¿Arqueólogos o cazatesoros?

El caso Odyssey, el más mediático y representativo, es la mejor muestra con que nos encontramos en la actualidad. La empresa cazatesoros norteamericana localizó en 2007, a poco más de 1.000 metros de profundidad, los restos de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida por una escuadra británica, en 1803, en la batalla de Santa María, frente a las costas de Cádiz. Se sabía, por las crónicas de la época, el lugar exacto donde había tenido lugar la batalla, y, por los manifiestos de embarque, la fastuosa carga que transportaba desde Montevideo con destino a la Hacienda Real española. Los expertos de Odyssey, sería injusto negarlo, invirtieron tiempo y dinero en la localización del navío, pero lo encontraron. Solo cometieron un pequeño error, mentir sobre la identidad del pecio, su ubicación, que afirmaban se encontraba fuera de las aguas jurisdiccionales de cualquier país, y la carga del mismo. Y es que en ningún caso había obtenido el permiso del Gobierno español para “rescatar” el tesoro perdido de la “Mercedes”.

El resultado es prácticamente sabido por todos: después de años de litigio en los tribunales, el pasado año el tesoro de la fragata llegó por fin a España. Entre otros elementos, cientos de miles de monedas de plata están expuestas en el Museo de Arqueología Subacuática de Cartagena (ARQUA) y el Museo Naval de Madrid, al tiempo que una exposición temporal relata la desgraciada historia de la fragata en el Museo Arqueológico de Madrid. Los bienes materiales se han recuperado, pero los restos, la historia, el testimonio, el contexto de un yacimiento arqueológico submarino, se han perdido para siempre.

Este es el auténtico problema al que se enfrentan los estados a la hora de defender su patrimonio arqueológico subacuático. Como bien denuncia Javier Noriega en su interesante artículo digital Tesoros y naufragios. Pecios españoles: la principal diana de los cazatesoros en el mundo”, los cazatesoros localizan los pecios antes que los arqueólogos, y su “burda actuación contamina para siempre el yacimiento arqueológico: Buques punteros en su momento, complejos sistemas de arquitectura naval que reflejaban lo mejor de la ingeniería, la intelectualidad y el I+d+i de un pasado histórico, quedan destruidos para siempre”. Los cazatesoros no van detrás del conocimiento ni la contextualización histórica. No ven el pecio como un conjunto arqueológico, como una historia, ni como un yacimiento que protege la ley. Tratan la mercancía de manera aislada porque tan solo les interesa el metal precioso de la carga.

Nuestro país supone un caso excepcional en materia de patrimonio arqueológico submarino. Como consecuencia del tráfico comercial con América y de los años de hegemonía en el mismo, miles de barcos que enarbolaban bandera de la Corona Española en el momento del naufragio, se hundieron diseminados en diferentes mares. Hasta principios del siglo XX, estos pecios estaban protegidos para la ciencia y para la humanidad por la propia inaccesibilidad de los lugares en los que se encontraban. Pero, en los últimos años, tecnología y conocimiento se han aliado a favor de los llamados cazatesoros, para muchos auténticos “ladrones de la historia”, que en cada uno de sus denominados “rescates”, se esfuerzan en la consecución de los bienes materiales como un puro objeto comercial, destruyendo uno tras otro los principios de la arqueología de documentación, la que permite ofrecer respuestas y la que proporciona el conocimiento de la época.

Son contadas las excavaciones arqueológicas sistemáticas que se han realizado en el mundo sobre los galeones españoles, hundidos tras violentas batallas o desgraciadas catástrofes naturales que sepultaban en el fondo marino vidas y mercancías, más valiosas con el paso del tiempo. Sin embargo, es fácil encontrar la destrucción sistemática de yacimientos arqueológicos por parte de estos “piratas del siglo XX” en los lugares más insospechados del mundo. La recompensa incentiva la inversión y por ello se organizan en lobbies y contratan a documentalistas para que revisen los archivos españoles en busca de manifiestos de embarque y asientos que hablen de “naufragios con oro y plata”. La base de operaciones de los míticos buscadores de tesoros norteamericanos no son las soleadas playas de Florida o República Dominicana, sino los archivos de Indias, Simancas o Viso del Marqués. De hecho, el Archivo de Indias, con sus más de 43.000 legajos, 80 millones de hojas, 8000 mapas y ocho kilómetros lineales de estanterías es la fuente más exhaustiva y completa de pecios españoles en ultramar. Desde él, presuntos investigadores llevan trabajando para el “mejor postor” desde hace cuarenta años.

Las actividades de los actuales cazatesoros comenzaron aproximadamente a mediados del siglo XX, en los cayos de Florida, donde algunos de los galeones sumergidos por los temporales eran visibles desde la misma superficie. Quizá haya que buscar a su máximo antecesor en Asa Tift, el mayor conocedor de la enorme cantidad de naves españolas hundidas en aguas de Florida y “el mayor rescatador” del siglo XIX. En la década de los 70, el recientemente fallecido Teddy Tucker, considerado como uno de los padres de los cazatesoros, se convirtió en el ejemplo vivo de ese “sueño americano” a costa del oro de los galeones españoles. “Si vivías en la Florida y tenías un equipo de buceo, explorando en tus vacaciones podías tener un golpe de suerte y hacerte simplemente millonario”, relata Javier Noriega. El oro y los galeones españoles se convirtieron también en el modus vivendi de Mel Fisher, cuya exitosa imagen inspiró la película Sueño de oro, la historia de Mel Fisher; o de Kip Wagner, con el que se repartía los pecios españoles y quien se hizo famoso por sus búsqueda en los llamados Bajíos de la Plata, en República Dominicana, o los pecios españoles de la Urca de Lima.

