Afganistán, lugar prohibido
Dice la leyenda que Alí, yerno del Profeta, primer Imán de los musulmanes shiítas, a fin de ayudar a las gentes que vivían en una región especialmente pobre, encaramada entre cimas, como la que se extiende entre las montañas del Kuh i Babá, cadena que se prolonga hacía el oeste siguiendo la orografía del Hindu Kush, creó una serie de lagos encadenados que comunican los unos con los otros formando un rosario de aguas transparentes y extraordinariamente azules, donde no hay más que estepa desértica, en un paisaje casi lunar. Y es en esa zona donde viven las comunidades shiítas de Afganistán. La provincia se llama Hazarajat y en ella viven las tribus Hazaras. Se dice, aunque es harto incierto, que su nombre procede de mil, que en darí es hazar, y que esas gentes descienden de Gengis Jan, pues éste, después de haber arrasado la zona, dejó mil soldados de retén que nunca se fueron de allí. Cuentan también, pues aquí todo se dice y todo se cuenta y nadie sabe nada a ciencia cierta, más que lo duro del invierno y el calor abrasador del verano, que circulan mil leyendas, de padres a hijos y de abuelos a nietos, referidas a Alí, sempiterno protector de estas tierras, y de sus gentes que en el damero de etnias de Afganistán ocupan la posición social más baja.
La manera más fácil de llegar a esta región es pasando por Bamián. Otra vez Bamián, el valle fértil rodeado de montañas, cuya altitud es de 2.600 metros, y donde el año anterior pagué un pollino y presencié una partida de naipes durante la cual ningún jugador enseñó nunca sus cartas.
El imponente macizo central que divide Afganistán en dos, el Hindu Kush, culmina al Este con montañas de siete mil metros y va descendiendo hacia el Oeste hasta una altitud de cuatro mil. Su nombre quiere decir “asesino del indio” pues kush procede del verbo persa koshtan que significa matar. Dicen que las caravanas de esclavos que regresaban de la India atravesaban aquellos altísimos pasos en tan malas condiciones que muchos de ellos morían en el camino. De ahí el nombre de la cordillera y de ahí que, en un intento de suavizarlo, algunos cambian el Kush por Kuh, que en farsí significa montaña, y le llaman Hindu Kuh. Las estribaciones de este macizo central, hacia el oeste, son la Cadena de Pagmán (4.700 m), el Kuh-i-Babá (5.000 m), el Kuh-e-Hissar (4.500 m) y una parte del Band-e-Turkestán (4.000 m).
Desde Kabul hay dos rutas para llegar a Bamián y Band-i-Amir; las dos atraviesan valles fértiles, verdeantes, regados por riachuelos de aguas transparentes y heladas, y atraviesan pasos montañosos que superan los 3.000 metros. La carretera es abrupta y los recodos numerosos, cerrados y de pronunciada pendiente, lo cual exige a los conductores y su bachá-copiloto una destreza extraordinaria en una lucha a muerte con la montaña, cuando manejan sus camiones desvencijados cuando ascendiendo y -sobre tododescendiendo dando vueltas y revueltas al borde de los precipicios. El bachá-copiloto, agarrado al estribo del camión, permanece siempre atento con un mazo en la mano para echarlo diestramente delante de una rueda en el momento en que haya que frenar, pues no se sabe nunca si los frenos estarán en condiciones de parar el vehículo o si la nieve le hará resbalar en el último instante antes de precipitarse en el vacío o contra una roca al final de la pendiente. Muchas veces la carretera es tan estrecha que hay que parar para que pasen dos vehículos. Entonces los que van colgados de los estribos, los que viajan sentados encima de todas las mercancías, y los del interior, si se trata de un autobús, se apean. Se discute, se organiza la maniobra y cuando todo ha terminado hay despedidas alegres, ¡hasté nabashi!, ¡que no se canse!, ¡buru be jair!, ¡buen viaje!, y los hombres enturbantados vuelven a encaramarse, ágiles, por los hierros del camión.
El célebre valle de Bamián está cerrado al norte por la gran pared de piedra de los Budas. En su interior una intrincada red de galerías, capillas y celdas da una idea de lo que fueron los monasterios que los monjes budistas excavaron en la roca durante seiscientos años. Se contaron unas doce mil celdas.
Alejandro Magno pasó por este valle en el año 334 a.C. en su camino hacia el Indo, donde fue rechazado. Sus generales, después de la derrota y tras la muerte de Alejandro, se repartieron la región. Casados con princesas indias, convertidos incluso algunos al budismo, pero recordando el arte helenístico, fundaron lo que los historiadores llaman los reinos indo-griegos.
