Everest, fuera de la tierra
Una araña naranja se descuelga de la lámpara y cruza a pie mi bloc de notas. Tras ella una marea sube por la cuadrícula virgen de las hojas y deja selvas, aldeas remotas, árboles inmensos, ríos de oro, sanguijuelas, dragones que se baten en medio de la noche y el cielo, campos de arroz y campos de hielo de los que nunca le hablé a nadie, porque de ellos no se habla, de ellos se escribe. Conté, eso sí, anécdotas sobre aquellas gentes, sherpas y tibetanos que habitan a los pies de la montaña más alta de la tierra, de cuántos metros de cuerda fueron necesarios para escalarla, a qué altitud estaba el campamento base, el campamento base intermedio, el avanzado, el uno y el dos, a cuánto ascendía el presupuesto de la expedición, pero nunca hubo ocasión de contar en qué pensaba mientras derretía nieve en mi tienda a siete mil metros de altura o para describir la armonía que inspiran los pueblos que se asientan en la estepa tibetana.
Es así como surge la idea de escribir un libro, relatar aquella íntima partida de póquer entre una alpinista, yo, y una montaña, “ella”. Cara a cara, por primera vez durante una expedición en el año 92, descubrí que cuando estaba a solas podía distinguir su rostro y su voz. Comenzamos secretamente un diálogo que nos mantuvo entretenidas más de siete años, a lo largo de los cuales realicé cinco expediciones a distintos lugares. Al pico Lenin, en la cordillera del Pamir, en el año 93; al monte Cho-oyu de 8.201 metros, la llamada diosa turquesa, la sexta montaña más alta de la tierra y la más azul, desde cuya cumbre se divisa el Everest.
-¿A qué esperas? Ven oí su grito desafiándome a través del muro de niebla que dilapidaba la cumbre aquel 22 de septiembre.
Fue en septiembre del año 98 cuando realicé la segunda tentativa, esta vez por el collado norte, arista noreste. Conocí a Sergio Martini, uno de los pocos alpinistas que han conseguido alcanzar los catorce “ochomiles”. Sobrevivimos a una avalancha que sorprendió al campo base avanzado mientras dormíamos y cuyo origen fue el terremoto que provocó el desprendimiento de los seracs que pendían de la arista del monte Changset. Esta vez el Everest sacó el as de tormentas, la reina de picas, el rey, la jota del frío rotundo y un comodín de la manga, y me quedé mirando mi ridículo seis de la esperanza, el ocho de gajos de luna, el nueve de corazones, el diez de miedos y me fui a casa con la cuerda entre las piernas. Pero nadie creería que aquella fue la mejor en la que nos enfrentamos.
Seis meses después allí estaba, barajando las cartas en aquella partida de “yo quiero y tu no me lo pones fácil”. El veintiséis de mayo de 1999 alcancé la cumbre del monte Everest sin haber utilizado oxígeno artificial durante el ascenso por el collado norte arista noreste. Todo lo que supuso ese inolvidable momento, que fue sin duda la suma de los tres intentos, las vivencias ocurridas en cada una de ellos, recuerdos macerados a lo largo y ancho de veinticinco años haciendo montaña… Escribí el libro porque no podía contestar a la pregunta ¿qué sentiste? que muchos me hicieron al llegar, porque siempre que lo intentaba sólo podía asomar la punta del iceberg y el resto me quedaba dentro, atrapado en la belleza del Himalaya, en la soledad de las noches y sus reflexiones, porque para explicarlo debía remitirme al origen de aquella aventura que comenzó, ni más ni menos, en los sueños. Quería contar cosas acerca de la emoción, la calma, el aburrimiento, la obsesión, la pasión, la satisfacción de regresar al campo base después de haber pasado por el punto más alto de la tierra. Contar incluso lo que nadie imagina, el olor de una montaña, que además habla en voz alta, gruñe y se enfada. De cómo gané aquella partida en la que aprendí, sobre todo, que la había perdido, porque no hay más conquista que la de ella sobre ti.