Baja california: tierra larga y estrecha
La Península de la Baja California es una larga y angosta faja de tierra que se desprende de la costa occidental americana (a la altura del paralelo 32, I.N.) internándose en el mar con una marcada dirección al Sudeste, paralela a la costa continental. Por el Oeste tiene al Océano Pacífico y por el Este al golfo que forma al separarse de tierra y que lleva el nombre de Golfo de California, o Mar Bermejo, o Mar de Cortés.
Limita al Norte con Estados Unidos, y está ligada a México por un estrechísimo corredor desértico que cruza, a manera de obstáculo, el río Colorado (si no fuese por el ferrocarril del Noroeste, que atraviesa el desierto, de hecho estaría desligada de la patria). Tiene la península una longitud aproximada de 125 kilómetros, medidos desde la línea fronteriza hasta San José del Cabo, y una anchura media de 90 kilómetros.
Su anchura máxima es de 175 kilómetros (calculados sobre el codo peninsular) y su anchura mínima de 45 kilómetros 8 medidos un poco al norte de La Paz)
(Una original generalidad. La península de la Baja California es una de las más largas del mundo, posiblemente la tercera.)
Está recorrida longitudinalmente por una cordillera abrupta y elevada que deja poco espacio para los valles. El paso de esta cordillera no es precisamente sobre el eje de la Península; tiende a recargarse sobre el lado del golfo; por lo que deja amplias llanuras costeras hacia el Océano Pacífico. La precipitación pluvial es bastante escasa, por lo que predomina el paisaje de semidesierto, tanto en la costa como en la montaña. Hay dos manchas boscosas en la cordillera, una muy al Norte y otra muy al Sur. El desierto absoluto (tipo Sáhara) solamente se encuentra en ciertas regiones. No tiene ríos de importancia, exceptuando el Colorado que en su mayor parte es río norteamericano.
Mulegé está a 75 kilómetros al sur de Santa Rosalía, siguiendo la huella del camino real que desde el paralelo 28 se ha convertido en la Ruta de las Misiones. Mulegé se esconde (porque todos los oasis, sin excepción, se esconden por miedo a los forasteros) al fondo de un largo y estrecho estero que canalizaron, en trabajo de cooperación, un manantial y el Golfo de Cortés. Desde tierra no puede apreciarse el conjunto, porque los datileros, los plantíos de caña de azúcar, los huertos de naranja y otros frutales impiden toda perspectiva. Pero desde el aire (precisamente por encima pasa dos veces por semana el avión que cubre la ruta de La Paz-Santa Rosalía-Ensenada-Tijuana) se mira como una cuñita de verdor metida en el desierto. Un desierto que aquí no se abre en llanura, sino que se levanta y campea sobre las desoladas sierras de Santa Lucía (al Norte) y de Zacatecas (al Sur).
En el Vértice de la cuña hay un bosque de palmeras de dátil y en el centro del palmar un manantial de aguas termales. Sus aguas son constantes y su relativa abundancia justificó la construcción de una cortina que las represa y permite su total aprovechamiento. Los muleginos le llaman “la presa”, y aunque la proporción de las obras de irrigación no es tanta como para utilizar tal nombre no puede tampoco menospreciarse la pequeña cortina de hormigón, puesto que es la única construcción de este tipo realizada en el interior peninsular, desde Ensenada hasta El Cabo. Por los vertederos de la cortina un arroyo se desliza en busca del estero, bordea una pequeña colina donde se levanta la Misión y se acerca al pueblo por la ribera contraria; se va abriendo en varias pozas rodeadas de cañaverales habitados por patos migratorios y cruza por fin bajo un puente que comunica el poblado con las huertas que rodean La Misión. Pasado el puente, las aguas termales e mezclan a las aguas del mar, porque ahí empieza el estero. El arroyo, desde el manantial hasta el puente, cubre dos kilómetros; el estero es tres veces más largo desde el puente hasta la playa. El pueblo empieza precisamente frente al puente y se alarga por una sola calle paralela al estero; sin embargo, desde aquí no se distingue, porque queda emboscado tras la espesura de las puertas de dátiles, naranjos o cañas de azúcar. Vigilando la boca del estero se levanta una colina cónica en cuya cumbre un primitivo faro de gas hace señas nocturnas a los escasos navegantes en el Golfo. A los pies de la colina está un fondeadero magníficamente protegido. Los barcos de algún calado se quedan aquí, pero los pesqueros pequeños se internan por el estero y fondean casi sobre el puente que lleva a la población.
