Más de cuatro desastres y un triunfo
José Luis de Ugarte
Ésta es una transcripción parcial entresacada de mi libro de bitácora y de mi diario. Creo que será explicativa por sí misma y dará una idea de que esta regata está considerada como la competición más dura de la época. Es una regata en solitario alrededor del mundo, sin paradas, sin ayuda externa, por los mares más fríos e inhóspitos del planeta.
Se sale de Les Sables d’Olonne (La Vendée) en Francia, en el golfo de Vizcaya, y se va por el Atlántico hacia el Sur hasta los 55º/60º Sur, se da la vuelta a la Antártida en dirección Este y después se vuelve a subir por el Atlántico al puerto de salida. 27.000 millas náuticas (50.000 kilómetros) de mar. La bajada y la subida por el Atlántico son totalmente diferentes de las diez semanas que pasé por el norte de la Antártida, siguiendo el paralelo 60º Sur hasta cruzar el Cabo de Hornos. Las diez semanas que sufrí en latitudes entre los 50º y 60º Sur, cuando el Cabo de Hornos parecía algo que nunca alcanzaría, que no estaba allí, que no existía… Mi barco y yo navegaríamos continuamente, siempre, como «El Holandés Errante», permanentemente mojado, con mucho frío, entre mares gigantes, con vientos aullantes, donde mi barco se iría desintegrando, y yo estaría más hambriento y más débil cada día. Cada vez que colocaba mi posición en la carta, estimaba la distancia recorrida en la singladura y calculaba cuántas millas me quedaban para el Cabo de Hornos, me sentía tremendamente miserable: 5.900 millas a Hornos; al día siguiente, 5.650 millas; al otro, 5.510, y así cada día. Mis provisiones de comida disminuyendo, mis velas en jirones desintegrándose, mis pies como si fueran esponjas semicongeladas metidas en congeladas botas de agua, el insufrible olor a orina proveniente de mi traje polar térmico cada vez que abría la cremallera, y siempre esperando que algo se rompiera.
Largas noches cogido al timón, tratando de evitar las trasluchadas1 mortales hasta que no podía mantener los ojos abiertos. Conectando el fiel timón automático con la esperanza de que gobernara el tiempo suficiente para recuperar mis sentidos. Pero después de quince minutos, quizá veinte, pero nunca más, las baterías fallarían y la alarma sonaría atravesando mi cerebro como un puñal, sacudiéndome el espíritu. Vigilando el horizonte por la proa, a través de las ventanas de «lexan»2 de la cúpula: agua gris, espuma en la cubierta, niebla, nieve, granizo, lo que fuera. Si algún iceberg estuviera cerca, el radar no me serviría de nada; había perdido su antena en una tumbada3 antes de llegar al Antártico.
Ambos, barco y yo, terminamos la regata: el casco, intacto; el palo y la jarcia firme, con buen aspecto aparente; la jarcia de labor4 y las velas, destrozadas; el patrón, «delaminado»5, muy flaco, bajo en vitaminas, según el doctor, pero, por otra parte, muy sano y feliz de llegar a una bienvenida de más de 30.000 franceses y unos 10.000 españoles, en su mayoría del País Vasco, aunque no exclusivamente. Habían venido en toda clase de vehículos: autobuses, caravanas, automóviles, barcos, etc… y justo a tiempo. Era difícil de creer que por fin estaba llegando y que toda aquella multitud se había juntado para darme la más fantástica bienvenida.
A pocos días de la salida, después de un fuerte temporal en la zona de Finisterre, tras achicar el lazareto6, continué reparando la electrónica y entonces llegaron las malas noticias: Mike Plant (EE UU) se había perdido y ahora Nigel Burgess había sido encontrado muerto en una pequeña balsa inflable de salvamento, con la cabeza malherida, un Epirb7 colgando del cuello, el traje de supervivencia puesto y su barco flotando sin problemas. Un misterio que nunca se resolverá. Yo conocía a Nigel de las regatas en solitario por el Atlántico Norte. Era ex marino mercante, muy experimentado y capaz. Nunca entenderé qué es lo que ocurrió, y me dejó con un sentimiento de tristeza; nunca le volvería a ver. Ésta era la segunda muerte y la regata acababa de empezar.
