Damas y tribus

Hace más de veinte años Cristina Morató, actual vicepresidenta de la SGE, periodista y escritora de éxito, inició un gran viaje para conocer a aquellos masais, pigmeos, zulúes y mayas que, siendo niña, descubrió en un libro de su padre. En este artículo rememora su temprana fascinación por los pueblos indígenas del mundo que luchan por preservar sus tradiciones.

¿No es muy peligroso?, me preguntó mi madre con cara de preocupación cuando le dije que me iba de viaje a Centroamérica, sola y sin billete de vuelta. Yo tenía 20 años, estudiaba periodismo y soñaba con ser reportera. Pese a su enfado inicial y al miedo a que pudiera sucederme algo terrible, mis padres me apoyaron con resignación. Como me conocían bien sabían que nada me haría cambiar de opinión. Era joven, soñadora e inexperta; nunca antes había viajado al extranjero pero deseaba ver mundo y ampliar mis horizontes. En mi ausencia mi madre se compró un mapa y cada vez que recibía una postal mía de cualquier isla o jungla perdida ella lo marcaba con una cruz para seguir en la distancia mis andanzas. Ya desde niña sentía una extraña fascinación por los pueblos indígenas y las culturas distintas a la mía. Recuerdo que en la biblioteca de mi casa en Barcelona había un grueso volumen de tapa de piel labrada y letras doradas titulado Las razas humanas.

En su interior aparecían los retratos de nativos originarios de África, América y Oceanía. Eran magníficas fotografías en blanco y negro de hombres y mujeres que posaban -algunos completamente desnudos- con sus afiladas lanzas y escudos de guerra; otros con sus elaborados tocados y trajes ceremoniales que les identificaban como miembros de su tribu. Tanto los aguerridos zulúes, como los esbeltos masais o los pigmeos de la selva del Ituri eran tachados sin distinción de“pueblos fieros, peligrosos y salvajes”.

A mis ojos, estos hombres que llevaban una vida nómada y salvaje en contacto con la naturaleza, y que cubrían sus cuerpos son pieles y amuletos, me resultaban fascinantes. El libro, publicado en 1920 -y que todavía conservo como una reliquia porque despertó mis ansias de aventura-, reflejaba en sus textos racistas cómo el mundo occidental veía entonces a todo ser humano que no fuera de raza blanca.

Yo tenía apenas doce años e ignoraba que un día, gracias a mi profesión de reportera, podría convivir con algunas de estas etnias y ser testigo de su lucha por mantener su identidad frente a la invasión del mundo “civilizado”. Todos estos pueblos tenían algo en común que las páginas de aquel viejo libro no reflejaba: el orgullo de pertenecer a su tribu y su compromiso por mantener sus señas de identidad.

Llevo más de veinte años recorriendo el mundo como reportera a pie, en tren, en jeep, a caballo o a lomos de dromedario con mis cámaras a cuestas. Casi siempre mi interés se ha centrado en las mujeres -mayas, quechuas, masais, yao, bubis….-que luchan, a pesar de los conflictos bélicos y la pobreza que les rodea, por preservar su cultura y sus milenarias tradiciones. No soy antropóloga, ni etnóloga, tampoco políglota -a veces el lenguaje de los signos es el más efectivo para comunicarse-, tan sólo una viajera curiosa y de espíritu aventurero que en su vagabundear por el mundo ha aprendido a ser más tolerante y solidaria. Los mayas de Guatemala, los cunas de las islas de San Blas en Panamá o los masais de las extensas sabanas africanas me han enseñado lo importante que es cuidar la tierra, transmitir a los hijos el legado de sus antepasados y el respeto a los ancianos. Para ellos mi presencia nunca ha representado un problema, por el contrario, el hecho de llegar sola a sus aldeas despertaba gran curiosidad. Claro que eran otros tiempos y aún los autocares de turistas no llegaban a sus poblados y los niños se dejaban retratar sin pedir “one dollar” a cambio. Nunca me he sentido entre ellos una extraña y las mujeres indígenas siempre cuidaban de mí, extrañadas de que una joven como yo anduviera sola por el mundo. Recuerdo lo que me dijo en una ocasión una anciana maya que me alojó en su humilde choza: “Qué pena una gringa tan linda, sin un esposo ni hijos que alimentar, acá la cuidaremos”.

A la pregunta inevitable de lo peligroso que puede resultar para una mujer sola viajar a lugares tan remotos y convivir con tribus primitivas, mi respuesta es siempre la misma: con humildad, respeto y tiempo para relacionarte con ellos, no hay puerta que se cierre a un extraño. Si a esto le añades capacidad de adaptación -no hay que hacerle ascos a la cocina selvática, aunque el menú sea guiso de mono, ni rechazar una buena hamaca para dormir al raso en medio de la jungla- y no perder nunca el sentido del humor, incluso en las situaciones más adversas, la experiencia suele tener un final feliz. Por fortuna los tiempos han cambiado, y a las mujeres viajeras ya no se las juzga con la severidad de antaño.

