cerezos. Cada pequeño movimiento de los nipones estaba diseñado con la dignidad y nobleza propias de las grandes gestas. Miraba a un lado y otro. Me asombraba la forma con la que resguardaban sus emociones tras sus sonrisas de Gioconda… Lo supe de inmediato. Mi siguiente novela tenía que situarse allí. Estaba pisando el escenario que en breve pisarían mis personajes. Sólo me faltaba saber qué iba a contar, pero no había prisa. Tenía por delante un mes entero para recorrer el país buscando una historia. Así que extendí el mapa sobre la cama del hotel y tracé una línea un tanto aleatoria sobre la que ir avanzando con aquella serenidad recién aprendida. Como si se tratase de un juego de mesa, escogí un puñado de enclaves. Algunos obligados, otros fuera de ruta que sin duda resguardaban un sinfín de sensaciones ocultas. Desde el primer momento, asomado a la ventana de mi habitación, comprendí que Japón no se correspondía ni con el de los recios samurais ni con el de los neones de Shinjuku. Más bien se trataba de una mezcla de ambos, delicada y armónica. Sonaban al mismo tiempo ecos de viejos templos y ruidosos eslóganes publicitarios… ¡y se complementaban! Las tendencias más cool se entrelazaban con la tradición milenaria que forjó su espiritualidad tan particular (sólo los nipones son capaces de practicar dos religiones al mismo tiempo: el sintoísmo les ayuda en la vida y el budismo les enseña a morir en paz) ¡Esto promete!, exclamé pegado al cristal. Y me lancé a recorrer la capital. Allí es donde percibí con más intensidad la fusión de modernidad y cultura ancestral. La gran urbe de videojuego futurista de los barrios de Shibuya o Akihabara se transformaba, como por arte de magia a medida que me alejaba del centro, en una ciudad acogedora, con callejuelas estrechas y jardines de azaleas en la entrada de las casas, una ciudad de entreguerras, con bicicletas huérfanas y tenderetes en las aceras, de pescado traído de la lonja y cuartillas con viejos poemas escritos con pincel. El aire de verano olía a tifones cercanos. Las lámparas de papel colgaban de las cornisas como crisálidas. Los sinogramas tatuaban las calles. Quienes vayáis pronto podréis disfrutar los estertores de la lonja de Tsukiji (tomar shushi para desayunar es una experiencia adictiva), un mercado de pescado condenado a desaparecer por razones urbanísticas. ¡Aprovechad, viajeros, os esperan los atunes, las piezas de ballena y los peces globo danzando entre bloques de hielo al son de la alocada subasta! Además, la visita puede combinarse con un paseo por el barrio de Asakusa, impregnado de la antigua Edo. Un lugar en el que los relojes avanzan a otro ritmo, en el que los segundos son siglos. Pero si algo permanece en mi memoria de esta inmensa urbe de cemento y cristal son, paradójicamente, sus parques. Está el parque Ueno, en el barrio familiar donde ubiqué el domicilio de mis personajes de “El haiku de las palabras perdidas”. Y, cómo no, el parque Yoyogui. Un inesperado pulmón en el centro de Tokio, un islote en mitad del mar de neón. En su interior, los árboles se abrazan ocultando el cielo para dar cobijo a pasiones sin edad y ensayos de teatro sobre la hierba mullida. Las hojas se desplazan movidas por el viento al ritmo de las secuencias del Tai Chi, de forma cadenciosa y muda. En el puente por el que se accede a la entrada principal, se reúnen los fines de semana las cosplay-zoku, esa tribu urbana de adolescentes cuya estética asociada a los personajes de animación admite desde el gótico más siniestro hasta la pulcritud de las muñecas de porcelana. Me encanta Tokio. Me habría quedado a vivir un par de años, pero no disponía de tanto tiempo. Había llegado el momento de surcar la línea trazada en el mapa. Mi siguiente escala fueron los Alpes Japoneses. Disfruté la ruta entre Tsumago y Magome, un minitrekking que pueden hacer hasta los recién nacidos a lo largo de la ruta de Nakasendo, el sendero por el que tiempo atrás cabalgaba el correo imperial entre Tokio y Kyoto. Estas aldeas no pierden encanto a pesar de su turismo apabullante. El silencio de sus ryokan –las casas tradicionales niponas preparadas para alojar viajeros- cura todos los males. Fue en uno de ellos, charlando con una inglesa afincada en Japón desde hacía dos décadas, cuando descubrí la existencia de la enigmática Karuizawa. Se trata de una pequeña ciudad en la prefectura de Nagano que convertí en escenario para algunas escenas claves de mi novela. La elegí tanto por desconocida como por su interés histórico. Un lugar paradisíaco cuyos hoteles y residencias de verano (utilizados desde principios de siglo por la alta sociedad tokiota para escapar del calor de verano) fueron convertidos en prisión para diplomáticos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando Japón entró en guerra, el Servicio Secreto confinó en este vergel de bosques y cascadas a todos los miembros