Los moriscos españoles
El 24 de enero de 1610 la ciudad de Granada se dirigía a S.M. el Rey D. Felipe III de España en una carta en la que, entre otras cosas, se decía: “… que para la conservación de los conductos de el agua de la Alhambra, Generalife, Audiencia Real y casas particulares, que son una infinidad de cañerías, se han ocupado siempre unos cincuenta moriscos cañeros y ellos y no otros saben los ramales y los que en estos se debe hazer por ser officio de gente humilde, que si faltan los dichos moriscos quedaría la ciudad y los dichos conductos en estado de perderse…”
En esa carta granadina al Rey creo ver una intimidad de la antigua España, un pliegue recóndito del cuerpo histórico de nuestra patria. Resulta que los que sabían por donde corría el agua de Granada, el agua que cantaba en los jardines de la Alhambra, o que refrescaba las tardes de verano en la Audiencia Real, o en las casas de los granadinos, el agua de beber y de lavar, ese “agua oculta que llora”, ese agua que quizás aliviaría la pena del ciego de los versos de Icaza; los que conocían, repito, los caños como venas profundas, íntimas y frescas de Granada y los gobernaban con cuidado y honradez, eran cincuenta moriscos, como moriscos eran los “conocedores” que sabían bien de quién eran cada casa y cada finca y los censos que las gravaban, o sea que eran como humildes y verbales registradores de la propiedad granadina. Entonces, la ciudad de Granada le pedía al Rey encarecidamente que, al menos, quedasen en la ciudad doce “cañeros” y doce “conocedores”, porque ellos estaban en el secreto e intimidad de la vida cotidiana. Ellos, los moriscos, eran también la vida cotidiana, puesto que llevaban viviendo en la España unida más de un siglo, en calidad de lo que eran, españoles, súbditos del Rey Felipe III, como lo habían sido de Felipe II y de Carlos V y de los Reyes Católicos.
España es un país de destierros. Yo recuerdo la impresión que me hizo ya en mi infancia la lectura para niños del Poema del Cid y de aquél pasaje en que Rodrigo es desterrado de “Castilla la gentil” y se despide de los suyos en una escena punzante en la que el héroe, ”de los sos ojos fortemente llorando”, piensa que: “assis parten unos d’otros como la uña de la carne”.
Ocurría esto en el siglo XI. La marcha de los moriscos sucedió seis siglos después. Luego, ha habido muchos otros destierros…
Intento aquí hablar de los moriscos que fueron expulsados de España en 1610, durante el reinado de Felipe III y valimiento del Duque de Lerma, un episodio histórico que puede parecer una antigüalla pero que sigue teniendo hoy para nosotros un vivo interés. Fue un drama tan hondo que aún se recuerda en muchos hogares actuales que yo he conocido en mis años de vida en el Magreb y que por eso traigo aquí. Este episodio de la historia de España es un hecho muy sabido. A los testimonios de la época y a la bibliografía clásica sobre el tema, se ha venido a añadir una bibliografía moderna inmensa de la que soy deudor y que ha convertido al asunto en algo casi de moda. No hago, pues, mas que recordar lo que me enseñaron muchos sabios, algunos de ellos, amigos míos.
Mas para centrar el tema, que en realidad es el de los descendientes de los moriscos que yo he conocido personalmente en áfrica, tendremos que repetir lo sabido y rememorar brevemente el cuadro en que se produce la expulsión. El 9 de abril de 1610 el rey Felipe III dictó una orden que significó la desventura de varios cientos de miles de españoles: la expulsión de los moriscos. En España, los moriscos se habían llamado unos años antes, en pleno siglo XVI, por ejemplo, Juan Pérez, Fernando de Venegas, Manuel Granada, Alonso Amuley o Diego López Benajara, nombres de la historia política o literaria de la época. Eran los descendientes de los pobladores de la España musulmana; de aquéllos que no se habían marchado al final de la Reconquista sino que trataban, penosamente a veces, violentamente otras, de defender su permanencia, sus creencias y costumbres, en la que consideraban –y lo era– su patria. Las regiones en donde se encontraban, principalmente, eran Andalucía, Valencia, Aragón, Cataluña y Castilla. Se calcula que a principios del siglo XVII llegaban a unos trescientos mil.
