Yemen misterioso

Algún viajero me había hablado del Yemen como uno de los lugares más exóticos e interesantes de la Tierra. “Es
un país casi increíble, lleno de gentes armadas, castillos y torres medievales sobre inaccesibles precipicios…”. Este cronista recordaba haber leído un libro lleno de interés: “En el país de las sombras cortas”, de Hans Ruesch, en el que se relataban noveladas las guerras entre el Yemen del norte y el Yemen del sur: Ejércitos a caballo, oasis, campos de leprosos, montañas inaccesibles…
La paz llegó por fin, después de guerras medievales a finales del siglo XX entre príncipes de ayer y jóvenes revolucionarios de hoy. En 1990 tras una amarga lucha fratricida entre el Yemen del Norte y el Yemen del Sur, el país se unió constituyendo la República del Yemen.
En cuanto pude, entre expedición y expedición, buscando un hueco en mi agenda viajera -cada año que pasa es un año menos y la actividad hay que incrementarla para frenar el declive inexorabledecidí ir a recorrerlo ayudado por el italiano Marco Livadiotti, de Universal Travel, y las líneas aéreas Yemenia.
Mi pretensión como siempre era volver a la aventura del camino sin andar, y poder llegar hasta la máxima altura del país, la cima del Hadur Shuayh, de 3.700 metros, cruzando tierras y valles para desde allí contemplar el misterio de un país bíblico.
He regresado entusiasmado del paisaje contemplado, a pesar de no haber llegado a la cima de Arabia, lugar destinado al Ejército y lugar prohibido. Decía que hemos vuelto intrigados por sus viejas y vivas costumbres, impresionados por la simpatía de sus gentes. Hemos recorrido en un agotador viaje cientos de kilómetros en búsqueda constante de valles y fortalezas, sintiendo la hospitalidad con el extranjero como hasta hoy no habíamos podido encontrar. Mis expertos compañeros han, el periodista Vicente Martínez Márquez, logista y explorador, junto a Santiago Campo, productor de reportajes espléndidos en la televisión española.
La sorpresa comienza cuando el viajero llega a Sana’a, capital del país, ciudad de curiosos barrios, rodeada de viejas murallas, con altas casas de piedra curiosamente decoradas. Sana’a representa el ayer vivo, cómo casi todo el Yemen, con excepción de Hodeida, el puerto del Mar Rojo, y quizás de Adén, la ciudad que fue dominio inglés a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Todavía el Yemen es ayer. Y en virtud de ello el Yemen constituye un tesoro para viajeros -todavía no para simples turistas, que por desgracia lo será enseguida-, aún cuando la distancia entre ambas formas de via-
jar -dos conceptos de vidase está acortando extraordinariamente en los últi-
mos quince años.
El territorio yemenita es la región costera meridional de la Península Arábiga, que puede dividirse en zona llana y arenosa en el golfo de Adén, una zona de cordillera marítima que separa ésta de la zona ultramontana y la mesetaria, en donde se alcanzan alturas muy superiores a los 3000 metros de altitud. En la transición de territorios -entre montaña y planiciese encuentran valles profundos, de privilegiado clima, con frecuentes lluvias, entre montañas con vertientes abruptas y rocosas. La costa es cálida y húmeda; el interior es fresco y lluvioso, sorprendentemente verde en muchos valles durante el estío.
Sana’a es, como decíamos, una preciosa ciudad, cuyo esplendor se encuentra en las callejas estrechas y vivas, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Muchos viajeros han dicho que es la ciudad más bonita del mundo árabe. No sé yo si tanto, ya que tendríamos que recordar a Marrakech, y a Fez en el reino de Marruecos. Sana’a tiene sello de autenticidad, casi tanto como lo tiene -más lo tuvo 30 años atrás naturalmenteKatmandú, en Nepal, o Peshawar, en Pakistán. Sana’a es un paisaje urbano para pasearlo, entretenerse en sus mercados, hablar con la gente sin temor alguno, preguntar en las tiendas, oír en el atardecer las llamadas a la oración, largas y penetrantes como letanías antiguas, que lanzan las torres de las mezquitas. Sana’a es volver al pasado con historias de desiertos, oasis y princesas con la cara cubierta. Yemen es este país que llamaron feliz y que efectivamente lo parece.
Nuestro viaje comenzó atravesando la vieja muralla de Sana’a e internándonos en el misterio de sus callejuelas, mirando aquí y allá, descubriendo que en el interior de sus tiendas cuidadas y oscuras está el viejo secreto de la vida: la contemplación de la belleza en los colores naturales, la mirada, la charla tranquila donde se esconde precisamente la vida sencilla, que es y será siempre igual. Los coches comienzan a circular por las calles, rompiendo el murmullo tradicional de las voces y los ruidos.
