África: ultimas etapas

Se acercaba el fin del viaje. La frontera entre Kenia y Etiopía continuaba cerrada. Ya no era posible regresar a España vía Etiopía, Djibouti, Yemen, Omán, Abu Dabi, Irán, Turquía, Italia, Francia. La ruta terrestre áfrica-Europa, utilizando barcos de Yibuti a Adén, de Abu Dabi al puerto iraní de Bandar’ Abbas y de Patras a Brindisi para evitar el paso por los Balcanes se había truncado. La única salida posible era por el puerto de Mombasa. Llevaba nueve meses de viaje, se acercaba el invierno, no quería alterar el ritmo lento que había seguido hasta entonces. Decidí detener el reloj. Volvería a España.
La salida de Tanzania, como la entrada en Kenia, fue rápida y sin problemas. Llegué a Mombasa de noche. Calor y humedad. Mombasa es una ciudad viva, con el puerto más importante de la costa este africana por el que entran y salen todas las mercancías de Kenia, Uganda, Ruanda y Burundi. Tenderetes, gente que ofrece fruta, extraños artículos de procedencia asiática, telas, carros cargados de sacos que empujan con gran esfuerzo cuatro o cinco hombres, carretillas con bidones de agua, africanas con velo, otras con kangas de vivos colores, también con tejanos o falda y blusa, zapatos de tacón, zapatillas de goma, sandalias, hombres con americana y corbata, entre otros con camiseta y pantalón corto. árabes, indios, negros, una mezcla impactante de distintas sociedades con diferentes religiones, costumbres, hábitos, comidas, unidos por una lengua, el swahili y por intereses económicos.
La carretera costera que lleva a Tanzania y facilita el acceso a las playas del sur es estrecha y mal mantenida. A unos 20 kilómetros está el desvío a la izquierda que lleva a Twiga. Una pista regular que empeora cuando se accede a un nuevo desvío. Llegué a Twiga Lodge a las cinco de la tarde y me di cuenta de que en 25 años no había cambiado. Bajé las escaleras de piedra y pisé una vez más la arena blanca de Twiga. La marea estaba baja y un montículo rocoso sobre el que se levantan bungalows cortaba la playa en dirección a Mombasa. Por el otro lado, en dirección a Tanzania, continúa unos treinta kilómetros más. En el horizonte tres velas blancas de veleros deportivos. A unos trescientos metros de la orilla, una espuma blanca aparece cuando las olas rompen en el arrecife de coral que se extiende paralelo a la costa.
Durante tres semanas fui atrapado por la telaraña africana, mezcla de dificultades, problemas, inmersión en la vida local y evasión placentera en la zona turística del sur de Mombasa. Algunos problemas con el coche me obligaron a regresar a Mombasa en varias ocasiones en busca de piezas. El primer día tuve que subirme en un matatu, una experiencia inolvidable. Ideal para los que buscan emociones fuertes y disfrutan con los deportes de riesgo. Por veinte chelines (40 pesetas) te subes a un microbús con diez asientos en los que se acomodan -es un decirhasta veinte personas. Nunca dejan a nadie en la carretera. Cuando le hacen una seña, para. Si se puede, el pasajero se acopla en el interior, si no, se agarra a la carrocería y viaja con el cuerpo fuera y la puerta abierta. Todo eso por una carretera estrecha, con agujeros, a 80 kilómetros por hora. Ignoro por qué pero, las paginas más leídas de los periódicos no son las deportivas, ni las políticas. Observé que al abrir el periódico, lo primero que lee la población local son las tres páginas, con fotos, dedicadas a las esquelas. Siguiendo los hábitos de los lectores, también me he interesado por la causa de los fallecimientos que se reparten principalmente en dos: una corta enfermedad (mucho temo que sea SIDA) y accidente de carretera. Casi todas las personas que conocí esos días habían sufrido un accidente de matatu.
