Benarés, la ciudad imaginaria

Benarés, Varanasi o Kashi ha sido y sigue siendo el principal centro de la cultura hindú, la más india de las ciudades de la India. Indefinible, Benarés parece la materialización de un sue­ño. Ciudad paradójica y extrema, se diría parte de un mundo onírico más que del mundo ordinario que la rodea. Su capaci­dad de asombrar no tiene límite. Benarés es una ciudad a la que nunca se llega a conocer por completo.

¡Varanasi Kshetré… kaliyugé…! En Varanasi, en el Kali Yuga… Los mantras resuenan en el pequeño templo de Kashi Devi, la Diosa Kashi. Porciones de los cuatro Vedas son recitadas por pándits y estudiantes tradicionales. El Sama Veda, el Veda de los Cánticos, me llega especialmente al alma. Seguramente la música más antigua de la que tengamos constancia, sus inflexiones son el origen de la música clásica india, e incluso traen reverberaciones de algunos cantes flamen­cos (no olvidemos que los gitanos proceden de la India). Los pándits dirigen los complejos rituales, y se baña la imagen de la diosa con distintas sustancias: agua del Ganges (gangajah), desde luego, pero también leche, yogur, ghi, miel, azú­car, perfume… Luego se la viste con un sari y se le entregan materiales para su maquillaje: espejo y peine, pulseras, barra de labios, kájal para los ojos, mehandi para las manos y pies, perfume…

¿ESTÁ ESTA CIUDAD EN ESTE MUNDO?

Kashi (el nombre tradicional de Benarés o Varanasi) ha sido siempre un gran centro –probablemente el mayor– del hinduismo y de los saberes de la civiliza­ción hindú: sánscrito, gramática, filosofía, astrología, ritual, medicina, espiritua­lidad… Kashi Devi es una representación antropomórfica de la fuerza (shaktí) que la ha hecho posible, de la luz o gracia divina “especializada” o concentrada” en esta ciudad. El templo de Kashi Devi es un pequeño templo de barrio, y Kashi Devi es una diosa poco conocida. Sin embargo, hoy es el día de su fiesta anual, y los habitantes del barrio han decorado el templo con muchísimas ramas de Ashoka y otras plantas, y numerosas guirnaldas de flores. El templo, al que se accede hoy a través de un pasadizo cubierto de hojas, parece ser una cueva vegetal, recordándonos que antiguamente esta ciudad se designaba como Anan­davana, “el Bosque de la Felicidad”.

Estamos en el sagrado mes de Sawan, uno de los meses del monzón. En este mes Varanasi se llena de peregrinos, ya que es una época de poco trabajo para los campesinos. Se ven por todas partes grupos de kumwariá, en su mayoría jó­venes, pero a los que cada vez más se unen chicas, mujeres y personas mayores. Los Kanwarid son en su mayoría yádaws,miembros de una casta de ganaderos y agricultores que forman una de las comunidades principales de Uttar Pradesh, el estado en el que se encuentra Benarés. Vestidos de naranja (el color de la renuncia, usado por sadhus y peregrinos), recorren el norte del país descal­zos, llevando con gran fe agua del Ganges de un lugar de peregrinación a otro. Uniendo así religión, diversión y aventura, salen del pueblo y ven mundo, y esta interrupción en el ciclo de su vida cotidiana y rutinaria les da fuerzas para afron­tar las dificultades del año siguiente. Las calles se llenan de grandes multitudes de color naranja, y se oye continuamente su “grito de guerra”, formado por dos nombres de Shiva: “Har Har Mahadev!”.

Volviendo de la puja a nuestro barrio en un rixa, nos vemos sumergidos en el caos del tráfico cotidiano: motos, bicis,rixas, autorixas, coches, autobuses, carri­coches de todo tipo… En las calles estrechas, los cada vez más numerosos au­tomóviles deben conducir al ritmo de los rixas, los triciclotaxis que constituyen el modo de transporte más popular de la ciudad, y los peatones deben buscar su camino entre todo esto, pues la inexistencia de aceras les obliga a compartir su espacio con los vehículos. Con los vehículos y con los animales, pues aquí y allá una vaca se sienta en medio de la calle, impasible, mientras contempla con indi­ferencia yóguica el remolino del samsara a su alrededor. Todo sería soportable si las motos y los coches no se sintieran obligados a pitar continuamente para ha­cer saber al mundo de su presencia. Los escasos policías de tráfico apenas hacen nada, salvo lograr un sobresueldo cobrando a los que quieren entrar en zonas restringidas o a cambio de no poner una multa. Verse atrapado en un atasco, sin poder apenas moverse, rodeado de ruido y humo y agobiado por el intenso calor es una buena representación moderna de los infiernos puránicos.