de las legaciones consulares y a los pocos empresarios europeos que se resistieron a abandonar el país. ¿Quién sabía esto? Yo no, desde luego. Pero había mucho más por descubrir… De los Alpes Japoneses salté a Kyoto. La visita obligada, la joya arquitectónica. Me da apuro hablar de esta ciudad. Cualquier cosa que diga se quedará corta. Sólo contaré que era el destino inicial de la bomba atómica que finalmente arrojaron en Nagasaki. ¿Por qué cambiaron de objetivo?, pregunté a la dueña del ryokan donde me alojaba, en pleno barrio de las geishas. Y ella me contestó que los asesores del presidente americano consideraron una aberración destruir los dos mil templos de Kyoto. ¿Más aún que matar a miles personas?, quise preguntarle. Pero no lo hice. No resulta fácil conversar con una japonesa. Su cerebro ha sido forjado a partir de diferentes parámetros, las palabras mutan de intención cuando flirtean culturas tan distantes. Sea como fuere, resulta curioso que una decisión de despacho pudiese cambiar el destino de tantas personas. Fue cosa de un Secretario de Guerra llamado Stimson. Unos años antes del conflicto había pasado en Kyoto su luna de miel, por lo que se dejó la piel para convencer al comité de que la ciudad merecía ser preservada. Pensemos a la japonesa; convenzámonos de que cada uno de los ladrillos de los templos salvados es el homenaje que las víctimas atómicas habrían querido para sí; que, desde el convencimiento nipón de que todas las cosas en este mundo están hermanadas –la unión cósmica que tan bien reflejan los haikus- estarán orgullosas de haber contribuido a la conservación de esta maravilla que ahora nosotros podemos contemplar, al menos hasta que las lágrimas por tanta sensibilidad nos nublan la vista. Después de Kyoto me dejé llevar por el latido imperial y dirigí mis pasos hacia castillos y estanques de lotos. Osaka, Himeji… Todos y cada uno de los destinos turísticos del país que atravesé merecen la pena. Pero hoy quiero detenerme en otros dos lugares concretos, alejados de las guías convencionales. No sólo por su exclusividad, sino porque me aportaron esos matices que, años después, aún sigo degustando. Me refiero a Koyasan, el monte sagrado donde asistí a la ceremonia del Bon, y a Naoshima, el islote de los artistas. El Bon es un importante rito budista en honor a los ancestros que se celebra todos los veranos en los enclaves de trascendencia espiritual. Uno de ellos es Koyasan, una colina poblada de pequeños monasterios en los que el viajero puede pernoctar, e incluso participar como oyente en los protocolos de los monjes. La procesión del Bon parte del centro del pueblo y culmina en el santuario construido en la cima. El camino de subida serpentea a través de un inmenso cementerio en el que están enterradas miles de personas, incluidos grandes nobles con todas sus estirpes, que esa noche se ilumina con las miles de velas que los peregrinos van colocando en fila, una detrás de otra a lo largo de todo el recorrido. Llegué la noche anterior. Disfruté del silencio del monasterio en el que me alojé –en mi memoria, siempre presente el silencio nipón- y salí con tiempo para la procesión. Recuerdo cuando vi llegar a los primeros peregrinos. Creían con fervor que los ancestros echaban de menos a sus familiares, por lo que durante la festividad les dedicaban rezos para hacerles más llevadero el tránsito y les invitaban a que regresasen al hogar por una noche. Por eso se esmeraban en limpiar y decorar casas y tumbas con altares de flores, manzanas, miso y campanillas; y por eso, para guiar a los espíritus en su visita fugaz, colocaban linternas de papel caligrafiado y candelas a lo largo del sendero del cementerio. Cuando la noche se apoderó de las ramas más elevadas de los cedros, iniciamos la marcha. Según avanzaba la procesión, la hilera ininterrumpida de velas iba tomando forma. Los fieles –y yo con ellos- las colocaban con esmero sobre su propia cera derretida, prendiendo tanto las que portaban consigo como otras que iba apagando el viento. Lo importante era mantener vivas las miles de llamas que marcaban el camino a los espíritus. De ahí salté a Naoshima, la isla de los artistas. Otro cambio radical, de la tradición ancestral a una modernidad casi futurista. Un proyecto artístico que acoge toda la extensión física del terruño. Tadao Ando fue el encargado de iniciar la armonización de la arquitectura y el medio natural, diseñando unas estructuras casi tan bellas y serenas como el mar que las rodea. No son tan importantes las obras de Monet u otros grandes artistas que se exponen como los espacios que las acogen, empotrados en la montaña. Incluso las casas de pescadores son obras de arte, performances en las que te sumerges para vivir sensaciones inexploradas. Puede pernoctarse en el propio museo o en unas tiendas de campaña mongolas que hay desplegadas en la playa para los escasos