Texto: Cristina García Panizo
El Mundo Musulmán: De Marruecos a la Meca y a Estambul
Ali Bey (1803-7)
Todavía pesa la incógnita sobre la vida de Domingo Badía y Leblich. Y no es de extrañar. Muchos de los que le conocieron lo hicieron bajo el nombre de Ali Bey el Abbassi, príncipe musulmán, lo cual no puede sino indicar que se hizo pasar por otra persona, pero… ¿por qué?
Nacido en Barcelona en 1766, Badía escribió un libro de viajes que encierra cuantos datos se pueden esperar en un texto así. La novedad fue el itinerario, que incluía destinos como La Meca, prohibidos a los infieles europeos… Pero ocurre que, en realidad, quien cruzó la puerta del Saludo de la “casa de Dios” como Ali Bey era Domingo Badía, un personaje complejo y polifacético, difícilmente encasillable.
¿Espía astuto? ¿viajero incansable? ¿ferviente musulmán? ¿astrónomo, geólogo… científico frustrado? Es difícil establecer una línea entre ambos persona- jes, real e inventado, y no sería descabellado pensar que también lo fue para el propio Badía en alguna ocasión. Ya se sabe que a fuerza de repetir una mentira, ésta puede convertirse en verdad… Badía representa tan acertadamente su pa- pel de Ali Bey que, lejos de parecer europeo, da la talla como el más religioso entre los musulmanes.
ESPÍA DE GODOY
Domingo Badía ocupó diversos cargos como funcionario durante su juventud, el primero de ellos a los 14 años en Granada. Desde temprana edad se había mos- trado muy interesado por las matemáticas, la física y la astronomía, la filosofía y las ciencias naturales. Su amplio conocimiento del árabe, sumado a su indumentaria, le sirvieron, de hecho, como el mejor antifaz durante su larga peregrinación a tierra santa musulmana.
Precisamente su gusto por la lengua árabe permitió que conociera a Simón de Rojas Clemente, botánico y naturalista que en 1802 era profesor de la cátedra de Árabe en el Colegio de San Isidro, en Madrid. Badía ofreció a su nuevo amigo participar en una expedición “científica” que había sido aprobada un año antes por el gobierno de Godoy, Secretario de Estado de Carlos IV. Tal expedición no era sino un proyecto de espionaje, del que Badía se vería forzado, más tarde, a apartar a su compañero de viajes y observaciones científicas.
Pudo no querer mezclarle en la ambiciosa empresa que le había encargado Godoy: Badía, convertido en Ali Bey, debía infiltrarse en la corte del sultán de Marruecos para intentar destronarlo, con el objetivo último de anexionarse parte de su territorio. Por el contrario, Godoy pudo querer apartar al estudioso Clemente del proyecto… Lo cierto es que a la hora de la verdad, Ali Bey embarcó en solitario hacia Tánger, en junio de 1803.
Pero el proyecto contemplaba un viaje previo a los jardines botánicos de París y Londres, donde sí acudieron ambos. Durante su estancia en la capital inglesa se disfrazaron de árabes y adoptaron los nombres de Mohamad Ben-Ali (Clemente) y Ali Bey (Domingo Badía), que llegó a circuncidarse.
Había nacido, en Londres, el príncipe sirio Ali Bey el Abbassi, quién, tal y como estaba previsto, se introdujo en la corte del sultán de Marruecos. El verdadero acontecer de los hechos no está claro, lo que es seguro es que al cabo de cuatro años el espía abandonó Marruecos en dirección a La Meca. Por supuesto que la operación de espionaje no contemplaba este viaje. El proyecto parecía haberse evaporado en el insistente calor de las ciudades magrebíes de Fez, Mequinez o Marrakech, que Ali Bey conoció a fondo.
CAMBIO DE PLANES
Parece que Carlos IV no estuvo de acuerdo con el plan que su secretario Godoy había ideado para el otro lado del Estrecho. En sus memorias, publicadas en 1848, el propio Godoy desvelaría el descontento del monarca con un proyecto que le resultaba inmoral y que, naturalmente, se suspendió. Badía quedó entonces abandonado a la suerte del príncipe Ali Bey. El erudito occidental que se escondía bajo la túnica de Ali Bey tuvo que disfrutar con el aborto del plan. Puede que ya tuviera lo que buscaba. Una aventura única. Una peregrina- ción impensable para un occidental… (aunque no para uno ataviado de árabe y a todas luces co- nocedor de su lengua). Un viaje a través de Egipto, Arabia, Palestina, Siria y Turquía: el que permitiría a Ali Bey, o mejor, a Domingo Badía, ser el primer europeo en pisar La Meca.
