UN TUAREG EN LA CIUDAD
Moussa Ag Assarid es tuareg. Vivió su infancia y juventud en el desierto, logró estudiar y al final emigró a Francia donde reside. Sin embargo nunca ha olvidado sus orígenes y trabaja para lograr que su pueblo progrese mientras mantiene su personalidad y los colores de su cultura tradicional.
Escribió su experiencia de adaptación a la ciudad en su libro “En el desierto no hay atascos” del que presentamos estos capítulos.
Nací en un campamento nómada entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. Durante toda mi juventud recorrí las arenas con camellos, cabras, vacas, corderos y asnos en busca de nuevos pastos. Caminábamos hacia la vida, el agua, la vegetación. No conocí más que los horizontes infinitos, las noches bajo la jaima, las hogueras de leños, los pozos y el ganado. El campamento estaba compuesto por varias tiendas pertenecientes a la misma familia o comunidad, aunque, a veces, durante la estación seca, las familias se separaban para no concentrarse todas en los mismos pastos. Nos daba la impresión de que éramos los únicos en habitar un desierto que habíamos convertido en terreno de nuestros juegos. Vivíamos en un mundo recortado del otro, como príncipes de nuestro propio reino.
Tenía yo unos nueve años, cuando el año 1984 llegó para cercenar la hermosa confianza que teníamos en el presente y en el porvenir. Vivíamos como nuestros antepasados, pero llegó la sequía y resultó imposible mantener este tipo de vida. Nos vimos obligados a separarnos. Intentamos desesperadamente permanecer en grupos de dos o tres jaimas para ayudarnos unos a otros, pero la situación se hacía cada vez más grave. La escasez diezmaba el ganado y nos hacía enfermar. Sólo nos quedaban algunas cabras esqueléticas que ya no daban leche. Se agotaban las provisiones y teníamos miedo a morir de hambre. Al final de este difícil periodo, murió mi madre. Yo tenía unos diez años. Me fui a vivir a casa de mi abuelo materno y después, a la de mi abuela paterna, en Gao, con mi hermano Ibrahím y mis dos hermanas, Lala y Bouchera. En la ciudad, los otros niños nos rechazaban porque no entendíamos su idioma, éramos salvajes, éramos tuaregs. Nuestro universo se vio limitado al círculo familiar. Necesitábamos amor para curar la herida de la ausencia. Mi padre volvió a casarse varias veces, aunque, en realidad, a través de todas aquellas mujeres, buscaba a mi madre. Tardó mucho en terminar su luto y amar a una mujer que no constituyese la sombra de un recuerdo.
Cuando tenía más o menos trece años volví con mi hermano al desierto, junto a mi padre. Me sentí feliz de volver a aquella vida en la que el alma de mi madre todavía se dejaba palpar. Una noche tuve un sueño: mientras me encontraba sentado en lo alto de una duna, un avión venía a posarse en la tierra, cerca de mí. De él salía un hombre blanco y me preguntaba si quería visitar el mundo. Le contesté que sí y me desperté sobresaltado. Mi padre se asustó y quiso saber qué me ocurría. Le contesté que, en un sueño, un avión quería llevarme a través del mundo. Me respondió que acababa de tener una pesadilla. ¿Fue casualidad? Unas semanas después conocí a una periodista del París-Dakar que paseaba junto a su marido por las cercanías del campamento. Un libro cayó de su bolso y me agaché para recogerlo y devolvérselo a la señora. Ésta me enseñó los dibujos, que me fascinaron. En el momento de marcharse, me lo regaló: se trataba de El Principito. Desde aquel día ya no pensé más que en una cosa: ir a la escuela para aprender a leer y enterarme de la historia de aquel hombrecito.
Aquel mismo año perdí a mi abuelo y me hice todavía más huérfano. Ya nada me retenía en la tienda junto a mi padre y su nueva esposa. Sentí que había llegado el momento de emprender mi vuelo. Tras insistir durante largo tiempo ante mi padre, pude, por fin, irme a la escuela de Taboye, pueblecillo situado a unos quince kilómetros del campamento. Entonces teína unos catorce años. Los primeros momentos fueron difíciles. Yo era el único Tuareg en medio de songhays, gente que hablaba un idioma distinto. Ningún alumno quería sentarse junto a mí; era demasiado diferente. Sentía en mi interior tal vacío que me vi dominado por un poderoso deseo deaprender y de buscar en los libros compañía, presencia y consejos. Al cabo de unosmeses, logré convencer a mi padre de que permitiese a mi hermano Ibrahim ir a reunirse conmigo.
En dos años, aprendí a leer. Ansioso de palabras, leía todo lo que caía en mis manos. Cada vez volvía con menor frecuencia al campamento cuando éste se alejaba de Taboye. A veces me quedaba a dormir en el patio de mi maestro, quien, a cambio de algún trabajillo, me daba caldo, o comía los dátiles que me daban las personas para las que transportaba sacos.