visitantes. ¿Qué más se puede decir? Una experiencia única, en toda la extensión del término. La última etapa de mi viaje me condujo hasta el sur del país. Alguien me dijo: no puedes abandonar Japón sin conocer nuestro pasado atómico, has de ir a Hiroshima. Desoyendo a medias la recomendación, opté por Nagasaki. Lo hice por dos motivos: me daba en la nariz que su historia podía resultar muy rica literariamente, por aquello de la fusión de culturas (fue la primera ciudad de Japón que se abrió al comercio exterior; recordad el lamento de Madame Butterfly por el desalmado capitán Pinkerton); y por otro lado, sentía por sus gentes una compasión incluso mayor –si cabe- que por las de Hiroshima. Me parecían los eternos olvidados de la tragedia; su bomba llegó después y hubo muchos supervivientes, lo cual reducía en cierto modo el rango de tragedia. Pero lo cierto es que superaron un drama tan extremo como la propia muerte: seguir viviendo después de lo que había ocurrido. Los miles de supervivientes de Nagasaki no tenían pasado –destruido por la bomba-, ni futuro –abrasado por la radiación-. No tenían trabajos, ni seres queridos. Ni siquiera tenían memoria. Se habían volatilizado las fotografías, los viejos kimonos… Ir allí fue un gran acierto. Un verdadero regalo. Entré en el Museo de la Bomba y me di cuenta de lo poco que sabíamos sobre lo ocurrido, pero sobre todo de que no sabíamos absolutamente nada sobre la admirable respuesta del pueblo japonés ante una desgracia semejante. En Nagasaki no se respiraba odio, ni rencor. No se miraba al pasado, sino al futuro. O, más bien, al ahora. Esa es la palabra clave de los nipones: ahora. El momento de actuar, de hacer lo correcto, y de hacerlo juntos. En 1945, cuando todavía no se había disuelto el polvo del hongo, ya estaban trabajando para salir adelante. Allí no hubo un puñado de héroes. Hubo miles de ellos. Todos los supervivientes lo fueron. Todos sus descendientes lo son, por cómo han asimilado lo ocurrido. Fue entonces cuando surgió la idea de la novela. Dos culturas enfrentadas y una trágica historia de amor nacida en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, que trata de recuperarse en el presente. Una pasión que ni la peor explosión había logrado destruir, narrada con el telón de fondo del debate nuclear más actual. Y me puse a escribir, acompañado de los recuerdos de mi viaje, pinceladas de momentos vividos que llenaban de luz algunas páginas. Cómo iba yo a imaginar, mientras corregía en mi casa el último borrador tras dieciséis meses de escritura, que un terrible terremoto iba a destruir buena parte de ese país que se había convertido en mi verdadero protagonista; y que con ello se reavivaba el debate que yo había suscitado desde la pura ficción. Cuando me enteré de la noticia entré en estado de shock. Tenía ante mí quinientas páginas ya terminadas y una responsabilidad aún mayor. Incluso me planteé dar marcha atrás, pero la historia merecía ser contada. Había surgido del amor por una cultura y de un compromiso: que el recuerdo de las bombas no se desvaneciera entre justificaciones y silencios. Y aquí me tenéis. Novela en mano y hablándoos con toda la emoción del mundo de mi querida galaxia del sol naciente. Este es el Japón que me hechizó. El Japón del presente y el pasado entrelazados. Tras haber convivido en la ficción durante dos años con los héroes de Nagasaki que protagonizan mi novela, me emocionó comprobar que la valiente respuesta del pueblo nipón ante la adversidad sigue viva; me admira el espíritu que les empuja a sacar fuerzas de flaqueza ante las más terribles calamidades. Como el sol naciente de la bandera, venciendo a la oscuridad de las grietas en el suelo y el agua turbia desbocada. Todos hemos sido testigos de tanta nobleza a través de nuestros televisores. Les debemos esa lección magistral de dignidad y respeto. Acordémonos pues de que, cuando amanece a este lado del mundo, en el otro nunca llega a hacerse de noche, porque allí hay un sol siempre naciente. Hace unas semanas tuve la fortuna de regresar. Fui a presentar mi novela al Instituto Cervantes de Tokio y, cómo no, Japón me hizo un regalo. Uno más. Llegué al hotel, deshice la maleta, me asomé a la ventana y todas las flores blancas del cerezo estallaron ante mis ojos. El sakura iniciaba su gran fiesta. Como por arte de magia, la ciudad se llenó de árboles tan poblados que parecían laderas de nieve. Así es este país. Así es la energía que destila. Fluye al unísono de todos los corazones nipones, te inunda y te convence de que los seres humanos, actuando como uno solo, somos capaces de alcanzar cualquier sueño. Cuando Japón te susurre “ven”, no dejes de acudir a su llamada.

 

 

Andrés Pascual, socio de la SGE, es autor de las novelas El guardián de la flor de loto, ambientada en el Tíbet y El compositor de las tormentas, ambientada en Madagascar, ambas de Plaza & Janés.