Ángel Ganivet, corresponsal en Helsingfors

Angel Ganivet fue uno de los grandes pensadores de la Generación del 98 y un gran viajero. El periodista y escritor Pedro Páramo esboza unos interesantes apuntes sobre su persona, su obra y en particular sobre sus “Cartas finlandesas”, una curiosa obra de la literatura de viajes que reflejan el contraste de mentalidades entre el mundo nórdico de finales del XIX y la atrasada España, sumida por entonces en una profunda crisis de identidad.

Por Pedro Páramo

Bibliografía: Boletín 11 Premios Sociedad Geográfica 2002

Ganivet es un nombre relevante en las letras españolas, sobre todo por sus ensayos. Algunos historiadores de nuestra literatura lo consideran el gran pensador de la llamada Generación del 98, a la altura de Unamuno, en tanto que para otros se trata de un precursor de este grupo de escritores que brilló en los momentos en que España perdía sus penúltimas posesiones ultramarinas y nuestro país atravesaba una profunda crisis de identidad tratando de adaptarse a la modernidad que movilizaba al resto de Europa. Pero Ángel Ganivet, el miembro de la Generación del 98 que más viajó y mayor contacto tuvo con los cambios europeos, fue también un excelente escritor de viajes y un magnífico novelista, como se puede apreciar en su obra. ‘La conquista del reino Maya por el último conquistador español, Pío Cid’. Como escritor viajero, su libro ‘Cartas finlandesas’ merecería mayor atención por parte de los editores ahora que la literatura de viajes es una de las preferidas por los lectores españoles.

Nuestro viajero nació en Granada el 13 de diciembre de 1865. La tragedia estuvo siempre presente en la vida de Ángel Ganivet, desde la niñez hasta su tremendo y prematuro final: a los diez años perdió a su padre y a los doce estuvo a punto de morir él mismo al sufrir una caída que casi le costó la amputación de una pierna. Durante tres años caminó con ayuda de muletas. El accidente le obligó a dejar sus estudios y a comenzar a trabajar en una notaría. Más adelante entraría en el instituto de su ciudad natal, donde ganó el Premio Extraordinario de Literatura en 1877. Se licenció en Filosofía y Letras y Derecho en 1890 y dos años más tarde opositó a la dirección del Departamento de Griego en la Universidad de Granada, pero no alcanzó la plaza. En 1892 comenzó su carrera diplomática y fue destinado como vice-cónsul a Amberes (Bélgica), desde donde envió sus primeros artículos al periódico granadino “El Defensor”. En 1895 publicó su novela sobre Pío Cid y fue nombrado cónsul en Helsinki (él escribirá siempre el nombre sueco de “Helsingfors”), a donde llegó en enero de 1896. Un año más tarde terminó las ‘Cartas finlandesas’ y se publicó su ‘Idearium español’, la obra que le consagró como uno de los miembros más notables de la Generación del 98. En 1898 fue designado para ocupar el consulado español en Riga, donde se suicidó el 29 de noviembre de 1898 arrojándose de un barco al río Dvina. Tenía 33 años. Poco antes le había abandonado su amante, Amelia Roldán, con la que tuvo dos hijos. La hija primogénita había muerto a los tres meses de nacer. Si nos guiamos por José Ortega y Gasset, ‘Cartas finlandesas’ y ‘Hombres del Norte’, son grandes libros europeos escritos en la hora mejor, cuando el contacto íntimo de unos pueblos con otros tenía aún la frescura de un descubrimiento y no existían todavía “posturas, ni intelectuales ni políticas de los unos frente a los otros“. Estas dos obras, que recogen las vivencias de Ganivet en Escandinavia, se han editado juntas en un mismo volumen varias veces, pero se trata de dos libros bien distintos: en las ‘Cartas’ estamos ante un genuino libro de viajes mientras los ‘Hombres del norte’, como indica el título, está compuesto por una serie de biografías críticas de personajes escandinavos de aquel momento, desconocidos en España, como Henrik Ibsen, Bjornsterne Bjornson o Knut Hamsun.