Algunos siglos después (30-330 d.C.), cuando los emperadores de la dinastía Kushan unificaron esta tierra con la India, en un imperio que iba desde el desierto de Gobi hasta el Deccán, los recuerdos de los descendientes de los generales griegos engendraron el arte greco-budista que se encuentra entre Bamián y Ghandara. En esta época podríamos situar el despertar del comercio internacional. Se daba la circunstancia de que en Occidente el Imperio Romano era rico y en Oriente la China era poderosa. Piedras preciosas, especias, sedas, lacas, se transportan de Oriente hacia Occidente en largas caravanas que discurren por la famosa ruta de la seda. Es en esa época en que Bamián adquiere importancia y se convierte en lugar de parada y reposo para los viajeros. Los comerciantes ofrecen ayuda económica a los monjes, no en vano el budismo ha relegado el sistema de castas y ha contribuido a elevar el rango social de los mercaderes, y los monjes les dan cobijo en sus celdas. Monjes y peregrinos llegan de lugares lejanos y se desarrolla una comunidad budista floreciente repartida en varios monasterios. Cuando declina el Imperio Kushan, en Irán florece la dinastía Sasánida, cuyo poderoso imperio dominará el comercio transasiático entre los años 224 al 651 d.C. Durante todos estos años sigue la excavación de túneles, pasadizos, celdas y capillas iluminadas con frescos, dentro de la montaña cuya pared frontal domina el valle de Bamián. Unos grandes Budas esculpidos en la pared, el más alto de 53 metros, todavía hoy dan la bienvenida y vigilan el camino. Después Bamián entraría en la órbita islámica y en 1221 sería arrasado por Gengis Jan. Durante el siglo XVI, cuando la ruta marítima suplanta a la terrestre, el valle de Bamián queda abandonado hasta que las tropas del último Gran Mogol, a finales del siglo diecisiete, irrumpen en la zona y en un arranque de fanatismo musulmán destruyen las caras de los Budas.
En 1824 un explorador inglés redescubre el valle. Durante la Primera Guerra Anglo-afgana (1840) es escenario de cruentas batallas. En 1923 se inician las excavaciones arqueológicas, y en 1960 el gobierno afgano lo abre oficialmente al turismo.
Encarados hacia la pared de piedra, tres Budas nos contemplan, el Buda sentado, el pequeño Buda de treinta y cinco metros y el gran Buda de cincuenta y tres metros de altura. Son gigantescos guardianes del valle, esculpidos en sus nichos verticales en el interior de la pared. Debían relucir a lo lejos -pues sus ropajes estaban pintados de colores y la cara y las manos estaban recubiertas de pan de oroante la mirada absorta de los viajeros de las caravanas, para quienes, después de interminables y agotadoras jornadas, su vista representaba por fin un alto en el camino en un descansado remanso de paz y serenidad.
Aún puedo recordarlo. Subimos con Fereidún a lo más alto de la cabeza del gran Buda a través de galerías que comunican con habitaciones y escaleras. De vez en cuando un orificio se abre en la pared del nicho y nos ofrece la vista de la estatua a media altura, de los pliegues de sus vestiduras de piedra y, según nos vamos elevando, las paredes del nicho aparecen iluminadas con multitud de frescos multicolores en forma de medallones en cuyo interior está dibujada la cabeza del Buda. Al llegar al punto más alto de la estatua, una abertura de la altura de una persona permite, dando un paso largo y preciso, situarse encima de la mismísima cabeza del Buda, cuya superficie redondeada cae verticalmente en los extremos. Ninguna baranda protege al visitante y cualquier traspiés precipitaría al desafortunado aventurero al vacío, pero quien tiene el valor de dar el salto y acomodarse sentado sobre la repisa disfruta de un paisaje sobrecogedor y extraordinario. Allí nos instalamos Fereidún y yo a contemplar el valle verde, rodeado de altos picos nevados. El valle es como un tapete calado con dibujos geométricos, un intrincado diseño de canalillos de regadío cuidadosamente estudiado para que ningún huerto se quede sin agua. El valle es amplio, montañas majestuosas reinan a lo lejos pero no avasallan la contemplación. Es necesario respirar hondo para llenarse de todo el aire puro que viene del sur, y sentados en la posición del loto, escucho la historia que me cuenta Fereidún sobre la princesa que temiendo perder influencia en la corte de su padre cuando éste estaba a punto de volver a casarse, liberó la ciudad a las tropas de Gengis Jan, que la tenían sitiada. La ciudad donde reinaba su padre, el Shah de