NAVIDADES EN LA MAR
25 de diciembre. Ayer fue Nochebuena. Viento de 40 nudos del Oeste y logré hablar con Edith. Como siempre, sonaba optimista. Me dijo que estaba preparando la cena para toda la familia, incluyendo los nietos y algunos amigos. Yo me preparé la cena; no estuvo nada mal: «confit de canard»8, pastel inglés de Navidad y turrón. Me bebí dos vasos de buen Rioja y media botella de champaña. Tenía un vaso de plástico metido en el bolsillo del pecho, un brazo agarrado al barco y el otro sujetando la cucharra. No se parecía en nada a las Navidades tradicionales y mi mente volaba a Sopelana, donde mi familia estaría sentada alrededor de una mesa acogedora, el árbol de Navidad iluminado y la chimenea despidiendo llamas hogareñas. Me reservarían un pensamiento y dirían: «Esto no es lo mismo sin papá. Le deseamos buen tiempo para esta noche».
29 de diciembre. Anoche, hacia las 21 horas tuve otro mal momento que me hizo otro nudo muy apretado en el estómago. Me estaba preparando la cena –cocido de espagueti–, cuando de una manera distraída eché un vistazo hacia proa y… allí estaba. ¡Dios mío! La sangre se me heló en las venas. Había muy poca visibilidad, pero allí estaba, blanco como un fantasma y enorme, justamente en la misma proa. Rápidamente me encaramé a la bañera. El viento era de unos 40 nudos de la aleta de estribor9 –SO– y no había manera de evitarlo navegando hacia el Sur o el SE. Ocupaba toda esa zona, así que no me quedaba más remedio que trasluchar rápidamente y sin pensarlo. La Mayor se estrelló contra las crucetas, sólo la vela de proa mantenía el barco en facha. El tanque, ahora de sotavento, lleno. Era dramático. El barco tumbado era arrastrado por la fuerza de la mar y el viento contra el iceberg; grandes olas rompían contra los acantilados y rebotaban. Sin preocuparme en absoluto por el agua en el tanque, largué la contra de la Mayor10, que fue a estrellarse contra la burda de estribor11; entonces, también largué la burda y la escota de babor del foque12. El barco empezó a moverse despacio hacia proa a pesar de las grandes olas que barrían la cubierta. El iceberg amenazaba por encima del palo… ¡Dios, era horrible! Para entonces ya estaba virando la escota del foque como un maníaco, tesando la burda de barlovento13, y me parecía que en cualquier momento una ola iba a coger el barco y a lanzarlo contra uno de los acantilados de hielo. El barco empezó a coger velocidad hacia avante y, de ola en ola y por los pelos, pudo esquivar el último saliente del iceberg. ¡Gracias! ¡Estábamos salvados!
31 de diciembre. Hacía mucho frío en la cubierta, entre -15º y -20º. Dentro, la temperatura máxima no pasaba de los 4º y el agua del mar estaba a 2º. La velocidad media era de doce nudos y la botavara nadaba sobre el agua continuamente. Tuve que coger el cuarto rizo14 para levantar la botavara; aunque dejé la driza lascada con objeto de poder dejar la vela contra la jarcia y así poder meter la botavara dentro; pero a pesar de todo cogía alguna ola, aunque sólo ocasionalmente.
Definitivamente no era una noche para celebraciones. De todas maneras conseguí hablar con mi querida esposa Edith y con el «lehendakari»15 Ardanza. Ambos pensaban en mí: me tenían muy presente y me deseaban fervientemente un buen viaje de regreso a casa durante el Año Nuevo. Me dio moral, ya que en ese momento verdaderamente no me sentía demasiado fantástico. Mi ropa, muy mojada; mis pies, mojados y fríos; mis manos, llenos de llagas; mi cabeza, llena de chichones y heridas dentro del gorro de lana, chorreando agua, y todavía muchas, muchas millas hasta Cabo de Hornos. Cuando miraba el mapa y veía la marquita de mi posición al mediodía y luego miraba al Cabo de Hornos, definitivamente me parecía que nunca iba a llegar…; me parecía que estaba tan lejos.
MÁS Y MÁS ANTÁRTICO
Quería llegar a la latitud 60º cuanto antes. Pasé muy cerca de la isla Marión y Príncipe Eduardo. Las islas Crozet estaban por la proa, nevaba y hacía mucho frío. Conseguí encender la estufa de gas, pero era como una cerilla: podía colocar la mano encima de la estufa. La temperatura del agua había bajado a cero grados y el viento era helador, sobre todo cuando venía del SO. Tenía puesto todo mi equipo antártico: calzoncillos y camiseta térmica encima de la ropa interior normal, camisa de lana, jersey, traje polar de una pieza, otro jersey gordo, dos pares de calcetines de lana dentro de botas forradas de piel, los pantalones de agua gruesos, además del gorro de lana bastante mojado y, por supuesto, guantes de lana. Cuando salía a cubierta, me ponía la chaqueta de agua muy gruesa, otro gorro de lana –que sí estaba mojado– y cambiaba los guantes por unos de neopreno.
