La variada odisea de la goleta Idus de Marzo
Javier Babé
Hace 20 años, estando en el último quinto del pasado siglo, en el anterior milenio, el gran público apenas tenía información sobre la Antártida. De hecho, en los programas de bachillerato de los que nacimos a mediados de centuria, la Antártida sólo era una vaga referencia a hielos del Polo Sur, negándosele así el «estatus» de continente. Entonces, nos aprendíamos de «carrerilla» los otros cinco continentes y nos enseñaban a relegar al olvido el único entre los seis continentes que no estaba habitado por el hombre. Sólo la prepotencia del ser humano con su concepto de «Rey de la Creación» podría dar explicación a semejante tara educativa: «Si allí no estamos, no vale la pena interesarse». Una gran mayoría de niños y jóvenes de aquella época incluso tenían (teníamos) la idea de que se limitaba –al igual que sus antípodas del casquete polar Ártico– a ser simplemente mar congelado, algo carente de importancia estratégica en todos los sentidos. Hoy en día, transcurridos veinte años desde la «Primera Expedición Española a la Antártida», realizada en la goleta de tres palos Idus de Marzo1, la Antártida ha ganado su más que merecido estatus de continente y la gran mayoría de la población está informada de la enorme importancia estratégica, geopolítica, medioambiental y económica que estos trece millones de kilómetros cuadrados de tierra cubierta por una capa de hielo, que en algunos lugares llega a tener cuatro kilómetros de espesor, representan para la humanidad.
GESTÁNDOSE UNA AVENTURA
La aventura de la Idus de Marzo tiene mucho que ver con esta popularización del conocimiento sobre la Antártida. Ha pasado el tiempo suficiente para poder reconocer, sin falsas modestias, que el objetivo principal de aquella expedición se cumplió en toda su extensión e incluso superó las expectativas iniciales. La aparición de la expedición en los medios de comunicación, prensa, radio y sobre todo televisión, incluyendo la serie «Españoles en la Antártida» donde se narra esta aventura austral, supuso que la mitad de la población del país, unos veinte millones, tuvieran conocimiento del evento.
La carga de aventura y romanticismo que proporciona la utilización de un barco de vela en una expedición a los hielos del Gran Sur genera un atractivo para los medios de comunicación, y para el público en general, que sería imposible alcanzar utilizando un buque estándar.
Esta expedición, realizada con las limitaciones propias de un escaso presupuesto procedente de bolsillos privados, sin contar con la más mínima ayuda económica de estamento oficial alguno, fue el fulminante que inició la reacción en cadena que desembocó en un ambicioso Plan Antártico Español (PAE).
Otros objetivos no salieron tan bien parados. Condiciones adversas, creadas bien por la naturaleza, bien por la estrechez de miras predominante en los organismos oficiales, limitaron el éxito del programa científico y de relación con el Tratado Antártico. Pero todo esto puede considerarse irrelevante respecto al logro final.
LA ASOCIACIÓN ESPAÑOLES EN LA ANTÁRTIDA
La Asociación Españoles en la Antártida, impulsada y presidida por el empresario Guillermo Cryns, llegó a un acuerdo de colaboración con Goletas de Turismo, S. A., pequeña empresa armadora de la goleta Idus de Marzo, para efectuar a bordo de la misma la que se denominó «Primera Expedición Española a la Antártida».
Los armadores, Santiago M. Cañedo y Javier Babé, movidos principalmente por el atractivo de la aventura en sí, aceptaron el compromiso en lo que podría calificarse como un «joint-venture»2, ya que la aportación económica de la Asociación, aunque importante, era insuficiente para cubrir los gastos totales de la expedición, por lo cual los armadores pasaban a ser copatrocinadores.
Estando por aquellas fechas la clase política inmersa en la lucha electoral de octubre-82, no dedicaron la más mínima atención a las ayudas solicitadas para el proyecto. Ni tirios ni troyanos perdieron un minuto de su precioso tiempo con el tema.
Por otra parte, S. M. el rey D. Juan Carlos I nos honró admitiendo la Presidencia de Honor de la expedición, convirtiéndose así en la única persona del mundo de las instituciones que mostró interés en la expedición.