Por supuesto, muy escasos son los barcos que tocan Mulegé, y tengo entendido que la población no ha llegado a ver jamas que algún vapor atienda las gentiles y hospitalarias llamadas del faro. Una o dos veces al año algún yate de lujo de ociosas potentado americano fondea a respetable distancia de la colina del faro (colina que los muleginos llaman “El Sombrero”) y su pasaje alcanza la orilla en rápida lancha de motor. Desembarcan tres o cuatro parejas vestidas de slacks y camisas decoradas con motivos marinos en colores chillones y se acercan al pueblo por la senda que bordea el estero. Pasean por la calle principal saludando a los moradores que los observan con discreción, y como no encuentran carteles en inglés ni saben español, regresan desconcertados a su nave, sin haber cambiando impresiones con nadie, porque en Mulegé tampoco se encuentra alguien que hable inglés. Cuando zarpan nuevamente, llevan en recuerdo la visión de un pueblo africano, o el mejor de los casos polinésico, donde el paisaje y la placidez de la población dan una apariencia edénica a la vida, pero en la cual el comfort moderno, la era de la maquina e idioma inglés no han llegado todavía. Y hay algo de esto; sobre todo lo de la existencia edénica, que no es una apariencia sino una realidad.
Los otros barcos que tocan el puerto de Mulegé son las embarcaciones a vela de los pescadores, y el prehistórico paquebote Abel Miranda que constituye la más fuerte tradición marítima de Mulegé. El Abel navega, por supuesto a la vela, y hace viajes de carga entre Guaymas y este otro puerto, originalmente tenía máquinas auxiliares pero su capitán se las hizo quitar porque no se diría marino si tuviera que ayudarse con el invento de Diesel. A menudo tarda hasta un mes en hacer el viaje a Guaymas, a causa de los vientos contrarios y las tempestades, pero eso lo considera perfectamente lógico y aceptable. Hace algunos años, El Boleo apreciando en lo justo su habilidad como marino ofreció al capitán del Abel un nuevo navío de motor para que le ayudase en su tráfico marítimo. El viejo lobo de mar declinó el ofrecimiento y sigue fiel a su paquebote, que, en crisis de escasez de gasolina, resuelve el problema trayéndola de Sonora en menos tiempo del que se espera.
He contado lo del Abel Miranda no para referir anécdotas sino porque ejemplifica claramente el espíritu mulegino, fortalecido en una añeja tradición e indemne a todo lo que sea civilización moderna. Esto no le daña, y creo, por lo contrario, que le beneficia. Vive así de acuerdo con su situación geográfica de isla de tierra firme, y dentro del marco de su economía. Pero esto tampoco quiere decir que esté atrasado culturalmente: en Mulegé no hay más analfabetos que los niños de pecho y a falta de escuelas superiores poseen una extraordinaria institución de formación humana: La “universidad” de Sanginés, la prisión territorial del sur bajacaliforniano.
Tal vez, entre todas las historias del País de los Oasis, esta de la prisión de Mulegé sea la más hermosa. Los hechos que me llevan a escribir tal afirmación son bien simples. He aquí una cárcel donde van a parar todos los criminales del Territorio Sur; una cárcel igual a todas, rodeada de grandes muros exteriores aserrados en aspilleras y adornados en las esquinas por almenas agresivas. La entrada la defienden dos imponentes puertas enrejadas.