A finales del siglo XIX los fríos países del norte de Europa representaban un mundo oscuro y olvidado del que apenas llegaban noticias a las soleadas naciones del Sur del continente. Ganivet nos dice al comienzo de su libro que a la Finlandia con la que él se topa se la imaginaba entonces en España como una serie de “cuadros boreales en que figuraban los hombres enterrados debajo de la nieve y saliendo de vez en cuando para respirar al aire libre y fumar un cigarro en agradable conversación con los renos, los osos y las focas”.

Finlandia había dependido de la corona sueca durante siglos hasta que, en 1808, una guerra ruso-finlandesa la convirtió en un estado del imperio de Moscú, al que el zar Alejandro I permitía un alto grado de autogobierno, de acuerdo con sus viejas leyes y tradiciones suecas. Ángel Ganivet nos describe así el panorama político y social que él encontró al llegar a aquel país en 1896: “Finlandia no es una casa de la que se pueda decir: aquí vive don Fulano de Tal; es una casa de pisos; viven muchos en ella: en el principal viven los rusos que, aunque son muy pocos, son los amos; en el segundo y tercero, los suecos o los finlandeses sometidos a la cultura sueca y olvidados de su lengua y costumbres nativas; en los sótanos y buhardillas, es decir, en el interior del país, viven los verdaderos, los legítimos finlandeses”. Ganivet se entusiasma por el Kalevala, la epopeya finlandesa escrita en finés, el idioma autóctono de los finlandeses, y manifiesta su clara simpatía por aquellos habitantes de los sótanos y las buhardillas. El escritor granadino describe con concisión la Ganivet se escandaliza del grado de independencia de la mujer finlandesa y de su convivencia e igualdad con el hombre, sobre todo comparadas con la atrasada España de finales del XIX diferencia entre finés y finlandés, cuestión que en Finlandia es objeto de perenne debate, como entre nosotros lo de castellano o español, referido a nuestro idioma. “Los habitantes del país que no son extranjeros se creen todos finlandeses: tanto los que hablan sólo sueco, como los que hablan sólo finlandés, como los que hablan los dos idiomas; realmente el idioma no es bastante para destruir las cualidades de la raza; pero no es sólo el idioma lo que diferencia: es la compensación total de la vida, que con el idioma ha sido aceptada. No hay sólo dos lenguas: hay dos vidas diferentes: la una, la de los finlandeses “asuecados”, si me es lícito inventar tan fea palabra; y la otra, la de los finlandeses tradicionales”. Ante tal reparto, Ganivet profetiza la independencia de los finlandeses, que tendría lugar en 1917: “Comparando estas vidas, digo yo, pues, que los que están en lo firme son los que hasta aquí figuran debajo, los cuales están destinados a quedarse encima como amos y señores absolutos de la situación”.

El carácter finlandés, opina Ángel Ganivet, “se aproxima al tipo ‘yankee’: no tiene campo de acción para ejercitarse en empresas de alto vuelo, pero en su esfera funciona como un organismo libre, adaptado a una función mecánica; es calmoso hasta un extremo desesperante, pero tiene una constancia a prueba de bomba; su entusiasmo progresista nace, propiamente hablando, de su pereza, de su deseo de economizar tiempo y de molestarse lo menos posible… Aquí no quieren trabajo extraordinario ni apresuramientos; gustan de la regularidad, y dan a cada obra su plazo marcado e inflexible”. “Lo característico de Finlandia es el entusiasmo con que se aceptan todas las innovaciones de utilidad práctica, la rapidez y la perfección con que todo el mundo se las asimila –escribe el cónsul español–. El teléfono es aquí tan usual como los trastos de cocina; es una persona más en cualquier conversación –las “Cartas finlandesas” son de 1897!-–… “Una cuenta corriente es en España para los pobres algo incomprensible; aquí tiene cuenta corriente cualquier pelagatos”. Llama la atención de Ganivet que las finlandesas no quieran parir en casa y vayan a dar a luz en maternidades y que la gente muera en los hospitales y no en su cama, atendidos por una “sjukskoterska” (enfermera), “una señorita decente que, después de ciertos estudios y prácticas, obtiene un título y desempeña su cargo en la misma forma y con igual consideración social que si fuera maestra de un colegio o escribiente en una oficina”. El bullicio de Helsingfors desconcierta a nuestro autor: “No conozco ciudad donde existan, proporcionalmente al número de almas, más carruajes que en ésta: están distribuidos por toda la población y en constante movimiento; son muy ligeros y baratos, y los usan hasta las clases pobres. Por el velocípedo hay un verdadero delirio, y las mujeres lo han aceptado como instrumento de emancipación”.

