Iniciativa
Monte Newton 1713 mts. Svalbard
“Desde hace un tiempo, me dan pereza los viajes lejanos. Necesito una razón muy poderosa para cruzar medio mundo en pos de un objetivo. Las cosas que me inspiran ahora hunden sus raíces en el territorio que habito, a la manera que los gurús actuales denominan “slow travel”, y tienen bastante que ver con esa gente que recorre los territorios en donde vive buscando sus secretos a base de estudio e imaginación.
El planeta, a pesar nuestro, ya está explorado. Queda algo, pero no demasiado. Las grandes gestas, la época heroica y la guerra de banderas pertenecen a otra época. Y en ese afán por mirar con ojos nuevos lo que me rodea, Svalbard y Laponia se han convertido, además de en mi hogar, en mi campo de juegos.
“Tu patio de recreo”, decía mi amigo Hilo Moreno, en donde ir a jugar cuando no había tiempo para otra cosa; un patio de recreo que ha terminado siendo un gran territorio cercano en el que soñar peligrosamente despierto con rutas entrañables y bonitas.
En este último viaje he vuelto con Lonchas a Svalbard. Era nuestro quinto viaje allí. No hay quinto malo dicen. Durante tres días nos acompañó un explorador que por diversas cuestiones y unas rozaduras en los talones se vio forzado a abandonar la travesía en un lugar cercano a Longyearbyen, donde ser recogido por una motonieve era “todavía” posible de una forma fácil y barata. Entendiendo estas dos últimas palabras en el sentido noruego del término.
¿El plan del viaje?: subir al Monte Newton, la montaña más alta de Svalbard (a 79º norte) y disfrutar del tiempo, de la soledad que adoro, y de la compañía de Lonchas.
Sobre el tiempo y otras cuestiones
La forma de medir las cosas, de definirlas, es relativa. Y en Noruega, entre sus ciudadanos, la forma de medir y describir los viajes en la naturaleza y la montaña (en realidad, todos los viajes) no tiene nada que ver con la que se acostumbra en otros lugares, que emplean sistemas más consumistas y objetivistas.
Aquí, en Noruega donde vivo, esos datos carecen de importancia. Ellos no preguntarán adónde vas, o cuán lejos pretendes llegar, o a qué altura. Ellos te preguntarán cuánto tiempo. A un noruego se le encienden los ojos al pensar que te vas 3 semanas, más de 20 largos días, a disfrutar en completa soledad de la naturaleza salvaje. Si has recorrido muchos kilómetros, si has subido ésta o aquella montaña…todo eso es algo secundario. Para ellos lo importante es el tiempo.
Por eso, después de tantos años viviendo en el norte de Noruega, cada vez me asombro más cuando leo sobre esto en medios nacionales o internacionales, en foros, en blogs, cuando hablo con gente de fuera, y veo que su forma de medir tiene más que ver con objetivos que con el tiempo. De hecho, se considera que si las cosas se pueden hacer de forma rápida, eso es un plus, algo bueno, y no es extraño que alguien haga verdaderos malabares para poder hacer una cima en otro continente acoplando las fechas en un agónico estrés en el que lo importante es la cima o la foto, y no el disfrute mágico del tiempo.
Y como ya soy casi noruego para algunas cosas…también siento así.
Es cierto que, cuando se va sin ayuda externa, estos largos tiempos en la naturaleza en completa soledad implican una buena logística. Tienes que cargar comida, combustible, muchas cosas…y portearlo. Así que hay que ser realista, y encontrar el equilibrio lógico entre tiempo/logística.
Y ese equilibro, para mí, se encuentra en los viajes de 3-4 semanas de duración con mi pulka.
Puede que vistos desde fuera se consideren muy largos, porque es extraño para la mayoría pasar 24 días en la montaña, sea en el continente que sea, sin poder abastecerse de nada y sin ver a nadie. Sólo en las zonas árticas, polares, es posible ya algo así.
Pero para mí no lo son. Considero este tiempo ni demasiado largo ni demasiado corto: lo suficientemente largo como para que sea un gran viaje que permite pensar, disfrutar del entorno, integrarte en él, echar de menos a los tuyos, tener deseos de volver a casa y satisfecho con una pequeña dosis de inmortalidad y con recuerdos a los que aferrarse cuando las cosas a tu alrededor se vuelvan sucias y turbias, y lo suficientemente corto como para poder cargar en una pulka que arrastras lo necesario para vivir todo eso.
El viaje
En este viaje de 24 días durante los que he recorrido 350km, lo que más me motivaba era esquiar un montón de glaciares que aún no conocía, atravesar el Plateau de Lomonosovfonna y esperar a tener el clima perfecto para subir a la cima del Newton. De hecho estuve un par de días acampado en su base hasta que la previsión me permitiera disfrutar de las vistas. Nada de fichar, foto y abajo; ni hablar.
El tiempo ha sido peor de lo esperado, con días de inactividad que aproveché para leer y pensar. Frío y viento, pero nada que no estuviera en los parámetros razonables de un mes de abril a 79º norte.
El equipo ha funcionado a las mil maravillas, cada vez llevo menos, cada vez necesito menos cosas. Y Lonchas se ha portado como un campeón. No ha tenido problemas en las patas como el año anterior, ni problemas con la comida, ni problemas para arrastrar su propia pulka; no ha tenido ningún problema, en realidad. Si los tuvo en otros viajes pasados fue por mi desconocimiento y haber aprendido a solucionarlos me ha gustado especialmente.
Regresar desde el Monte Newton a Longyearbyen y recorrer los 180km que los separan sólo me costó 6 días; en parte porque estaba muy fuerte, en parte porque aprovechando la semana santa los fanáticos de las motonieve habían dejado unas huellas espectaculares en algunos tramos que yo podía esquiar a toda pastilla, y en parte porque disfrutaba tanto de esquiar que me pegaba jornadas de 10 horas al día por puro placer.
Mientras volvía pensaba que sumaba más de 1000km por Spitzbergen, que había acampado 81 noches, que había visto aves, focas y osos, que había sido feliz y, sobre todo, que esta es la clase de viaje con el que soñaba cuando era un niño asombrado: una helada y remota isla, un viaje con esquíes y perro a una montaña lejana y solitaria, con el termómetro por debajo de -30ºC y una sonrisa en la boca porque aún así no tienes frío, estás bien, y sobre todo porque estás donde quieres estar, haciendo lo que quieres hacer.
En eso iba pensando cuando un helicóptero pasó por encima de nuestras cabezas mientras avanzábamos por el Plateau. Quizás iba a un rescate, quizás a un reconocimiento, quizás trasladaba a algún científico, no lo sé.
Al vernos, el helicóptero, que iba a gran altura, empezó a descender, y se puso muy cerca de nosotros, prácticamente encima.
De repente imaginé que dentro iba un niño. Y que ese niño era yo, que miraba asombrado a ese esquiador con su perro, los dos solos avanzando por la llanura helada.
Y por un instante posé para ese helicóptero, para ese niño, para alimentar sus grandes sueños. Para mí mismo.”
José Mijares
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