LA «IDUS» NAVEGA HACIA EL SUR
El día 15 de diciembre de 1982, con más de dos meses de retraso debido a problemas administrativos, la Idus de Marzo zarpaba del puerto asturiano de Candás. Este municipio había acogido el proyecto con gran interés desde el principio, y organizó una emotiva despedida popular en la que los niños y jóvenes, libres de sus clases, fueron partícipes importantes.
A bordo viajaban como tripulantes: Javier Babé (capitán), Santiago M. Cañedo (primer oficial), Sotero Gutiérrez (jefe de máquinas), Xurxo Gómez (contramaestre), Josu Otazúa (cocinero), Fernando Cayuela (marinero), José María Garcés (marinero) y Diego Garcés (marinero). Como expedicionarios: Alfonso Jordana, periodista, jefe del gabinete de prensa de la Asociación, y los biólogos del Centro de Investigaciones Acuáticas de Asturias Alberto Vizcaíno y J. Antonio Martín.
Saliendo de Candás, el Cantábrico hizo una demostración del mal humor que puede tener en invierno. Recibió a la Idus de Marzo con un fuerte temporal del oeste, que por lo menos sirvió para comprobar que el barco aguantaba muy bien los malos tiempos. En algo menos de dos días entraba en Vigo (Pontevedra) cuando todavía la flota pesquera se encontraba de arribada forzosa.
El mismo día 17 de diciembre, después de una corta escala de aprovisionamiento, se efectuó la salida hacia Canarias.
Por primera vez se pudo dar trapo y navegar a vela. Se tuvo la suerte de tener vientos relativamente fuertes, sobre 30/35 nudos, que permitieron comprobar la solidez del aparejo al mantener todo el trapo arriba, con la filosofía de que, si algo tenía que romper, mejor antes de las Canarias. En este viaje se llegaron a alcanzar velocidades de 13 y 14 nudos, lo cual era más que satisfactorio para un barco de crucero.
El día 24 se entraba en Las Palmas para aprovisionar y cargar los equipos y material científico. El día 29 se efectuó una rápida visita de cortesía al puerto de Santa Cruz de Tenerife, zarpando hacia el Sur al día siguiente.
PUNTA ARENAS
La navegación hacia el Sur iba llevándonos hacia un cambio climático que anticipaba lo que nos esperaba por delante. Atrás quedaron la luminosidad tropical y las suaves temperaturas del final del verano de Mar de Plata. Con cielos grises y tristones y un mar plomizo de frío aspecto pasamos hacia el Sur «los cuarenta rugientes» y a continuación «los cincuenta ululantes»3, sin que en esta ocasión justificaran su mala fama. Se fueron sacando las ropas de abrigo, que ya para las guardias de noche comenzaban a ser indispensables.
Estando ya cercanos a la entrada del Estrecho de Magallanes, el día 16 recibimos por radio un mazazo: el Instituto Español de Oceanografía (IEO) decidía la suspensión del programa científico. La moral se nos cayó al suelo. No nos lo podíamos creer; tenía que tratarse de una broma de mal gusto. Pero desgraciadamente no era así: al final había prevalecido la mediocridad y la exagerada aversión a cualquier riesgo de los organismos públicos.
Nos preguntamos qué es lo que iba a pasar, y Santiago y yo, como armadores, tomamos la firme decisión de culminar nuestro viaje a la Antártida… «aunque vayamos nosotros solos comiendo bocadillos». Estábamos ya demasiado involucrados, tanto a nivel personal como económico, para que hubiera marcha atrás. Esperamos que Guillermo Cryns, patrocinador mayoritario de la expedición, ante tan mala noticia decidiera no retirarse. Nos comunicamos inmediatamente por radio-conferencia con él, y sentimos gran alivio al escucharle decir con toda rotundidad que continuaba y que se ponía a formar un equipo nuevo de expedicionarios como sustitución al del IEO.
