El escritor viajero

Socio fundador de la SGE, colaborador generoso del boletín a lo largo de sus 50 números, viajero apasionado, escritor agudo, Javier Reverte nos habla de su adicción a los viajes.

Cuando me preguntan cómo definiría lo que significa para mí viajar, suelo responder que, en mi opinión, viajar es todo lo contrario al desempeño de un oficio o de una profesión. Da lo mismo que seas un buhonero, un representante de comercio, un alto ejecutivo usuario del Puente Aéreo entre Barcelona y Madrid, un diplomático, un ganadero trashumante o un periodista trotamundos, esto es: cualquiera para quien viajar es una forma de ganarse la vida.
Porque, desde mi punto de vista, los citados no son solamente oficios y profesiones, sino a menudo pretextos laborales para poder marcharse. Aquel gran dramaturgo que fue George Bernard Shaw, el autor de “Pygmalion” (“My Fair Lady” en el cine), solía decir: “La gran aventura de un hotel reside en que es un refugio frente a la casa familiar”.

A muchos de los que viajamos nos acontece algo común: que detestamos repetir todos los días las mismas ceremonias y ver las mismas caras. Yo creo que mi vocación de escritor reside más en la posibilidad de largarme con la música a otra parte que ponerle música –o lo que es lo mismo, palabras- a los papeles en blanco. Siempre me produjeron envidia los músicos ambulantes y los feriantes que llegaban a los pueblos en los días de fiestas patronales. Solían enamorar a las mozas más hermosas y los admirábamos viéndoles tocar con donaire sus trompetas, sus tambores, sus dulzainas; o gobernando como reyezuelos las casetas de tiro al blanco, las sillas voladoras y los tiovivos. Al final de las celebraciones, se llevaban hasta el año siguiente los pasodobles, las jotas, las rojas ruletas de sorteo de barquillos, el algodón de azúcar y los coches que chocan. A muchos niños, y sospecho que también a unas cuantas niñas, nos hubiera gustado formar parte de alguna de aquellas “troupes”.

Quizás por esa pequeña frustración de la niñez, el no haber sido feriante o, si vale la expresión, músico “de la legua”, identifico en buena medida el viaje con la infancia. Aquellas gentes venían de no se sabe dónde y se marchaban a quién sabe qué lugar; de ellos emanaba el imponente aroma de la aventura. Pero los críos teníamos también nuestros hermosos viajes. Solían ser en primavera y se llamaban excursiones. Muchas de las que hice de niño las recuerdo entre mis mejores viajes.

Las excursiones las organizaban los colegios y tenían la inmensa virtud de celebrarse entre semana, en días no festivos, con lo que te ahorrabas una jornada escolar, lo cual equivalía para muchos de nosotros a quitarse de encima una jornada de tortura psicológica, en aquellos centros escolares en donde los curas cimarrones nos cruzaban la cara a bofetadas y las palmas de las manos a golpes de regla de cálculo. Normalmente, en los colegios de Madrid, el destino de estas salidas era la sierra del Guadarrama, por aquel entonces todavía a salvo de los destrozos del urbanismo. Viajábamos en destartalados autocares y los chicos nos disputábamos los asientos traseros, lejos del control de los tutores que nos acompañaban y que ocupaban plazas cercanas al conductor. Al poco de abandonar la ciudad, mientras el vehículo trepaba casi resoplando la Cuesta de las Perdices, la chavalería se desmadraba. La verdad es que era difícil controlarnos y yo creo, visto desde la distancia, que incluso los profesores se volvían más tolerantes, tal vez pensando que, al menos una vez al año, teníamos derecho a comportarnos como lo que en el fondo somos todos los niños: unos salvajes. Intentaban que coreásemos canciones como aquella de “para ser conductor de primera, acelera” o la de “ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras”. Pero los chicos del fondo del autocar solíamos acompañarlas de pedorretas y berridos. Luego, ya fuera del vehículo, y pese al intento de los tutores por organizar juegos colectivos como “el pañuelo”, o “dola”, o “piés quietos”, la mayoría nos escapábamos de su control para brincar en el monte como cabras. Al atardecer, regresábamos derrengados a Madrid, pero felices por haber disfrutado con el regalo de una jornada de absoluta anarquía al aire libre.