Su drama fue que, por un lado, se debían al nuevo Estado nacional cuya autoridad habían acatado, y a la religión cristiana a la que oficialmente se habían convertido cuando se comprobó que era imposible continuar aquel breve periodo inmediato a la toma de Granada, durante el cual pareció factible una coexistencia libre y pacífica de creyentes cristianos y musulmanes, como en los buenos viejos tiempos del “rey de las tres religiones”. Se debían, en fin, a una lengua y cultura, las españolas, que alcanzaban en aquel tiempo su cenit y que ellos habían adoptado e incluso brillantemente servido. Pero en lo hondo de sus almas alentaban otras fidelidades: el recuerdo de sus antepasados, de su antigua cultura y un libro sagrado: el Corán. Entre los dos tirones de su espíritu se debatían, y ello ocurría en una España vital y gloriosa pero también torturada por el problema de la ortodoxia religiosa, la limpieza de sangre, el orgullo genealógico. Vivir allí, en la frontera de dos mundos, en la línea trémula, indecisa, inquietante en la que se encontraba el morisco, solicitado a diario por dos lealtades opuestas, debía de ser muy difícil.
La minoría morisca se fue replegando en sí misma, encerrándose en núcleos cada vez más irreductibles y ásperos, que fueron preocupación constante de la Monarquía. Este era el problema espiritual. A él se añadía el problema político. Junto a las sublevaciones, guerras, violencias motivadas por los moriscos, se iba extendiendo en España el temor de que los de las regiones costeras pudieran convertirse en una baza que se insertara, como ha dicho Juan Reglá, en el juego de la dialéctica mediterránea, en el cuadro de la rivalidad entre España y Turquía, los dos grandes imperios que se disputaban entonces el dominio del “mare nostrum”. Una posible constelación Turquía-Berbería-Andalucía-Aragón-Valencia, en la que unos moriscos en colusión pudieran ayudar a dar golpes de mano sobre la costa española, tan cercana a la de Berbería, se dibujó en la mente de los españoles. El caso es que la expulsión fue decidida y que con una precisión matemática se produjo el doloroso éxodo al final del cual unos 270.000 españoles habían salido de sus tierras. Desde los puertos del Mediterráneo, o a través de la frontera de Francia, cruzando luego, en este país, el Languedoc, para embarcar en el puerto francés de Agde, procesiones terribles, a veces crueles, de desterrados, fueron saliendo de España, embarcando en flotillas de veleros que los depositaron principalmente en las costas de áfrica, en lo que entonces se llamaba Berbería –es decir, aproximadamente Argelia y Túnez–, y en Marruecos.
Venían no sólo de Granada o del resto de Andalucía; venían de más lejos, de Alcalá de Henares, Arévalo, Medina del Campo, Coca, Mequinenza, Mondéjar, Pastrana, Tordesillas, Almagro; interioridades de España en donde aún, siglos después, advertimos la huella que dejaron estos compatriotas remotos.