Superamos la crisis, la expedición se realizaría, de una forma u otra; aunque fuera muy lamentable que ya no sirviera como expedición oficial ante el Tratado Antártico…
El día 20 de febrero entramos en el puerto de Punta Arenas. Aquí esperaríamos a Guillermo Cryns junto al recién formado equipo expedicionario, formado por las siguientes once personas:
• Joaquín Mariño y Guillermo Díaz, biólogos. Ambos pertenecientes al IEO. Estaban en el equipo científico y solicitaron participar a nivel personal cuando el programa fue cancelado. Aunque de forma extraoficial, pueden ser considerados observadores del IEO.
• Vicente Manglano, médico. Tendrá a su cargo la sanidad de los expedicionarios y desarrollará pruebas de supervivencia.
• Fernando Rodríguez, naturalista especializado en Ornitología.
• Félix Sorli, mantenimiento de equipos y reparaciones; alpinista.
• Jaime Ribes, observador del Ejército de Tierra.
• Juan Carlos Tuñón, observador de la Marina de Guerra.
• José Castedo, Antonio Guerra y Ángel Villarías, productores del material audiovisual.
• Guillermo Cryns, presidente de la Asociación Españoles en la Antártida, patrocinador y jefe de expedición.
El día 26 de febrero, después de haber aprovisionado y ultimado detalles, se zarpó hacia Puerto Williams, la población más meridional del planeta, asentada en la Tierra del Fuego chilena. Un total de 23 personas, entre tripulantes y expedicionarios, viajaban hacia los hielos del Sur en la goleta Idus de Marzo…
PUERTO WILLIAMS
La travesía por los canales de la Tierra del Fuego nos pareció a todos algo excepcional. Altas montañas de cumbres nevadas, vegetación tan tupida que parece impenetrable, recogidas caletas en donde la superficie del agua es un espejo, majestuosos glaciares, etc. En su conjunto, un maravilloso paisaje sin indicios de la presencia humana; sólo naturaleza, posiblemente sin grandes variaciones de lo que hace cinco siglos encontraron Magallanes y su tripulación. Respecto a la navegación, las fuertes corrientes, los vientos canalizados que bajan por los valles o los frecuentes «willy-goes» (pequeños tornados de gran intensidad), los cambios climatológicos instantáneos, obligan a una atención permanente. Como gran ventaja se puede contar con una mar perfectamente llana en los canales; aun cuando los furiosos vientos convierten el agua en una superficie blanca, no llega a formarse oleaje.
Hacemos nuestra entrada en Puerto Williams el 27 de febrero. En este pequeño fondeadero, ya en plena naturaleza fueguina, disfrutamos de una corta escala. A la mañana siguiente zarpamos ya definitivamente hacia los hielos.
CABO DE HORNOS Y PASO DE DRAKE
La Idus de Marzo fue dejando por la popa la última tierra habitada del continente americano y, según sobrepasábamos las islas Lennox, Nueva y Picton (en eterno litigio entre Argentina y Chile), la placidez de la mar llana del canal de Beagle iba dando paso a un fuerte oleaje que nos indicaba la entrada a mar abierto donde el Pacífico y el Atlántico se funden en una zona considerada por los marinos de todos los tiempos –y no sin razón– como la más peligrosa del Globo para la navegación.
Arrumbados casi al Sur, con un viento que no superaba los treinta nudos y una larga mar tendida que poco molestaba, dejamos al Oeste, por nuestro estribor, el temido cabo de Hornos. Con la visibilidad reducida por una ligera bruma, las quince millas a las que pasamos fueron excesivas para que pudiésemos ver la legendaria roca. Aunque el viento y la mar aumentaron, estábamos muy lejos de las duras condiciones que se toman por habituales al paso del cabo de Hornos.
Navegábamos ya en el paso de Drake que, con una anchura de unas seiscientas millas entre el cabo de Hornos y la Península Antártica, forma el cuello de botella donde los vientos y las corrientes que continuamente circunvalan el continente antártico en sentido dextrógiro se aceleran hasta formar temporales de una violencia increíble. Estas condiciones siempre han supuesto la gran dificultad con la que han tenido que luchar los buques de vela que pretendían doblar Hornos hacia el Oeste; es decir, del Atlántico al Pacífico, no siendo extraño que en muchas ocasiones algunos hayan necesitado más de dos meses para lograrlo, e incluso desistir y, poniéndose en popa, hacer el viaje por la ruta mucho más larga del cabo de Buena Esperanza.