El grado de independencia de las finlandesas escandaliza a Ganivet y las Cartas, al tiempo que nos sirven para descubrir en la Finlandia de principios de siglo una sociedad que sigue el ritmo de los tiempos, rezuma también una España mojigata y atrasada, muy alejada de la modernidad finlandesa, más evidente en los capítulos en que el escritor granadino habla de las mujeres de Finlandia, donde, asegura, “la hembra ha sacado los pies del plato”. Nuestro diplomático era un pensador, un ensayista, y en este libro extrae constantemente conclusiones universales a partir de los hechos que narra de la vida cotidiana de los finlandeses, algunas muy pintorescas después de contrastarla con las costumbres españolas.

No le gustaron mucho las finlandesas al andaluz Ganivet, aunque afirma haber tenido más amigas que amigos en Finlandia, “en lo cual creo haber salido ganancioso, puesto que la mujer es aquí superior al hombre” reconoce con admiración. Físicamente, “lo corriente es el tipo varonil, la mujer que imita al hombre” y, en su opinión, “una hembra con pantalones no es un varón, es un adefesio”. “Con la libertad de que disfrutan, con sus constantes ejercicios callejeros, se aligeran mucho de carnes y se quedan bastante escurridas. Mientras que los hombres propenden a la gordura y llegan a adquirir gran caudal de tejido adiposo, las mujeres son flacas por lo general: hay mujeres voluminosas, pero las ideas son desfavorables a este tipo, que es como el símbolo de la fecundidad, a la que estas mujeres tienen horror”. Destaca el escritor granadino que “los muchachos y muchachas estudian juntos en la escuela (“en España no sería posible establecer escuelas mixtas” asegura más adelante) y van y vienen en pandilla; y esta unión, esta intimidad se prolonga durante los estudios secundarios, que forman la educación corriente de la mujer, y los facultativos o universitarios, seguidos también por gran número de señoritas. La mujer ve en el hombre un compañero de estudios, un camarada, un amigo, con el que se puede tratar como con una amiga, salvo en los casos en que la amistad se transforma en sentimiento más íntimo, en ‘kaerlek’ o amor. Mas este amor no es chispazo divino ni un arrebato frenético: es una amistad más tierna y cariñosa. La palabra kaerlek se compone de kaer, que se pronuncia cher, y significa en francés ‘querido’, y de lek, que quiere decir ‘juego’: así pues, kaerlek no es más que un “juego de afectos”, una broma sin consecuencias”.

Ganivet echa en falta, no sin añoranza, el cortejo, el ritual de la seducción propio de los noviazgos españoles de la época: “La frescura del temperamento, apoyada por la instrucción, salva a estas mujeres de la caída pasional; de suerte que para engañarlas no queda más camino abierto que el de la propaganda científica. Don Juan tiene que convertirse aquí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas; en vez de declamar tiradas de versos apasionados, tiene que discutir como un sofista”. En asuntos de hombres y mujeres, Ganivet se expresa como lo harían muchos españoles de su tiempo, de manera que hoy nos parece carca, machista y misógina. Destaca primero cómo es frecuente que en Finlandia una mujer vaya a casa de un hombre soltero o que lo reciba en su domicilio, y cómo hay muchas finlandesas que viven solas, para a continuación largar lo siguiente: “De estas mujeres sueltas, algunas se encariñan con la vida libre y sacuden el yugo masculino: comienzan por hablar mal de los hombres; luego compran una bicicleta, y, por último, se cortan el pelo. Hay emancipadas palomas, de esas que pudiéramos llamar ëfeas definitivas”, que cuando se cortan el pelo quisieran cortarse hasta el cráneo”.