En cualquier tiempo pasado una mujer que viajara, y más sola, era una extraña criatura. En pleno siglo XlX la imagen de una viajera resultaba ridícula e incluso subversiva. Y sin embargo fue justamente en aquella Inglaterra victoriana cuando irrumpieron las más grandes exploradoras -en su mayoría británicas- en una época en la que se creía firmemente que una mujer no estaba preparada ni física ni mentalmente para viajar. Los misóginos hombres de ciencia creían incluso que el contacto con los nativos salvajes “podía corromper la pureza de sus almas”. A pesar de las críticas y el rechazo social algunas viajeras victorianas, vestidas con sus apretados corsés y enaguas, se atrevieron a explorar regiones ignotas donde nunca antes habían visto a una mujer blanca. Estas damas, de aspecto un tanto cursi que tomaban el té en taza de porcelana y llevaban a cuestas la bañera de caucho, también sabían cabalgar, disparar un fusil, cazar al arco y organizar una expedición con más de cien porteadores. “¿Una mujer exploradora? ¿ un viajero con faldas? Señores, no seamos ridículos. Que se queden en casa cuidando a sus hijos o zurciendo camisas y que no se les ocurra ocuparse de la geografía”, exclamaría indignado en 1830 el entonces presidente de la insigne Real Sociedad Geográfica de Londres. Por fortuna algunas exploradoras como Mary Kingsley o May French Sheldon, llevadas por el demonio de la curiosidad y el afán de libertad, se lanzaron a la aventura de viajar allí donde todavía los mapas estaban en blanco. Con su determinación y valor demostraron que una mujer sola podía liderar una expedición geográfica, realizar estudios de campo entre caníbales fang o capturar especímenes de la fauna africana para los más importantes museos de historia natural del mundo.

Desde aquel primer viaje iniciático a Centroamérica en 1982 no he dejado de recorrer el mundo, interesada por rescatar las señas de identidad de los pueblos indígenas. Durante diez años viajé por las tierras de Guatemala y los Altos de Chiapas (México), una región muy castigada por la violencia y la pobreza. Ligera de equipaje, con apenas una mochila y mi equipo fotográfico, me aventuré sola por las remotas aldeas del altiplano fotografiando los rituales y la rica vestimenta de los mayas, un pueblo valiente y orgulloso de su rico pasado. He vivido con las mujeres mayas en sus chozas de adobe y paja, compartiendo sus deliciosos frijoles y tortas de maíz recién hechas. Las he acompañado al río de aguas heladas donde lavan sus coloristas huipiles (camisas) a golpe de piedra, y las he visto trabajar duro en las milpas donde crece el maíz, su alimento básico y sagrado. Ignoro cuántas horas he pasado observando a estas mujeres sentadas en el suelo mientras tejían pacientemente en sus telares de cintura como hace más de mil años, empeñada en descifrar el significado de sus mágicos diseños cuyo secreto nunca compartirán conmigo. Con el tiempo aprendí que para las mujeres mayas ningún motivo es casual y los diferentes diseños que plasman en sus textiles tienen un significado que solo ellas conocen. No utilizan ningún patrón porque la inspiración les viene de sus propios sueños en los que se les aparecen los santos de la comunidad, que les guían para que reproduzcan fielmente en sus bordados los motivos tradicionales. Sus vistosos huipiles son algo más que una prenda de abrigo, constituyen sus señas de identidad, y a la vez su bandera de resistencia. En uno de mis viajes a la aldea de San Mateo Ixtatán, una campesina de rostro curtido y surcado de arrugas me confesó:

”Cuando no pueda ponerme mi huipil estaré muerta, porque en este pedazo de tela que llevo se encuentra nuestra memoria”.

El día que decidí casarme en la aldea maya de Zinacantán, en Chiapas, supe que estaría para siempre unida a este pueblo. Fue otro nuevo disgusto para mi pobre madre que soñaba para su hija una boda elegante y ultitudinaria. A la ceremonia, celebrada en su pequeña iglesia colonial, asistieron indígenas de los pueblos cercanos luciendo para la ocasión sus mejores galas. Tras el banquete a base de tamales, guiso de puerco y mucha cerveza, dos ancianas tejedoras me entregaron un inesperado obsequio. Era un hermoso huipil ceremonial de boda, de color blanco y adornado con plumas de ave. Con una sonrisa me pidieron que me lo pusiera aunque a mí -por mi elevada estatura- la túnica me llegara por las rodillas. Durante horas bailé con mi huipil emplumado al son de la música entre las risas y los aplausos de los asistentes. Por primera vez en toda mi vida sentí por un instante que formaba parte de su comunidad, y que las barreras culturales habían desaparecido por arte de magia. Mi boda maya hubiera sido un auténtico escándalo en la época victoriana y se hubiera puesto en entredicho no sólo mi moralidad sino también mi cordura. Hoy las mujeres ya no tenemos límites a la hora de hacer realidad nuestros sueños viajeros, y aunque el planeta ya ha sido cartografiado y sus últimos misterios desvelados, creo que aún es posible sentir la emoción del descubrimiento como aquellas audaces pioneras a las que tanto debemos.