Al escribir sobre aquellas excursiones, regresa a mi olfato el olor de la libertad plena, y a mis labios el sabor de los bocadillos de tortilla de patatas y del agua caldorra de cantimplora.

No sé bien si las lecturas de la infancia, esos libros de aventuras cuyo argumento discurría en paisajes lejanos y exóticos, en selvas impenetrables, en praderas vírgenes o en mares de piratas, crearon la sed que nos empujó a muchos a viajar  y luego a escribirlo. En mi caso sucedió así, con el elemento añadido de haber practicado luego, durante años, esa hermosa profesión que fue el periodismo, en aquellos tiempos no tan remotos en que el reportaje era el género rey del oficio. Me pregunto por qué ahora apenas se publican reportajes. ¿Son muy costosos para las empresas?. Los que tuvimos la suerte de viajar durante unos cuantos años para escribirlos constituimos, sin duda, una generación de periodistas privilegiados, porque tuvimos la fortuna de contemplar de cerca la intensidad, variedad y hondura de la vida.

Quizás el viaje periodístico que más hondamente me caló, como a muchos otros informadores, fue el que me llevó al Sarajevo cercado por los radicales serbios en 1992. Nunca he sido ni he querido ser un periodista especializado en conflictos bélicos, pero me he asomado a algunos de ellos por necesidades del oficio y curiosidad intelectual. Creo que la peor de todas las guerras es la guerra civil, y que, en una de ellas, lo más inhumano es una ciudad cercada por aquellos que, hasta unos días antes, eran vecinos de los asediados. Una mujer bosnia me entregó todo el dinero que tenía, cuando me disponía viajar desde Split a Sarajevo, para que se lo diese a su marido -si lograba encontrarle-, que vivía en la ciudad. Le pregunté que cómo se arriesgaba a poner todo su dinero en manos de alguien a quien no conocía. Y ella respondió:“En este país hemos aprendido a confiar en los desconocidos y desconfiar de los conocidos”.

Las palabras de aquella mujer me revelaron el sentido final y más íntimo de lo que significa una guerra, donde lo peor no es la muerte, sino falta de fe en la vida civilizada y la negación del sentimiento del amor y de la amistad. En Sarajevo ya no quedaban huecos en los cementerios para nuevas tumbas, pero lo más doloroso me pareció la pérdida de la confianza en los seres humanos y en una existencia digna. La paz no es lo contrario de la guerra; es el reverso de la dignidad humana Escribí una novela sobre ello.

No todos los viajes periodísticos eran así. Existían viajes para informar sobre los  desplazamientos de los reyes y los presidentes de gobierno a países extranjeros.

Una información sobre un viaje real carece de interés periodístico, ya que no hay exclusivas a la vista ni contenidos políticos directos, sino sencillamente protocolo. Pero tiene, como contrapunto, una ventaja para el informador: que conoce lugares y personajes que muy difícilmente puede conocer una persona normal. Siguiendo los pasos de los reyes españoles, los periodistas de mi generación hemos entrado en palacios sauditas en donde las griferías eran de oro macizo, navegado en el barco privado de Mobutu, estrechado la mano de Deng Xiao Ping e Indira Ghandi. y visitado los delicados y bellos jardines del palacio de Rabat de los reyes alauitas.