En la ciudad, el uso del transporte colectivo es incómodo, pueden robarte, pero no es peligroso porque no circulan a gran velocidad. En carretera, es suicida. Recorrí toda la zona turística de Diani Beach y pude ver que coexisten dos mundos distintos en dos carreteras paralelas, a unos tres kilómetros una de otra. La que está a 500 metros de la playa, para turistas blancos, alemanes, ingleses, holandeses e italianos en su mayoría. Un centro comercial con supermercado, bares, agencias de viajes, tiendas de recuerdos, alquiler de coches, delicatessen, boutiques, café con servicio de internet… Hoteles de cinco estrellas. Restaurantes. Bares junto a la playa con diversas atracciones para atraer a los clientes. En todos estos lugares muchas jóvenes, muy jóvenes, negras, guapas, con buen tipo, arregladas, maquilladas, con pendientes, anillos y cadenitas de oro. Los blancos tienen dinero. Ellas pueden ganar en media hora más de lo que gana un camarero en todo el mes. Cuando los empleados de los hoteles y bares de la zona turística dejan de trabajar para los blancos se van a la otra carretera, la del interior, donde también hay bares, tiendas, mercado, gasolinera, pero para africanos.
Son pocos los turistas que se encuentran en Ukunda. Yo alterné los dos ambientes. Cada vez me saludaba más gente. Claro que el Land Rover llamaba la atención. Conocí tres talleres. El coche estaba harto de mí y de las pistas, así que se rebeló y me castigó con varias quejas que tuve que aceptar y solucionar. Puede parecer que mi estancia en la costa sur de Mombasa fue desafortunada, las tres semanas peores de mi viaje, pero no es así. Ningún percance serio. Tuve la oportunidad de conocer una forma de vida distinta. Comía para alimentarme, como hacen ellos. Utilizo la mano derecha bastante bien, sólo me mancho la punta de los dedos, me he acostumbrado al piri-piri fresco, judías rojas, masa de harina de maíz, trozos de carne con hueso, mazorcas de maíz a la brasa, hojas de plantas cocinadas como espinacas, arroz pasado, papayas, piñas, platanos, cacahuetes, maracuyá. Todo eso, a ratos. Un equilibrio ideal entre los dos mundos, con paseos por las blancas arenas de la playa sin fin viendo romper las olas en el arrecife de coral. Me sentía bien, con la sensación de que el tiempo se había detenido. Tal vez, después de las malas carreteras de Tanzania, me abandone a un estado de laxitud y pereza. Todo tiene su tiempo.
Abandoné la costa para llegar a Nairobi. Cruce Mombasa sin mirar el mapa. Mis multiples visitas a la ciudad me habían enseñado a circular como uno más: siempre por la derecha, la izquierda es para los matatu que se paran de repente para recoger a algún pasajero, asomar el morro del coche para cortar el paso a uno que intenta hacer lo mismo contigo, no dudar en los cruces con rotonda central. La carretera a Nairobi en los primeros kilómetros es horrible. Agujeros de 40 centímetros de profundidad que no hay forma de evitar. Todo el mundo circulando en primera, zigzagueando de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, parando para que pase un camión que viene de frente…. La zona asfaltada está en peores condiciones de lo que me pareció cuando llegué. Hay zonas en muy buen estado que se intercalan entre tramos rotos y estrechos. Huecos y tramos sin asfalto. Es como si un gigante se hubiera entretenido en romper con un dedo la larga cinta gris. Desvíos y tramos asfaltados se alternan. La carretera es mala y peligrosa. Los bordes del asfalto están rotos Si te cruzas con un gran camión en un tramo estrecho, lo mejor es parar, porque él no se desvía. Es lógico. He visto varios tumbados a ambos lados. Todo esto hace que la conducción sea tensa, previendo lo que puede suceder. Eso me salvó la vida. Desde luego soy afortunado. Dos camiones, uno detrás de otro, venían de frente, el de detrás inicio el adelantamiento, se me vino encima, no había espacio para los tres. Vi la cara de sorpresa e impotencia del conductor, sabía que no podía frenar, todo menos choque frontal con un camión de gran tonelaje. Golpe de volante a la izquierda y bajada accidentada por un terraplén. Estuve a punto de volcar pero conseguí evitarlo siguiendo la dirección de la pendiente. Me detuve. Las piernas me temblaban. Mire hacia arriba, ninguno de los dos camiones se había detenido. Fumé un cigarrillo mientras me tranquilizaba, observé la zona, el talud se suavizaba un poco más adelante. Logre regresar al asfalto utilizando la reductora. No había nadie. Ningún testigo. Nadie que pudiera socorrerme en caso de resultar herido. ¿Qué es lo más peligroso en áfrica? ¿La malaria, el SIDA, los bandidos armados, las fieras, los campos minados, los soldados que no cobran la paga? No. Casi todo lo anterior puede evitarse. Medicamentos preventivos, mosquiteras, Autan, piernas y brazos cubiertos contra la picadura de los mosquitos transmisores del paludismo; no tener contactos sexuales; no circular de noche por lugares peligrosos; no bajarse del vehículo en las reservas de animales; no pasar por zonas en las que hay posibilidad de que queden minas enterradas; evitar países conflictivos. Pero ¿cómo evitar la conducción kamikaze si tu viaje es en coche?