Benarés tiene una gran densidad de población. Como todas las ciudades de la India, ha crecido mucho en las últimas décadas. Pero, aparte de su población fija, tiene una inmensa población flotante. Peregrinos de todas partes del país acuden en todas las épocas, aunque sobre todo en los grandes festivales. El crecimiento económico y los medios de transporte modernos han hecho mu­cho más fácil la peregrinación, antiguamente una empresa dura y peligrosa de la que no se sabía si se volvería. Pueblos enteros alquilan un autobús, recorren miles de kilómetros, duermen en dharamshalasbaratas, se bañan en el Gan­ges para purificarse, tienen el darshan de Vishwanath (el “Señor del Univer­so”, el principal templo de Shiva en Kashi) y en otros templos, hacen unas pequeñas compras y vuelven a su pueblo inmensamente satisfechos. Espe­cialmente numerosos desde hace unos años son los peregrinos de los estados del sur, sobre todo Ndhra Pradesh, que se concentran en las callejuelas de mi barrio, haciendo difícil el tránsito peatonal. Hablan un idioma muy distinto, no les gusta la comida local y desconocen muchas costumbres, pero no se sienten en un país extranjero. Están en Kashi, se bañan en Gangá –unos nombres que han oído desde que eran pequeños-, realizan unos rituales acompañados de mantras sánscritos como los que se hacen en su región: están en casa.

Aunque siempre tuvo visitantes extranjeros, el flujo importante de turistas empezó a finales de los sesenta del pasado siglo, cuando los hippies viajaban por tierra desde Europa hasta India, pasando por Turquía, Irán, Afganistán y Pakistán, en un viaje iniciático –pero que sería infernal para algunos –que tenía Katmandú en Nepal como final de recorrido. Los vuelos baratos a par­tir de los años ochenta incrementaron el número de visitantes, y hoy en día, cuando las modas culturales obligan a viajar –sin importar a menudo adón­de-, India es un destino clásico, incluido en todas las agencias de viajes. Tu­ristas de todos los países, en su mayoría europeos pero también americanos, israelíes, australianos, japoneses, tailandeses y coreanos, llenan los hoteles de lujo del extrarradio y las pensiones baratas que jalonan el río. La temporada alta es durante la época de buen tiempo, de octubre a marzo, aunque mucha gente viene también en los meses calurosos por compulsiones laborales. Los turistas, vestidos de manera estrafalaria –son fácilmente localizables a distan­cia sólo por sus atuendos-, forman pues ya parte del paisaje de esta extraña urbe unos cuantos personajes estrambóticos más en medio de otros tantos, aceptados por esta ciudad conservadora que es el centro de la ortodoxia pero también es enormemente tolerante. A su alrededor pululan los comisionistas y pícaros de todo tipo, los cuales, tras enseñarles algunos lugares, les llevarán a una tienda de sedas “de su primo” donde reciben comisión.

LOS GHATS

Benarés es famosa en todo el mundo por sus Ghats, los escalones que a lo largo de todo su frente fluvial, bajan hasta el río. Pero no menos asombrosa es toda la ciudad antigua, estructurada según un inextricable laberinto de calle­juelas (gali). Sin ningún plan ni lógica aparente, las callejuelas avanzan rectas un tramo, luego tuercen de pronto para esquivar una casa, para ir a morir en otra que se dirige a algún sitio desconocido. Las pocas calles “anchas” que atraviesan la ciudad antigua fueron construidas por los ingleses hace ape­nas un siglo. Y estas callejuelas rezuman una vida exuberante. Para muchas personas, su universo se reduce a este tejido peatonal de callejas, donde se encuentran todo tipo de tiendas y negocios. Este es el terreno donde todos se juntan: brahmanes y barrenderos, ricos y pobres, matronas y prostitutas, an­cianos y niños, sadhus e ingenieros. No creo que ningún habitante de la ciu­dad conozca todas sus callejuelas; normalmente, uno conoce la de su barrio, más unos cuantos recorridos fuera de él. Pero uno de los placeres de Benarés es caminar por sus callejuelas sin rumbo, hasta perderse, y entonces uno descubrirá rincones y aspectos nuevos de esta ciudad de inagotables secretos.

