Jorge Juan y Ulloa (1735)

Antonio Lafuente

Bibliografía: “Exploradores españoles olvidados del siglo XVIII” SGE. 1999

Todos los viajes tienen su convalecencia. Al principio nos atraen los lugares recorridos, su potencial exótico, su capacidad evocadora y, algo más tarde, la atención deriva hacia la peripecia humana del viajero. Al final, nuestra curiosidad se va saciando con las palabras que dan cuenta de la parte más personal del periplo: lo que nos agita no es el sitio por donde nos movemos, sino el momento en el que nos conmovemos. El viaje deja de ser una experiencia espacial y se transforma en una vivencia temporal. Lo que nos conmueve es el viaje interior, ese que compartimos mientras lo escuchamos y cuyos hitos son las formas verbales que articulan lo descriptivo con lo emotivo, el dato con el sentimieto, la geografía con el paisaje.

Pero, ¿y en los viajes de los otros, de todas las gentes que no conocemos y que se atreven a escribirlos y publicarlos? Cambian las circustancias y también nuestro gesto. Hablando de personajes, lo que importa no es tanto el viajero como el viaje. Pero un viaje siempre admite muchas perspectivas, tantas como los muchos intereses de quienes lo consideren.

Viajar es mucho más que una mera operación de transporte, es la gran metáfora de la modernidad. Tanto que ya hoy no hace falta moverse para viajar. Los desplazamientos pueden ser tan veloces, incluidos los realizados por la red, que nos falta tiempo, todo el espacio cabe la página que ojeamos. Quien verdaderamente quiera moverse tendrá que aprender a estar quieto y, cuando lo logre, todos los paisajes y todas las geografía se sucederán sin solución de continuidad. El menú es infinito. Queremos viajar y no sabemos donde. Querriamos recorrer aquellos sitios miticos por donde pasó Ulyses o Stendhal, Casanova o el capitán Cook. Son nuestras referencias y son de papel. Están en cualquier hipermercado, negro sobre blanco, encuadernados en ediciones de bolsillo.

La literatura de viajes es un gran negocio y quienes sean asiduos consumidores de género saben que es tan sencillo distinguir entre lo fabuloso y lo fabulado, o entre la realidad y la ficción. Mientras que la novela, como nos enseñó Milan Kundera, nos permite explorar las posibilidades de ser otros, experimentar con nuestros posibles egos potenciales, el viajes introduce la alternativa de troquelar unos sitios por otros, más que cambiar la realidad nos anima a cambiar la realidad, a inventarnos con otras raíces, y nada hay de extraño en que muchas grandes novelas nos cuenten dos tránsitos, uno entre paisajes y otro entre destinos.

Durante el siglo XVIII los viajes adquieren un doble perfil novedoso. Siguen formando parte de la cultura del grand tour, ese paseo hacia los orígenes de nuestra cultura que permitía a un noble ingresar a la madurez y que transformaba la experiencia de nuevos espacios en conciencia de otras temporalidades. En los viajes, cuanto más lejano es su destino, más cercanas son sus consecuencias. Y nada nos queda más próximo que nuestra conciencia de ser fragmentos de un mundo ancho y plural, pues ciertamente el objetivo de todos los viajes sigue siendo buscar dentro de uno mismo lo que aún puede de singular y extraordinario. Pero durante la Ilustración, los viajes adquieren nuevas connotaciones y dejan de ser una simple experiencia individual; de una parte, porque de consideran un instrumento insustituible para recabar información fidedigna, datos que puedan ser publicitarios y que constituyan un tributo a la nueva cultura de precisión. Los viajes comienzan a ser una experiencia pública, porque lo que se pide al viajero es que sea de fe, que dé testimonio de lo que ve y, más aún, que los datos acumulados se asemejen a las anotaciones que un experto destila de sus instrumentos. El sujeto del viaje trata de esconderse detrás de una retórica que abusa de las terceras personas del verbo para crear la ilusión del lector de que mientras mira, viaja, pues lo que lee tierne la apariencia de la objetividad. El relato se arropa con una prosa cientista para buscar la adhesión de quien ansía menos la fábula que el repotaje. Pues el lector ha trocado su afición por las maravillas de la naturaleza, por nuevos valores que hacen de la naturaleza misma la mejor de las maravillas.