Jorezm, Jalalaudín, resistía el sitio gracias a un canal secreto de agua que los sitiadores desconocían. La princesa, famosa tanto por su belleza como por su ambición, hace llegar regalos al mongol para que la reciba, y en la entrevista que por fin mantienen le revela la situación de las entradas de agua a la ciudad sitiada. Su traición la pierde, y será ella la primera víctima de la gran masacre que sigue a la toma de la ciudad. El código del honor mongol castiga con la muerte la infidelidad filial. Otras versiones de la leyenda cuentan que la princesa reveló el secreto porque se había enamorado locamente del nieto de Gengis Jan, que estaba entre las tropas sitiadoras, y pensaba que podría cambiar de bando como esposa del nieto del gran mongol en el momento en que la ciudad de su padre cayera en manos enemigas. El nieto murió durante el sitio y su abuelo enfurecido destruyó la ciudad y como venganza mató a todos sus habitantes. En este relato también murió asesinada la princesa, pues quien no puede ser fiel a su padre, no lo será tampoco a su amante. Las ruinas de la ciudad, que lleva el nombre de Shahr-i-Golgolá, o ciudad de los lamentos, se ven a lo lejos, al otro lado del río; son paredes desnudas que se tienen todavía en pie para recordar a los actuales viajeros la trágica historia. Al pie del Gran Buda, el escarabajo blanco de Fereidún reluce como un espejo, y los hombres y los niños y los rebaños que circulan a su alrededor parecen hormigas atareadas.
La meta de nuestro viaje por las montañas centrales es el poblado de verano de la gente de Ayub Jan, cuyas yurtas deberíamos encontrar a medio día de viaje en coche a partir de Band-i-Amir, esto es, un día de viaje en camello o unas horas de galope a caballo.
Pasado Bamián el paisaje es estepario, la luz reverbera sobre la tierra de arcilla blanca y duelen los ojos. Debemos superar tres puertos de montaña, el último de los cuales se halla a más de 3.600 metros de altitud. Al salir del último puerto llegamos a una llanura glaciar rodeada de montañas de nieves eternas. El aire es tan transparente que cualquier detalle lejano se percibe con toda claridad. El cementerio de los nómadas nos anuncia la proximidad de los lagos. Tan sólo unos montoncitos alargados de piedras en medio de la estepa, en un paisaje vacío, y en cada extremo un par de piedras colocadas horizontalmente o verticalmente dan razón del sexo del muerto. Tan integrado está el cementerio con el paisaje que muy bien podría uno pasar sin advertirlo.
Al final del último recodo elevado de la pista aparecen encadenados los cinco lagos, azul intenso entre alcores calcinados, siempre guardados por riscos en forma de columna truncada que nadie puede entender cómo se mantienen erguidos año tras año sin desmoronarse nunca. Descendemos hasta el pie del lago principal donde una pared calcárea que rezuma contiene sus aguas como si fuera la compuerta natural de un pantano, y se eleva sobre nuestras cabezas. En su borde superior un caminito al lado del agua permite circular alrededor del lago bordeado de hierba y plantas en flor, y lleva a la humilde mezquita construida sobre una repisa de tierra que hay entre el lago y la pared de piedra; a este pequeño templo dedicado a Alí acuden a rezar las mujeres estériles, pues parece que con la ayuda del santo las aguas producen milagros. Todo es grande, inmenso, menos las personas y los animales, que parecen diminutas figurillas de pesebre ante tamaña grandiosidad. Cada lago tiene un color distinto cuando nos acercamos, las aguas rojas del Band-i-Ghulaman, las violetas del Ban-i-Kambar, las turquesa del Band-i-Haibak, cuyas aguas caen en cascada sobre el anterior entre paredes calcáreas en forma de escalinata que producen irisaciones con el sol, el azul marino Band-i-Zolfigar y el blanquecino Band-i-Panir. En invierno la región se cubre de nieve y de la pared del lago principal penden carámbanos afilados de varios metros de longitud que forman una enorme cascada circular, estática y transparente.
Nos sentamos sobre una piedra en una explanada encharcada por el agua que rezuma la pared del lago, y contemplamos al trasluz la silueta de dos cabras negras, peludas y cuernilargas, que avanzan y retroceden chocando testuz contra testuz. Los niños del lugar tienen la piel reseca y cuarteada, van descalzos y llevan la ropa apedazada; nos enseñan a silbar con los pitos de arcilla blanca triangulares y abombados, que se han fabricado ellos mismos para comunicarse y para jugar por las estepas.