El texto que escribió, una verdadera joya de la literatura de viajes, se desdobla en dos facetas: la observación y descripción científica de la naturaleza y los fenómenos naturales; y el estudio de todos los aspectos de la geografía, las ciudades y pueblos por los que pasó. Ali Bey muestra tanto interés por recabar informa- ciones de todo tipo, que a veces parece enfadarse consigo mismo por no tener más ojos para observar más cosas a la vez.
Así le ocurrió cuando al final de la travesía fluvial entre Djedda y la ciudad del Yenboa (en Arabia), mientras aprovechaba el mediodía para observar el paso del sol, en el mar se debatía “un combate de peces”. “Hallándose el mar tran- quilo, presentaba un círculo de ciento y veinte pies de diámetro, un hervor repentino, acompañado de espuma y grande estrépito […]. Forzado a escoger entre ambos objetos, di la preferencia a la astronomía y malogré de este modo la ocasión de observar el genio belicoso de la gente acuática”.
Su formidable inquietud investigadora le llevó a prepararse a conciencia para el viaje que, en su interior, nunca dejó de tener ese objetivo científico que había soñado con su amigo Clemente. Con él había recabado herbarios en París y Londres, donde también adquirió numerosos instrumentos científicos, como un telescopio acromático o el anteojo militar de Dollond, utilizados para hacerse una idea aproximada de las dimensiones de las pirámides de Djizé, que tuvo que observar desde lejos.
Disciplinado, Ali Bey hacía sus mediciones con método científico, hallando, por ejemplo, la humedad del clima, las máximas y mínimas de temperatura y esta- bleciendo medias. Iba bien equipado, en su escritorio guardaba un termómetro de Reaumur y un higrómetro de Saussure. La rotura del cabello de su higróme- tro, aparato con el que medía la humedad, le causó un buen disgusto en Djedda, por donde pasó en su camino hacia La Meca. Una vez en la ciudad santa intentó recomponer el aparato, pero le fue imposible encontrar un solo cabello, lo que le contrarió aún más: “Los hombres llevan la cabeza enteramente rasa, y las mujeres, por una especie de superstición, no darán un solo cabello, porque piensan podrían servirse de él para hacer sortilegios y maleficios en daño de ellas […] cuando se peinan, tienen muchísimo cuidado de enterrar secretamente el pelo que les cae, y lo mismo practican, y por igual razón, cuando se cortan las uñas”.
Las aventuras y peripecias de Ali Bey son innumerables, algunas peligrosamente arriesgadas, como cuando en su travesía por el mar Rojo, la dào en la que viajaba se vio envuelta en una tempestad y comenzó a chocar violenta- mente contra unas rocas: “Distinguí la voz de un hombre que sollozaba y gri- taba como un niño; pregunté quién era y dijéronme que el capitán […]. Viendo entonces el asunto perdido […] grité a mis criados: a la chalupa”. Grandes dosis de valentía, pero también de suerte, guiaron los pasos de este enigmático viajero.
PEREGRINO A LA MECA
Existen pocas certezas sobre la vida de Ali Bey. Una de ellas es que fue el pri- mer europeo en llegar a la ciudad sagrada de La Meca. Nunca lo hubiera logrado sin ese espíritu decidido y sereno con que afrontaba los acontecimientos, pero le movían motivaciones más autocomplacientes: ser el primero en llegar, sí, pero sobre todo en ver y contar.
El supuesto príncipe sirio se recrea describiendo con toda pulcritud cada centí- metro de La Meca, sus templos y calles, ceremonias y peregrinos… Emplea una retahíla de páginas para narrar con todo detalle el Haràm (templo de La Meca) y las ceremonias de la peregrinación… Besó la piedra negra celestial de la Kaaba o casa de Dios, dando después siete vueltas alrededor de su torre, mientras recitaba las oraciones marcadas por la tradición. El Makàm Ibrahim o lugar de Abraham, el Bir Zemzem o pozo, el Monbar (tribunal de predicación de los viernes), las dos colinas sagradas, Saffa y Merua; nada escapó al ojo de Ali Bey… ni a su letra.
La rigurosidad de sus explicaciones requiere textos ciertamente extensos, en los que incluye numerosos datos de sus mediciones. Tuvo la paciencia de realizar un sinfín de ilustraciones, planos y mapas que invaden las páginas de las ediciones más pulcras de su largo libro de viajes.