Es una prisión, físicamente, igual a todas, pero…
Pisando el umbral viene la primera sorpresa no hay celador de guardia, las puertas están abiertas y se pasa por ellas tan libremente como por las de una biblioteca pública. Las celdas interiores están vacías y es necesario internarse por los corredores para poder encontrar a un informante. Si le encuentra puede sostenerse con él un diálogo semejante al que sigue:
Buenos días, amigo, ¿es usted empleado de aquí?
No señor, soy preso.
¿Es usted el único?
No señor, somos cuarenta.
¿Y dónde están los demás?
Trabajando.
¿Pero dónde?
Bueno… Unos cortando dátiles, otros pescando, algunos están precisamente detrás de esta loma, construyendo un hospital.
¿Y los guardias?
También se fueron a trabajar.
¿Escoltando a los presos?
No, señor, los presos no necesitan escolta. Nosotros tenemos nuestras labores y los guardias la suyas. En ocasiones trabajamos juntos.
¿Pero quién los vigila?
Nosotros mismos.
¿Y nadie escapa?
Nadie escapa.
¿Y tú? ¿No trabajas?
Yo trabajo aquí señor. Cuido de la prisión.
A las seis de la tarde de todos los días el preso que cuida de la prisión hace sonar un caracol. La llamada reúne a la guardia que viene armada, no de rifles sino de picos y palas. Después viene un oficial y pasa lista y veinte minutos después llegan en fila india los 40 presos. Un sargento comprueba que no falte nadie y un soldado recoge por inventario las herramientas que traen los presidiarios. A una llamada los presos se forman y marchan hacia la prisión; tras ello, las puertas se cierran. De noche, la penitenciaría territorial no tiene las puertas abiertas.
Entre los jefes, guardias y presos la prisión no lleva ese nombre. La conocen por Universidad: “Universidad de Sanginés” ya que con el nombre de ese general fue construida hace poco más de veinte años. Lo de “universidad” se dice en broma, pero también en serio; posiblemente más en serio de lo que se supone. El alcaide me ha dicho: “¿No piensa usted que el hecho de quitarles toda idea de que son penados es un factor psicológico de importancia en su regeneración?”
La “universidad” de Sanginés tiene su reglamento y sigue un sistema exclusivamente suyo en el manejo de sus “estudiantes”. Todo sentenciado que llega a la prisión de Mulegé pasa por una etapa de observación. Durante este periodo, a pesar de lo que pueda imaginarse nos son los guardias quienes vigilan al recién llegado son los presos mismos. Se le concede igual libertad diurna que a todos los demás y sale, al igual que ellos a las cinco de la mañana. Naturalmente, cuando el preso sale es porque tiene algo que hacer, un trabajo que desempeñar. La ocupación se la consiguen sus compañeros o sus jefes, lo mismo da. El primer día de salida es observado celosamente por los otros penados. Si a las seis de la tarde, al son del caracol regresa voluntariamente en tal sentido rinden un informe verbal al jefe de la guardia; si, por el contrario, el preso quiere aprovechar la noche para huir, sus compañeros le convencen de que debe volver, y esto lo hacen con buenas o con cualquier otro tipo de razones, puesto que ellos son los responsables. Con base en los informes de los presos, el jefe de la prisión decide si es merecedor de su confianza o si su comportamiento merece un castigo de encierro. Casi por costumbre, todos los presos con acreedores a una ilimitada confianza desde el primer día.
Y así, condenado a dos o a veinticinco años de prisión el reo sale todas las mañanas para volver al anochecer. Nadie lo vigila, hace su trabajo a gusto, gana honestamente su dinero y si continua comportándose bien, no llegará a sentir que un juez le ha condenado a pasar buena parte de su vida en prisión.