Para alegrar mi ánimo, quedaban por delante más de doscientos kilómetros, recurrí a mis cintas de música salsa. En Nairobi, al día siguiente, me acerqué a la oficina de inmigración para alargar mi estancia en Kenia. Los funcionarios son los reyes del mambo. Protegidos tras las rejas aceptan atender, de vez en cuando, a los pacientes y sufridos ciudadanos que se agolpan sin orden ante las ventanillas. Conseguí que la encargada de visados me preguntase que quería después de cinco minutos de estar hablando, piernas y brazos cruzados, con una compañera. “Extensión de visado”. “Vaya a aquella ventanilla”. Tras la reja, un despacho con cuatro hombres. Uno leía el periódico, otros dos, con los brazos cruzados, miraban al infinito. El cuarto, el que tenía que atenderme, hablaba por teléfono. Seis minutos viéndole reir, encantado con la conversación. Cuando por fin colgó, le expliqué que necesitaba una extensión de visado. “Ventanilla cinco” Es de donde venía. Nueva espera. La funcionaria estaba viendo la blusa que se acababa de comprar una compañera, me dio un formulario. Cuando se lo entregué con todos los datos, miró el pasaporte y me informó que yo no tenía visado, solo un permiso de estancia por un mes. Si quería estar más tiempo necesitaba visado, para lo que tenía que llenar otro formulario que me entregaría otro señor en otra ventanilla. Cuando me dirigí a él, ni me miró. Se puso a hablar con una compañera. Paciencia. Después atendió a otra persona. Paciencia. Por fin me miró y me preguntó que quería. Le repetí mi petición. Extendió el brazo y cogió el formulario por el centro, no por un lado. Me lo dio arrugado, sin mirarme. Cuando lo entregué, la mujer me miró con severidad, alisando con la mano el papel arrugado. “50 dólares USA y tendrá visado por tres meses” “Solo tengo chelines. Es la moneda del país”. “Aquí se paga en dólares”, me contestó, mientras extendía la mano. “Espere allí, ya le avisaré”. Media hora más tarde me entregó el pasaporte con el visado y un recibo por los dólares pagados.
Tenía que ampliar también el permiso de circulación por las carreteras del país. Es en el mismo edificio. Pregunté en información y me enviaron al piso 13. En un pasillo vi una puerta abierta. Estanterías llenas a rebosar de expedientes. Como todos los archivos. Un señor hablando por teléfono. Cuando colgó, le pregunté dónde tenía que pagar la tasa de circulación y me respondió con otra pregunta “¿Qué potencia tiene el motor?”. “No lo sé. Es un Land Rover seis cilindros”. “¿De qué color es?”. “Por favor, dígame dónde se paga el impuesto”. “En la planta tercera”. “Gracias”. Nuevo despacho con secretaria que me enviaba de nuevo a la planta baja. Le conté mi vida. “Si sigo así, llegaré a conocer a todos los funcionarios”. Me aclaró que tenía que bajar a la planta baja, pedir un formulario, rellenarlo y entregárselo. Seguí las instrucciones. Con el nuevo impreso, entró en el despacho de su jefe y salió sin él. Después de una hora empecé a impacientarme. Podía estar esperando el resto de la tarde. En el despacho entraban y salían personas con papeles en la mano. Continuamente. Una detrás de otra. Pregunté a la secretaria cuanto tiempo tenía que esperar. Entró en el despacho y salió con el formulario. La autorización, una firma, debe de ser algo muy laborioso. Volví a la planta baja para pagar en la ventanilla número 8. Nueva cola y otra palma de mano que se abrió ante mí, mientras escuchaba “40 dólares por un mes”. “Pagué 25 por el mismo plazo de tiempo al entrar en el país”. Lentejas, las comes o las dejas. “40 dólares”. Pagué. Otro papelito para pegar con cinta aislante en el cristal delantero.