La otra opción, el paso por el estrecho de Magallanes, también era problemática: la escasa o nula capacidad de maniobra a vela en los angostos canales, las encalmadas, los vientos contrarios y racheados o las traicioneras corrientes hacían que muchos capitanes prefiriesen aventurarse por la mar abierta.
Navegábamos hacia el Sur en condiciones que podían considerarse razonablemente buenas; pero, aún así, la gran mayoría de los expedicionarios embarcados en Punta Arenas sufrieron los efectos del mareo. No cabe duda que Hornos y Drake suponían un plato muy fuerte para aquéllos que nunca había navegado, o estaban deshabituados a esos mares.
Nuestra mayor preocupación eran los hielos flotantes; pero no los icebergs que, con su gran altura y volumen, son fáciles de ver y evitar, sino los trozos más pequeños, generalmente desprendidos al colapsarse o romperse los anteriores, conocidos en el argot de la navegación polar como «growlers». Éstos, aunque apenas asoman a la superficie, pueden ser de varios cientos de toneladas y su gran peligrosidad radica en la dificultad para localizarlos, tanto a simple vista como con el radar, especialmente en condiciones de mar y viento fuertes, ya que son fácilmente confundibles con la espuma de los rompientes.
Además de la atenta vigía, navegábamos con trapo reducido para mantener una velocidad relativamente baja. Aunque el casco de acero de la «Idus» y sus siete compartimentos estancos daban cierta tranquilidad, una colisión contra el hielo sería mucho menos dañina a baja velocidad.
Por el paralelo 60º ya comenzamos a avistar continuamente hielos flotantes e icebergs de gran tamaño que llevaban a sotavento una cola de pedazos sueltos de varios tamaños. También en esta latitud comenzamos a tener temperaturas por debajo de los cero grados.
Estando ya en fechas próximas al equinoccio del otoño austral, los días comenzaban a acortarse. Los largos ocasos empezaban como una glauca luminiscencia, que iba lentamente convirtiéndose en una penumbra y que parecía no querer llegar a convertirse en noche. Junto con la total soledad de esos mares vacíos, esto creaba una sensación de irrealidad de difícil explicación. No era extraño sentirse involuntariamente caer en fantasías oníricas, como si ensoñados navegáramos por otro mundo, en mares nunca anteriormente surcados. Pero nuestra realidad no tardaba en imponerse, exigiendo que nos mantuviésemos en el mundo vigilante, plenamente ocupados en contrarrestar nuestra casi nula experiencia en estos mares helados, con una total dedicación a la navegación.
Las ventiscas de nieve comenzaron a ser frecuentes y esto dificultaba en grado sumo la vigía de hielos, especialmente en las tres o cuatro horas de máxima oscuridad, donde por mucho que se escudriñase sería imposible visualizar un «growler». La vigilancia en el radar era continua y, aunque tampoco sería fácil el distinguir en la pantalla el eco de un hielo pequeño, sí servía para captar los grandes témpanos con su peligrosa «cola». Poco a poco fuimos habituándonos a convivir con este riesgo, aliviando así en parte la tensión de los primeros días.
Solamente habíamos avistado dos barcos, y esto fue poco después de la salida de Puerto Williams. Eran navíos de la Marina chilena y se quedaron muy asombrados (y posiblemente preocupados) cuando por radio les comunicábamos nuestro destino. Regresaban a sus bases considerando ya pasada la estación en que la navegación para buques no específicamente polares era considerada aceptable. Costaba trabajo no entrever un toque agorero, o una especie de advertencia, en ese intercambio de palabras por radio.
De vez en cuando recordábamos este detalle, y no era de extrañar que muchos de nosotros en algún momento nos preguntásemos «qué se nos había perdido por estos mares». Pero la atracción de la aventura era demasiado fuerte como para que existiese el más mínimo atisbo de arrepentimiento.