La otra novedad procede del carácter público y popular que adquiere el viajes como empresa de la razón. Público, porque los testigos deben ser contrastados y los testiminios, corroborados por la prueba ante auditorios acreditados. Así, los viajes son objeto de atención en las academias y su relato se va apartando de viejos esquemas narrativos y creando un género que permita distinguir entre la novela y el informe. Pero además de públicos se hacen populares. Los datos no engañan sobre este punto y cualquier estudio sobre la imprenta durante la Ilustración nos habla del éxito editorial de este nuevo género literario. Empaparse de esos relatos de viaje era todavia el único procedimiento que habilitaba al lector para conocer lo más lejano o lo más distinto. Cualquier libro de viajes tenía un poder evocador inimaginable para ciudadanos que, a diferencia de nosotros, no tenían tantas y tan abundantes maneras de adquirir imágenes. El siglo XVIII no puede todavía sospechar la posibilidad de esta cultura nuestra de la inmediata recompensa. Viajar entonces era un problema de enorme envergadura, además de una empresa lenta, cara, penosa, exclusiva e incontrolable. No creo estar exagerando al calificar de temeridad un viaje que debía atravesar el Atlántico hasta llegar a Portobelo, luego cruzar el istmo de Panamá para tomar un buque que descendiera el Pacífico hasta Guayaquil y finalmente emprender la larga subida desde el mar hasta Quito, en el aldtiplano andino, con un equipaje que requirió la contratación de doscientas mulas y varias semanas de excursión.

EL VIAJE COMO EMPRESA CIENTIFICA

Es inevitable comenzar dando algunos datos que nos ayuden a situar en el tiempi y en su contexto el viaje del que estamos hablando. Los antecedente se explican en pocas palbras. Durante las primeras décadas del sigli XVIII se abrió una ruidos polémica sobre cuál era la forma de la Tierra. Hasta que Newton se pensaba que era esférica pero, tras la publicación de los Principia, la comunidad cientifica europea se dividió entre dos alternativas: los newtonianos afirmaban que estaba achatada por los polos, mientras que los cartesianos defendían el aplanamiento ecuatorial. Dos figuras, la sandía y el melón, que enfrentaron a otras tantas tradiciones científicas y que acabarían trufando de connotaciones nacionalistas los mismos debates académicos. La polémica discurrió por caminos imprevisibles y de los cálculos algebraicos se pasó a los discursos. Los discursos acabaron siendo chovinistas y todo sucedió como si la resolución de la controversia dependiera el honor de la nación. El propio D’Alembert, el matematico y enciclopedista, secretario perpetuo de la Academia de Ciencias de París, reconocia en terminos inequivocos la existencia de contaminaciones ideologicas en un debate que había involucrado a la práctic totalidad del mundo academico europeo durante la tercera y cuarte decadas del setecientos: “La historia de nuestras disputas- decia D’Alembert en 1759- muestra el abuso de las palabras y las nociones vagas, el progreso de las ciencias retrasado por las cuestiones de definición, las pasiones bajo el disfraz del celo, la obstinación bajo el nombre de la firmeza: la historia bis enseña hasta que punto las discusiones son poco apropiadas para aportar luz”. Y por si no fuera suficiente, también contamos con un texto del primer historiador de la Academia de Ciencias de París, quien tras considerar las vicisitudes que caracterizaron al enfrentamiento, no duda en su conclusión: “Los prejuicios nacionalistas, como los prejuicios religiosos, ejercían como se ve, una enojosa influencia sobre la corporación”. Pero no nos detendremos mucho más en esta dimensión del viaje. Sabemos que fue importante, más aún, nuestra opinión es que actuó como una especie de catalizador de voluntades para allanar el camino que condujo a dos monarquías, la española y la francesa, a habilitar los medios para desplazar hasta los confines del mundo a una compañía que debía resolver una polémica teórica sin ninguna repercusión práctica.

Este punto no carece de interés, pues los científicos para lograr los recursos necesarios no dejaron de redactar enjundiosas memorias que siempre incluían algunos párrafos dedicados a argumentar que la navegación oceánica, y por tanto el comercio, se verían afectados favorablemente para el gobierno que lograra precisar la figura del planeta. Se decía que la cartografía del territorio y los derroteros náuticos tendrían que modificarse. Y era verdad, pero nunca hasta el extremo de facilitar la tarea a quienes gobernaban un buque, gentes que, en general, se fiaban más de su experiencia como marinos prácticos que del dictado de unos instrumentos construidos artesanalmente y que, además de ser muy difícil y costosa adquisición, tenían una manufactura mecánica que no resistía los golpes de mar. Y todo esto es nada comparado con el hecho de que aún no se disponía de ningún método eficaz para la determinación de la longitud, pues los relojes marinos no estaban todavía disponibles y, en consecuencia, no se sabía cómo transportar la hora. El problema era tan importante que en una navegación océanica eran frecuentes los errores de hasta quinientos kilómetros en el destino. En fin, no había correspondecia posible entre las ofertas de utilidad y los resultados previsibles. Sin embargo, todo el mundo fue cómplice de esta fantasía y la expedición se hizo. No estoy seguro de si es legítimo hablar de éxito propagandístico o si se lo prefiere, como decían algunos publicistas de la ciencia durante la Ilustración, de la habilidad para seducir a los públicos, los gobernantes incluidos, y engañarlos con la verdad.