Yo he conocido a sus descendientes y fui amigo de ellos. Me los encontré, primeramente, en el actual Túnez, en donde viví varios años. Allí supe cómo fue la llegada y establecimiento de sus antepasados. Habían venido en el fatídico año de 1610, cuando reinaba en la también llamada Regencia de Túnez, Otman Dey, un monarca prudente, de espíritu abierto, favorable, por ello, a la entrada de extranjeros de calidad en su país. Los necesitaba: la Regencia, vasalla del Imperio turco, precisaba de un enriquecimiento demográfico a fin de fortalecer su posición de país pequeño y poco poblado, frente a la Sublime Puerta. Aquellos emigrantes españoles eran, dentro de su modestia social gentes nada desdeñables: hábiles agricultores, artesanos, comerciantes, pequeños industriales; incluso algunos eran letrados, hombres de religión, arquitectos, artistas y hasta adinerados burgueses. Otman Dey les acogió con entusiasmo y los distribuyó por todo el territorio de la Regencia. Aún hoy se pueden identificar en Túnez los lugares de su instalación, porque Túnez lo sabe, el país tiene conciencia de ello y hay científicos tunecinos que se dedican actualmente a investigar este capítulo de su propia historia. Les llaman los “andaluces”. Aclaremos ya que en el Magreb, en general, se conoce por el apelativo de “andaluces” a los hispanomusulmanes que a lo largo de los siglos, y según iba avanzando la Reconquista y acortándose el territorio musulmán de España, iban refluyendo hacia el Norte de áfrica. Muy especialmente llevan ese apelativo los de la última ola, los de 1610. El vocablo ha sido traducido en el Magreb, fuertemente francófono, como “andalou”, con lo que se ha reforzado el concepto. Pero en realidad se les debería llamar “andalusíes”, como ya se dice en español, pues si los magrebíes les llaman “andaluces” es porque venían del “Andalus”, mas el Andalus no era sólo Andalucía sino toda la España musulmana y por tanto, Andalucía y Extremadura y ambas Castillas, y Aragón y Valencia y Murcia e incluso Cataluña, pues del Delta del Ebro y de la región de Lérida salieron algunos miles.
Cuatro zonas principales y dos localidades separadas ocuparon en Túnez nuestros emigrados. Yendo de norte a sur, tenemos en primer lugar Bizerta y sus vecindades (Menzel Djemil, Metline, Ras el-Yebel, Raf-Raf, El Alia, Porto Farina y Ausdja). A continuación, el Valle del río Medjerda con las villas de Testur, Slughia, Medjez el-Bab, Grish el-Ued, Teburba, Tebursuk, Djedeida, el Batán, Kalat el-Andalus, etc. Luego, la ciudad de Túnez y sus alrededores: El Bardo, Ariana, La Manuba, La Sukra, Cartago, Gammarth, Mornag, Sidi Bu Said y Radés. Y, por último, el istmo de la Península del Cabo Bon: Grombalia, Turki, Belli y Nianu. Añadiremos, finalmente, dos lugares muy destacados de esas regiones: Zaguán, al sur de la capital tunecina, y Matyer, al sur de Bizerta. Esta sería, a grandes rasgos, una “geografía morisca” de Túnez. Corresponde a regiones del norte del país, bien al borde de la costa húmeda, o en las riberas del río más grande del país, o, en fin, en el istmo del Cabo Bon, comarca poseedora de aguas subterráneas. Era, claramente, un repartimiento para agricultores y ganaderos, sector económico que interesaba desarrollar, salvo el caso de la instalación en la capital, reservada a comerciantes, artesanos y gentes de letras.
Mi venerable y sabio amigo Si Hassen Hosni Abdulwahab, a quien llegué a conocer aún en 1968, gran amigo de don Miguel Asín Palacios y profundo conocedor de esta historia, me señaló un día, como símbolo de aquella emigración llena de ambigüedades y quizás ejemplo de las complejidades de nuestra historia –Américo Castro ha hablado de la “edad conflictiva”…– algo que me impresionó mucho: el sorprendente detalle de ornamentación que aún se ve en ciertas puertas de casas moriscas de Túnez, como persistente recuerdo que es difícil de olvidar: la señal de la cruz, formada por pequeños clavos negros de gruesa cabeza convexa o plana. Viejo signo religioso que se empleaba, al parecer, en España para distinguir las casas de los cristianos pero que los moriscos guardaron y trajeron consigo. ¿Lo usarían en España para esconderse? ¿Sería una señal de esa ambigüedad, de esa incierta, equívoca situación espiritual que era la suya; oscilación entre lo propio y lo ajeno? ¡Quién sabe! En todo caso, era un signo inquietante, turbador, que nos dice mucho del mundo mestizo de nuestros moriscos.