GREENWICH, RECALADA EN LA ANTÁRTIDA
En la tarde del día 4 de marzo, recalábamos a las islas Shetland del Sur. Estábamos en la Antártida. Pasamos por el estrecho de Nelson, entre la isla de este mismo nombre y la de Robert. El paisaje, a pesar del cielo cubierto y la casi constante ventisca de nieve, era de una belleza sobrecogedora. Témpanos de caprichosas formas se veían por doquier y el archipiélago mostraba sus costas de inaccesibles acantilados helados. De vez en cuando, la negra roca desnuda recordaba que bajo esa inmensidad blanca había una tierra. La mar de fondo que por cinco días nos había castigado, e iba disminuyendo según nos aproximábamos a las islas, desapareció completamente una vez internados en el canal, quedando sólo una pequeña ola corta formada por el viento, que en algunas rachas era bastante fuerte.
Ya en la parte sur del canal Nelson, en vista de que no era posible llegar a Isla Decepción con luz y tampoco nos parecía muy prudente pasar esa primera noche navegando por unas aguas que se nos antojaban repletas de hielos a la deriva, decidimos entrar en Caleta Yankee: una bahía en el suroeste de la cercana isla de Greenwich y que aparentemente ofrecía una buena protección del viento del nordeste, el cual paulatinamente había ido en aumento hasta alcanzar fuerza entre 6 y 7.
Entramos en la bahía por una bocana muy restringida en su anchura por un témpano varado; pero, una vez dentro, la protección era casi total. Para encontrar un fondo lo suficientemente poco profundo como para quedar anclados con seguridad, teniendo en cuenta nuestra limitada longitud de cadena, tuvimos que acercarnos mucho a la costa, al pie de un soberbio acantilado de hielo.
Sabíamos teóricamente en qué consistía el fenómeno meteorológico conocido como efecto «fohën»4, o viento catabático. En muchas ocasiones, estudiando las peculiaridades de la navegación polar, nos había sido descrito en diversos textos; pero siempre nos daba la impresión de pertenecer al género de los fenómenos poco probables. Nada más erróneo.
Para la Idus de Marzo supuso la primera experiencia y quizás la más preocupante de lo problemática que podía llegar a ser la navegación entre hielos. Y para que la lección se aprendiera pronto, ocurrió justo el mismo día de su llegada a la Antártida.
Fondeados como estábamos, la tranquilidad del surgidero se convirtió en escasos minutos en un infierno. Se pasó de calma total a vientos que estimamos muy por encima de los cien nudos. Las anclas, incapaces de aguantar el barco, comenzaron a garrear, derivando peligrosamente hacia la costa. El molinete de anclas no podía con la tensión de las cadenas y, por otra parte, tampoco había tiempo para virarlas. En cubierta era difícil mantenerse sin ser arrastrado por el viento; abrir los ojos era casi imposible. Con los dos motores a toda potencia, arrastrando las cadenas, ciegos por el agua, que desprendida de la superficie nos golpeaba como si de materia sólida se tratara, dando las órdenes al timonel gritando con todas las fuerzas en su oído, sin que apenas pudiera entender las palabras, tratábamos de evitar la cercana costa. Con los motores a punto de reventar para conseguir gobierno, buscábamos desesperadamente la angosta salida de la bahía. El movimiento superficial del agua creaba una distorsión de falsos ecos que hacían del radar un instrumento prácticamente inútil, y el ecosonda, también distorsionado por el hervor del agua, nos dibujaba un irregular fondo que, en muchas ocasiones, rozaba peligrosamente la quilla. En un momento dado pudimos reconocer el témpano que varado semicerraba la bocana; fue lo que necesitábamos, aproamos a él y, sorteándolo por pocos metros a nuestro estribor, nos vimos en aguas libres, ya lejos del efecto fohën, con un viento 6 o 7 que nos parecía una ventolina veraniega.
