Crónica Cuarta
Por fin había llegado al monasterio de Rongbuk y al campamento base del Everest. Sabía que a mí persona – por cronología y por momento histórico vivido- no me correspondía el reto de los “ochomiles”. Yo era de otra etapa anterior, en la que los alpinistas ambiciosos teníamos el desafío de las famosas paredes nortes de los Alpes, y de otras cordilleras de la Tierra, que eran puro y exigente alpinismo de dificultad, una etapa a mi juicio más consistente que esta moda más mediática de la colección de “ochomiles” que son montañas muy semejantes.
Si yo volvía al Everest lo hacía para levantarme ante la adversidad, que siempre ha sido razón de mi existencia. El Himalaya siempre me había tratado con dureza y desdén (En 1971, en el Hindu Kush, murió Elena, mi mujer, tras haber abierto una difícil ruta en el Tirich Mir Oeste. En 1973 me salvé milagrosamente en el Annapurna, en mi tentativa solitaria. En 1990, en el Everest, cayeron cinco compañeros de expedición en la pared del Chang La (Collado norte) entonces en absolutamente soledad. En 1992 tuve un duro infarto superando el Khumbu y fui rescatado “in extremis” por unos inolvidables compañeros). Por lo tanto sé, sabía que el Himalaya, y otros macizos montañosos de Asia no eran mis montañas. En ellas hace falta disponer de mucho tiempo y de mucho dinero. Curiosa exigencia en esta vida en la que el tiempo, a mi edad, vale todavía más que el dinero.
Pero estimé que quería regresar al Everest para culminar este duro y dramático camino y analizarme en conciencia tratando de saber más sobre esta pasión del alpinismo tan desconocida y tan transrracional. Iba más empujado por el estudio y la observación de mi “subjetividad” que por el objetivo deportivo en sí mismo. Quería llegar a lo alto para poder describir los episodios de mi conciencia con verdadera honestidad, para explicar en que se basa esta ilógica pasión y en el “por qué” de esta vida peligrosa plagada de desmesuras.
Con la escalada del Everest estaría tranquilo. Allí estaba la síntesis de todos macizos montañosos de Asia. También me apasionaba el K2. Cualquiera de estas dos montañas, Everest o K2, una u otra, serían para mí el logro del simbolismo máximo.
Pero una vez más no he tenido suerte. No me han valido mis entrenamientos, ni mi gran ilusión. Y veo con decepción que mis lesiones cardiacas siguen vigentes, lo que pueden dejar inacabados mis estudios y meditaciones sobre esta locura metafísica del alpinismo.
Así fue
Una de esas noches de la altitud, todavía por fortuna en los campamentos bajos, campamento base e intermedio, sentí como la asfixia se presentaba acompañada de sueños insoportables que me anunciaran de forma insistente mi próximo declive.
De las catorce o quince personas que componíamos el grupo, en expediciones independientes, todos eran relativamente jóvenes, fuertes y experimentados. Yo era el más vulnerable por edad y por mi cardiopatía.
Entonces durante esos días previos de dura aclimatación en los 5.000 / 6.000 metros tuve varias noches de extraños sueños y de deficiencias respiratorias. La asfixia me asustaba, pero los sueños inconexos, constantes y luminosos eran insoportables, llegando a plantearme la huída de aquellos parajes.
¿Unos sueños, unas pesadillas, eran causa o motivo suficiente para hacer fracasar un proyecto tan difícil de realizar y tan deseado? ¿Era una decisión coherente?
No se sí mi decisión fue coherente o razonable, como tampoco no puedo calificar sí mis sueños lo eran. Relacioné mis problemas de respiración con mis lesiones cardiacas, ya que lo cardiovascular es considerado como un mismo aparato corporal. Y pude recordar la angustia de la asfixia, la que sentí de forma muy clara los segundos que duró, cuando el parapente me estrelló contra una ladera, hace poco más de un año, y sé que sobreviví y cuando respiré que fue cuando el corazón se puso nuevamente en marcha, tras la parada cardiorrespiratoria.
Esos sueños imprecisos e inenarrables fueron los que tras tres noches de horror me decidieron abandonar mi preparada y costosa expedición.
¿Eran un aviso de lo que podría ocurrirme?
Mi instinto me advirtió y no lo dudé. Me marché. No podía soportar una noche más.