Un capítulo del libro recoge la idea que los finlandeses “por mejor decir, las finlandesas”, aclara el autor, tenían de España y de los españoles a finales del siglo XIX. Comienza Ganivet llamando la atención sobre la ignorancia que había en España sobre Finlandia y de sus causas: “el desdén con que miramos todo lo que ocurre fuera de España, y casi todo lo que ocurre dentro también”. “En cambio, aquí se nos conoce –continúa–, aunque por desgracia sea por el lado peor, y he encontrado ya varias señoritas que me han dicho de memoria las cuarenta y nueve provincias de España“. Aquellos finlandeses de hace un siglo veían a los españoles como gente orgullosa, parecidos a los italianos, “bien que los italianos sean más dados al arte y nosotros a la guerra”. “He oído decir a algunas señoras que a España es peligroso ir, sobre todo señoras solas, porque es “un país sin ley” –refiere el cónsul español en Hensingfors–. Aunque no lo digan por lo claro, nos tienen por muy valientes; pero al mismo tiempo por muy duros de corazón y semibárbaros o semiprimitivos. A las primeras palabras, en una conversación, sale a relucir nuestro catolicismo como signo de atraso intelectual, y las corridas de toros como signo de barbarie”.

‘Cartas finlandesas’ es uno de los más grandes libros de la literatura viajera en español gracias a la mirada inteligente de su autor, a su refinada sensibilidad, a su fino humor y a sus amplios conocimientos en las más variadas materias. Las consideraciones generales que el granadino va desgranando a lo largo de la obra como reflexiones de un español inquieto de su tiempo lejos de sacar al lector de Finlandia lo sumergen hábilmente en las esencias de lo finlandés. Aún así, Ganivet recoge la queja de un amigo que le reprocha la supuesta debilidad de sus facultades descriptivas: “Casi siempre empiezas bien –le escribe el amigo; pero a las pocas líneas te tuerces y en vez de decirnos lo que ves, nos dices lo que piensas de lo que ves“. Aunque tuviera razón el amigo, ¿hay mejor relato viajero que el que va más allá de la apariencia de las cosas?.

La queja del comunicante, además, no está justificada. ‘Cartas finlandesas’ está lleno de espléndidas descripciones, lo mismo cuando se refiere al paisaje que cuando entra a describir con detalle los aposentos de la casa típica finlandesa. “La primera impresión que me produjo este país fue de tristeza” –escribe y pasa a continuación a expresar la melancolía invernal del campo finlandés-. “Llegué en invierno, y los campos, como los lagos, como el mar, estaban sepultados bajo la nieve; acá y acullá residencias veraniegas cerradas y viviendas de labradores, casas de madera pintadas de rojo muy oscuro; de tarde en tarde, grupos de casas, aldeas de aspecto pobre, y en algunas, no en todas, iglesias tan sencillas como las casas. El hombre pasa sin apenas dejar rastro. Se le ve caminar pesadamente con los brazos caídos, y a lo lejos parece, más que un ser humano, un topo que sale un momento de su topera; sus pisadas forman en la nieve sendas tan tristes y solitarias como las que van por entre los sepulcros de los cementerios”. Cuando el cónsul granadino entra en la cocina finlandesa lo primero que echa de menos son los garbanzos. “No hay garbanzos; más aún: no se tiene idea de lo que es un garbanzo”, escribe casi escandalizado. El aceite, nos cuenta, era un artículo de lujo; el vino, español en gran parte, carísimo; “las frutas, medio verdes y son como el chocolate del ventero, caras y malas”; los ajos se vendían en las farmacias como remedios para los males de pecho. La ensalada finlandesa pura, según la receta que le dieron a Ganivet, llevaba lechuga (“más amarga que las tueras”) picada muy gruesa, manteca derretida, vinagre, mostaza y azúcar en gran cantidad… El desconcierto que le provoca lo culinario es de tal consideración que sentencia: “Si Churriguera se hubiera dedicado a la cocina (con lo cual la Arquitectura no hubiera perdido gran cosa), hubiera sido un gran cocinero al uso finlandés”. No obstante, alaba la calidad de la leche, de la mantequilla y de las patatas. También considera un acierto el omnipresente “smoergasbord”, que lo mismo sirve para un desayuno o un almuerzo que para una cena o un tentempié, que eleva la tradicional glotonería finlandesa al rango de heroísmo. “Cada país es heroico a su manera -concluye Ganivet–, y Finlandia tiene acaparado el heroísmo más provechoso: el heroísmo estomacal”.