Para que mis progresos fuesen mayores, decidí alejarme todavía más del campamento. Cuando cumplí diecisiete años me marché a Bourem, la capital más cercana a Taboye. Me fui a vivir a casa de un tío, para quien hice trabajos caseros. Entonces estalló la rebelión Tuareg, con lo que mi tío tuvo que regresar al desierto, junto con su tribu, para apoyar a los sublevados. Cuando tenía diecinueve años marché a Ansongo a fin de obtener mi graduado escolar. Un amigo de mi padre que tenía cuatro esposas y unos treinta hijos me dio alojamiento. Para merecerlo tenía que trabajar para la familia en condiciones difíciles, ya que los hijos de ese hombre me maltrataban. Yo era el chivo expiatorio, el extranjero. No me llamaban a comer más que cuando no quedaba casi nada. Adelgacé. Sin embargo, todas las mañanas pasaba ante la casa de una señora para entrar en una gruta, un refugio, en el que trabajaba entre seis y ocho horas; esta señora me regalaba galletas y un vaso de caldo. Un día, dejé de pasar por delante de su casa porque me daba vergüenza y tomé otro camino. Se enteró de mi nuevo trayecto y me dijo que quería protegerme como una madre. Miré al cielo y di las gracias a la mía.
Pasé ocho meses en Ansongo, el tiempo justo para obtener mi diploma. Inmediatamente después me fui haciendo autostop a Bamako, donde permanecí hasta concluir el bachillerato. Al principio viví en casa de un primo que era muy exigente en el trabajo: lavar coches, ocuparme de los niños y buscar comida para el ganado. Me quedaba el tiempo justo para acudir a la escuela. Cada día se me hacía un poco más difícil trabajar solo, hasta que, por fin, resolví que era preferible pasar hambre y recobrar mi independencia. Así pues, me instalé en un estudio. Contaba con una exigua beca y ganaba un poco más haciendo de memorialista y vendiendo agua fresca y billetes para la tómbola de una fundación humanitaria. Tras tres años en Bamako, me suspendieron en el examen de bachillerato. Decepcionado, volví al desierto y creé en Taboye una asociación para fundar una pequeña escuela. Volví seis meses más tarde a Bamako con el fin de buscar fondos para mi escuela mientras decidía no darme por vencido. Volví a presentarme al examen de bachillerato convencido de que la primera vez me habían rechazado por ser Tuareg y activista de una asociación rebelde de alumnos y estudiantes de Mali. Tras trabajar sin tregua, cuando ya tenía veintitrés años, obtuve por fin mi diploma.
Fascinado siempre por Saint-Exupery, alimentaba, ansioso por conocer al gran escritor, el sueño de ir a Francia. Deseaba decirle que su Principito tenía un hermano…Para mí, Occidente representaba la base del saber. Descubrir bibliotecas, leer, aprender. La mayoría de los libros que tuve en mis manos estaban editados en París. París era el centro de toda una vida intelectual. Hugo, Baudelaire, La Fontaine: ¡París! En aquella época creía que las personas que cambiaban el mundo, que hablaban, se encontraban en Francia, razón por la que debí dirigirme hacia ese país para llevar a cabo mi ideal humano y, además, mi sueño. Estaba convencido de que, si encontraba la forma de adaptarme, lograría brillar. Los medios de comunicación aumentaban mi fascinación. Lo sentía como una llamada.
En el desierto, mi voz era escuchada por los míos, se me respetaba. En cambio, en este nuevo mundo al que aspiraba, no contaba como persona. Sólo era un desconocido que tendría que construir todo para hacerse un sitio. Sabía, sin embargo, que siempre contaría con la educación que me había proporcionado mi abuelo, quien, a menudo, me decía:
– En este mundo, todos los hombres tienen algo en común: la palabra. Para comprenderlos y conocerlos hay que escucharlos. Te adoptarán. Conserva ese tesoro y vete adonde quieras en la tierra sin olvidar nunca de dónde vienes.
Jamás lo he olvidado. La mañana en que partí, mi padre me estrechó entre sus brazos y me dijo:
– Necesitas alcanzar tu plenitud en otros lugares, pero no nos olvides. Cuenta con nuestra bendición. Siempre pensaremos en ti. Vete ahora.
Sin pronunciar una sola palabra, me separé de él y me dirigí solo hacia una nueva vida.
AGUZAR LA VISTA
Cuando la vida depende de la naturaleza, todas las miradas se hacen vitales. En el desierto los ojos buscan cualquier señal de vida, huellas de animales, plantas, el lenguaje de la tierra. Leemos en la arena la escritura de la vida. Cuando nos dirigimos hacia algún pasto, no se nos escapa nada de lo que vemos en el camino.