La parroquia de Guadalupe está en un barrio periférico, cerca de Ngong Avenue, la avenida que lleva a la casa-museo de Karen Blixen. Hay varias monjas y misioneros mejicanos. Me recibió el padre Jose Bejarano, con quien conversé largo rato sobre las particularidades de la parroquia. Se extiende sobre una área extensa. Uno de sus barrios, Kibera, recoge el mayor número de huérfanos a causa del SIDA de Nairobi. Es pesimista frente al futuro: “Cada día llegan más. Sobreviven como pueden. Nadie se ocupa de ellos”. Me dio la dirección de la misión de Lenkisem, cerca del parque de Amboseli, territorio masai.
Cuando regresé al hotel, era hora punta. Tráfico enloquecido con matatu que serpenteaban en la estrecha calzada abarrotada de vehículos. Todos tenían prisa, menos los futuros conductores, coches de autoescuelas que hacían prácticas de supervivencia entre coches salvajes. No tienen doble volante. El profesor debe encomendarse a sus antepasados. En los semáforos, vendedores ambulantes que ofrecen fruta, encendedores, linternas, libros. Cuando se llega junto a la gran Avenida Uhuru que atraviesa la ciudad, hay niños que se suben al coche pidiendo algunos chelines mientras miran que pueden afanar. Cerré ventanillas y puerta. Uno se subió a la baca por la escalera. Todo estaba seguro con candados y cadenas. Bajó rápidamente cuando arranqué al cambiar el semáforo a verde. Estaba oscureciendo. El parque cercano se convierte en uno de los lugares más peligrosos de la ciudad. Recogiendo la llave de mi habitación, encontré a una pareja de catalanes, de Barcelona. Al día siguiente iniciaban un arriesgado viaje al lago Turkana. Conocían a un misionero que los había invitado a pasar unos días con él. Viajaban en matatu. Tendrían que hacer varios cambios antes de llegar a su destino. Tal vez lo consiguieran en dos días. Yo había renunciado al Turkana. La zona no es segura. Hay asaltos a vehículos. Para complicar más la situación, había enfrentamientos entre dos tribus. Habían quemado 127 viviendas, asesinado a dos hombres y asaltado, torturado y robado a otros. Por si todo eso fuera poco, la sequía dejó sin comida a numerosas personas que estaban recibiendo, de momento, algunos sacos de maíz. Me dirigí a la misión mejicana de Lenkisem, que se levanta en una azona muy árida. Gracias a esa circunstancia, los masai no tienen problemas con agricultores bantúes. Las familias viven alejadas unas de otras.
En el área que cubre la misión viven unos cinco mil masais. El padre Filiberto me llevó al encuentro de guerreros. Por el camino se subieron tres hombres que fueron indicando el camino. “Vamos a encontrarnos con un grupo que está apartado, en el bosque. En época de sequía, como ahora, algunos hombres, sólo hombres, nunca mujeres, comen carne. Algún cabrito que alguien les ha dado”. Cuando los encontramos, nos dieron un trozo de carne para que compartiéramos con ellos el festín. Uno de los guerreros peinaba y teñía el pelo de otro concienzudamente. Era un lugar extraordinario. Desierto, seco, polvo, grandes espacios, el Kilimanjaro nevado… El áfrica que buscaba. Nadie nos pidió nada. Nos ofrecieron lo que tenían.
Al regresar a la misión, encontré a una chica joven junto a la iglesia. En los kangas que vestía leí una frase en swahili. La pedí que me la tradujese. Más o menos, venía a decir “Este kanga sólo puede quitármelo el hombre que me lo regaló”. La chica se tapó la cara con el kanga que la servía de velo, sonrió y se alejó avergonzada. El jefe de zona me acompañó a visitar el parque de Amboseli. Vimos rebaños de vacas guiados por jóvenes que se dirigían a la laguna. “Siempre tiene agua. Llega del Kilimanjaro. Hasta que no nos construyan pozos en el exterior del parque, continuaremos viniendo. No vamos a permitir que muestro ganado muera de sed”. “Algunas veces hay problemas con los animales salvajes que salen de la reserva. No hace mucho un elefante atacó a tres niños en el bosque. Uno resultó mal herido. La asociación que protege los elefantes, en un principio, no hizo caso a nuestra petición de ayuda al herido. Les amenazamos con matar al elefante. Cambiaron de actitud rápidamente. Nos conocen bien. Trasladaron al niño en helicóptero y cubrieron los gastos que generó su traslado y recuperación”.