Los viajes con los presidentes de gobierno tenían mayor contenido político y podían deparar algunas sorpresas y exclusivas. A diferencia de los “tours” reales, en los que los periodistas ocupábamos un vuelo “charter” que seguía al de los monarcas, con los presidentes ocupábamos el mismo avión, compartiendo la cabina trasera con los escoltas. Tal forma de desplazarse tenía algunos riesgos para el buen nombre del presidente de turno. Durante un viaje a la costa colombiana del Caribe con Adolfo Suárez, a los periodistas nos alojaron, por razones de seguridad, en un hotel de la playa alejado de los núcleos urbanos, una especie de “resort” de lujo que ocupábamos tan sólo nosotros. A poco de nuestra llegada, un “indito” de las sierras que rodean Santa Marta se acercó al hotel, tratando de vendernos algunas toscas artesanías. Lo que al fin le compramos fue marihuana en abundancia, de un tipo que llaman “golden” en aquellos pagos y que resulta especialmente fuerte. Pocas horas más tarde, casi todos los periodistas cabalgábamos sobre un imponente “colocón”. Y de tal guisa continuamos los siguientes días. El pobre ministro de Exteriores y la desventurada portavoz del Gobierno hubieron de sufrir absurdas ruedas de prensa en las que los periodistas chapoteábamos en el agua de la piscina formulando preguntas descabelladas y lanzando risotadas después de cada respuesta. De regreso a España, el buen padre Suárez miró a los informadores como quien contemplaría a una tropa de hijos descarriados.

El oficio de informador ofrece, en ocasiones, la posibilidad de realizar viajes insospechados, como el que me propusieron no hace mucho en una revista especializada en turismo. Se trataba de navegar durante doce días en un megacrucero, en su viaje inaugural, por algunas islas del Mar de las Antillas. Acepté, por supuesto, porque una de las obligaciones esenciales del arte del escritor viajero es ponerse en marcha cuando le proponen irse, sea cuál sea el destino. A bordo de aquel gigantesco y lujoso leviatán nos congregábamos dos mil quinientos pasajeros, todos multimillonarios menos yo, y dos mil trescientos tripulantes. Pero lo más peculiar de aquel crucero eran las diversiones organizadas. Si acudías a media tarde a la sala de baile, el local estaba lleno de japoneses septuagenarios que aprendían el cha-cha-cha vestidos de etiqueta. Un paso, dos pasos, tres pasos y movimiento insinuante de cadera…: “Un, dos, tres, cha-cha-chá”, dirigía la joven monitora.

Otros entretenimientos eran las carreras con caballos de madera, subastas de cuadros costosísimos libres de impuestos, gimnasio de tercera edad, “footing” de proa a popa y de popa a proa, conferencias sobre historia, planetarium, actuaciones de un cantante de ópera italiano que podía romperte los tímpanos con sus berridos, sala de ruleta y máquinas tragaperras, cine y teatro… La mayor parte de los pasajeros eran gente de edad avanzada, en tanto que yo sólo tenía 59 añitos. No recuerdo haber visto a bordo ni un solo niño.

Como me dijo mi amiga millonaria española, viuda y septuagenaria: “Aquí la media de edad está entre los setenta y cinco años y la muerte”. Escribí sobre ella, claro está.

Mis mejores viajes, sin embargo, han sido aquellos que me han llevado en pos de un mito literario. Cada uno tiene su religión particular y hay gente a la que le gusta viajar al Vaticano y ver, por lo menos una vez en su vida, al Papa en lo alto del balcón de la Plaza de San Pedro. Lo respeto, desde luego. Pero mi religión particular es la literatura. Cuando leo un buen libro, tengo nostalgia de lugares que no conozco nada más que por la escritura. Y quiero verlos y olerlos, imaginando al escritor que concibió allí su historia deslumbrante. Con ese ánimo he viajado por el África subsahariana de Conrad, Hemingway y Dinesen; la Cuernavaca de Lowry; el hondo norte de Jack London; los desiertos de Bowles; la Argelia de la infancia de Camus, la Alejandría de Durrell y los campos de don Quijote. Y he pasado varios días en la isla homérica de Ítaca, la patria de todo viajero que se precie de tal.

El arte de viajar para escribirlo luego, en todo caso, supone un acto de humildad permanente, porque descubres que te equivocas más de lo que podías pensar. Tus prejuicios se desvanecen y tus principios se recortan en número, aunque se hacen más fuertes en calidad. Un buen viaje es aquel que cambia algo en tu interior y que te enseña, a través de los ojos de los otros, algo nuevo sobre ti mismo. Y que te enseña no poco a escribir.