Que una de aquellas patrias, la española, ha pervivido en su recuerdo, se prueba al repasar lo que llamaríamos “patronimia” morisca de Túnez. Tengamos en cuenta que en muchos casos los moriscos que llegaban a tierras del Islam procuraban cambiar sus nombres, tomándolos nuevos, completamente árabes, para así integrarse mejor, mimetizarse en lo posible en unas tierras que no todas fueron hospitalarias como Túnez y en las que a veces sufrieron verdaderos calvarios por venir de donde venían y ser como eran. Y sin embargo, de una larga lista que descubrí allí, de apellidos que se conservan hasta el día de hoy y que señalan, de manera más o menos clara, su origen español, citaré como ejemplos reveladores unos pocos: Alicanti, Andulsi, Balma, Benavides, Betis, Blanco, Buguerra, Cantalábn, Carandel, Caravaca, Castali, Cortubí, Filipu, Galantu, García, Garnata, Gomis, Herrera, Huisca, Gristu, Luis, Mador, Marcu, Medina, Mendez, Mequinez, Merischko, Negro, Palau, Pintor, Perez, Ricardun, Sancho, Zaragusti, Sordo, Soria, Teruel, Valensí, Xátiva, Zafrán …
Y es que aquellas gentes hablaban, naturalmente, español, y conservaron su lengua muchos años. Un español quizás muy dialectal, o arabizado, o expresado, cuando lo escribían, en aljamiado, pero con frecuencia correcto, pulido y a veces literariamente exquisito. El viajero francés Jean André Peyssonel en su libro “Viaje a la Regencia de Túnez” (1724-1725), nos dice que en las villas de Teburba y de Testur se hablaba “buen español”, “lengua que han conservado de padre a hijo”. Aún a fines del siglo XIX, es decir, en tiempo de mis abuelos, según he recogido yo de tradiciones orales guardadas en Testur, en dicha villa se representaba todos los años, durante las fiestas del Aid el-Kebir, la Pascua grande musulmana, una obra teatral de Lope de Vega, en su lengua original.
Hay un lugar cerca de la capital, bien conocido por todos los turistas, El Bardo, por que en él se encuentra el mejor museo de mosaicos romanos del mundo, pero del que pocos saben que toma su nombre del español El Pardo. Ya estaba allí cuando llegaron los últimos “andaluces”. Así lo habían bautizado los primeros musulmanes españoles instalados en el lugar.
Los primeros tiempos de la llegada de los “andaluces” debieron de ser difíciles, hasta que su instalación se consolidó y se adaptaron al nuevo país. En la capital tuvieron un benéfico protector, que era una especia de “santón” de Túnez, Abu al-Gayt al-Qassas, que protegió a aquellos desvalidos emigrantes. Qassas les distribuyó temporalmente entre las “zauías” de la ciudad –templetes, mezquitillas y ermitas–. Una de éstas fue la de Sidi Kacem el-Jellizi, obra del siglo XV, bella muestra de arte hispano-magrebí que alberga una preciosa colección de azulejos “a la cuerda seca”, que han sido desde entonces modelo insuperado de la azulejería hispanoárabe de Túnez.
Los moriscos tuvieron un jefe de su comunidad. Llevaba el título de “jeque de los andaluces”, “cheikh el-andulsi”. Uno de los primeros fue Mustafá de Cárdenas –así, con su buen apellido riojano– rico agricultor y comerciante que había estado establecido en Baeza, que vino con los emigrantes y fue hombre influyente en la Corte real de Túnez.
Entre 1610 y 1625 se construyó en el barrio de Bab-Suika, en la capital, una mezquita con medersa para los “andaluces”. En una lápida que fue instalada allí se mencionaba a un tal Ibn-Sarraj, o sea Abencerraje, como siendo “naguib” o síndico de los “chorfa” andaluces, es decir, de aquellos de origen noble que se habían agrupado en una suerte de diputación de la nobleza cuya jefatura se había atribuido en aquella época a un “Abencerraje”, probablemente granadino. Según Chateaubriand, viajero en Túnez, el “último Abencerraje” está enterrado en el cementerio de Bab el-Jadra, de Túnez.