Y yo tampoco entendía que podía estar pasándome.
Volví a Khatmandu confuso y derrotado nada más haber llegado bajo el Everest.
Mi hijo Bruno se reincorporó a la expedición. Amigo de todos fue aclimatándose lentamente. En el campamento del Collado Norte, tras escalar la pared del Chang La camino de la cima, el día 17 de mayo fue testigo de la rápida agonía del checo Veslav Chrzaszcz con quien habíamos convivido durante los primeros quince días. Nada pudieron hacer para salvarlo: inyecciones de adrenalina, oxígeno y masajes en el corazón. Le enterraron allí mismo bajo la nieve con su piolet de cabecera.
Bruno se impresionó y durmió muy mal retirándose al día siguiente.
Tragedias y Heroísmo
El doctor Pujante se encontraba en el campamento III a 8.300 metros y sufrió severas congelaciones en las manos, mientras su compañero Víctor Izquierdo de Álava, con sus pies sin dedos, amputados en una pasada tentativa, bajaba de la cima encontrándose a dos italianos que habían perdido la visión por congelación de las corneas, imponiéndose el deber de ayudarles en el complicado descenso, salvándoles así la vida con esta piadosa y admirable acción.
El ecuatoriano Jairo González de Landazuri también llegó a la cumbre, mientras el alemán Frank Ziebarth, fuerte y en posesión de varios “ochomiles” llegaba a lo más alto en lastimosas condiciones muriendo en el descenso. Jairo González de Landazuri, el ecuatoriano que llevaba años entrenándose en sus volcanes de Ecuador, durmiendo en las cimas del Chimborazo y Cotopaxi, bajo solo de la cumbre abandonado por su sherpa y vivaqueó desesperadamente sin saco y sin tienda a 8.000 metros. El italiano Luigi Rampini, alpinista italiano histórico quedó enfermo arrinconado en el campamento II, incapaz de continuar. En esos mismos días el chino Wu Wen Hong de 40 años moría en el descenso agotado y víctima de un posible edema cerebral. Los canadienses expertos alpinistas que habían escalado el difícil monte Waddigtton en la costa de la Columbia Británica se retiraron también.
Esta primavera del año 2009 ha tenido por la vertiente china del Everest un mal balance. De alrededor de 135 candidatos apenas unos 20 han llegado a la cima, de los que 10 eran de la numerosa expedición china.
¿De alguna forma yo pude presentir éstos resultados? ¿Mi intuición tras los sueños de asfixia pudo advertirme? ¿Hice bien decidiendo mi retirada de forma terminante? ¿O quizás me precipité para ahorrarme sufrimientos? Sea como fuere estimé que no podía aguantar una noche más. Cuando me alejaba del Everest, cruzando el Tíbet me sentía uno de los seres más desgraciados de la Tierra.
Pero ahora al conocer el final nuevamente ha renacido en mí el optimismo. Doy gracias a Dios por haber tomado esa decisión. Yo era el más débil y vulnerable de todos aquellos expedicionarios, por mis particulares y arriesgadas circunstancias, y siento como muy posible que de haber continuado ahora ya no estaría en esta tierra de los vivos, otra pensando en volver, aunque he de confesar que mis esperanzas de llegar a lo más alto son razonablemente muy escasas.
En la vida hay muchos más fracasos que victorias. Y esta es la sincera confesión de un explorador de montañas que sabe que no solo hay que narrar los éxitos rotundos. También las historias de los fracasos forman parte de las grandes experiencias.
Mi personaje, mi “alter ego”, el barón de Cotopaxi vivió con realismo sobre la cima del Qomolangma las reflexiones metafísicas de quien, entre ensueños adivina su futuro (“El Lama Milarepa” de la editorial Belacqva)
Leo que ahora la NASA, con Varden Ark, quiere investigar los sueños de la altura con motivo de las expediciones de astronautas al Everest, como un entrenamiento para sus futuras expediciones a la Luna y a Marte.
Al final resulta que otra vez se enlazan la ciencia y el misterio. El alpinismo trágico y fascinante es también un motivo para la investigación científica sin que pierda su hondo carácter de idealismo trascendente.
*César Pérez de Tudela es explorador de montañas y académico de la Real Academia de Doctores de España. Miembro de honor de la Sociedad Geográfica Española en 2002.