Tenía una burda en malas condiciones y el día 8 la brisa bajó a unos 5 a 10 nudos. La mar también bajó lo suficiente como para darme la idea de que podía cambiar la burda de Er.16 A las cinco de la mañana ya estaba en cubierta totalmente preparado: ya había desayunado, ya tenía preparada la guindola, dos pastecas17 dobles, aparejo cuádruple (4×25 metros, suficientemente largo), herramienta, guantes de cuero secos y el nuevo cable que iba a colocar. Nevaba ligeramente, pero esto no interfería con la operación. Al principio todo fue muy bien pero, tan pronto como gané cierta altura, las cosas se empezaron a complicar: al principio la guindola se balanceaba pero, a medida que iba subiendo, los balanceos se convirtieron en estrincones18; para cuando alcancé la tercera cruceta, a unos veinte metros de la cubierta, los estrincones se hicieron muy violentos y me llevaban muy cerca del palo. Inmediatamente, consideré que me era totalmente imposible conectar los terminales trabajando en aquellas condiciones, así que decidí cubrir con cinta todos los cordones rotos de manera que no rasgaran la vela Mayor al rozar contra ella. Mientras me sujetaba al palo con una mano, usando la otra para sacar la cinta de la bolsa, me golpeé el hombro contra el palo. Fue un golpe terrible. Usando las dos manos, rápidamente cogí todos los cordones rotos de la burda, y me di otra vez con el mástil en la espalda. Pude terminar el trabajo justamente antes de que mi cara se estrellara contra el palo. Durante un instante perdí el conocimiento, pero lo recobré con el dolor cuando mi hombro volvió a golpearse. Inmediatamente, decidí que tenía que bajar y lo hice rápidamente. No tenía nada que hacer allí arriba. Cuando llegué a cubierta, me senté un rato. La cara y las cejas sangraban profusamente, casi no podía abrir los ojos. ¡Valiente mierda! Me lavé la cara y arranché toda la quincalla. Después, me miré en el espejo. Tenía un aspecto muy feo: uno de mis ojos ya se estaba hinchando y poniéndose morado, una ceja necesitaba unos puntos y mi labio superior me dolía un montón. Pensé que, si hubiera seguido allá arriba otros cinco minutos más, me podría haber matado. Saqué mi fantástica maleta-botiquín y grapé la ceja lo mejor que pude, me froté el hombro con la crema milagrosa y me puse a considerar la situación. Obviamente, no había calculado las cosas apropiadamente: el movimiento del barco era demasiado violento y yo había creído que era lo suficientemente suave como para arriesgar la subida. Me había engañado. Estando acostumbrado a las grandes olas del océano Antártico, las de hoy no me habían parecido tan grandes; estaba claro que, si las hubiera comparado con el maretón19 del Atlántico, seguro que habría dejado el cambio de burdas para mejor ocasión.
Cuando las cosas se ponían constantes, quiero decir, con un temporal persistente o dando pantocazos20 siempre con la misma cadencia, sin cambios continuos, y no cocinaba, comía, dormía o reparaba algo, entonces sacaba mi libro de francés, pues quería mejorarlo: llevo treinta años intentándolo sin éxito alguno; le había prometido a Phillipe Jeantot, organizador de la regata, que lo hablaría perfectamente a mi llegada a Les Sables d’Olonne. Bien, pues cada vez que abría el libro de francés mis ojos se me ponían pesados como plomos y peleaba por mantenerlos abiertos. Es evidente que el trabajo intelectual no era lo mío en esos momentos.
El día 13 el tiempo se puso muy duro una vez más. Para las 8 de la noche estaba soplando 60 a 65 nudos del SO. Ahí estábamos, bajando olas y planeando a más de veinte nudos. En una ocasión la corredera marcó 26 nudos. Llevaba cuatro rizos en la Mayor y portaba un poco de trinqueta21. Nevaba y granizaba balas, las mares eran enormes y, de repente, oí un continuo tronar desde proa. El palo empezó a retemblar peligrosamente. A cuatro patas fui hacia proa con una linterna muy potente y entre las olas que barrían la cubierta, los rociones y la nieve, pude ver que la parte alta de la Génova22 ligera se había desenrollado y embolsado, y flameaba fuertemente como un potro salvaje. Probé a desenrollar parte de la vela (varias veces) y volverla a enrollar, pero siempre quedaba igual. Era un ejercicio peligroso: cada vez que desenrollaba parte de la Génova se sacudía a muerte, el palo vibraba y retemblaba que daba miedo; así que, después de varias tentativas, probé con la driza del Spinnaker23, arrollándola alrededor de la Génova para, de ésta manera, trincarla. Lo conseguí parcialmente y lo dejé cuando me pareció que ya no arriesgaba todo el aparejo.