Los finlandeses le parecen unos tristes al andaluz; pero reconoce que como son incapaces de divertirse de forma natural y espontánea “se organizan para montar los espectáculos más alegres y divertidos del mundo”. “Una población como ésta de Helsingfors, que en España tendría a lo sumo un par de teatros, mantiene en constante y próspero ejercicio diez o doce, que cultivan todos los géneros de distracción conocidos en Europa y América, y algunos de propia invención”. Los cuadros vivos y los orfeones, que se multiplican como la langosta por todo el país, son dos diversiones populares finlandesas que destaca Ganivet.

Las borracheras y los borrachos merecieron un capítulo de la “Cartas finlandesas”. El cónsul de España, que no bebía y que si por raro azar bebía, bebía lo que los borrachos más detestan, agua, se muestra comprensivo con los excesos alcohólicos de los finlandeses. La ley seca que cerraba los bares a las seis de la tarde y prohibía vender alcohol los días festivos era, a su juicio, la responsable de la borrachera nórdica que anestesiaba a los trabajadores desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana. En contraposición a esta lacra social, Ganivet destaca los deportes, que “son ejercicios tan seriamente practicados que pierden sus atractivos si por si acaso los tienen”. “Mucho más poético es el baño (sauna) –sostiene– seguido de una sesión de masaje o sobeo científico, porque por este sistema se consigue fortalecer la musculatura sin necesidad de incomodarse: suda uno la gorda, es verdad; pero la suda sin moverse y con tanto gusto que a veces ocurre quedarse dormido en la operación, soñando como deben soñar los niños de teta”. Una actividad deportiva finlandesa llama poderosamente la atención del escritor granadino, que es el primero en describir a los españoles el esquí. “Y ya que he hablado de patinación, voy a dar a conocer en España un género de patinación nuevo y curioso, que podrá ser practicado en Granada si llega a cuajar mi proyecto de “Finlandia andaluza”. Después de explicar que los esquís son patines de madera de dos, tres y hasta cuatro metros de largo sujetos a los pies mediante unas abrazaderas, el escritor continúa: “figurémonos un hombre de pie, con sus dos extremidades inferiores apoyadas sobre dos largos rails móviles, como un tren humano que va a ponerse en marcha: ya no hay más que empujar para que los rails corran sobre la nieve. Para dar impulso, lleva el hombre-locomóvil dos largos bastoncillos, cuya contera está provista de una rodaja con objeto de que no se claven demasiado en el suelo; inclínase hacia delante, y como si fuera a remar, empuja con ambos bastoncillos a la vez o alternativamente, y corre con tan extraordinaria velocidad que se queda el espectador pensando que a la humanidad le han salido corrientes eléctricas en las patas”. Ahora que Granada lleva una década proponiéndose para sede de los Juegos Olímpicos de invierno, sus paisanos deberían reconocer a Ganivet el mérito de haber introducido el esquí en España, aunque sólo fuera de palabra, y el de haber intuido, desde el primer momento, que habría de servir para dar vida a Sierra Nevada. Sería una forma de recordar a toda España que Ángel Ganivet, además de un pensador extraordinariamente lúcido, fue un viajero sagaz y ameno, y que sus ‘Cartas finlandesas’ son uno de los mejores de nuestros libros de viajes del siglo XIX.