Nos quedan algo más de tres horas de pista hasta llegar al campamento de verano de Ayub Jan. El paisaje es impresionante. Estamos a mitad de camino entre Kabul y Herat por la ruta del centro, la más corta entre esas dos ciudades pero también la menos transitada y casi abandonada desde que se construyeron las carreteras asfaltadas del norte y del sur; sólo transitan por ella la gente de la región, los nómadas y los eventuales viajeros que desean visitar el célebre minarete de Jam, situado algo más allá de nuestro lugar de destino y que fue redescubierto por un viajero en 1957. La pista por la que viajamos es intransitable en invierno cuando llegan las nieves. El único ser humano que vemos durante este último tramo de viaje es un hombre a caballo con su rifle al hombro y la munición en bandolera.
En un recodo del camino, donde se recoge el terreno entre dos colinas, en una explanada amplia pero protegida, aparecen aquí y allá las yurtas del poblado de Ayub Jan.
Los niños que pastorean y recogen boñigas abandonan su tarea para correr a recibirnos. Con sus cestos de fibra vegetal trenzada sujetos a la espalda a modo de mochila, se agolpan alrededor del coche y nos siguen hasta que se detiene. Borregos y cabras, vacas, toros y gallinas circulan a nuestro alrededor cuando nos apeamos. De las yurtas aparecen cabezas y cuerpos llenos de abalorios y no se dejan ver en su totalidad hasta que sale a recibirnos Ayub Jan, el jefe del clan, un hombre de edad indefinida cuya presencia impone. Tiene larga y cuidada barba gris y la piel curtida, viste traje tradicional oscuro y sobre los hombros lleva puesto un chapán, el abrigo tradicional del norte de Afganistán, acolchado y de largas y estrechas mangas. Y ¡oh sorpresa!, Ayub Jan no tiene cara achinada, y tampoco las mujeres cuyas caras empezamos a distinguir, ni los niños. Yo creía que los hazara descendían de Gengis Jan, todo el mundo lo dice así, y esperaba ver a una tribu mongol. Y aquí uno se da cuenta de lo complicado que resulta el estudio de las razas, las etnias, las tribus y los clanes en Afganistán, y comprende por qué los antropólogos no fundamentan sus estudios en los rasgos físicos cuando tratan sobre las gentes de Afganistán. Los hazara con los que conviví no eran de raza mongol pero sí eran shiítas y persanófonos, características principales de aquel grupo humano, y el lugar donde estábamos era el Hazarajat o país de los hazara.
A Fereidún lo conocía bien Ayub Jan, como daba a entender el recibimiento que nos dispensó y que me costaba comprender porque no parecía que nuestra aparición los tomara por sorpresa; sin embargo, aquellas gentes no tenían teléfono, ni ningún mensajero había podido llevar la noticia desde que Fereidún me anunció el viaje. Aunque luego resolví la incógnita, de momento el asunto quedó como un misterio: uno no puede pasar el día haciendo preguntas en un lugar donde hay tantas incógnitas, y muchas de ellas quedan sin explicar para siempre. Mientras, me contó Fereidún que Ayub Jan guardaba los caballos del rey y que por eso conocía a la gente de su familia. Me parece curioso y extraño que fueran precisamente unos hazara quienes guardaran los caballos del rey, ya que la relación de aquellas tribus con el poder central nunca ha sido buena, y además los hazara son considerados el eslabón más bajo entre las categorías tribales. Me hubiera parecido más lógico que se hubieran encargado de ellos alguna tribu pashtú desplazada por el gobierno al Hazarajat, que las había. Y aquellas caras en absoluto achinadas… Pero quizá la explicación esté en las relaciones políticas con el gobierno y con el rey, al cual convenía tener satisfecho.
El caso es que recibieron estupendamente a Fereidún, y yo estaba enamorada de la hospitalidad de aquellas gentes que nos ofrecían un sitio en su campamento de verano a varios miles de metros de altitud, donde la tierra está muy cerca del cielo. Fueron llegando los ancianos de la tribu, se concentraron más niños, algunas mujeres se unieron al grupo y el valle abierto fue un bazar de recibimientos y parabienes y manos en el pecho y jubasti chiturasti repetido hasta la saciedad.