Los moriscos tenían su propia administración de justicia, sus organizaciones benéficas y, por supuesto, sus corporaciones profesionales o gremios, entre las que la corporación de los fabricantes de “chechias”, de que luego hablaré, era una de las más importantes.
La gastronomía morisca ha pervivido y aún quedan en el recetario y en el vocabulario de la cocina de Túnez cantidad de nombres que lo recuerdan: “banadaj” o empanada; “quesales” o base de queso; “basabán” o mazapán; “cunfit” o confite; “menteque” o manteca; “kullares”, que son ristras de longaniza de cordero. Y la muy conocida “Oja” tunecina, la olla española, muy transformada, ciertamente, pero tan importante en la actual colación tunecina como lo fue para Don Quijote, según leemos en la primera página del inmortal libro.
En la artesanía heredada de España sigue brillando la “chechia”, o “tarbús” rojo, como un fez corto, que en viejo castellano se llamaba bonete colorado. Se fabrica y luego se vende en el Magreb, en el zoco de las “chechias” de la ciudad de Túnez, en donde los artesanos que lo confeccionan conservan aún numerosas palabras castellanas de su viejo oficio.
No todo era la modestia del trabajo artesano. Llegaron aquellos españoles, cuando la fortuna les sonrió, a construirse importantes residencias, algunos verdaderos palacetes como Dar Hadad, o casa de los Hadad, uno de los más bellos y ricos de Túnez, Dar Balma o casa de los Palma, Dar Kastalli o casa de los Castilla, o Dar Abdulwahab, la casa de mi ilustre amigo Si Hassen Hosni, son testimonios aún en pie de aquella comunidad.
Pero sólo he hablado de la ciudad. El campo tunecino es también teatro de aquella implantación hispánica. Quiero citar aquí, como ejemplo el más singular, la villa de Testur, en el valle del Medjerda. Lo primero que llama la atención del viajero son las cubiertas de las casas. Aquí no vemos las típicas azoteas árabes, planas y blancas. Vemos tejados de teja semicilíndrica, rojiza, que nosotros llamamos teja árabe y que ellos llaman teja andaluza. Luego, nos sorprende el trazado urbano. No estamos ante la clásica “medina” árabe, dédalo de calles estrechas, irregulares, serpenteantes. No. Lo que vemos son calles rectas, tiradas “a cordel”, organizadas sobre tres vías principales y derechas, y una serie de calles perpendiculares a éstas y por tanto paralelas entre sí. Uno estaría tentado a pensar que se halla ante un plano de ciudad hispanoamericana del siglo XVI, racional, abstracta. Y la verdad es que los hombres que trazaron Testur habían nacido en España en el siglo XVI y estarían empapados de aquella concepción rectilínea que caracterizaba a la nueva urbanística española. Calles rectas, tejados, unos cercados traseros a la casa que se llaman “curran” o corral. A veces, al costado de la casa hay una calleja: le llaman “ar-rrúa, o sea, la rúa. Descendiendo hacia el río Medjerda, que baña Testur, hay huertas: están cercadas por filas de chumberas y pitas, es decir, de nopales y magueyes, los cactus que España trajo de México y plantó en áfrica. Aquella ribera verde de huertas se llama “el-Bergil”, el vergel. Un arnés para sus caballerías se llama “samuga” o “jamuga”. La “karrita” es la carreta, la “jardina” es un coche de caballos: a mí me recuerda la palabra “jardinera”, aquellos remolques abiertos de nuestros viejos tranvías. La entrada de la casa se llama “burtal”, portal…
La Mezquita de Testur es un símbolo perfecto de este mestizaje. Su alminar, en el primer cuerpo, parece una torre toledana, de aparejo de piedra y ladrillo, como tantas torres españolas. El cuerpo superior es mas tunecino. Pero en lo alto, hay un reloj, cosa rara en ese país. El patio del templo se diría un convento también toledano, con sus arcos renacentistas, y la sala de oración tiene un “mihrab”, también del Renacimiento español. Sólo las inscripciones árabes nos indican que aquello no es un altar cristiano sino el rincón sagrado de la “quibla” musulmana.