Pero avancemos algo más con los datos. La expedición fue aprobada por la Academia de Ciencias de París en 1735 y, como tenía que desarrollarse en los dominios del rey de España hubo qie solicitar los permisos correspondientes. Las gestiones diplomáticas culminaron favorablemente para la empresa, pero puesto que el Consejo de Indias temía que la verdadera finalidad de la empresa fuese a socavar el monopolio comercial español con América, se impusieron algunas condiciones. Entre ellas, la que más nos importa para nuestro tema es la exigencia de que los cientificos franceses fuesen acompañados por dos guardiamarinas españoles. La designación recayó en el sevillano Antonio de Ulloa y en el alicantino Jorge Juan y Santacilia, caballero de Malta que había acreditado durante sus estudios en Cádiz fama de buen matemático y al parecer, el merecido mote de “Euclides”.

Hagamos un paréntesis para mostrar sus biografías. Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral (Sevilla, 1716- Isla de León 1795), hidalgo formado en el Colegio Mayor de Santo Tomás, fue designado en 1733 miembro de la expedición geodésica hispano-francesa mientras cursaba como guardiamarina en la Academia de Cádiz. Regresaba a Europa en un barco francés cuando fue apresado por los ingleses. En Londres recuperó la libertad y, con el apoyo del presidente de la Royal Society, Martin Folkes, fue acogido con honores de científico y nombrado fellow el 11 de diciembre de 1746. Ya en Madrid afrontó, junto con Jorge Juan, la redacción de las memorias de resultados de la expedición. Ulloa se hizo responsable de la Relación histórica del viaje a la América meridional (4 volúmenos, Madrid, 1748). En 1749 fue enviado a Parías y a otras ciudades de Europa para estudiar las nuevas ciencias, espiar instalaciones industriales y contratar expertos para activar la política de manufacturas reales del ministro Ensenada. Sus actividades posteriores en España abarcaron una multitud de campos, desde la creación de nuevas instituciones (como el Gabinete de Historia Natural o la reorganización de los estudios de cirugía), hasta la reforma de la minería o la construcción naval. En 1758 fue nombrado gobernador de Huancavelica, la más importante mina de mercurio de las colonias y por tanto decisiva en la producción de la plata. Desde 1765 ejerció como gobernador de la Luisiana meridional, nueva posesión española cedida por los franceses tras el Tratado de Fontaieblau. Fruto de su esperiencia en Indias fue la publicación de las Noticias americanas: entrenimientos físico-históricos sobre la América meridional y la septentrional oriental. Al final de su vida se vio involucrado en acciones de guerra que arruinaron su prestigio militar. Recluido en Cádiz, publicó a los setenta y nueve años laas Conversaciones de Ulloa con sus tres hijos en servicio de la Marina.

Por su parte, Jorge Juan y Santacilia (Novelda 1713- Madrid 1773) se formó con los jesuitas de Orihuela y Zaragoza, y fue caballero de Malta, isla en la que residió hasta su vuelta a España en 1729 para ingresar en la Academia de Guardiamarinas. Nombradp miembro de la expedición hispano-francesa al virreinato del Perú, fue ascendido, al igual que Ullua, al grado de teniente de navío. La compañía científica pisó tierras américanas en 1735, una estancia plagada de incidentes y que se prolongaría hasta 1744. A propuesta de La Condamine, uno de los académicos franceses que formó parte de la expedición, fue nombrado correspondiente de la Académie des Sciences. Como responsable de la redacción de las Observaciones astronómicas y physicas hechas de orden de S. Mag. En los reynos del Perú (Madrid 1748), libro profundamente copernicano y abiertamente newtoniano, tuvo dificultades con la Inquisición. Tras la publicación fue comisionado a Londres con misiones de espionaje y para contratar a los ingenieros que debían tranformar la construcción naval en los arsenales de Cádiz, Ferrol y Cartagena. Ascendido a capitán de navío se ocupó de la dirección de la Academia de Cádiz introduciendo reformas que la convirtieron en un verdadero centro superior de estudios científicos, dotándolo con observatorio, biblioteca y profesorado acreditado. En 1766 regresó a la Corte, aceptando el cargo de embajador en Marruecos. En 1770, tras una reforma educativa, vuelve para desempeñar el cargo de director del Seminario de Nobles de Madrid, colegio expropiado a los jesuitas tras su expulsión en 1767. Su obra científica más importante y reconocida en Europa es el Examen marítimo (Madrid 1771), un tratado de mecánica y dinámica de fluidos, traducidos al francés en 1783, y probablemente el libro científico más importante de la Ilustración española.