«EL CAPITÁN SE HUNDE CON SU BARCO»
Día 18 de enero. Había cenado bien con un cocido de alubia roja, carne mechada y chorizo y, aunque algún que otro pantocazo más fuerte que los demás me levantaba en vilo para dejarme caer con un potente golpe que repercutía en mis riñones, créanme o no, ¡daba cabezadas! De repente, noté u oí que algo sonaba diferente. Me alerté, me incorporé, miré alrededor. Todo parecía normal. ¡No estaba normal! Un sonido sibilante venía de proa. Rápidamente cogí la linterna y me fui a proa. ¡Dios mío! Entraba agua y mucha; el nivel subía rápidamente. El pañol de velas ya tenía sesenta centímetros de agua. Velas, cabos, baldes, todo flotaba. La luz del pañol no funcionaba, se había caído debido a los pantocazos. Fui corriendo a recoger mi poderosa linterna submarina y volví al pañol. La escena era terrorífica…: se veía cómo subía el nivel del agua. Inmediatamente arranqué la bomba diesel, manipulé las válvulas, sumergí el tubo de aspiración de cuatro centímetros de diámetro y comprobé… ¡que no achicaba!… ¡No importaba! Cogí la sierra y corté el tubo de vaciar el tanque de Er. y lo sumergí en el agua, coloqué las válvulas en la posición de vaciado y… sí, ¡ahora sí que bombeaba! Aceleré el diesel a las máximas revoluciones. ¡Gracias, Señor, por esto! Entonces entré en el pañol inundado. El agua estaba congelada y me llegaba a la cintura. Mientras había estado ocupado con el tema del bombeo, el nivel había subido otros treinta centímetros. El agua ya había empezado a pasar a la sección central a través de la escotilla comunicante. Empecé a buscar un agujero, una grieta, alguna abolladura, en fin, lo que fuera, pero estaba muy difícil. El pañol era un revoltijo. Mis piernas y muslos empezaban a quedarse como dormidos y no encontraba nada. ¡El agua seguía subiendo! Bien, pensé, los barcos más próximos a mí son el Cacolac d’Aquitaine, con Yves Parlier a bordo, y Alan Wynne Thomas con su Cardiff Discovery. Estaba como a unas setecientas millas por detrás y podrían tardar unos tres días en alcanzarme. Me fui a popa y apreté el botón de pánico en el Argos24. Enrollé parte de la Génova 2 y dejé que el barco se inclinara hacia Br.25, evitando en lo posible que el agua pasara por la escotilla a la sección central. Calculé que ya tenía dieciséis toneladas de agua abordo. La velocidad se había reducido y grandes olas rompían en la cubierta. Pensé que si no encontraba rápidamente la vía de agua me hundiría irremediablemente.
Siempre podía cerrar la escotilla que comunicaba el pañol de proa con el centro y sólo se llenaría el pañol de velas (de proa); pero, claro, aumentaría el peso del agua dentro del barco hasta unas cuarenta toneladas. Esto haría bajar el barco dentro del agua, sobre todo por la proa, y con el movimiento y las olas rompiendo encima, no aguantaría mucho tiempo. Los mamparos estancos no podrían resistir mucho el fuerte empuje de cuarenta toneladas de agua golpeándolos continuamente. Tres días eran demasiados. Perdería definitivamente el barco y la vida. Eché una ojeada a la balsa salvavidas y pensé que ni siquiera me molestaría en inflarla: la mar a 0º C, el aire a -20º C. ¡No merecía la pena! Decidí que me iría con la nave al estilo tradicional: ¡el capitán se hunde con su barco! La balsa lo único que haría sería prolongar mi vida por un espacio de tiempo muy corto. Después de todo, ahogarse con tu propia embarcación es una muerte digna y sobre todo limpia. Entonces, cuando volvía adentro rápidamente, un curioso pensamiento me vino a la mente: cuando mi pobre esposa Edith se encontrase con conocidas, éstas le darían el pésame; pero, probablemente, alguna añadiría una frase tal como «tu esposo por los menos murió haciendo lo que más le gustaba». No pude dejar de sonreír. Después, ya metido en pensamientos más sobrios, me introduje en la cabina y probé la radio. Por casualidad era la hora de las comunicaciones con Phillipe Jeantot en Les Sables… y su voz se oyó alta y clara. Le expliqué la situación crítica en la que me encontraba y quedamos de acuerdo en que volveríamos a hablar al cabo de dos horas. Después de esto, me volvía a meter en el agua con la