Los judíos del oriente. Benjamín de Tudela, a través de la geografía sagrada. (1160 – 73)
Mayté Pérez.
Bibliografía: (El viajero histórico- El Legado Andalusí)
“Cuentan que Saladino, necesitando dinero para continuar la lucha contra los invasores cruzados, llamó a un rico judío para confiscarle parte de su fortuna y destinarla para emprender esa empresa. Pero, el indulgente soberano musulmán quiso concederle una alternativa al comerciante y el propuso un acertijo. Le preguntó cual era la mejor fe; si el judío contestaba: la judía, era menospreciar la fe del sultán; si decía: la musulmana, era una apostasía; en uno y otro sentido, un pretexto de confiscación. Pero el judío respondió con una historia edificante:
“Excelencia, había un padre que tenía tres hijos y un anillo adornado con una piedra preciosa, la mejor del mundo. Los tres hijos rogaban al padre que les dejar a la sortija al morir, y el padre para contentar a todos, llamó a un buen orfebre y le dijo:”Señor, hacedme dos anillos semejantes a este y colocadle a cada uno una piedra parecida a esta” El maestro hizo los anillos tan parecidos que nadie, además del padre, podría distinguir el verdadero. Llamó aparte a cada uno de sus hijos y le dijo el secreto a cada uno, y, cada uno creyó recibir el verdadero anillo, que solo el padre conocía bien. Es la historia de tres religiones, excelencia. El Padre que las ha dado sabe cual es la mejor, y cada uno de los hijos, es decir, nosotros creemos que tenemos la buena.
El sultán quedó maravillado, y dejó que el judío se marchara sin pedirle nada”
A su paso por Palermo, la Perla de Sicilia, Benjamín de Tudela pudo haber oído esta historia que recogería mas tarde el ignoto compilador del Novellino. En el Cairo había él contado no menos de siete mil judíos, muy ricos y estudiosos de la Tora. Y esta misma prosperidad de sus correligionarios asentados en Dar-al-Islam lo había llenado de júbilo a su paso por Bagdad y Damasco. A este intrépido viajero lo encontré un día entre las notas de un viejo volumen, en Tadmor, en medio de las ruinas de Palmira, y luego otra vez en Irán, al visitar el zigurat arruinado de Borsippa, que Benjamín había descrito, confundiéndolo con la Torre de Babel, tal y como hoy se la ve, “hendida por el fuego de Dios”. Pero, ¿Quién era este Marco Polo judío que había de consumar una odisea extraordinaria, desde su Tudela natal hasta el Océano Indico y la China de los tártaros? Poco sabemos de él, salvo que debió realizar su viaje entre 1165 y 1173 y morir hacia 1175, sin haber tenido tiempo de redactar ni ordenar sus numerosas observaciones. El anónimo prologuista, encargado de dar forma definitiva al libro, nos lo presenta como hombre de singular discreción y muy instruido, buen conocedor de los textos sagrados y de la historia antigua. Escribió su Séfer Masa´ot(1) o Libro de Viajes en hebreo, sin duda lengua franca durante su recorrido, pero debía entender el árabe e incluso el griego y el latín. En al-Andalus era mucha la fama de estos judíos trilingües, inestimables como embajadores, consejeros y traductores. Admirable este siglo XII, al que perteneció nuestro viajero, nos muestra un rostro plural: el de la Escuela de Traductores de Toledo, el del granadino Moshé Ibn Ezra, quién escribió el más importante tratado de teoría poética judía en árabe, el de la Edad de Oro de la poesía hispano-hebrea; en fin, el de Maimónides el sefardí, quién redactó en lengua árabe la mayoría de sus tratados teológicos y fue médico en el califato de El Cairo. ¿Cómo no reconocer en el paso decidido de Benjamín de Tudela la imagen de ese judío universal, de talante más abierto, que propiciaron las cortes andalusíes? Sin abusar del estereotipo idealizado, en el contexto medieval, de una imagen impermeable a los conflictos, la convivencia de las tres culturas en suelo hispánico nos habla de un relativismo religioso, acaso más extendido de lo que se cree. Nuestras ciudades han conservado, en aljamas y juderías, las huellas de una segregación en el espacio urbano, acaso como fórmula que posibilitaba la admisión del otro. Es esa diversidad del mundo, a la que Benjamín se entrega con fruición, lo que me parece más rescatable de su relato.