Volvamos al año 1735. ¿Qué tenían que hacer en Qito? Se trataba de triangular una extensión de territorio de unos cuatro kilómetros situado en el corredor interandino. El objetivo era determinar la longitud de un grado de meridiano y comparar su valor con el que simultáneamente se estaba midiendo en Laponia, cerca ya del polo. Si las cifras coincidían, el planeta era esférico, y si eran distintas, se podrían precisar la forma y también la magnitud del achatamiento. Había dos programas de observaciones a realizar: primero, medir el meridiano mediante operaciones geódesicas aprovechando las colinas que había a ambos lados. Y después, en segundo lugar, se requería determinar las coordenadas geográficas de los dos extremos del meridiano.

Una sencilla división permitía hallar el valos del grado. Parece fácil, pero emplearon una década antes de alcanzar una conclusión. Fueron muchos los problemas a los que tuvieron que hacer frente y como es imposible resumirlos, me concentraré en algún aspecto que ayude a valorar la magnitud de la empresa. Los instrumentos, como se dijo, eran de manufactura artesanal y fabricados para usos de gabinete. Nadie fue capaz de prever la dificultad del transporte, ya sea durante el viaje hasta Quito, ya sea mientras subían y bajaban a las imponentes montañas que escoltan el corredor andino. El conjunto de las observaciones, por otra parte, fue concebido como un experimento crucial que debía discriminar una de las dos teorías que prevaían un achatamiento que cuantitativamente era pequeño, lo que obligaba a una gran precisión y a contrastar los datos obtenidos por varios estudiosos en distintos lugares con diferentes utensilios. Pero medir algo es ver qué división del limbo del instrumento cae la plomada que defina la vertical. Se requiere, en consecuencia, que todas las marcas tengan el mismo grosor, sean equidistantes y, sis se quiere mucha precisión, que estén muy juntas para poder dividir un intervalo en la mayor cantidad de partes posible. El grabado de la escala no se hacía automáticamente, sino a ojo y con las manos. Los errores eran inevitables y las discrepancias entre los distintos instrumentos impredecobles. En fin, no me detendré ya en este punto. El argumento, pese al carácter sumario de la descripción, parece claro. Mientras que, de un lado, la polémica estuvo contaminada por argumentos ideológicos que enturbiaron el debate académico, por el otro, se quiso resolver mediante instrumentos que no pudieron asegurar las cotas de precisión requeridas.

EL VIAJE COMO EMPRESA CULTURAL

¿Quiere esto decir que los académicos perdieron el tiempo y volvieron con las manos vacias? Claro que no. La empresa fue exitosa, los resultados concluyentes y los libros que se escribieron fueron traducidos a varias lenguas. Lo que nosotros hemos insinuado es que todo se hizo entre márgenes de error y cotas de ambigüedad tan anchas y obvias que también hubiese sido posible afirmar lo contrario; es decir, que el programa de observaciones diseñado se adelantó a su época, que los instrumentos eran imprecisos, que los astrónomos no supieron reconocer su incapacidad y que el litigio teórico entre newtonianos y cartesianos se resolvió al margen de los resultados de este experimento crucial. Y, en efecto, ésta fue la convicción a la que llegaron quienes, sin el apasionamiento característico de muchas polémicas, estudiaron las memorias y contrastaron los resultados. Boscovich, y no es más que un ejemplo entre muchos posibles, concluyó con contundencia que “en general nada hay seguro sobre la figura de la Tierra, si sólo se consideran las medidas de grados”. También Voltaire, amigo de los expedicionarios y atento seguidor del debate, escribió no sin ironía que “los viajes al extremo del mundo para confirmar una verdad que Newton había demostrado en su gabinete han dejado dudas sobre la exactitud de las medidas”. Y ¿cómo explicar el hecho de que mientras estos textos eran escritos nadie dudara, salvo los más recalcitrantes partidarios de la ortodoxia cartesiana, que la Tierra estaba achatada por los polos? Si la explicación no puede ser inequívocamente científica por carecer de fundamento experimental, habrá que encuadrar la respuesta en el contexto de la cultura de la época y en las fuerzas que se enfrenteban por el control de la esfera de opinión pública. Porque, en efecto, el debate fue ganado por los newtonianos en los salones aristrocráticos, en los cafés y en los periódicos. No estamos diciendo que no sirvieron para nada las expediciones o los trabajos geodésicos, sino que el escenario decisivo no fue la Academia de Ciencias ni las revistas profesionales.