linterna; estaba tan fría que todo mi cuerpo se estremeció. No recordaba haber colisionado con algo sólido; tenía que ser otra cosa. Este último pensamiento me dejó paralizado, como muerto. ¡Si yo no había pegado contra algo sólido, tenía que ser otra cosa! En esta sección del barco no había válvulas ni desagües al mar. Entonces mis ojos y la linterna se fijaron en tres cables negros que subían junto al palo desde el fondo del barco para luego pasar por el mamparo y dirigirse hacia la mesa de cartas. ¡Los sensores! Uno era de la temperatura del agua; el otro, la sonda; y el tercero, la corredera. ¡Hostias! Me fui hacia el palo con dificultad, pues ya mis piernas no me querían obedecer, y empecé a tirar de los cables. Uno de ellos vino con facilidad y, colgando de él, el pasacascos26. La arandela de fuera (la parte de la seta) no estaba; se había roto precisamente junto a la arandela. ¡Dios mío! –pensé– ¡me he salvado! Rápidamente me fui a por el bichero de madera –su diámetro es parecido al del pasacascos–, y le corté un trozo de unas cuatro pulgadas. Lo enrollé con cinta para darle el grosor adecuado y volví al palo. El agujero estaba justamente debajo del tanque de agua dulce, de la única agua dulce que me quedaba, pero en ese momento era lo que menos me preocupaba, ¡ya cogería agua del cielo! Tiré el tanque a un lado y ¡allí estaba! Le puse el espiche de madera, lo encajé a golpes de porra y ¡maravilloso!, dejó de entrar agua. Al cabo de un rato el nivel de agua empezaba a bajar. Caminé como pude, frío como un carámbano; temblaba como una caña al viento. Sabía que estaba empezando a sufrir de hipotermia. Cuando llegué a la mesa de cartas, me quité como pude los pantalones impermeables, la ropa polar, la vestimenta interior térmica, los calcetines. Todo chorreaba agua. Encontré ropa semiseca en las bolsas de plástico y me volví a vestir lo más rápido que mis torpes movimientos me lo permitieron. Entonces, mientras la bomba hacía su trabajo, preparé un puchero de sopa, le añadí guisado de un paquete al vacío, muy gordo todo ello, y lo devoré. Pronto, me empecé a sentir de nuevo, me estaba descongelando y comencé a estar mejor. De repente la bomba se paró, aunque todavía quedaban unos 30 o 40 centímetros de agua. Inspeccioné la bomba y vi que un trozo de cabuyería de «kevlar»27 se había metido por el tubo de aspiración y la había parado. Rápidamente, saqué mis herramientas y desmonté la bomba: el cabito se había enrollado alrededor de las paletas de bronce, doblándolas; había partido la chaveta y forzado al motor a pararse…
Para entonces, ya habían pasado dos horas y pude hablar con Phillipe de nuevo. Le informé que el barco ya no se hundiría y que cancelaba la emergencia. Pero no podía informarle si continuaba en regata hasta que no contara las provisiones que me quedaban. El resultado no fue muy alentador: por de pronto, sólo habían sobrevivido a los golpes 25 huevos, ¡un milagro! Saqué y traté de secar todo lo que podía y como podía. Registré debajo de las panas, entre las cuadernas. Calculé que me quedaban unas 85.000 calorías. Considerando que me restaban unos 70 días para llegar a Les Sables, sumando o restando 10 días, además de otros 10 en caso de que rompiera el palo, tenía que calcular para 90 días. Necesitaba un mínimo de mil calorías diarias para mantenerme activo y sano durante ese tiempo, aunque obviamente muy delgado.
Terminé de achicar el barco con la bomba de mano y repuse los tubos que había cortado a su función original, que era llenar y vaciar los tanques de lastre. Mientras achicaba a mano, de vez en cuando me dormía –estaba tan cansado–; pero había que ahorrar gasoil y, tan pronto como me despertaba, continuaba, pues la manivela de la bomba no la soltaba ni dormido. Al cabo de un tiempo, me di cuenta de que el nivel del agua no bajaba como debiera y me llevó un rato dar con una valvulita que dejaba entrar agua del mar –nunca he sabido qué pintaba aquella toma de agua–.
En cubierta encontré algunas averías: dos pastecas de retorno se habían partido, eran las de los rizos; también se habían roto las patas de gallo28; tres mordazas y algunas cosas más de poca importancia.