Cuando voy a España me sorprende que, en las calles, todo el mundo va a algún sitio. Aquí no, aquí hay gente que camina para ir a algún lugar y otros que simplemente “están”, los que usan la calle como morada y no como lugar de tránsito para llegar a otro sitio. La vida transcurre aquí lentamente, sin prisas, sin que sea considerada un camino para ir adelante, para ir a otra parte supues­tamente mejor. En la vida, en la callejuela, uno simplemente está, tranquilo y sin tensiones, satisfecho con uno mismo y con el mundo, saboreando lo que uno es, lo que la vida es.

Numerosos templos y templillos jalonan todo el pakká mahal (la zona antigua), sirviendo como referencias para orientarse. Hay templos a casi todas las divini­dades, pero Benarés, ciudad de Shiva, tiene sobre todo shivalingas,muchísimos shivalingas, la forma más cercana a lo que no tiene forma, el símbolo abstracto de Shiva –al que es imposible separar de su esposa Párvati, su energía (bhakti)-. Según el Linga Purana (1.19.5): “Shiva carece de todo signo (linga). Mahadeva (el Gran Dios), si bien desprovisto de linga (signos), mora en el linga”. Hay lingas enormes en grandes y hermosos templos, y pequeños lingas en templillos y hornacinas por todas partes, que parecen brotar espontáneamente del suelo. Por otra parte, todos los tirhas (lugares de peregrinación) tienen un “reflejo”, una “representación” en Kashi. Es así posible ir de peregrinación sin salir de la ciudad; por ejemplo, se puede tener el darshan de los doce lingas de luz, los do­ce jyotirlingas cuyos originales están dispersados por toda la India.

Más el universo mental índico no considera sólo a los dioses y los hu­manos, sino que da también un espacio honorable a los animales en su sociedad. Por las callejuelas se pasean así, con todos los derechos todos los animales capaces de convivir con el hombre. Las vacas, presentes en casi todas las ciudades indias, son aquí más numerosas. Enormes toros con joroba avanzan a sus anchas, tranquilos pero fir­mes, y uno, acostumbrado a otra clase de toros, se pregunta cómo pueden ser tan pacíficos unos animales de tanta fortaleza. Oca­sionalmente llega un rebaño de búfalas, al cargo de un niño, y todo el mundo debe pegarse contra el borde de la calleja para dejarles pasar. Los perros están por todas partes, descastados, sarnosos y desprecia­dos, pero libres para pasearse a sus anchas e intentar encontrar algo de comer en una ciudad pre­dominantemente vegetariana. Las cabras y machos cabríos, cómica­mente vestidos en invierno con algu­na tela, son abundantes. Los burros, bastante más pequeños que en Eu­ropa, son utilizados para llevar pe­queñas cargas. Ocasionalmente se pueden ver elefantes, dando solem­nidad y grandeza a una procesión religiosa o alguna boda de lujo. Las ratas se pasean a sus anchas entre los abundantes desperdicios, y algu­na vez una ardilla desciende de un árbol para darse un paseo por entre las casas. También, de vez en cuan­do, se ve atravesar la calle a una mangosta, a las que a veces la gente alimenta con leche, pues les protegen de las serpientes a las que son capaces de vencer en combate. Los monos sólo bajan al suelo ocasionalmente para robar lo más rápi­damente posible alguna fruta o verdura, y vuelven enseguida a su reino en los te­jados y terrazas. Allí son ellos quienes dictan la ley. Saltando con enorme habili­dad de una terraza a otra –nunca he visto caerse a un mono-, ensucian y rompen, destrozan y roban la ropa tendida y asustan a los niños. En las zonas donde viven, para salir a la terraza es imprescindible llevar un palo. Recuerdo una vez en que nos dejamos la puerta de la terraza abierta, y nos encontramos diez monos en la cocina arramblando con todo producto comestible…