Detengámonos en este punto. Cuando Voltaire, tras su exilio londinense, publicó las Cartas filosóficas para dar a conocer las excelencias de la cultura británica frente a la francesa, lo hizo en unos términos muchas veces citados y siempre sorprendentes: “Un frances que llega a Londres encuentra las cosas muy cambiadas en filosofía, como en todo lo demás. Ha dejado el mundo lleno; se lo encuentra vacío. En París se ve el Universo compuesto por torbellinos de materia sutil; en Londres, está nadie ve nada de eso… En París, se figuran la Tierra hecha como un melón; en Londres, está aplastada por los dos lados… He aquí unas furiosas contradicciones”. Voltaire no hablaba como un cientifico, circunstancia que seguro no le importaba demasiado.Lo que resulta fascinante, teniendo en cuenta que estamos refiriéndonos a las primeras décadas del siglo XVIII, es que estas cuestiones científicas fueran el argumento, primero, para comparar las cultras de dos paises y, despues para decantarse por la superiodidad de una de ellas, en este caso la inglesa. Es dificil exagerar la importancia de este discurso inagurado por Voltaire y que prueba hasta que punto la ciencia comenzaba a ser un asunto de interes mas general y no una practica exclusiva de sabios y eruditos. No acaban aquí las diatribas contra el academicismo frances, como tampoco la capacidad de Voltaire para ironizar y forzar la complicidad de sus lectores con la causa de la modernidad.

Si los torbellinos cartesianos eran ahora presentados como una invención caprichosa o, como entonces se dijo, el argumento principal de una novela filosofica sobre la naturaleza, antes que como la hipotesis clave de un tratado de fisica, la teoria de la atracción no estaba exenta de connotaciones que cuestionaban el más elemental uso del sentido común. Querían los newtonianos que los cuerpor se atrajeran a distancia, lo qu eequivalia a que un planeta (que no era sino materia bruta) se enteba de la presencia lejana de cualquier otro cuerpo celeste para, a continuación, ponerse ambos a gravitar respetando una ley de validez general. Era absurdo, pero consiguió el credito necesario para imponerse como el canon de la ciencia.

Sigamos desplegando nuestro argumeto de la mano de Voltaire y escuchemos cómo nos explica que carta tomar: “Si Monsieur Newton no hubiese empleado la palabra atracción en su admirable filosofia, toda nuestra Academia habría abierto los ojos a la luz, pero ha tenido la desgracia de emplear en Londres una palabra a la que en París se ha asociado con una idea ridícula, y sólo por esto se le ha hecho juicio con una temeridad que algún día hará poco honor a sus enemigos”. Y es cierto, quienes para entonces, en la década de los treinta, no se habían rendido a la pujanza del newtonianismo serían tenidos por reaccionarios. Pero, como en todas las guerras, la primera victima es la verdad, y desde el primer exabrupto comienza a trabajar la fábrica de los simulacros y de las identidades prêt-á-porter. Sin duda, la atracción era una hipótesis misteriosa, incluso absurda, pero estaba bien avalada. No es muy conocido, pero está bien documentado el hecho de que Newton había dedicado la mayor parte de su vida profesional al estudio de la alquimia y la teologia.Junto a estas actividades, tambien escribio dos textos cientificos cruciales. En uno de ellos, los Principia, hizo alarde de un talento matemático tan elevado que muy pocos cientificos de su tiempo podian leerlo. En el otro, la Óptica, presento una especie de vedemecum de experimentos con la luz que le dieron la fama justificada de el mejor experimentalista de su tiempo. Pero cuando Newton, que era un simbolo de la nueva monarquia britanica fue elevado al mas alto pedestal del nuevo santuario laico, la imagen que nos queda no es la de un teorico inescrutable, la de un sublime biblista, ni la de un respetado alquimista, sino la del fundador de la ciencia experimental. Y hay muchos textos qye argumentan en terminos, a mi juicio, inequivocos, que esta identidad fue forjada por un grupo de seguidores que, escamoteando el conjunto de la obra del maestro, quisieron y lograron convencer a sus coetáneos de que Newton era el primer gran experimentalista de la historia. Elogiar a Newton, desde entonces, era mucho más que defender a un cientifico, equivalia a primover una nueva manera de relacionarse con la naturaleza y los distintos criterios de validación de las afirmaciones. Desde entonces, cualquier aserto, salvo los que pudieran respaldarse con pruebas ante testigos, caía en el farragoso terreno de las opriniones y quedaba alejado de la verdad.

Quienes estaban inmersos en estas convicciones, como era el caso de Voltaire, atribuían al término con que se nombraba el fenómeno gravitatorio, atracción, la única dificultad para admitirlo, conviertiendo una polemica entre cientificos en una querella nominanilista. El tiempo les dio la razón, pero siempre pasando por alto algunos hechos que primero fueron ocultados y muy pronto olvidados.

EL VIAJE COMO AVENTURA

Recapitulemos muy brevemente la línea argumental. Hemos dicho que la expedición fue diseñada como un experimento crucial y resuelta mediante instrumentos que, por su falta de precisión, no eran concluyentes. Hemos avanzado la hipótesis de que la cuestión de la figura de la Tierra se decantó a favor de Newton por motivos ideológicos y como consecuencia del dominio que ejercieron los newtonianos en la esfera de la opinión pública.