ADIOS ENERO
Como había recortado tanto mis raciones de comida estaba constantemente hambriento: mi estómago tenía que achicarse. Recoger agua era imposible por el momento: la nieve que caía en la cubierta y en las velas era arrastrada constantemente por las olas que barrían la nave; aun el agua que quedaba en los pliegues formados por los rizos de la Mayor se mezclaba inmediatamente con la de la mar. Tenía que admitirlo, la situación presente no era brillante. Incluso había dejado de calcular la distancia que me quedaba hasta Cabo de Hornos; dejé de pensar en ello y así no existía. Mis pies estaban insensibles por el frío. Cada vez que subía a cubierta tenía que ponerme la fría y mojada chaqueta de agua gruesa, el congelado y mojado gorro de lana, los gélidos guantes de neopreno, cerrar toda la ropa a tope con las cremalleras y velcros y engancharme con el cinturón de seguridad antes de salir de la cabina y cerrar la puerta (tipo frigorífico industrial) detrás de mí; luego, ponerme a gatas, escuchar atento por si venía la típica ola piramidal que sonaba como un tren por encima del rugir de las olas y el aullar del viento: si la oía, rápidamente me agarraba a un punto sólido y a esperar, lleno de ansiedad, al chapuzón en agua heladora cuando el barco se tumbaba o incluso daba la voltereta. Ocasionalmente, la mar me arrancaba dolorosamente de mi agarre y, aguantado solamente por el arnés, venía a parar abruptamente contra el balcón de popa, ya que era el final de la línea de vida.
Me enteré que Bertrand de Broc se retiraba de la regata: tenía problemas con la orza e iba navegando poco a poco hacia Nueva Zelanda. Al mismo tiempo, Alan Wynne Thomas se retiraba también e iba navegando hacia Hobart, Tasmania: tenía siete costillas rotas (dos de ellas en varios sitios), con un pulmón perforado (esto último lo descubrió cuando llegó al hospital). Bertrand, unos días antes, tuvo que coserse la lengua delante de un espejo. Así que, de quince, sólo quedamos nueve en la regata.
30 de enero. Viento otra vez a fuerza 9 del NNE al principio, después del SE; el barco va saltando y dando trompazos, con tres rizos y la trinqueta. De repente, un cambio al NNO, que deja una mar muy incómodo, cruzado, con una ola piramidal de vez en cuando. ¿Cómo puede el viento rolar al revés cuando el barómetro está bajando? ¡Realmente bajando!
30 de enero. Por segunda vez crucé el meridiano de los 180º, así que hoy es sábado de nuevo. ¡Fantástico! ¡Dos sábados consecutivos! Imagínese lo difícil que sería explicarle a un trabajador vasco que Ugarte ha tenido dos sábados seguidos. No me imagino creyéndoselo. Hoy pensé que me había roto la columna vertebral, pero ahora estoy casi feliz. Durante la noche el viento había amainado tanto que pensé que sería el momento de aclarar el estay de proa. Así que, tan pronto amaneció, hacia las tres de la madrugada, allí estaba yo, escalando el estay con un cuchillo entre los dientes, cortando y tirando, arriba y abajo, durante seis horas. Me quedaba un trozo de vela que se negaba a bajar; trepé furioso, muy cansado pero determinado; corté la vela y… ¡la driza que me aguantaba! Caí y pegué contra la cubierta de espaldas: debí caer unos cinco metros. Allí me quedé tumbado por largo tiempo, sin poder moverme, apretando en la mano el trozo de vela que había rehusado bajar. Después de lo que parecía una eternidad, con algún golpe de mar que otro pasándome por encima, probé a mover los dedos y ¡se movieron! Ya no me moriría allí tumbado, congelado y mirando al cielo. Pensé, ¡vaya, no me he roto la columna! Empecé a moverme despacito con un dolor espantoso que me dejaba sin aliento y medio mareado; poco a poco me fui arrastrando hasta la bañera y me quedé allí tumbado esperando recobrar el aliento, no sé cuánto tiempo, pero no demasiado pues me estaba quedando frío. Luego, poco a poco, me metí en la cabina, conseguí sacar el botiquín, me di la crema contra los golpes y «Reflex»29, me vestí como pude y me quedé tumbado contra el mamparo, sostenido y cubierto por dos mantas. Me dormí un ratito y, cuando tuve fuerzas, me levanté sintiéndome mejor y me preparé un desayuno abundante, incluido un pote de té bien caliente, y me volví a tumbar a esperar, procurando mantenerme caliente.
Dos horas más tarde ya estaba empujando la nueva Génova 1 por la escotilla de proa. Me llevó una hora izarla en su perfil y trimarla30 en las condiciones bonancibles que imperaban en ese momento. Debería de haber izado el Genaker31; pero no me sentí con la fuerza necesaria, ya que la espalda de vez en cuando me daba unos dolores muy agudos.