Nos habíamos librado por poco y, sobre todo, aprendimos la lección. Este fenómeno ocurre cuando una masa de aire en la cima de una montaña o de un acantilado, más fría, y por lo tanto más densa que las que tiene alrededor, comienza a desprenderse en un efecto «bola de nieve»: según va bajando, se va encontrando con aire más cálido o, lo que es lo mismo, menos denso, con lo cual va adquiriendo una aceleración continua hasta llegar a «estrellarse» contra el suelo, en este caso la superficie de la bahía. La intensidad del viento puede llegar a ser enorme, como en nuestro caso, y la duración no suele superar los 15 o 20 minutos. Nosotros no contabilizamos el tiempo; pero puedo asegurar que se nos hizo mucho más largo de lo que hubiésemos deseado.
Como experiencia, una vez que se pueda contar, es de lo más interesante y didáctico. No creo que volviésemos a caer en una trampa como ésa.
ISLA DECEPCIÓN
La dramática salida de Bahía Yankee se había hecho con la última luz del día, así que dimos rumbo a Isla Decepción con trapo muy reducido. No quedaba otro remedio que pasar las horas de oscuridad navegando, cosa que por otro lado ya no nos parecía tan preocupante después del susto de la ratonera. Continuaba el viento frescachón, promediando fuerza 7, pero la mar estaba bastante buena. Navegábamos al socaire de las Shetland del Sur que nos protegían de la mar de fondo del Drake. Se pusieron vigías a proa equipados con un walkie-talkie para que comunicaran a la guardia, en la zona de gobierno a popa, la presencia de hielos. Tarea ingrata ésa de escudriñar la oscuridad desde el botalón, la parte más expuesta del barco, con la nieve cegando los ojos, recibiendo periódicos rociones de agua helada y con una temperatura de varios grados bajo cero, suficientes para que, considerando el factor de enfriamiento ocasionado por el viento, quedasen hasta los tripulantes más resistentes al frío ateridos en guardias que no sobrepasaban la media hora.
Por suerte nuestros temores iniciales no se cumplieron, nos encontrábamos en una zona aparentemente libre de hielos y, salvo algún que otro gran témpano que localizábamos con el radar, no había rastro de nuestros auténticos enemigos, los «growlers».
Pasada lo que nos pareció una interminable noche, recalábamos en el volcán semisumergido que es Isla Decepción. La bocana que da paso a la Bahía Foster, en realidad el cráter del volcán, es una rotura en el anillo del mismo, conocida como los «Fuelles de Neptuno», farallones verticales de negra piedra volcánica que, como su nombre indica, forman una especie de puerta natural siempre abierta a los vientos del océano, donde por efecto «Venturi»5, éstos se aceleran de forma espectacular.
A la incierta luz de un amanecer que no parecía poder vencer las negras nubes, con la ventisca de nieve y el viento aullando en los Fuelles de Neptuno, el paisaje se convertía en un escenario lóbrego y siniestro, pero al mismo tiempo de una belleza salvaje y sobrecogedora.
Una vez dentro del cráter, ya muy protegidos del viento, fondeamos en Caleta Balleneros. Todos estábamos ansiosos por pisar tierra antártica y, manteniendo siempre un retén a bordo, expedicionarios y tripulantes fueron bajando a tierra. Cada uno fue centrándose en su especialidad: observación de fauna, toma de muestras, fotografía, etc. Ensimismados en la belleza de este paisaje, ya nadie se acordaba de la dureza del viaje.
Esta isla contó con bases chilenas, argentinas e inglesas, al igual que sirvió de puerto ballenero a principios del siglo XX; pero en 1967 una erupción del cráter sumergido dañó las instalaciones, que fueron abandonadas.
A última hora de la tarde el viento comenzó a aumentar hasta adquirir fuerza de temporal. El fondo de ceniza de lava no era lo suficientemente compacto para que nuestras anclas agarraran de manera firme, así que nos vimos obligados a virar ancla y mantenernos a la capa.