Y para quienes todavía alberguen dudas sobre la verosimilitud de estos argumentos agregaré la opinión que Jean Bernouilli, el matematico mas prestigiosao del momento, se formó de las derivaciones que había tomado el debate sobre la forma de la Tierra: “Pero, decidme señor –preguntaba Bernouilli a Maupertuis en 1735- ¿los observadores tienen alguna predileción por uno u otro sentimmiento? Porque si están inclinados a considerar la Tierra achatada, seguro que la encuentra achatada; por el contrario, si están convencidos de que la Tierra es alargada, sus observaciones no dejarán de confirmar dicho alargamiento: el paso del esferoide comprimido para hacerse alargado es tan sensible, que es fácil equivocarse cuando se quiere estar equivocado a favor de una u otra opinión. Así pues, aunque las observaciones decidan contra mí, yo me he provisto de una conveniente respuesta que me pondrá el abrigo de cualquier objeción. Así, esperaré a pie firme el resultado de las observaciones”. En fin, la contundencia de estas palabras nos ahorra mayores comentarios. Bernouilli, sin embargo, no contaba con un nuevo actor social, el público, que también iba a decantarse por otros motivos distintos a los estrictamente cientificos. Nos referimos a la burguesía urbana emergente que veía en Newton un símbolo de la libertad que se respiraba en Inglaterra y Holanda, así como de su dominio en el campo de las manufacturas y el comercio. Una burguesia que se sentía reflejada en los periodicos y que convirtio las expediciones y los relatos de viaje en una forma modélica de apropiación de la realidad.

Avancemos algo más. Ahora añadimos nuevas perspectivas que ayuden a comprender por qué un debate coemtífico se hizo tan popular o, en otros términos, a que se debe que suscitara tantas expectativas, que fuera objeto de atención en la prensa y que, en consecuencia, importara tanto lo que publicaban aquelllas gacetillas y papeles volanderos. Y téngase en cuenta que entre quienes escribian en los diarios tambien se encontraban los mas reputados cientificos del momento y que, de alguna manera, los recintos académicos dejaron de ser el único espacio de discusión y resolución de asuntos cientificos. El viaje se hizo popular por dos motivos que se abrazaron ya para siempre: de una parte, el exotismo o el misterio de los lugares que se iban a recorrer, pues cada descripción de las diferencias, cada nueva teatralización de los contrastes, la simple explicación de otras formas de vivir, fue ocasión para que los viajeros exploraran la viabilidad de nuevos valores y distintas formas de sociabilidad. Por los entresijos de tanto relato de viaje se deslizaban diferentes miradas al mundo y se exploraban otros horizontes de libertad. Y también es necesario detenerse en la componente aventurera que tenía cualquier viaje, y especialmente los destinados a América. Era un lance para los expedicionerios, y enseguida aportaré algunos datos, pero también hay que considerarlos como una aventura de la razón, un experimento que ponía a prueba no sólo los instrumentos de medida que portaban consigo los viajeros, sino también sus propios patrones culturales, ya fuesen cientificos, ya fuesen politicos o estéticos.

Para la observación geodésica había que instalar señales bien visibles que pudieran ser avistadas a distancia. Así, se optó por instalarlas en las cimas de las dos cordilleras andinas, lo que obligaba a penosos ascensos y, con frecuencia, a largas esperas hasta que desaparecieran las nubes que impedian la visibilidad. La compañía desplazada a Quito estaba formada por caballeros y andie en la colonia acertaba a comprender la razón de tanto sacrificio. Antonio de ulloa nos ha dejado un simpático testimonio que refleja mejor que mis palabras tanta perplejidad: “Ahora es justo que se considere cuánta diversidad de juicios formarían en aquellos pueblos sus habitantes: por otra parte, les admiraba nuestra resolución y, por otra, les sorprendía nuestra constancia; y finalmente todo era confusión aun en las personal más cultas; preguntábanles a los Indios, cuél era la vida que teníamos en aquellos sitios, y quedaban espantados del informe que les hacían: se veían que nadie quería ayudarnos, aun siendo de naturaleza robustos, sufridos y acostumbrados a las fatigas; experimentaban la tranquilidad de ánimo con la que sufríamos en aquellos lugares, y la resignación con la que después de haber concluido en uno la cuarentena de trabajos y de soledad, pasábamos a los otros; y en tanta admiración y novedad no sabían a qué atribuirlo. Unos tenían a locura nuestra resoluciones; otros discurrían Magos, y todos quedaban embebidos por una confusión interminable; porque en ninguno de los supuestos, que sus pensamientos les dictaban, hallaban que hubiese correspondencia entre su logro y la fatiga y penalidades de tal vida: asunto que aun todavia mantiene la duda en mucha parte de aquellas gentes, sin poder persuadirse sobre cuál fuese el cierto fin de nuestro viaje, como ignorantes de su importancia”. Hay que trasladarse en el tiempo para comprender la mayúscula sorpresa de los quiteños ante las operaciones que por más de dies años realizó la más ilustre compañía que nunca alcanzó a visitarles.

