Aterrizaje en Cuzco
“Obra de demonios” exclamaron los conquistadores cristianos al contemplar Sacsahuamán, Templo del Sol a 3.700 m de altitud.
-¡Cosa de demonios!gritaba la india que llevaba a su hijo en “el pechito de atrás” cuando vio al globo que resollaba fuego en la explanada, entre la fortaleza y el rodadero.
Pero allí estaba Pedro, inca moderno, que tras guardar en su bolsillo la figurita de madera que tallaba, se escupió en las manos para aferrarse al cabo de corona que mantiene inclinado al globo durante la maniobra del hinchado, junto a nuestro ayudante Juanito.
Cuando el aerostato se elevó, pudimos ver al halcón, el ojo que es la base del torreón central y las plumas erizadas de su cabeza que forman las murallas en zigzag; maravillas del Perú concebidas para ser vistas solo desde arriba, por donde andan los dioses.
Los indígenas dejaron en suspenso la preparación de sus puestecillos y se maravillaban de ver aquella enorme bola escupida por el fuego que pasaba por encima, y a nosotros, los aerosteros, nos fascinaban las inmensas moles que formaban los murallones “tan grandes que nadie que las vea dirá que hayan sido puestas allá por mano de hombres, que son tan grandes como trozos de montaña y ninguna tan pequeña que la puedan transportar tres carretas” -como dijo Pedro Sancho, secretario de Pizarro. El ajustamiento de estas piedras es lo que causa mayor asombro; no cabe una cuchilla de afeitar-“tan bien labradas que parecen acepilladas y tan ajustadas unas a otras que no parece que tengan mezcla”. Una de ellas alcanza 9 metros de altura por 5 de ancho, y se calcula su peso en 360 toneladas.
Una nutrida corte de admiradores nos seguía correteando por las tres plataformas del Sacsahuamán, y en vista de que la débil brisa variaba el rumbo deseado hacia el Cuzco, largamos el cabo de agarre gritándoles que nos remolcaran hacia el precipicio, con el temor de que tanta gente y tan descontrolada, nos hundieran hacia la muralla en vez de hacernos avanzar.
Pero enseguida se hicieron cargo y tiraban con la vista en el suelo y envueltos en sus ponchos, como si otra vez movieran algún bloque gigantesco, como la piedra cansada que mató al descolgarse a muchos cientos de indios que la arrastraban y que, según Guamán Poma, terminó por llevar sangre.
Abajo, entre los eucaliptus, se veía ya el Cuzco, que por ser la principal de todas las ciudades, es tan grande y tan hermosa que sería digna de verse aún en España, toda llena de palacios de señores, porque en ella no se ve a gente pobre.
Ahora sí se veían, pero alegres y tan animados que gritaban sus mercancías en sus puestecillos y nos saludaban maravillados, como la gente que todavía mantiene la fantasía dentro.
En la Plaza de Armas, todavía lejana, comenzaba a congregarse lo que luego acabó en una muchedumbre, pero la brisa todavía no tenía decidido nuestro destino, así que bandeábamos de una parte a otra recorriendo la ciudad, avanzando unos pocos metros en cada bordada aérea; la gente se asomaba a los balcones o se arremolinaba señalándonos con grandes risas, podíamos ver sus dientes blancos en la penumbra de las calles estrechas.
Desde el formidable puesto de observación de la barquilla, se veía una ciudad de traza española, a 3.326 metros de altitud, superpuesta a una nativa, de la que quedaban muchas muestras arquitectónicas que nos dejaban entrever la grandiosidad y originalidad de su pasado. Podía contemplarse la iglesia y el convento de Santo Domingo, construidos sobre el templo principal inca dedicado al dios del sol, Inti-Cancha, que fue el gran centro religioso cabeza del Imperio, la casa de las vírgenes del sol o Ajlla-Vasi, el palacio de Qoloanpata o del indio Roca, donde se encuentra la famosa piedra labrada de doce ángulos, mezclados con las casas coloniales de la Concha, de los marqueses de Valle-Umbroso, la del Almirante, la de los Cuatro Bustos…
En la ladera, salía el tren hacia el Machu Pichu lleno de turistas que sacaban sus cámaras por las ventanillas; escalaba la montaña como un péndulo, marcha adelante y marcha atrás y en cada vaivén subía unos metros hacia arriba, con una técnica sobre los raíles parecida a la nuestra en la brisa, que nos acercaba lentamente con grandes y suaves ondulaciones hacia la Plaza de Armas. No era capaz de identificar el cuerpo de puma, forma que tiene la ciudad, colocado bajo la cabeza del halcón, que es Sacsahuaman según la leyenda; quizá ha sido deformado por el crecimiento, naturalmente caótico. Lo que sí nos llamaba la atención desde nuestro privilegiado punto de vista, eran las figuritas que campeaban sobre los tejados de casi todas las casas: una vasijita con agua para ahuyentar los espíritus de los incendios, una cruz para mantener alejado al demonio y unos signos que pregonaban la situación económica de sus moradores: una pareja de bueyes de barro grandes, o pequeños si los propietarios no eran pudientes, o de llamas cuando eran campesinos pobres.
Por fin navegamos sobre las ultimas casas y abordamos la plaza; la muchedumbre abigarrada, en colores y en lo heterogéneo, campesinos quechuas de sombrero bajo, especie de plato de lana sobre la cabeza, que no hablan castellano, mestizos que hablan español, de sombrero alto como un bombín, mujeres aymnaras ataviadas de gala, esperando en las escalinatas de la plaza a que algún turista quisiera retratarlas con sus llamas, previo pago, indios del mercadillo con sus trajes de tintes chillones en la escalinata de la catedral-basílica, construida sobre el palacio de Viracocha. Cuando nos colocamos sobre sus bóvedas, iniciamos el descenso y, para evitar cualquier desplazamiento lateral que nos hiciera encallar sobre los tejados, lancé el cabo de agarre que fue trincado rápidamente por Juanito y el inca moderno Pedro ante el asombro de todos, que no podían creer que aquel tremendo invento decidiera bajar allí, justo delante de ellos… cosa nunca vista en el Cuzco.
Cuando la barquilla por fin tocó fondo en la plaza, la gran multitud rodeó al globo, querían tocarlo, ver de qué estaba hecho aquello, y a nosotros, nos tiraban de la manga, nos ponían un papel delante pidiendo un autógrafo, nos daban palmadas de lo más felices, y solo pudimos tener espacio para plegar la vela cuando la policía acudió en nuestra ayuda e hizo un espacio dando correazos. Mientras reponíamos fuerzas en el Píccolo, nuestros frustrados admiradores siguieron con la nariz pegada al cristal vigilados por los guardias, observando cómo una gente tan rara, como debíamos parecerles, desayunaba con tanta ansiedad.
Jesús González Green