PALACIOS, TEMPLOS Y MANSIONES

Caminando por las callejuelas, uno no puede por menos que sorprenderse por la belleza de las casas y mansiones antiguas. Las casas más antiguas apenas cuentan con poco más de doscientos años, cuando los marathas –el poder in­dio dominante justo antes de la colonización inglesa- construyeron palacios, templos y mansiones con la piedra rojiza de las canteras de Chunar, con una arquitectura austera pero noble y majestuosa. Poco más tarde, los terratenientes y letrados bengalíes construyeron muchas mansiones en estilo anglo-indio, más aireado, con arcos y columnas. La ciudad se encuentra ahora en un evidente estado de decadencia arquitectónica. Uno no puede menos que preguntarse cómo sería la ciudad en esta su reciente época de esplendor en el siglo XIX. Los edificios notables están, casi todos, abandonados a su suerte. A menudo reparti­dos entre innumerables herederos, llenos de inquilinos, su belleza despreciada o ignorada, se van degradando poco a poco -y el clima es aquí extremo y corro­sivo- hasta que son reemplazados por construcciones modernas, chillonas o sin gracia. Cuando paseo por las callejuelas antiguas, nunca puedo evitar pensar en lo impresionante que sería Benarés si su patrimonio arquitectónico se conserva­ra y renovara a gran escala.

En esta época tardía de esplendor eran famosos los raís, aristócratas con más o menos fortuna pero de cultura refinada. Viviendo en amplias mansiones, orga­nizaban conciertos de música y baile, reuniones de poetas, fiestas religiosas y de todo tipo… Ellos fueron, en gran parte, los que permitieron que la cultura prosperase en el Benarés del siglo XIX, en plena colonización inglesa. Benarés ha sido siempre uno de los centros importantes de aprendizaje de la música, y aún ahora hay en la ciudad un gran número de artistas de primera fila. Eran también famosas las baijis, las refinadas bailarinas y cantantes de Benarés, a menudo también cortesanas. Bhartendu Harischandra (1850-1885), de una fa­milia de raís, fue el primero en utilizar el hindi escrito en alfabeto devanágari como medio para la literatura moderna, el teatro y el periodismo, en una carrera prometedora que su muerte cortó en seco. Más tarde, Prenchand (1880-1936), seguidor de Gandhi, que era de un pueblo cercano y vivió en Benarés muchos años, utilizó el hindi moderno para describir la vida de gente muy distinta: los campesinos pobres, la gente sencilla, los despreciados.

Los reyes y aristócratas marathas –y muchos otros príncipes, hindúes y musul­manes, que a menudo se construían palacios en la ciudad- trajeron consigo a músicos y artistas, así como muchos pándits, eruditos brahmanes expertos en las escrituras. De la misma manera, muchos brahmanes de distintas regiones del país acudían a aprender sánscrito y todo el saber escrito en esta antigua lengua a Kashi, y a veces se quedaban aquí en los barrios de su comunidad lingüística. Hay así en Benarés barrios formados por gente procedente de casi todas las re­giones del país: bengalíes, viráis, gujaratis, tamiles, andhras, marathis, marwaris, sindhis, e incluso nepalíes. Sus miembros mantienen sus costumbres y se casan entre ellos, conservando su cultura propia en una ciudad que las acepta todas.

También son muy numerosos en la ciudad antigua los miembros de castas co­merciantes, así como de castas (jatis) y comunidades dedicadas a distintas artes y oficios: los yádavs (ganaderos), los malas (barqueros), los sonars (orfebres), los julahás (tejedores), los nais (peluqueros), los dhobis (lavanderos), los chamars (tra­bajadores del cuero), los bhangis(barrenderos), los doms (cremadores), etc. Cerca de las universidades -¡Benarés tiene cinco universidades!- y en las partes modernas de la ciudad viven capas más modernas, más independientes de su comunidad de origen y menos relacionadas con la vida tradicional de la ciudad. En esas zonas sur­gen hoy en día, como en el resto de la India, los centros comerciales como hongos.

LA BENARÉS MUSULMANA

Cubriendo casi un tercio de la población, los musulmanes representan una muy importante minoría en esta ciudad símbolo del hinduismo (¿podríamos imagi­nar que La Meca o Roma tuvieran un 30% de la población de otra religión?). Una gran parte son tejedores, que por muy poco dinero tejen día y noche en sus telares los famosos saris de seda de Benarés, que toda novia desea vestir el día de su boda, pero que son generalmente vendidos por comerciantes hindúes.