En cierta forma, Mulegé, el poblado, es la verdadera prisión de los criminales del territorio Sur, aunque ocasionalmente la libertad parcial que se les concede sea más amplia que los límites del poblado. Los muleginos han visto siempre este estado de cosas con una tal naturalidad que explica por sí sola la generosidad de este pueblo bajacaliforniano. Para ellos, estos hombres no son criminales, ni enemigos de la sociedad; son simplemente hombre a quienes adversas circunstancias colocaron en una situación de pugna contra los preceptos de la ley. La actitud de los muleginos hacia los reos de Sanginés tampoco es de piedad o de lástima. Por lo que puede observarse, los tratan como a braceros, y les tienden la mano proporcionándoles trabajo que justifique sus salidas diurnas y les deje dinero para sus gastos personales. En algunos casos entre nativos y reos se ha creado una atmósfera de confianza y se tratan entre sí como verdaderos amigos.
Por esa noble actitud de los muleginos, los “universitarios” de Sanginés tienen empleos casi fijos como cortadores de dátiles, ayudante de pescador, albañiles, peones, etc. No se les explota en forma alguna, porque además de que los muleginos no acostumbran hacerlo con nadie, el jefe de la prisión se encarga de comprobar que les paguen salarios justos. En Mulegé y alrededores, los reos devengan, por lo menos, el salario mínimo que corresponde a la región.
Los muchachos de Sanginés, por su parte, corresponden a esta confianza. Desde que el extraordinario régimen fue puesto en práctica, en el pueblo no se ha registrado jamás el menor delito. Por lo general, es cosa harto sabida que cualquiera de los presos que haya obtenido la confianza del jefe y que por tanto sale de día, es persona absolutamente honorable y puede confiarse en ella ciegamente.
Por lo que se refiere al mutuo trato entre pobladores y reos, hay dos únicas y terminantes prohibiciones: no beber, no bailar. Quien comete una violación a esta disposición se expone a perder definitivamente la parcial libertad. Los días de baile en Mulegé, los presos, si lo desean, pueden obtener permiso para acercarse a escuchar la música. Esas noches puede encontrárseles sentados sobre la banqueta, frente a la casa donde hay celebración, charlando entre sí mientras las parejas, a sus espaldas, danzan.
En cierta ocasión, un preso, que además de criminal era un desequilibrado mental, aprovechó una oportunidad y se fugó. ¿ Queréis saber lo que hizo en aquella ocasión el jefe de la prisión?
La cosa fue muy sencilla. Al día siguiente, antes del amanecer hizo ensillar el mejor caballo que se pudo conseguir en el pueblo, bajo el arzón colocó un rifle 30-30, alimentos en las cantinas y unas mantas a manera de tiento.
Una vez que estuvo listo el caballo hizo llamar a uno de los reos que en sus días de libertad había sido un magnífico vaquero y cazador.
Oye -le dijo-, ¿ sabes que se fugó anoche Manuel?
Sí, señor.
¿ Crees que podrías localizarlo y traerlo si tuvieras maneras de alcanzarlo?
¡Sí, señor!
En este caso, ahí afuera te espera un buen caballo, listo con armas de defensa contra las fieras, agua, comida y cobija. ¿ Te bastará con eso?
Sí, señor.
Pues entonces, vete a buscarlo. Cuanto más pronto vuelvas será mejor.
Y el preso se fue tras el prófugo. Siguió sus huellas varias horas. La perdió, la volvió a encontrar. En veinticuatro horas recorrió más de doscientos kilómetros sobre la sierra y el desierto. A los dos días exactamente regresó el preso -cazador. Sobre las ancas del caballo cabizbajo y arrepentido venía el prófugo. Desde entonces hasta su muerte (hace un par de años) nunca más intentó otra fuga.
En cuanto al preso convertido en sabueso, entregó caballo y rifle y volvió a
su vida: cotidiana mitad prisión, mitad libertad. Por su trabajo recibió 20 pe-
sos que el jefe de la prisión cargó en la cuenta de gastos como ” horas extras del
penado X”.