CUARTO DESASTRE
5 de febrero. Hoy ha ocurrido mi cuarto desastre. El primero fue en Finisterre, donde perdí 75 litros de gasoil. El segundo fue la total destrucción de la Génova ligera. El tercero fue la pérdida del pasacascos, que por poco me hunde el barco. Y, hoy, me ha ocurrido el cuarto: al principio de la tarde la vela Mayor se ha partido en dos y ha caído como un trueno en la cubierta. No podía creer lo que estaba viendo. En ese momento soplaban 45 nudos del NNO. Un trozo de vela se mantenía por arriba cerca de las crucetas superiores y el resto estaba gualdrapeando por la cubierta y encima de la botavara. Lo único que mantenía los dos trozos juntos era un cabito, obviamente el apagapenoles. Jurando como un loco, despacio, cobrando del apagapenoles y lascando la driza, fui arriando la parte alta de la vela. La parte alta era como de unos cinco metros en el gratil y la tela estaba totalmente destruida: la podía rasgar con las manos y eso que era «spectra»32. Trinqué el resto de la vela a la botavara –para entonces ya era de noche– y me fui abajo a meditar mis posibilidades. Pensé que tenía dos opciones: una era, usando varios sables33 juntos, convertirlos en el pico de una Mayor de cangreja, y la otra posibilidad era largar la mayor, salvando todos los carros, sables, etc., y convertir la Génova 2 de respeto en una mayor. La última solución era la más laboriosa: me llevaría mucho tiempo, pues tendría que hacer todos los hollados para coser los carros34 y las pastecas de los rizos, además de guarnir las fundas para los sables, etc. La primera opción era definitivamente la mejor. Preparé todos los parches, la bolsa de costura y quedé preparado para empezar al día siguiente al amanecer. Para las cuatro de la mañana ya estaba empezando. El viento había disminuido a fuerza 3. Arrollé la parte superior de la vela alrededor de los sables, la cosí y preparé cinco trozos de cabo a la driza de la Mayor con el pico. Trabajé hasta la noche. Estaba helado; tenía las manos medio congeladas. Algunas veces, mientras trabajaba encima de la botavara, me caía y una de esas veces me fui de cabeza. Suerte que llevaba el gorro de lana grueso además de la capucha de la chaqueta de agua. Al día siguiente, ya estaba otra vez recosiendo y reforzándolo todo. Me dolía el cuello pero yo…, «erre que erre». Tuve que subirme a la botavara y bajarme un montón de veces. El viento se mantenía en unos 25 nudos del NNO y yo continuaba, rompiendo agujas, rompiendo el reempujo35 y rompiéndome las manos. Icé la Mayor hasta el segundo rizo y media hora más tarde tuve que arriarla: se estaba rompiendo cerca del pico. Apareció toda clase de desgarros. Cosí y volví a coser. La vela me tiró de la botavara a la cubierta y allí me quedé sintiéndome medio muerto. Al cabo de un rato, me levanté como pude y volví a la botavara a seguir cosiendo y, de esta manera, transcurrieron tres días. Al final, se veía con mejor aspecto la vela; aunque no sentía las manos y el cuello me dolía mucho. Me caí de la botavara de cabeza una segunda vez. ¡Dios mío, debía de tener la mollera muy dura!
8 de febrero. Mi posición actual es 56º 20 S y 125º 49º O. No estoy lejos de la zona donde John Martin36 colisionó con un «growler»37 y finalmente se hundió, quedándose sin su Allied Bank. Bertie Reed, a bordo del Grinnaker, lo recogió. También en esta zona, Poupon ha dicho que ha visto algunos icebergs. Yo, desde luego, no he visto ninguno.