Desde muy antiguo Varanasi es un gran centro de los tejidos de seda, y los saris y brocados que aquí se fabrican exhiben elaborados diseños que nunca se repi­ten. Si bien suele haber una cierta tensión de fondo entre las comunidades hin­dú y musulmana, y hace unas décadas eran comunes los toques de queda para impedir que las ocasionales reyertas entre las dos comunidades se extendieran más allá de todo control, en los últimos años la convivencia es modélica, y son comunes los actos a favor de la paz comunal a los que acuden líderes importan­tes hindúes, musulmanes y cristianos (una pequeña minoría en Benarés). Esta paz ha sido mantenida incluso cuando, en varias ocasiones en los años recientes, Benarés ha sufrido atentados de islamistas radicales con bombas en templos y otros lugares.

Todas estas condiciones y circunstancias especiales hicieron que Benarés fuera una ciudad cosmopolita y con una cultura propia, muy diferente de la de otros lugares del entorno regional en el que se encuentra. Enormemente satisfechos de vivir en el “centro del mundo” y de tener asegurada su salvación tras la muer­te, los banarsis acuden en gran número a los templos, pero gozan de los place­res de la vida sin ningún recato. Despilfarran el dinero en todo tipo de fiestas (y en Benarés hay fiestas casi todos los días del año…), tienen tiempo para charlar sin fin en los tenderetes de té o simplemente en medio de la calle, mascan sin cesar pan (betel) con tabaco (el pan de Benarés es famoso en todo el país), jue­gan a las cartas, hacen volar cometas (el cielo en invierno está cubierto de pe­queñas cometas de colores) y palomas desde las terrazas de las casas, consumen thandai, una preparación de leche almendrada a la que se añade blang, una pasta a base de marihuana, y se estrujan los sesos pensando en mil maneras de ganar el dinero necesario para sobrevivir sin tener que trabajar mucho… Esto se llama mastí (palabra con el mismo origen que la castellana “ca­chondeo”), esto es, la capacidad de estar contento y divertido, despreocupado y alegre, sin importar mucho las circunstancias. Desde luego, el mundo moderno y sus exigencias económicas han supuesto un duro golpe para esta forma de vida. La creciente carestía de los productos más básicos hace que casi todo el mundo deba pasarse la vida corriendo para ganar, honradamente o no, mucho más dinero del que antes hacía falta. La televisión uniformiza a todo el mundo y hace disminuir la cohesión social, el alcohol sustituye cada vez más al thandai, provocando más violencia, y la heroína se encuentra sin problemas.

Sin embargo, aun así la cultura de diversión y despreocupación está muy pre­sente en la ciudad. Lo cual es bueno, desde luego, para holgar y pasarlo bien, pero no cuando uno necesita que le hagan algún trabajo. Los mistris (albañiles, carpinteros, fontaneros, etc) vienen cuando quieren, y hay que vigilarlos de cer­ca para que trabajen; el sentido de la puntualidad y el trabajo bien hecho brillan a menudo por su ausencia; las cosas siempre se entregan más tarde de lo acor­dado; hay que revisar muy bien todas las facturas para que no nos claven dinero de más. Las comisiones de todo tipo rigen la economía de la ciudad, y numero­sas personas viven de rascar pequeñas comisiones aquí y allá, o bien grandes co­misiones o sobornos cuando su puesto se lo permite. Si a esto le añadimos que la electricidad se corta periódicamente varias veces al día, que el suministro de agua sólo funciona unas pocas horas y su regularidad es incierta, que para pelear y hacer grandes esfuerzos, y que el clima es extremadamente caliente durante una gran parte del año, veremos que la vida en esta excéntrica ciudad es dura. Los banarsis, sin embargo, no se ponen nerviosos por estos inconvenientes de la vida y, dejándolo todo en manos de Dios, viven en general relajados y contentos en medio de sus numerosos problemas.