Entre las muchas vicisitudes de la expedición me detendré someramente en dos incidentes que ilustran de manera muy expresiva el choque cultural entre los agentes cientificos llegados de la metrópoli y los habitantes de aquellas tierras doblemente fronterizas, primero por estar entre dos virreinatos (los de Nueva Granada y del Perú) y, segundo, por estar asomados al Pacífico y a la Amazonia. En julio de 1739 los cientificos fueron invitados a las fiestas populares de la ciudad de Cuenca y el cirujano de la compañía, Jean Seniérgues, trabó relaciones “en todo ilicitas” –según dejó declarado Morainville, otro de los expedicionarios- que irritaron a los lugareños. Los franceses pasearon su arrogancia, ridiclizando algunas escenas de celos, y probablement nada habría pasado de no ser de la indolencia de las autoridades. El caso es que el reino de Quito padecía una dramática crisis economica y sus habitantes no aguardaban sino a la gota que colmara el vaso para manifestar su desesperación. Los hechos se cuentan en pocas palabras: unas trescientas personas acorralaron a los expedicionarios y dieron muerte a quien tambien vino a ningunearlos para despues disputarles sus mujeres. Y cuentan las crónicas que de no haber encontrado refugio en el colegio de los jesuitas, todos hubieran corrido igual suerta, pues la masa embravecida coreaba a gritos por las calles “Viva el rey y muera el mal gobierno, maten a los gavachos y otras voces”. El grave incidente saltó a la prensa y fue aprovechando para reflexionar sobre la ignorancia del plebeyo y la injusticia de las politicas imperiales. Dos años antes, cuando llegó a Quito el cargamente con los equipajes de los expedicionarios, repleto de libros e instrumentos cientificos, el presidente de la Audiencia se negó a pagar la abultada factura que había generado el transporte desde Guayaquil a lomos de aquellas doscientas mulas que antes mencioné. Antonio de Ulloa fue a quejarse y comenzó su conversación otorgando al presidente el tratamiento de “vuesa señoría”, pero como vinieron los marinos que, ni por cortesia, eran correspondidos, continuaron sus alegaciones rebajando el tratamiento al de “vuesa merced”. Como las cosas no mejoraron, Ulloa solicitó formalmente y por escrito el pago, “pero habiendo recibido mi papel- nos cuenta Ulloa- preguntó quien lo había llevado y mando entrase dentro: y siendo un criado mío se lo devolvió abierto, desde la cama donde se hallaba, y le dijo: toma, y dele a Ulloa, que aprenda a escribir y que tenga estilo, que a un Presidente como yo no se le habla de VM, sino de VS”. Pero Ulloa, provisto de credenciales del rey de España que obligaban a todas las autoridades coloniales a prestar ayuda a la expedición, no se arredró y fue a presentarse entre empujones, portazos y gritos hasta la misma alcoba del presidente, afeándole su conducta en presencia de su misma esposa y muchos funcionarios. Acabó en la cárcel y el escándalo hubiese amenazado la continuidad de la misión cientifica de no ser por la prudente intervención de Jorge Juan. Todos estos acontecimientos, que no son sino un simple botón de muestra, se corrieron de boca en boca y dieron ocasión a todo tipo de especulaciones sobre las dos noblezas que se enfrentaban, la de pluma, reprensentada en este cado por dos marinos que, sin embargo, llegaron a Quito como cientificos, y la de espada, encarnada por un alto funcionario colonial que quería anteponer los añejos rituales del honor frente a los nuevos códigos metropolitanos de civilidad.

En 1743 la viruela se adueñó de Quito y murieron más de ocho mil personas, cerca de un veinte por cien de la población. Hablamos ahora de otro tipo de penurias. Apenas unas semanas después de la llegada a territorio americano, Couplet, uno de los miembros de la expedición, falleció sin diagnostico certero, y los documentos sólo hablan de unas fiebres malignas. En 1740 la costa guayaquileña fue azotada por una terrible epidemia de fiebre amarilla. Pero nada les inquietaba tanto como la amenaza permanente del endémico “bicho” o mal del Valle, una rectitis necrosante que diezmaba la población y cuyo tratamiento era tan agresivo como temido: “(…) es indefectible su cura- nos dice Juan y Ulloa-, y ésta es muy violenta, por reducirse sus medicamentos a limón sutil mondado hasta descubrir el jugo, pólvora, ají, o pimiento molido; de lo cual hecha una bola la introducen por el Annus, y tienen cuidado de mudarla dos, o tres veces al día, hasta que lo juzgan libre de aquel cuidado”. Ciertamente el tratamiento unía a su agresividad la condición de terapia casi indiscriminada, pues cualquier disentería, también común por aquellas latitudes, era curada con la misma medicina.