El Séfer-Masa´ot, por lo demás, se parece mucho a un tratado de geografía, inspirado en los modelos árabes de la época. Su finalidad primordial era informar de la situación social y cultural de las comunidades judías en todo el mundo conocido – y el libro se ha convertido en fuente esencial para conocer la economía, demografía y cultura judías de su tiempo. No obstante, si lo primero que Benjamín anota es la importancia de la población judía y el nombre de los letrados y responsables comunitarios, su interés está lejos de reducirse al mundo hebreo y los más relevantes acontecimientos históricos del momento- las cruzadas, el cisma en el papado y los conflictos de Oriente en el ocaso de la dinastía islámica fatimí- no escapan a su atención. Menciona la escuela de Salerno y el hecho de que en la ciudad de Sorrento se encuentra un aceite llamado petróleo que se utiliza como remedio. Se interesa tanto por el cultivo de perlas en el golfo pérsico como por las técnicas de pesca que se empleaban en el Nilo. Estaba fascinado por las sectas, trátese de los drusos, de los samaritanos o los “al-hashishim” del Líbano, rama de los chiítas, que por sus crímenes dieran origen a la palabra “asesino” – a partir del vocablo original, “hashish” como referencia a la planta narcótica que consumían su prosélitos. Benjamín de Tudela consideraba al Papa de Roma con el mismo interés que al Califa de Bagdad, al Sultán del Cairo o al Exilarca de Mesopotamía. Y la Enciclopedia Judía lo cita como fuente primordial de nuestro conocimiento sobre la corriente mesiánica impulsada por David Alroi, surgido algunos años antes de su paso por la región.
Su itinerario ha conocido numerosos impugnadores y también doctos apologistas. Los historiadores han utilizado su libro para la historia económica y política, no sin advertir al mismo tiempo sus elementos legendarios. Hay quienes han visto en él otro Mandeville que habría recorrido el mundo sin salir de su aldea, mientras oros defienden como plausible todo su recorrido. Lo cierto es que Benjamín de Tudela mezclaba las descripciones de los países que efectivamente visitó – el área septentrional del Mediterráneo, el Medio Oriente, Irán y Egipto – con consideraciones sobre otros países que debió conocer de oídas, como Alemania, Rusia, Yemen, Etiopía, Ceilán y China. A propósito de estas últimas regiones el relato se toma más general y vago, propiciando la aparición de ese Lugo común de la cultura medieval que es lo maravilloso. Si el Mediterráneo constituye el mar de la racionalidad y la civilización, el océano Índico será interpretado como un contramediterráneo, espacio de todos los prodigios. La Razón medieval produce monstruos. No falta en la relación de Tudela la alusión al águila gigante de los mares helados de China, otra versión del Rujj, el legendario pájaro que puebla por igual los escritos del mundo árabe y del cristiano, de Abu Hamid a Marco Polo hasta encontrar lugar de honor en el Manual de zoología fantástica de Borges. Ni tampoco las riquezas fabulosas en oro, especias y pedrerías, ni los perfumes (esa mirra aromática del lejanoTíbet”) con que la imaginación occidental adornaba las tierras levantinas. El Oriente representaba la utopía del refinamiento y la abundancia y suscitaba en el imaginario popular la codicia de un lujo desconocido. Situado en los confines de la Europa medieval, Bizancio era un puente casi irreal hacia el mundo bárbaro del Asia misteriosa y exótica. Allí encuentra Benjamín las mas grandes iglesias y los palacios más suntuosos, como el de Blanchernes, con un “trono de oro y piedra noble y una corona aúrea (…..); en la corona hay incontables piedras preciosas, tantas que, por la noches, es necesario poner allí lámparas, pues todos ven la luminaria que desprende luz de las piedras preciosas”. Y si bien, “los griegos del país son muy ricos en oro y piedras preciosas, visten trajes de seda, con encajes de oro tejidos y bordados en sus vestiduras”, a nuestro viajero le parecen también afeminados, apuntando quizá los primero síntomas de decadencia del imperio. Con todo, entiendo que el juicio de mayor interés no reside en deslindar lo verdadero de lo falso, sino en indagar por qué estos dos ámbitos se mezclan con tal libertad. Y es que si esta preferencia por el registro de lo extraordinario resulta general en la época, si los mirabilia occidentales tienen su equivalente en los ´Aja´ib árabes, ello responde a que en ambas tradiciones lo maravilloso constituye un dispositivo de traducción de la diferencia, un modo de conocimiento de la alteridad.