En lo alto del farallón que cerraba el valle por occidente se recortaba un jinete, cabeza monda y rifle en bandolera. Tardó el tiempo que duraron los parabienes en acercarse al campamento y vimos que seguía el camino que bordea las colinas. Cuando empezaba a dispersarse el grupo que formábamos, caballo y caballero de una pieza bordaron un quiebro y se lanzaron sobre el grupo al galope. Salieron los chiquillos corriendo, se apartaron los viejos, Fereidún inició una carcajada que apenas acerté a oír porque, antes de que diera el salto oportuno para protegerme, una mano de hierro me agarró por la cintura y me subió a la grupa como si fuera una pluma y siguió al galope por la estepa como un rayo. Tuve miedo, pero no fue el mismo miedo que sentí en cierta ocasión en la playa de Karachi cuando echó a correr el camello que montaba y su giba empezó a dar vueltas como una batidora dispuesta a lanzarme despedida contra las aguas del océano o contra la arena de la playa. Ahora una fuerza enorme me sujetaba y sabía que no iba a caer, pero no podía comprender dónde me llevaba aquella fuerza, ni cuando pararía aquel movimiento desenfrenado. Era tan grande la estepa ondulada que tenía enfrente, que no se adivinaba en ella ni muralla, ni río, ni obstáculo divino o humano que pudiera parar la correría que parecía que iba a durar por los siglos de los siglos. Cuando ya me dolía la mandíbula de apretados que llevaba los dientes después de tanto rato, el hombre detuvo el caballo y empezó a caracolear y a presumir para darme a conocer la inmensidad, la soledad y el poderío. Me llevaba sentada de lado y noté que su aliento en mi mejilla derecha me quemaba. Se me acercó al oído y oí que me decía:
-Si no fuera tan viejo serías mía y no de Fereidún.
Reconocí al tío de mi amigo, su cabeza afeitada y su cuerpo de titán. ¿Quién si no habría podido levantarme como una pluma y subirme así a la grupa de su caballo? ¿Quién sino un caballero del buzkashi acostumbrado a levantar del suelo un becerro degollado o a arrancárselo al galope a otro jinete en medio de una lucha feroz, y pasearlo después por la estepa perseguido por decenas de expertísimos jinetes? Cometí la imprudencia, por joven e impulsiva, de decirle, “¡Pero si usted no es viejo!”, porque así lo creía y así era de verdad. Agradeció mi espontaneidad y lo tomó como un cumplido y me encontré, como tantas otras veces en Afganistán, con un hombre de una pieza. Me contó mientras volvíamos al paso por la ladera de las colinas, que un hombre en Afganistán se hace viejo pronto, no de cuerpo, sino de alma: tantas son las responsabilidades que va adquiriendo, tanta la gente va dependiendo de él con los años, que no puede jugar a veleidades.
-Envidio a Fereidún -me dijo-, lo envidio con toda mi alma. Es inexperto, es débil, pero es sabio, nació sabio, nació con ese atributo pegado al alma, de la misma manera que otros nacen simples, santos o asesinos, y sobre todo le envidio porque es joven.
Hizo un gesto muy propio que quería ser sonrisa pero terminaba en agridulce gesto de impotencia, y le brilló al sol un diente de oro que tenía escondido en una esquina de la boca. Sujetó las riendas con los dientes y sin dejar de sostenerme bien fuerte levantó el otro brazo hacia el cielo y lanzó un grito de esos que hacen temblar cielos y tierra. El caballo se encabritó, se levantó sobre sus cuartos traseros y sus crines me barrieron la cara. Después seguimos largo rato en silencio. El hombre sumido en sus pensamientos sólo decía para sí, de vez en cuando:
-Oh la la! L’amour, l’amour. Il faut pas le laisser passer, l’amour…
Hoy, casi treinta años después, este hombre reparte leche de buena mañana, conduciendo un cochecito eléctrico por un barrio residencial de Washington DC. Dudo que sus moradores sepan que quien deja a diario la botella de leche en sus puertas es ese poderoso jinete de antaño, tesoro de experiencias acumuladas, porque si lo supieran quizá más de uno se sentaría en el umbral a esperarlo, aunque llovieran chuzos, para tener la oportunidad de intercambiar con él sabias palabras.
Fereidún había preparado la tienda militar que llevaba en el coche y Ayub Jan mandó alfombrarla por dentro y por fuera, de manera que tenía una especie de terraza exterior cubierta de alfombras donde sentarse a contemplar durante el día cómo deambulaban los rebaños, cómo corrían los niños detrás de un cordero caracul, cómo luchaban dos toros encajando sonoramente las testuces una contra otra. En noche cerrada, uno podía tumbarse sobre las alfombras, contemplando gozoso y abstraído la luna y todas las constelaciones brillando sobre el cielo negro.
Jan es generalmente un propietario de tierras que está a la cabeza de una extensa familia y tiene un amplio círculo de dependientes, a los cuales suministra alimentos y préstamos. Líder de clan o de subgrupo tribal. Guide Poche-voyage Marcus, París, Marcus, 1980. v
Ana Briongos