UNA CIUDAD ILUSTRADA

Kashi ha sido siempre la ciudad del sánscrito, la ciudad de las ciencias tradicio­nales. No la única, pero sí la más importante y prestigiosa. Estudiantes de todo el país acudían aquí a recibir enseñanza de un pandit, un erudito en las escritu­ras. El estudio no se realizaba en escuelas o universidades, sino que el estudian­te vivía en casa de su maestro, donde recibía comida y alojamiento a cambio de su servicio. Viviendo con su maestro, el estudiante absorbía como por ósmosis la lengua el pensamiento y la forma de vida. Acabados los estudios, debía ofre­cer a un maestro un regalo como pago por sus estudios, la “guru dakshind” y retornaba a su ciudad para casarse y emprender la vida familiar. Varanasi, Kashi, siempre ha tenido numerosos pándits especializados en diversos aspectos del conocimiento tradicional: gramática sánscrita (vyakarana), ritual (karmakanda), filosofía (darshana), astrología (jyotisha), medicina (ayurveda)… Benarés era un lugar donde se discutían las diferentes interpretaciones de las escrituras y donde cada escuela exponía su punto de vista. Cuando surgía alguna diferencia de opinión importante sobre algún punto de las escrituras (sastras), se convoca­ba un shastrartha, un debate en el que dos o varios pándits discutían en sánscri­to, y unos jueces emitían su veredicto sobre quién había resultado vencedor. En una tradición que admite muchos caminos e interpretaciones las diferencias se arreglaban de esta manera.

Hoy en día, sin embargo, la cantidad y la calidad de los pándits ha bajado bas­tante, pues apenas cuentan con estima social y modos de vida en el mundo moderno, salvo ser profesores en la universidad o en alguna escuela védica. En estas escuelas védicas (aún hay bastante en la ciudad), jovencitos brahmanes –normalmente de familia pobre, pues los de más medios estudian profesiones modernas- aprenden a recitar los versos del Veda, conservando perfectamente la pronunciación y entonación. El Veda es apaurusheya (de origen “no huma­no”), y debe ser conservado en toda su pureza para las generaciones futuras. Es de señalar que, a diferencia de otras religiones, el Veda no es un libro, sino una recitación: de hecho, no se consignó por escrito sino mucho más tarde en la historia.

Otro personaje típico de la ciudad es el sadhu, el asceta. Vestidos con dos o tres trozos de tela ocre o naranja, con largas melenas y barbas enmarañadas o la ca­beza afeitada, solos o en grupo, su presencia es tan necesaria en la ciudad como la de las vacas. Todas las órdenes de ascetas tienen algún centro en la ciudad, “monasterios” (math) donde van y vienen lossadhus y visitan los devotos. Los sadhus más numerosos son los dashanamis que fundó Shankaracharya. Los aris­tocráticos dandis, llevando en toda circunstancia un bastón o palo sagrado, son numerosos en Kashi. Más nómadas, losnagas acuden sobre todo en las épocas de grandes festivales religiosos. Pertenecientes a una orden fundada para prote­ger al hinduismo en épocas difíciles de persecución, recibían un entrenamiento militar. Hoy en día este aspecto ya no es importante pero son adiestrados para tener una gran fortaleza física y soportar condiciones muy duras y grandes pena­lidades. En ocasiones, los Ghats se cubren de campamentos de nagas, semides­nudos salvo por la ceniza con que se cubren el cuerpo, a menudo fumando chi­lans (unas pipas cónicas) de hashish desde las primeras horas de la mañana sin que esto parezca afectarles. También hay sadhus visnuitas, tántricos, vedánticos, practicantes del yoga o de extrañas disciplinas. Sadhus intelectuales, conocedo­res de los matices de las escrituras; sadhus de camino devocional, entregados a adorar a su divinidad favorita cuyo rostro intentan ver en todas las cosas, sadhus de gran disciplina que practican muchas horas al día ejercicios de yoga y medi­tación; sadhus que siguen vías asociales, extremas y a contracorriente;sadhus “hippies”, perezosos y rozando la locura: hay sadhus de todo tipo y condición.

GANGÁ, VIDA Y MUERTE EN EL RÍO

Se considera que Kashi es el mejor lugar para morir. Al que muere en su ciudad, Shiva le da el Tárak Mantra, el mantra que le permitirá liberarse de las ataduras que le ligan al samsara, al mundo del devenir, de las apariencias. En cualquier sitio de la ciudad en todo momento, puede uno cruzarse con una procesión fune­raria que se dirige al crematorio. Todo habitante de Benarés sabe entonces que, algún día, será él quien ocupe el lugar encima de las angarillas. Para un anciano amigo mío, que había tomado el voto de no salir nunca de Kashi, era una tradi­ción de su familia. Su padre, sintiéndose enfermo, tomó desde Bihar un tren pa­ra Varanasi. Nada más llegar se dirigió al borde del Ganges, y allí expiró antes de media hora. En dos lugares al borde del río se queman noche y día los cadáveres. Este aspecto de la ciudad es el que más sorprende a los extranjeros. Toda agencia de viajes debe forzosamente incluir en su programa una visita al crematorio, que ha sido convertido así en una atracción turística. Pero la “ciudad de la muerte” es una ciudad llena de vida, y el hecho de haber integrado a la muerte, de conside­rarla como algo normal y cotidiano, quizás le haya permitido afrontar la vida con entusiasmo y despreocupación.