Se podría seguir hablando interminablemente de este escenario tunecino, lleno de imágenes de España: del imán de la mezquita de Solimán, que se llamaba Mohamed Amador y que guardaba libros impresos en Granada antes de la Reconquista; de los molinos bataneros de El Batán; del pueblo de El Alia, en donde viven las familias Huesca, Sordo, Gómez, Benavides, Herrera y Soria. Conocí a un señor, Herrera, que, veinte años antes, había sido criador de ganado bravo: torillos que se destinaban entonces a peleas entre animales bien astados.
Y que decir de la literatura morisca del destierro, escrita en español. Tema fascinante. Allí está todo el universo escindido y doloroso de los desterrados: literatura religiosa, apologética, alusiones mesiánicas o proféticas a España, sueños de retorno, reproches teológicos, gritos de amor o de desesperación. Una figura me parece casi fascinante, la del poeta morisco Juan Pérez o, por otro nombre, Ibrahim el Taybili, natural de Toledo; Juan Pérez-Ibrahim Taybili es un personaje bifronte y en él se resume el drama espiritual del morisco desterrado, abandonando su amado Toledo y su cultura española y reencontrando en Túnez, con pasión tremenda, la religión islámica de sus antepasados.
En fin, recuerdo, para terminar con estas “memorias” tunecinas, una inscripción que me fue leída en la mezquita de El Alia, aldea morisca. Se escribió hace trescientos años por los emigrados que la construyeron. Decía que ellos sentían el dolor de la nostalgia de España, la patria perdida, pero que tal había sido la voluntad de Dios-Alá y que en Túnez habían encontrado una nueva patria. Parecía su lamento de la España perdida el eco de aquellos versos de Gaspar de Aguilar en su Expulsión de los moros de España, escrita en 1610:
“Y las moriscas mujeres/torciendo las blancas manos/alzando al cielo los ojos/a voces dicen llorando/Ay, Sevilla patria mía/ay iglesia de San Pablo/San Andrés, Santa Martina/San Julián y San Marcos”.
Pero ya vámonos para Marruecos, otro de los países en donde encontré, viva, las huellas de los moriscos: por razones obvias de proximidad histórica, geográfica y cultural, uno de los ramales de la emigración de 1610 fue a parar a Marruecos. Ni qué decir tiene que una de las ciudades privilegiadas fue Tetuán que era ya, en cierto modo desde hacía siglos, una ciudad, no digo que española, ni siquiera andaluza, pero al menos “andalusí”. Tetuán, aparte de las cuatro grandes ciudades “imperiales” de Marruecos, Fez, Mequínez, Rabat y Marraquech, es una de las de más prosapia, tradición cultural y finura en la historia del país vecino. Antes de la época colonial ya era Tetuán una ciudad que, a través de su permanente entronque con el Andalus y de –hay que decirlo también– su vieja colonia hebrea de raíz española, ha tenido un vínculo con nosotros profundísimo. Los nombres de Páez, Zapata, Torres, Vargas, Barradas, Aragón, de viejas familias tetuaníes que aún sobreviven con tales apellidos bastan para dar testimonio de esos lazos.
Pero yo voy a referirme a Rabat porque ésta fue la sorpresa para mí. Tetuán era cosa obvia. Rabat era lo inesperado. Al turista inadvertido que llega, dos visiones se le ofrecen inmediatamente a sus ojos: la hermosa Rabat moderna, creación francesa del mariscal Lyautey y de sus urbanistas; la otra visión es la de los grandes monumentos puramente árabes: las murallas almohades, Bab Rouah, la Puerta de los Udayas y, naturalmente, la famosa Torre Hassan, gemela de la Giralda, y los restos de la gran mezquita almohade inacabada, así como Chella, la bella necrópolis merinida; y luego las edificaciones también marroquíes posteriores, como el Palacio Real, el Mausoleo de Mohamed V y la continuación constante de la ciudad moderna. Pero escondida entre las grandezas antiguas y modernas aparentes, se encuentra también la huella morisca de España.