El Séfer-Masa´ot es además una de las primeras obras en hacerse eco de la leyenda del Preste Juan, el monarca cristiano que desde Oriente amenazaba al imperio de Saladino y debía salvar la Jerusalén cristiana. Se trataba de los feroces Kuffar al- Atrak, adoradores del viento que tenían el desierto por morada, “no comen pan ni beben vino, sino carne como si estuviera viva y sin cocer. No tienen nariz y en lugar de nariz tienen dos pequeños orificios por donde sale el resuello” Benjamín nos cuenta la historia de la alianza entre estos infieles turcos y los israelitas, así como de la derrota que inflingieron al rey de Persia, oída directamente de uno de los participantes en la contienda. En estos años circulaba incluso una carta que el Preste Juan habría enviado al Emperador de Bizancio donde se decía propietario de río Ydonis que llegaba del paraíso colmado de esmeraldas, zafiros, rubíes y ….!de pimienta!
Nuestras sensibilidad científica y positivista se extraña de ver consignados, junto a estas leyendas, descripciones precisas de otros fenómenos con los que nuestro viajero entró en contacto, como en Nilómetro (“A doce codos sobre el nivel de las aguas”) y el Faro de Alejandría (visible a “una distancia de cien millas”). En un relato en buena medida impersonal y parco en descripciones, resaltaba la atención prestada a Bagdad, que tuvo la suerte de visitar antes de la invasión de los mongoles. Tierra de palmeras, huertas y vergeles, “a ella vienen de todos los países con mercadería y en ella hay hombres sabios, filósofos conocedores de todo tipo de encantamiento”. Si el viajero valenciano Ibn Yubayr, que pasó por allí unos diez años más tarde, hacía notar que la mayoría de los edificios habían desaparecido y que no quedaba en la urbe musulmana sino el prestigio de su nombre, Benjamín no encuentra palabras para traducir su admiración. El Califa es inmensamente rico y respetado por los príncipes de Arabia, Turkmenistán, Persia y el país del Tíbet. Mejor aún: es infinitamente sabio. “Viste ropajes regios hechos de oro, plata y lino, en la cabeza lleva un turbante con piedras preciosas de incalculable valor. Sobre el turbante, una pañoleta negra para simbolizar su humildad antes las cosas del mundo, como diciendo: “Ved, todo este honor lo cubrirá una tiniebla el día de la muerte”. A la sombra de este hombre piadoso, versado en la Torá de Israel, viven unos cuarenta mil judíos “en tranquilidad y honor”. No solo florecen las sinagogas. Hay también una “Casa de la sabiduría” e incluso hospitales para dementes, como el Dar al-maristán donde cuidan a los que enloquecen “por causa del calor” hasta que pueden partir, sanos y libres, en el invierno. De su pintura surge una visión del mundo musulmán ponderada y hasta elogiosa, en las antípodas de las aberraciones denigratorias que la Doctrina de Mahoma había difundido en occidente.
Frente a los peregrinos occidentales, que no descubrirán el Islam hasta el siglo XIII, Benjamín de Tudela nos ha legado preciosas informaciones acerca del “otro mundo” bien terrenal que descubría al hilo de sus andanzas. Frente a la vivencia libresca del espacio por parte de los peregrinos cristianos, extranjeros a la realidad que pisaban, el sentido práctico de nuestros caminantes abre sus ojos a sociedades diversas. Frente a la visión de universos infranqueables que propiciaron las cruzadas, nuestro avispado mercader nota sin sarcasmo la “interconfesionalidad” del comercio.
Los peligros del mar, los piratas de Berbería, la fiebre o las fatigas del camino, que humanizan tantos relatos de exploración, están sin embargo ausentes del Sáfer Masa´ot. Aunque no debieron faltarle ni la paciencia, ni el dinero, ni la fe, nada sabemos de su itinerario íntimo y personal. Conocemos sólo las millas, las leguas medidas en distancia de carro, los puntos entre dos desplazamientos. El caminante se desdibuja: es el camino. El nomadismo deviene movimiento natural: nada hay definitivo. Benjamín apenas sobrevivió a su viaje: el ciclo de su errancia se cierra conjuntamente con el de su vida. Pero antes, la aventura del hombre coincide un momento con la aventura de su decir: el exilio culmina en la escritura, el Libro: la única patria.
(1) La primera edición vio la luz en Contastinopla, en 1543. Un estudio de los avatares del libro y sus traducciones se encontrará en la edición de José Ramón Magdalena Nom de Deus: Libro de viajes de Benjamín de Tudela, Barcelona, Riopiedras, 1989.