Desde la terraza alfombrada de un séptimo piso, en los viejos edificios de piedra y adobe, el viajero fotografía la vieja ciudad edificada bajo la efigie seca de la montaña, mientras unos simpáticos yemenitas mastican las hojas verdes y tersas de “qat” medio tumbados en el suelo.
-Las cimas están prohibidasNadie puede subir. Es territorio militar.
Desde lo más alto se domina la tierra.
En el mercado se vende el “qat,” unas hojas verdes que se cultivan por todas partes. Es la distracción yemenita. El “qat” es casi la misma hoja de la coca de los Andes, la que mascan incansables los indígenas del altiplano. Los yemenitas lo hacen con mayor señorío, no cómo ingrediente de supervivencia, sino cómodamente tumbados entre almohadones, saboreando el paso del tiempo y acariciando el puñal curvo que llevan indefectiblemente colgado a la altura del vientre -la jambia-, que reciben al abandonar la adolescencia, cuando se visten de hombres.
Por la carretera, bordeando el Hadur Shuayh, la montaña más alta del Yemen, solo setecientos metros por encima de nosotros, vamos mirando la alta meseta salpicada de plantaciones de “qat”, la hoja maravillosa cuyo cultivo sustituyó al famoso café del Yemen, el del puerto de Moka, en donde se embarcaba para su exportación.
Un puesto militar nos impide el paso. No se puede seguir.
-Es por la seguridad de los extranjeros, nos dicen.
Nuestros acompañantes yemenitas son gente sin miedo, simpáticos como todos los de esta región mesetaria de soles y piedras; inmediatamente saben reaccionar buscando rutas alternativas de ‘campo a través”, por donde antes nadie había pasado, eludiendo los controles.
En el Yemen todavía es posible la aventura…
Pero no hay peligro. El extranjero es un huésped al que hay que resguardar y ofrecer la mejor imagen del país, y esta no es otra que la real. Así es el Yemen. Un pueblo antiguo, y como tal armado y guerrero, orgulloso de sí mismo, en permanente litigio entre tribus, pues todavía son éstas la base de su orden social. Es frecuente que las tribus, dueñas de sus territorios, estén enfrentadas y se produzcan abundantes altercados y disputas entre ellas.
Mohsen Alí, un joven yemenita del sur, es nuestro acompañante. Habla español aprendido tras cinco años en Cuba, una experiencia inolvidable para un hombre del desierto: del Yemen al Caribe, del velo al desnudo… Y Mohsen se muestra como un excelente introductor en este mundo antiguo como la vida. Mohsen nos cuenta la historia de la Arabia Feliz: cuando Ismael, hijo de Abraham, fundó el reino hace 4.000 años; los amores entre Salomón y la reina de Saba; el esplendor de las grandes tribus que dominaban las montañas, los Hashids, los Bakils, y en el oeste, los Zaramiqs. Una sociedad tribal como decíamos.
Las ciudades, las murallas, los castillos están situados siempre en lo más alto. En el Yemen se vive en las cimas. Las ciudades son fortalezas -el Yemen es un país de guerreros-, en las que las espadas y las gumías tienen más valor que los escudos heráldicos en la Europa renacentista.
La vida está en los pueblos, en las aldeas de las montañas, en los desiertos. Por ello el Yemen es antiguo. Por ello y por la ausencia de influencia extranjera. La religión domina plenamente. Es un país islámico; las mujeres cubren sus cuerpos con túnicas negras, dejando solamente una pequeña abertura para ver, que ni siquiera para enseñar sus ojos, mientras los hombres usan los vistosos turbantes de colores azules o negros enrollados en la cabeza.
La arquitectura de las casas-fortaleza es admirable; hechas de piedra sin argamasa, en perfectos bloques, sirven tanto para la defensa como para desempeñar funciones de casas de labor, con el ganado durmiendo en la planta baja.
Hemos recorrido ya una docena de preciosos lugares dispersos en las abruptas montañas: Thula, Hababa, Shibam, Kawkabam, Manakha… alcanzando los rigores del Mar Rojo, buscando la vieja ciudad de Hodeida sin hallarla.
En nuestros cuadernos viajeros guardamos los dibujos de esas caras con expresión feliz, de sencilla y natural conformidad con la vida, una vida antigua, en lo alto de sus picachos rocosos, mirando al ho-rizonte del pasado, vestidos a su manera, siempre con las “jambias” simbólicas sobre el vientre. Ojalá este nuevo siglo pueda respetar el pasado.

César Pérez de Tudela