12 de febrero. Los días 10 y 11 se me pasaron; estuve muy ocupado con mi último desastre. El viento fuerte llegó pero no duró mucho. Después, roló al Sur y moderó. Desenrollé la Génova 1 y volví a izar la Mayor todo lo que pude. Salí a cubierta y decidí trasluchar. Empecé a enrollar la Génova, pero llegó un momento en que rehusó. Fui a comprobar lo que pasaba y vi que el apagapenoles se había enganchado en un trocito de metal que se había quedado sujeto a la primera cruceta, donde había estado la antena del radar, y que desde abajo no se veía. Parecía imposible que ocurriera algo así. Empecé a tratar de desengancharlo en el instante en que llegó un fuerte chubasco, con granizo y fuerte viento, y la Génova se rasgo desde la caída hasta el gratil. Me entró una furia malsana, ¡qué había hecho yo para merecerlo! ¡Ya era más que bastante! Juré y blasfemé durante largo tiempo; tenía que sacar mi furia de dentro. Tenía que arriar la vela sin ocasionar mas averías y lo conseguí. Entonces, escalé el palo con rabia, gritando de dolor cada vez que me golpeaba con él. Arranqué aquella miserable pieza del radar y la tiré con una palabrota obscena; bajé a cubierta para darme cuenta de que las dos cintas cosidas en la vela mayor, que aguantaban los dos grilletes que eran parte del pico de fortuna38 y servían para sujetar la driza al pico, se habían soltado. Ésta era la segunda vez. Arrié la vela de nuevo y la cosí con cordón (no usé hilo). Entretanto, ya se había hecho de noche y terminé el trabajo con una linterna de minero sujeta a la cabeza. Sinceramente, tuve la esperanza de que esta vez se mantuvieran. Terminé congelado de frío y muy hambriento. Calenté una lata de cocido que me devolvió a la vida. Antes de sentarme ante la mesa de cartas con un tazón de té humeante, con aroma a fresa, eché un vistazo fuera y vi que la botavara se había bajado y estaba planeando sobre el agua con los balanceos. Cogí la linterna y salí afuera para encontrarme con que la pasteca del segundo rizo se había partido en dos, una pasteca muy fuerte y muy cara. Metí la botavara a bordo, arrié la vela, luché con el grillete para poner otra pasteca, pasé el cabo del rizo y volví a izar la vela, la trimé adecuadamente, me mojé copiosamente durante el proceso y pasó una hora antes de que pudiera recalentar el té y sentarme de nuevo ante la mesa de cartas medio muerto.
CABO DE HORNOS Y ATLÁNTICO SUR
19 de febrero. ¡Sí, señor, por fin lo conseguí: he pasado el Cabo de Hornos a las 5.45 minutos de la mañana…! En ese momento estaba al sur verdadero del cabo, a una distancia de 23 millas… Ha sido una noche de perros, con el viento cambiando de dirección continuamente entre el Oeste y el Sur, manteniendo su fuerza entre 40 y 50 nudos. Después, cambié de rumbo al NE. ¡Fantástico! Llevaba tres rizos en la Mayor y la Génova 2. Entonces vi un barco grande de pasajeros. Hablamos por la radio VHF. Volvía de la península Antártica y estaba lleno de turistas franceses (¡siempre los franceses!). Vi cientos de cámaras y videocámaras apuntándome. La gente, detrás de los cristales, me saludó cuando pasó camino de Ushuaia. La visión del barco no me hizo feliz. Era el primer navío que veía en muchas semanas, desde el Atlántico, y ¡tenía que estar allí, justamente al sur del cabo! Yo no quería compartirlo con nadie. Hoy el Cabo de Hornos tenía que haber sido exclusivamente mío. Hoy nadie tenía derecho a estar a la vista; me sentí ligeramente desilusionado.
Tengo una historia, no carente de cierta gracia. Mi patrocinador había enviado un fotógrafo para filmar mi paso por el cabo y, por cortesía del Gobierno argentino, el hombre venía a mi encuentro en un barco de la Marina de Guerra argentina. Bien, el barco lo intentó pero no lo consiguió. El tiempo hay que reconocer que era atroz. El buque, según venía en mi dirección, con rumbo de encuentro, tuvo una gran avería en su motor principal. Luego, me enteré de que los otros competidores tampoco tuvieron mejor suerte con el tema de las fotografías a su paso por allí. De todas maneras, conseguí hablar con el fotógrafo, de nombre Joserra, por el VHF, el cual me dio una noticia fantástica: mi segunda hija, Luisa, estaba encinta del que sería mi tercer nieto. Mi segundo nieto nació mientras yo hacía la BOC Challenge39 y me encontraba al sur de la islas Kerguelen. Ese mismo día, buscando algo en el pik de proa40, me topé con ¡una caja de botellas de vino tinto! Estaba enterrada entre sacos de velas y cabuyería. Alguien la puso allí y se le olvidó decírmelo. La mala noticia era que todas las botellas estaban rotas menos dos; no había mas que un montón de cristales y cartón mojado de vino. Aquel día mi cena fue memorable…
He cruzado el Atlántico Norte en solitario siete veces y dos más con tripulación. He participado en dos AZAB41, una BOC Challenge alrededor del mundo en solitario; pero, queridos amigos, esta regata no tiene rival, es demasiado inhumana, y esto lo digo ahora cuando las cosas van corrigiéndose día a día, en el camino hacia casa y con la mar mejorando continuamente…
Meses después, en casa, y porque sentí incomodidad en la ingle izquierda, un médico me examinó. Me sacó rayos X y me dijo que tenía la pelvis con fisuras y basculada; las fisuras se habían soldado, pero la pelvis probablemente no volvería a su posición normal nunca… Lo ha hecho.
José Luis de Ugarte