Benárés no sería tal si Gangá no le diera vida. Acariciando el frente de la ciudad, ha permanecido ceñida a él desde tiempo inmemorial, sin abandonarla nunca, sin cambiar de rumbo como es normal que los ríos hagan periódicamente en muchos lugares. Gangá, amada y reverencia­da hasta el punto de haberse con­vertido en un símbolo de la civili­zación india, es sagrada en todo su recorrido, pero llega a su cénit en Kashi. “Gangá, Shiva y Kashi donde está esta trinidad, allí se encuentra la perfecta felicidad”, dice el Kas­hi Khanda (35.19), un antiguo texto que describe y ensalza la ciudad.

Este año las lluvias son abundantes, y el río está muy crecido. Los esca­lones que descienden hasta él (los famosos ghats) son devorados uno a uno por las aguas –que a veces cre­cen a ojos vista- y amenazan con entrar en la ciudad. Pero ésta está construida sobre un acantilado que se eleva sobre el río, y, aun cuando haya inundaciones en los alrededores, no suele haberlas en Benarés. El río Gangá cubre las are­nas de enfrente y se muestra sublime y majestuoso, su corriente arrastrando todo lo que se ponga en su camino. Da gusto verle ahora, pues en invierno su estado empieza a ser patético: sus aguas muy disminuidas por inmensas presas en el Himalaya y por los numerosos canales que llevan el agua para regadío, su corriente es mucho más lenta que antes, lo que hace que la gran contaminación que sufre sea mucho más visible.

Que la Madre Gangá, honrada y ensalzada a lo largo de toda la historia de la civilización india, se vea ahora reducida a ser un río enormemente polucionado es una más de las paradojas de la India moderna, que con una mano adora al río y con la otra da prioridad a su utilización con fines pragmáticos. Una contradic­ción más en este país que soporta sin inmutarse todas las contradicciones. Tras el rotundo fracaso del Ganga Action Plan, comenzado en 1986, el gobierno está ahora preparando un ambicioso nuevo plan para limpiar de polución los ríos de toda la cuenca del Ganges. El tiempo dirá si tiene éxito.

Hoy, la ciudad sufre muchos problemas, y es mucho menos tranquila que la Benarés que conocí hace varias décadas. La superpoblación aumenta, el tráfico es terrible y ruidoso, las callejuelas se ven invadidas por motos que se abren camino a bocinazos… Por otra parte, el aumento del turismo y la mayor capa­cidad económica de los peregrinos han causado una gran comercialización de la ciudad. Gangá –sin cuya presencia Benarés no tiene sentido-, tan venerada, sufre una gran contaminación. El cuidado del inmenso patrimonio cultural y arquitectónico brilla por su ausencia, y la ciudad se degrada a ojos vista. Oca­sionalmente me sorprendo con pensamientos de escapar a otro lugar más tran­quilo. Pero se dice que es más fácil que un niño vuelva al vientre de su madre que quien ha vivido en Benarés y se ha dejado atrapar por su atmósfera pueda abandonar la ciudad.

Ciudad cosmopolita y aldea rural, dura y divertida, hermosa y repulsiva, es­pléndida y cutre, luminosa y mórbida, virtuosa y corrupta, simple y retorcida, refinada y tosca, pacífica y violenta, sucia pero pura, generosa y cruel, ascética y hedonista, religiosa y pecadora, espiritual y oscura… ¿Hay alguna ciudad más paradójica sobre la faz de la tierra? En cualquier caso, nos atraiga o repela, una cosa se puede asegurar: ¡en Benarés nadie se aburre! ●

Álvaro Enterría es escritor y reside en Benarés desde 1989 donde tiene con su socio Dilip Kumar Jaiswal la librería y editorial Indica Books. Es autor de diversas guías y obras sobre el país, entre ellos “Benarés, la ciudad imaginaria” del de que están extraídos estos textos (Olañeta. Indica Books. 2012), un volumen que recoge textos de diversos autores conocedores profundos de esta ciudad. Su obra “La India por dentro. Una guía cultural para el viajero” (Olañeta e Indica Books) acaba de ser reeditada en España.