Me olvidaba decir: el ex cazador devolvió todos los cartuchos. No tuvo necesidad de disparar un solo tiro.
Aunque no dispongo de datos estadísticos sobre la criminalidad en el Territorio Sur de la Baja California, puedo asegurar a priori con muy pocas posibilidades de error que es sumamente reducida y que no se incrementa en relación con el aumento de población, sino que se mantiene estacionaria. Los delitos que se comenten en las comunidades terrisureñas son principalmente crímenes pasionales o de vendetta. Pocas veces se registran robos o asesinatos. De aquí que los delincuentes bajo sentencia en la prisión de Mulegé sean en realidad ocasionales y de ningún modo criminales natos.
Aunque parezca increíble puede también asegurarse que en el sur de la península no hay ambiente propicio para el crimen. La bondad de la gente, de la tierra, de su áspera y acogedora geografía no permiten hombres colocados al margen de la sociedad. Los sureños dicen con orgullo y justa razón, que en su territorio hasta los criminales que llegan huyendo de otras partes del país se regeneran al entrar en contacto con el ambiente peninsular
Por otra parte, el sistema sui géneris de la Prisión de Sanginés ayuda a disminuir la criminalidad, y por eso puedo calificarlo como el régimen penitenciario más avanzado de México. Aunque a primera vista pudiera juzgarse que lo que sucede en Mulegé es totalmente anómalo y fuera de la ley, hay que reconocer que tal sistema rinde sus frutos. Su más bella consecuencia, sin duda alguna es la de evitar la formación de inadaptados sociales. Los reos de Sanginés al cumplir su sentencia vuelven al seno de la sociedad sin complejos ni rencores. Muchos de ellos han regresado a sus hogares de origen a trabajar la tierra o a cuidar del ganado. Para ninguno de ellos es un sello infamante el recuerdo de los años de prisión, y si alguien le pregunta qué hicieron durante los años de ausencia, con toda seguridad responderían sonrientes: “estuve en la Universidad de Sanginés”.
Mulegé por cuyos paisajes de tierra y mar en armonía perfecta lo considero el pueblo más bello entre los bellos oasis de Baja California, está ahora en decadencia. Tuvo enorme importancia cuando por el aislamiento con el resto de México era el principal abastecedor de verduras, azúcar, dátiles y otras variedades de frutas, así como de ganado en toda la región central de la península. La competencia, la malaria y una inundación pusieron en peligro su existencia. La inundación ocurrió en 1938 y tuvo efectos catastróficos. Fue ocasionada por una tormenta que hizo crecer desmesuradamente a todos loa arroyos que descienden de la montaña, colocada precisamente a espaldas del pueblo. El estero no fue suficiente para dar salida a las aguas broncas, y la corriente arrasó la población y se llevó cultivos y tierras. De esa catástrofe aun no puede responder el poblado y muchos de sus habitantes se vieron obligados a emigrar. La malaria, que solamente se encuentra aquí y en el extremo peninsular causó también daños importantes e impidió una mayor concentración humana. Actualmente se ha logrado desterrarla y no se presentan casos de paludismo; pero aun tiene fama de ser un paraje palúdico. En cuanto a sus productos, ya no encuentran fácil salida: Santa Agueda, que construyó huertos de cultivos a base de pacientes acarreos de tierra vegetal surte ahora a Santa Rosalía de legumbres y frutas, y como está mejor situada, ha quitado totalmente esa posibilidad a Mulegé, que ha quedado obligada a vivir de sus dátiles, sus vides, su azúcar sin refinar y, en muy poca escala, de la pesca.
Pero su humildad económica no resta nada de interés y belleza a su fantástico escenario de oasis, de paradisíaca isla tropical y de apacible y seguro refugio en el desierto.
Fernando Jordán