Días después, viajé hacia Meru, en las tierras altas de Kenia. Las lluvias torrenciales que provocó el Niño en 1997 destrozaron las carreteras keniatas. Los tramos sin asfalto, los huecos y los bumps exigen una conducción atenta. No puedes dejar de mirar el firme. Encontré numerosos controles de policía en los que hacían detenerse a los locales. En cambio, a mí me daban paso libre. Los controles, en ocasiones, son barreras, a veces, unas planchas de madera con clavos gigantescos que apartan para que pases. A la entrada de los pueblos, una señal que limita la velocidad a cincuenta. Pobre de aquel que la sobrepase. Se queda sin coche, no porque se lo requisen, sino porque a más de cinco por hora, los bumps lo destrozan. Aquella mañana, un autobús con escolares había caído por un puente cercano al salirse de la carretera. Once de ellos murieron. Otros ocho estaban graves.
Antes de Nanyuki se cruza el ecuador. Un cartel con el mapa de Kenia indica el punto exacto. Gran concentración de tiendas con parada de muchos microbuses turísticos. Avispados espontáneos que por unos chelines muestran a los viajeros de todas las nacionalidades el diferente movimiento del agua, según se eche, en una palangana, al norte, al sur o sobre la misma línea del diámetro de la esfera terrestre. En el pueblo hay un bar llamado Barcelona. A lo lejos está el Monte Kenya, el segundo más alto de áfrica después del Kilimanjaro, 5.199 metros. Entre las nubes que cubren sus picos, se veían zonas nevadas. En la misión de San Juan Bautista, de la Consolata, encontré al padre Lisandro Rivas, de 30 años, nacido en Trujillo, Venezuela. Llevaba seis meses en Kagaene El padre Lisandro estudió cinco años en Londres. Estuvo varias veces en Roma y pasó cuatro años en otra misión que está a hora y media en coche.
Los primeros misioneros italianos de la Consolata plantaron viñedos y embotellaron vino, pero mi interés principal se centraba en un proyecto de recogida de agua que ha merecido premios internacionales. La tierra es buena. Produce tabaco, maíz, alubias, judías verdes, guisantes y miraa, un arbolito del que se aprovechan sus tallos tiernos. Se mastica, como la coca. Como ésta, quita el hambre y tiene efectos estimulantes. Se exporta a Etiopia y Somalia, aunque el cierre de la frontera ha mermado su venta.
El padre Giuseppe Argese, está en la montaña. Es quien diseñó, en l970, el proyecto Turuu water supply. Nyambeni Forest. Recoge el agua de una montaña con selva húmeda en sus laderas. Aprovecha las fuentes naturales y ha construido tuneles con techo de cemento para que no se derrumben. Las paredes filtran el agua, “sudan”. Han construido 250 kilómetros de canalización y toda el agua llega por gravedad hasta un gran depósito desde el que se distribuye. 220.000 personas se benefician del proyecto. Durante los meses que llueve, el caudal es de 3.800 metros cúbicos por día. Se ha iniciado una segunda fase que permitirá alcanzar de forma estable los 7.000 metros cúbicos diarios. Los fondos provienen de una ONG alemana, 6 millones de marcos.
Mientras regresaba a Mombasa para embarcar mi Land Rover en un contenedor con destino a Barcelona, repasé mentalmente, una vez más, las imágenes que se han grabado en mi mente durante los últimos diez meses. Paisajes, rostros, situaciones, conversaciones… He cerrado la puerta de la habitación donde me espera el reloj -ahora paradoque marca el tiempo de mis viajes. No sé cuándo volveré a ponerlo en marcha, pero ya noto el calor de la llave en mi bolsillo.

José Antonio Rodríguez