Pero el mito del galeón español traspasa el ámbito americano. Por poner un ejemplo, la nave Gerona, procedente de la histórica Armada Invencible, también fue objeto de historias de cazatesoros. Un temporal la hizo zozobrar, junto a otros navíos, en 1588. En 1967, y tras 6.000 horas de trabajo, Robert Stenuit consiguió extraer de su interior miles de monedas de oro, cruces de Malta, una joya de la Orden de Alcántara, candelabros y cadenas de oro. No hablamos de actuaciones clandestinas; Steneuit, como Fisher y Tucker, se refería con orgullo a sus descubrimientos en programas televisivos y entrevistas allá donde se le reclamaba, y todos ellos ostentaban un aura a medias entre el arqueólogo vocacional, el explorador, el buscador de tesoros y, para algunos, el profanador de tumbas.

El salto continental desde las cálidas aguas de Florida no ha sido casual. Cuando se agotaron los pecios localizados en aguas poco profundas, los cazatesoros se han desplazado a las zonas donde aún se encuentran, sin protección ninguna, muchos de estos pecios de las flotas de Indias. Y no olvidemos que uno de los principales “cementerios” de galeones repletos de oro y plata son, por supuesto, las costas españolas… exactamente, donde la Odissey encontró los restos de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes.

¿Y por qué sin protección? Si el patrimonio arqueológico ha tardado en gozar de figuras de protección, el patrimonio arqueológico sumergido, por su inaccesibilidad, el desconocimiento de la mayoría de sus enclaves y la dificultad de clarificar la propiedad del pecio (¿la bandera del barco o la del país donde reposa?), ha tardado mucho tiempo, quizá demasiado, en despertar la atención de los organismos administrativos. No sería hasta el año 2001 cuando la UNESCO promulgara una ley con objeto de defender cualquier rastro de existencia humana que tenga una carga cultural, histórica o arqueológica y haya estado bajo el agua durante 100 años. La ley aboga por poner en común los intereses de los países “propietarios” de los barcos, y los de los países que albergan los pecios mediante la cooperación científica, tratando de poner en manos de sus ciudadanos y del mundo entero lo que hasta el momento ha sido privativo de unos pocos, los que comerciaban con las espectaculares riquezas de los pecios en el mercado negro o los de quienes las incorporaban a sus colecciones privadas.

El caso Odyssey, ocurrido en el 2007, ha planteado un punto de inflexión en España.

La sentencia judicial obligó a la empresa cazatesoros a devolver al Estado Español las riquezas de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes.

En esta ocasión, la documentación y los informes procedentes del Museo Naval de Madrid fueron claves en la batalla legal consiguiente, así como el precedente de la Juno, una fragata de 34 cañones que se hundió poco después de zarpar de Veracruz en el año 1802, y cuyos restos fueron expoliados por la empresa cazatesoros Sea Hunter, antes de que, en 2002, la Corte Federal de los Estados Unidos reconociera definitivamente los derechos legítimos de España sobre este navío. Quizá estas decisiones judiciales recientes, esta capacidad de influir en la recuperación de la Historia, con mayúsculas, sea lo que haya impulsado a la Armada Española a la creación de una base de datos para registrar todos los naufragios de los que tiene constancia en sus archivos navales, con el fin de realizar futuras investigaciones sobre la búsqueda e identificación de pecios y como medida preventiva para proteger el patrimonio subacuático de la amenaza del expolio. El proyecto, un acuerdo de colaboración entre los ministerios de Defensa y Cultura, comenzó en 2011 y, hasta el último trimestre de 2012 había identificado un total de 1.580 naufragios, sufridos tanto por buques españoles en cualquier parte del mundo como los de otras nacionalidades hundidos en aguas jurisdiccionales españolas.

Como era de prever, el mayor número de pecios se concentra en las costas de la península Ibérica y del Caribe, consecuencia del intenso tráfico marítimo mantenido con América durante más de tres siglos. En aguas españolas se habría registrado poco más de la mitad de los naufragios, 50,7% del total. Le siguen en importancia América del Norte, América Central y el Caribe, En América del Sur se han documentado 80 naufragios, mientras que en las costas de Filipinas se concentran 50 naufragios y en el norte de África hay constancia de 21 hundimientos.

En el 85% de los mismos se conoce la fecha del naufragio, siendo los siglos de mayor siniestralidad, el XVIII y el XX.

La localización y la investigación continúan y, a partir de este momento, los datos están ahí, documentados. Esperemos que este esfuerzo colectivo sirva en realidad para aquellos que deseen aproximarse a estos pecios desde la investigación y el rigor científico, no con el objetivo de lucrarse, sino con el fin de permitir al gran público “bucear”, nunca mejor dicho, en una parte muy importante de nuestra Historia.