El relato llega a ser alocado por la gran contradicción que hay entre sus apreciaciones religiosas y las puramente científicas. A propósito de la citada piedra milagrosa dice que es “un jacinto transparente traído por la divinidad; y que habiendo sido tocada por una mujer impura, se volvió negra y opaca”. Pero en el siguiente renglón afirma que “mineralógicamente hablando es un fragmento de basalto volcánico, sembrado de pequeños cristales y rombos de feldespato”. El delirio llega cuando se entretiene en medir el desgaste de la piedra, concluyendo que “se había gastado en la superficie sobre doce líneas de espesor con los tocamientos […] Si la superficie de la pie- dra estuvo plana y unida en tiempos del profeta, ha perdido una línea por siglo”.
Además de hallar la latitud y longitud de La Meca, Ali Bey recogió muestras del agua del pozo de Zemzem para su posterior análisis, cinco especies de plantas, al- gunos coleópteros y pedazos de las rocas de las cuatro montañas principales. Son varios capítulos los que dedica a la ciudad sagrada, en los que explica el batallón de empleados que trabajaban en el templo y sus dependencias. Escudriña a las mujeres, a su juicio feas, “pintarrajeadas de negro, azul o amarillo” y con un anillo atravesándoles el cartílago de la nariz y el labio superior. Se admira de los enormes cuchillos que llevan los hombres, y lo aparatoso de sus vainas: “¡Tan cierto es que el hombre en todo estado y lugar se halla sujeto a los caprichos de la moda!”
LOS WEHHABIS
El momento que Ali Bey eligió para hacer su peregrinaje (la primera década del siglo XIX) no fue un periodo precisamente estable para el norte de África y Oriente Próximo, por donde discurrió el itinerario. Las alusiones a los wehhabis son constantes en su libro de viajes. Éstos iniciaron una reforma reli- giosa que partió de los desiertos de Arabia y se extendió después a las naciones adyacentes, controlando total o parcialmente enclaves como Bagdad, La Meca, Medina o Damasco. Abdulwehhab, el impulsor de la reforma, quería restituir la primitivita simplicidad del Corán, proclamando a Dios como el único objeto de veneración de los musulmanes. Prohibió el culto a los santos y a los profetas y destruyó innumerables sepulcros, capillas y templos fabricados en su honor. Proscribió arraigadas costumbres: el uso del rosario, el tabaco, la seda en los vestidos…
A pesar de todo ello, Ali Bey decidió peregrinar a Medina, lo cual habían prohibido absolutamente los wehhabis. Hasta su llegada, la ciudad había sido el destino de los muchos peregrinos que venían a venerar la cuna del profeta, pero la refor- ma convirtió esta costumbre en un nuevo pecado. El mismo Ali Bey admitía antes de partir que el paso era aventurado, pero aún así decidió hacerlo. Como era de esperar, los wehhabis detuvieron al supuesto príncipe, acusado primero de turco y obligado después a pagar por la infracción cometida.
La aventura continuó en tierras de Palestina y Siria. Después de tanto tiempo en el desierto, Ali Bey se sintió acorralado al llegar a la civilización. “Al entrar en aquellos países circunscritos por la propiedad individual, el corazón del hombre se encoge y comprime […] Cuanto se gana en seguridad y tranquilidad, se pierde en energía”, aseguraba.
Pero no tardó mucho en encontrar motivaciones para continuar su viaje. En Jerusalén, se afanó en la observación del templo musulmán para dar una descripción “circunstanciada” del mismo: “porque los musulmanes no están, por lo general, en estado de darla y a los cristianos les ha sido imposible penetrar jamás”. Visitó el sepulcro de David y el Djebel Tor (monte Olivote para los cristianos), el sepulcro de la Virgen María (en Belén) o el de Abraham (en Hebrón), Nazaret y Canaa, donde Jesucristo convirtió el agua en vino. Damasco cautivó irremediablemente a Ali Bey con sus tiendas atestadas de género, sus guarnicioneros, armeros y jaboneros, sus barberías, baños y cafés llenos de gente…
La ambigüedad nunca estuvo ausente de los textos de Ali Bey. Ahora que cono- cemos su doble identidad todo cobra más sentido, pero el enigma no está completamente resuelto. Sabemos que éste no fue su último viaje, ni su única misión como espía. Lo cierto es que Domingo Badía murió en algún lugar indeterminado de Siria en 1828, y con él el genial Ali Bey, nacido veinticinco años atrás para alegría de los amantes de la literatura de viajes.