Ahora se entiende mejor por qué los quiteños no comprendián tanta penuria, si no era porque con aquellos extraños instrumentos andaban buscando minerales preciosos o algún misterioso arcano de la naturaleza. En Europa, donde desde luego no se menospreciaba el oro, ni cualquier forma de riqueza, también comenzaba a darse mucho valor a experiencias como las que tuvieron los expedicionarios mientras atravesaban el istmo de Panamá.

La ciudad de Portobelo, según Jussieu, el botánico de la expedición, “es la más indigna y malsana del Universo (…), los aguaceron continuos vienen con frecuencia acompañdos de tales tempestades de trueno sy relampagos que causan espanto a todos, prolongándose el sonido por el resonido de las cavernas que hay entre los montes, al que se agrega el ruido intolerable de monos de mil especies que abundan…”. El curso del río Chagres, pero obligado en la travesía, estaba plagado de caimanes, monos y mosquitos. Y Guayaquil, último puerto antes de comenzar el ascenso hasta el altiplano, en medio de su indudable ferocidad y de sus muchas felicidades, hervía de insectos y animales “que así como las aguas de que se inunda en el invierno la fertilizan- nos cuentan Juan y Ulloa- después se creían de la corrupción y el calor insufrible plagas de mosquitos, sapos, ratones, alacranes, víboras, culebras bobas, mapamaes de coral, cascabel y bejuco (…), en los ríos no es creíble la multitud de caimanes que se encuentran y salen a las playas a tomar el sol”.

No me extenderé más en la descripción del riego asociado al viaje, aunque sí emplearé unas lineas para recordar que en la retórica de estos escritos también se jugó con la sorpresa. Basta con tomar algunas frases que describian la vida en Quito para experimentar con los expecicionarios la fascinación ante la novedad: “las Quebradas que bajan del Pichincha son el fundamento de la ciudad y la ctraviesas algunas de mucha profundidad; así una gran parte de sus edificios se encuentran sobre arquería y bóvedas (…). En cuanto a las danzas, lo más particular en el asunto es que, sin ser pagados, ni más intereses que su propio gusto, mantengan este ejercicio desde 15 días antes de la Festividad del patrón, hasta más de un mes después de que han pasado, sin acordarse, ni de trabajar, ni de cosa alguna (…). La falta de ocupaciones y la ninguna educación los conduce a la establecida costumbre, general en todas las Indias, de los bailes, o fandangos. Estos son en Quito mucho más licenciosos y frecuentes; las liviandades llegan al extremo, que se hace aún al imaginarlo abominable; y el desorden es a correspondencia”. No exteña entonces que tras largas caminatas y tan largos períodos de soledad en la cima de las montañas, los expedicionarios abrazaran la vida urbana con entusiasmo: “la rusticidad de aquellos pueblos se transformaba a nuestra vista en ciudades opulentas: la comunicación con un cura, y dos o tres personas, que le hacía compañía, el comercio más recional del mundo: los pequeños mercados, el mayor concurso de mercaderías y tratos que podíamos apetecer; y por este tenor lo más pequeño se nos hacía grande”. La vida en tierras americanas y, desde luego también el relato de la peripecia humana, transcurrió entre incidentes, aventuras y sorpresas. No todas fueron agradables, pero lo cierto es que los viajeros fueron encontrando las palabras que daban cuenta de su paulatina implicación en la vid colonial. Los textos tienen a veces sabor agridulce; con frecuencia son críticos y no es raro que estén salpicados con algún calificativo cruel para los habitantes o las autoridades quiteñas. Pero quien lea aquellas memorias será atrapado por la minuciosidad de las descripciones, por el exotismo de las costumbres, por la diversidad de los valores, por la inocencia de los pobladores, por la sensualidad de sus mujeres, por la feracidad de la naturaleza o por la desmesura de las fiestas. Y ciertamente hay mucho libertinaje erudito en esta habilidad para trufar la memoria de resultados de una expedición cientifica con el relato de costumbres licenciosas o la descripción a aventuras inauditas. Todo ello salpicado de criticas a la administración colonial o de comparaciones entre los estilos de vida metropolitanos y criollos.

Sin duda, Europa sale vencedora de este juego de espejos, aun cuando los lectores tengan que reconocer que una parte del paraiso perdido sigue vivo en el Nuevo Continente. La precocidad de Jorge Juan y Antonio de Ulloa no llegó más lejos por este sendero, y aunque hay vestigios de un tenue anticipo de romanticismo, se equivocaria quien buscase en los tenientes de navío, o en los otros astronomos y geodestas franceses, a Rousseau. Sin emb