Estuvimos dos largos días capeando vientos por encima de fuerza 8, confinados en el cráter, ganado barlovento a motor y dejándonos caer a sotavento, con las trinquetas rizadas6. Estábamos pagando muy caro el no haber previsto un sistema de fondeo, por complicado que fuese, que nos sirviese para las grandes profundidades de estas costas de origen volcánico y de sus fondos poco consistentes formados por cenizas de lava. Nuestro mayor problema, de momento, consistía en nuestra escasa reserva de combustible, ya muy diezmada por estos dos días de capa dentro de Bahía Foster.
VISITANDO BASES POLARES
Una vez mejorado el tiempo, salimos de Decepción y nos dirigimos de nuevo a la isla de Greenwich, llegando a la base chilena Arturo Prat. Allí fuimos amablemente recibidos por la dotación de la misma, amabilidad que, a partir de entonces, se repetiría en cuanta base visitásemos, ajena a cualquier rivalidad o diferencia política. En este aspecto la Antártida se nos revelaba como un mundo de camaradería, que podría servir de ejemplo como comportamiento general de la humanidad.
Efectuando una laboriosa operación consistente en remolcar bidones de doscientos litros con las embarcaciones auxiliares por medio del «brush» (hielo roto, en el argot polar), nos reabastecimos parcialmente de combustible.
Durante cuatro días la «Idus» se dedicó a recorrer los alrededores, llevando a los expedicionarios a puntos de interés, tales como pingüineras o loberas. En estos días ya habíamos podido encontrar muestras de la mayoría de las especies de la fauna antártica.
El tiempo era muy variable, con momentos de cielos despejados, viento en calma y tal limpidez en la atmósfera que era posible ver tierras a distancias de más de sesenta millas. Estas agradables condiciones podían cambiar, en cuestión de minutos y sin previo aviso, en fuertes vientos, nevadas y descensos brusquísimos de la temperatura. Cualquier marcha por tierra, aun en las mejores condiciones, exigía una gran previsión. Volver a la seguridad del campamento en medio de una imprevista y cegadora ventisca, caminado sobre una blanca superficie sin referencias, podía llegar a ser algo difícil de realizar si no se estaba bien equipado.
El día 11 llegamos a la isla Rey Jorge, y visitamos la base rusa Bellinghausen y la chilena Teniente Marsh.
Hacía ya tiempo que los tanques de agua dulce de la «Idus» se habían agotado y nuestra planta potabilizadora de ósmosis inversa no era capaz de producirla, debido a la alta densidad del agua de mar a tan baja temperatura. Hubo incluso que recurrir a fundir hielo para poder cocinar. Una ducha de agua caliente pasó a ser un lujo olvidado.
El día 13, visitamos la base argentina Teniente Jubany; nos invitaron a la típica parrillada de la tierra, cocinada al aire libre en un día perfecto de sol y calma, con una agradable temperatura (sobre 2 grados) que, a estas alturas, ya «antartizados», soportábamos en mangas de camisa. Por la tarde, estando parte de la dotación de la base a bordo y parte de la tripulación y expedicionarios nuestros en la base, un repentino cambio del tiempo, que trajo vientos con fuerza de temporal, nos forzó a salir a toda máquina del fondeo para buscar aguas libres. Pasamos la noche aguantando a la capa el mal tiempo, hasta que por la mañana, ya en mejores condiciones, pudimos devolver a su base a los marineros «a la fuerza» argentinos y embarcar a los nuestros, que estaban encantados después de una plácida noche en tierra firme.
Seguimos explorando la recortada costa sur de la isla Rey Jorge, avistando ejemplares de fauna antártica continuamente. Visitamos una pingüinera formada por un par de cientos de miles de individuos. Algo digno de ser visto y no fácil de olvidar.
Hubo oportunidad de observar y fotografiar representantes de la mayoría de las especies, tanto de mamíferos (diferentes especies de focas, lobos y elefantes marinos), como de aves (petreles de nieve, albatros, «skúas» y pingüinos de tres clases, entre otros).
Respecto a fauna marina, habíamos avistado en numerosas ocasiones diferentes especies de cetáceos; pero en una ocasión tuvimos la suerte de encontrar una ballena corcovada con su cría, ya de gran tamaño, que completamente inmóviles durante casi una hora nos permitieron llegar con la embarcación neumática a su costado. Nos observábamos recíprocamente, con gran curiosidad por ambas partes. Fue una experiencia inolvidable.