En las grandes ciudades europeas, la mirada se ve continuamente solicitada por los neones publicitarios. Al llegar a Francia, todos esos colores y luces me hicieron perder la cabeza. No sabía dónde reposar la vista. Estaba acostumbrado a mirar a la lejanía y mi visión chocaba con siglas desconocidas. Me entraban ganas de trepar por las paredes y arrancar aquellos parásitos, de depurar el paisaje y hacer que las piedras de los edificios recuperasen su alma. Me sorprendió descubrir que mis amigos no veían aquellas luces ni aquellos colores ni percibían la belleza de una puerta, la tristeza de una transeúnte, las lágrimas de un niño, el aspecto preocupado de algún hombre ni unos besos que daban la impresión de ser los últimos. Concentrados en su propio universo, no sentían admiración alguna por el mundo que los rodeaba. Yo nunca dejaba de hacerlos compartir mi asombro. A través de mis ojos iban descubriendo de nuevo su propia vida. El mundo civilizado no debe olvidar jamás esa forma de mirar porque ella puede salvarle el alma, tal como salva nuestra vida en el desierto. Siempre recordaré el día en que mi madre me sorprendió por su agudeza y rapidez de reflejos. Viajábamos hacia nuevos pastos con nuestros camellos y vacas. Mi madre iba montada en un burro con mi hermano, y yo caminaba cerca de ellos. Me dijo que tuviese cuidado porque estábamos cruzando un terreno en el que solía haber serpientes. Terco, no le presté atención; amaba mi desierto y sus habitantes no podían hacerme daño alguno. En un momento dado, una serpiente apareció deslizándose entre las patas del asno. Por un instante me quedé petrificado. No la había visto llegar. Temí por mi vida y por la de mi madre, cuyas piernas colgaban cerca de la arena. No tenía ni idea de lo que podía hacer para enfrentarme al animal. Me agaché para coger una piedra, pero todos y cada uno de mis gestos me condenaban pues podía asustar a la serpiente. Cuando levanté la cabeza, el ofidio había muerto. Desde el burro, mi madre, con gesto preciso, la había matado con una de las estacas de la jaima. Al darse cuenta de mi extrañeza, me dirigió una sonrisa y me dijo:
– Vivas donde vivas o te encuentres donde te encuentres, permanece siempre alerta, mantén fría la cabeza y no te ocurrirá nada.
Desde aquel día, mi mirada no se adormece jamás y, con el espíritu al acecho, no descuido nada.
CONCLUSIÓN. EL CAMINO ES HERMOSO
Me gustaría conservar por siempre la admiración de la primera mirada. Guardar en mí el alma nómada, el corazón Tuareg. No sé por cuánto tiempo seguirán teniendo los jóvenes la oportunidad de descubrir diferentes mundos en una vida. El hecho de crecer en un universo que escapa al tiempo y de explorar acto seguido civilizaciones tan separadas unas de otras posee un inestimable valor. La vida se enriquece con todas esas diferencias. Sin embargo, nosotros, los nómadas, los hombres libres y sin edad, nos vemos amenazados por el tiempo. Es difícil saber durante cuántos años más podremos sobrevivir en esa tierra sedienta en la que ya no llueve. Nuestros antepasados optaron por el desierto para ser libres, aunque hoy en día pagan con su vida esa libertad. Todos los años, el desierto pierde un poco más de vida, y éste es el porqué de mi lucha para que los niños tuaregs vayan a la escuela, ya que, en el futuro, uno tendrá que ser muy rico para hacer suficiente acopio de agua y alimentos. Son cada vez más los nómadas que se van al desierto con sus cisternas para matar la sed del ganado. Los pastores de rebaños pequeños carecen de medios para ello. Los niños deben contar con la libertad de elección entre el desierto y la ciudad. Conseguiremos evolucionar porque poseemos el sentido del compromiso. Si nos implicamos, vencemos. Cuando iba a la escuela, los otros niños nos miraban al cuello para ver si llevábamos colgando alguna suerte de amuleto que les permitiera comprender por qué éramos los mejores. Nuestro único misterio era saber desear.
Sigo estando convencido de que todas las civilizaciones necesitan soñar con una tierra en la que todos los hombres caminen en libertad hacia los amplios horizontes, en la que las vidas se contenten simplemente con abrazar el ritmo de la naturaleza, en la que los seres obtengan su felicidad mediante la belleza, la fe, lo invisible y lo inmaterial. Los nómadas llenan los ensueños de los urbanícolas, e incluso en el caso de que nos alejemos de las tierras que nos vieron nacer, lucharemos todos para que, en el corazón de las ciudades, el alma del nómada siga siendo eterna, y su mirada, siempre virginal.
Es Francia la que me ha abierto los ojos, porque las raíces tienen sentido cuando se salen de la tierra y tienden hacia un más allá. La diversidad de paisajes, la sorpresa de los habitantes de las grandes ciudades y su extraña agitación me han hecho comprender hasta qué punto la tierra necesita del desierto, de su belleza, de su silencio y de la fuerza de sus horizontes. Ese silencio pone de relieve el ensanchamiento de vuestra vida, a la que añade densidad. Me siento orgulloso de ser un Tuareg y de vivir en Francia. Estadlo vosotros también de ser lo que sois y tened fe en vuestra hermosura.