Rabat, edificada en la costa atlántica de Marruecos, en la orilla izquierda de la desembocadura del Bu-Regreg, tiene un costado que da al río y el otro al Atlántico. En la orilla opuesta del río y en posición idéntica a la de Rabat se encuentra una antigua e ilustre ciudad marroquí: Salé. Del lado de Rabat y en la punta misma en que se encuentran el río y el océano, hay un promontorio y sobre él construida una “kasba” o alcazaba, amurallada perfectamente, que se llama de los Udayas porque en ella permaneció acantonada durante largo tiempo una tribu militar al servicio de los Sultanes, la tribu de los Udayas.
A pie del promontorio-alcazaba y separada de ella por una especie de bulevar se halla la pequeña “medina” o ciudad árabe o, digamos, “barrio moro” de Rabat, ceñida también por una muralla a lo largo de la cual corre igualmente un bulevar que hoy se llama de Hassan II. Y, por último, en la otra acera de ese segundo bulevar comienza la ciudad moderna, construida originalmente en un recinto amurallado enorme, casi vacío cuando llegaron los franceses: era el “ribat”, el campamento militar de la Edad Media, la fortaleza-convento en la que se habían acantonado hacía siglos “los hombres del ribat”, es decir, los “almorabitum”, o morabitos o almorávides, que llegaron a constituir la gran dinastía real de su nombre y que fueron sucedidos por la otra dinastía famosa, los almohades. De aquel “ribat” partieron expediciones de guerreros hacia España y en una de sus campañas los ejércitos almohades vencieron el año 1195, en Alarcos, a las tropas de Alfonso VIII. Por esta sonada batalla el “ribat” recibió el título de “Ribat el-Fath”, ribat de la victoria. Este es el origen del nombre de Rabat, la capital moderna de Marruecos.
En 1610, cuando llegaron los emigrados de España, se les distribuyó así: primero, fueron instalados los “hornacheros”, moriscos provenientes de Hornachos, en Extremadura. En las memorias del Capitán Alonso de Contreras se habla de Hornachos y de sus amigos hornacheros. Eran gente dura, levantisca, que habían logrado arrancar al rey de España el permiso de llevar armas que les estaba vedado a los demás moriscos. Fueron establecidos en la alcazaba. En segundo lugar, tenemos a los “andaluces” en el sentido lato de la palabra, es decir, a los venidos de todas partes de España. A éstos se les instala en el espacio libre que quedaba entre la alcazaba y el “ribat” almohade.
En la orilla opuesta ya hemos dicho que se alzaba la vieja Salé, en donde tuvieron que recibir también a algunos de los recién llegados. Pronto los saletinos tradicionales iban a mostrar su repulsa hacia aquellos forasteros venidos de España, gente poco creyente y de costumbres relajadas, decían los de Salé, bien conocidos por su puritanismo religioso. Consideraban a los nuevos casi como herejes, rebeldes al Sultán, pendencieros y arrogantes. Allí se fraguó una enemistad, casi una incompatibilidad, que ha llegado a nuestros días en un viejo dicho según el cual antes será posible que el río Bu-regreg mane leche y miel que un saletino sea amigo de un rabatí. “¡Esos cristianos de Castilla!”, decían los de Salé, hablando de los emigrados.
Los llamados “andaluces”, al parecer más pacíficos, finos y trabajadores que los “hornacheros”, fundaron en aquel espacio que se les atribuyó enfrente de la alcazaba, la que había de ser la Medina de Rabat, la ciudad árabe que hoy se puede visitar. Su plan urbano recuerda un poco el caso de Testur, en Túnez. En vez de laberintos curvos y vías estrechas, sinuosas, predominan las calles-eje, rectas que se dirigen hacia las puertas de la muralla. La decoración de las casas y los patios muestran con frecuencia motivos florales de raíz hispánica. La muralla que corre a lo largo del Bulevar Hassan II, se llama aún “de los andaluces”. En esta medina fue destilándose un cierto espíritu de refinamiento y civilización que tenía mucho que ver con viejos vínculos que unieron a Rabat con el “Andalus”, ya en la época de los almohades. No olvidemos que esta dinastía reinó en España, como habían reinado los almorávides, y que ambas habían recibido la impregnación del refinamiento de la España musulmana en donde las dos grandes tribus saharianas y guerreras y puritanas llegaron a ser dos grandes dinastías imperiales. Desde entonces había habido entre Rabat y España vínculos culturales incluso cuando la ciudad apenas estaba poblada; pero lo estaba Salé, que era ya una prestigiosa ciudad marroquí, muy favorecida por el Sultán Yacub al-Mansur, el constructor de la Torre Hassan y la Mezquita grande de Rabat, inacabada. Existía, pues, un poso de relaciones con España que fue reavivado con la llegada de los moriscos y cuyo fruto final es una fina burguesía rabatí actual, muy orgullosa de sus orígenes o de sus parentescos con el Andalus.
Por su parte los “hornacheros”, en su promontorio-alcazaba, hicieron algo que fue famoso: la celebérrima república pirata de Salé. Se entiende Salé el nuevo, frente a la vecina, antigua y pronto rival Salé tradicional.
Durante más de medio siglo, a lo largo del XVII, aquellos extremeños que no habían visto nunca el mar crearon y mantuvieron una república marítima y comerciante como las famosas repúblicas italianas o la república pirata de St. Mâlo, en Francia. Se dedicaron al corso, construyeron unos astilleros en el interior del río, compraron o capturaron navíos extranjeros que armaron para las faenas corsarias y extendieron su acción naval por todo el Atlántico. Tuvieron en jaque a las flotas y corsarios de otros países, ganaron fortunas, comerciaron con las presas que hacían en sus correrías y capturas, armaron en corso toda suerte de navíos, concertaron tratados internacionales, algunos redactados en español, dirigieron cartas, también en castellano, al rey Carlos I de Inglaterra, cartas y documentos firmados por hombres que se llamaban, por ejemplo, Abdelkader Cerón y Brahim Vargas; recibían embajadas extranjeras, se querellaban con los del Salé viejo, imponían su fuerza a los más pacíficos compatriotas de la Medina, los “andaluces” que, para escándalo de Salé, cultivaban viñas y hacían vino que vendían a los “hornacheros”. Hicieron de su Salé el nuevo el primer puerto marroquí de su tiempo y, en fin, dieron origen hasta a una literatura y un folklore del que es testimonio una conocida balada inglesa dedicada a los “Salee Rovers”. No sabían quizás los ingleses que los Salee Rovers eran de un pueblo extremeño… Aquellos “hornacheros” que a lo mejor llevaban ya los nombres de Mohamed, Ibrahim, Alí o Abdallah, se apellidaban Cerón, Narváez, Gailán, Vejer, Rojas, Duque, Maldonado o Merino.
Muchas veces he pensado en ellos deambulando por los adarves de la Alcazaba de Salé el nuevo, entre cañones que fueron capturados a navíos de don Carlos II de España, frente al mar que surcaron aquellos lejanos extremeños, algunos quizás poco recomendables, quizás bárbaros, pero que tuvieron una grandeza en su barbarie como la tuvieron otros extremeños que cien años antes habían andado, bárbara y gloriosamente, por América. Pensaba en los “andaluces” de la Medina, venidos de tantos sitios de España y entre cuyos descendientes de hoy, me honro con la amistad de los antiguos Ministros del Gobierno marroquí Bargach o Vargas, Balafrej o Palafresa; de la familia Muline o Molina; del general Lubaris u Olivares, o del eminente político Reda Guedira, probablemente descendiente de un Codera hispánico; todos ellos finos ejemplares de la aristocracia rabatí con sangre del Andalus.
Y cuando, en muchos atardeceres del abra del río Bu-Regreb, he paseado frente al Atlántico, en esa hora serena del “garb”, cuando se oye la oración del almuédano cayendo sobre los jardines hispanomagrebíes de los Udayas, me ha parecido que estaba en Granada, en la Alhambra.
Alfonso de la Serna