Se realizaron inmersiones para toma de muestras de invertebrados y se utilizó una cámara de vídeo submarina para estudiar los fondos y sus habitantes.
Continuamos con las visitas a bases polares. Las conversaciones con sus dotaciones siempre resultaban amenas e instructivas. El día 15 vimos la base polaca Arctowski.
Al siguiente día, en Caleta Visca, en la posición latitud 62º 04’ 40” y longitud 58º 24’ 50”, se colocó una placa de bronce como recordatorio de la expedición de la goleta Idus de Marzo a la Antártida.
El día 17 de marzo, con una previsión meteorológica que anunciaba vientos de hasta 60 nudos en el Paso Drake, iniciamos el viaje de vuelta a Tierra del Fuego, esta vez hacia el puerto argentino de Usuhaia. De nada serviría esperar un mejor parte meteorológico; el invierno antártico se nos echaba encima y cualquier retraso podría empeorar aún más las condiciones.
DE VUELTA POR EL PASO DRAKE
Aunque durante el tiempo transcurrido en la Antártida habíamos tenido que enfrentarnos a tiempos muy variables, inclusive duros, la mar pocas veces nos había resultado incómoda. Bastó salir del amparo de las islas Shetland del Sur y penetrar en el Paso Drake para que esa condición cambiara drásticamente. Sobre la mar de fondo –montañas de 14 metros y valles que superaban los 150 metros–, se montaba el oleaje producido por el viento, creando unas crestas rompientes que parecían querer tragarse a la pequeña «Idus». Navegando sólo con las trinquetas rizadas y ayudándonos con motor, tratábamos de mantener un rumbo directo hacia cabo de Hornos, amurados a babor en un través cerrado7, ganando todo el barlovento que en esas condiciones podíamos, y gobernando ola a ola. En esas condiciones, los «growlers» habían dejado de ser una preocupación: por mucho que nos esforzáramos en la vigía, sería imposible distinguirlos entre el blanco de esas aguas enfurecidas; así que era mejor no pensar en ello y confiar en la buena suerte.
Nada se podía hacer en cubierta, barrida continuamente por los golpes de mar. Por suerte todo el aparejo aguantaba, a veces parecía que por milagro. Un timonel y un vigía, asegurados con sus arneses, mantenían la guardia. Al frío y a los rociones se sumaba el estruendo del viento y el hervor de los rompientes. No era de extrañar que a la salida de las guardias, el interior de la goleta, seco, cálido y prácticamente sin ruido nos pareciese un balneario. Josu, nuestro cocinero, en una demostración de sus muchos años de mar, continuó regalándonos con su sabiduría platos rotundos contra el frío y el cansancio. Lástima que una buena parte del equipo, en su postración, no pudiesen apreciar el enorme esfuerzo de cocinar en algo que se movía como en una coctelera.
El día 21, después de cinco días durante los cuales el viento nunca bajó de 45 nudos, con puntas que se estimaron por encima de los 80 (nuestro anemómetro sólo marcaba hasta 65) y una mar montañosa, entrábamos en las protegidas aguas de canal de Beagle. Fue el final del tormento para aquéllos que habían sufrido un mareo continuo –algunos prácticamente trincados a su litera durante toda la travesía– y un alivio y descanso para todos los demás. La gran vencedora de esta dura prueba fue la Idus de Marzo, que había demostrado su capacidad marinera y su robustez soportando unas condiciones que, aun para barcos de mucho más porte, habrían podido ser críticas, y todo ello sin sufrir avería alguna.
USHUAIA
El día 22 atracábamos en el puerto argentino de Ushuaia, en la costa norte del canal de Beagle. Fuimos atentamente recibidos por las autoridades y felicitados por el buen término de un viaje que, como conocedores de esas aguas, apreciaban en su dureza.
Un par de días en este puerto, disfrutando de aquellas cosas que nos habían sido tan escasas –valga el ejemplo de una ducha de agua caliente, o de los simples paseos por los bellos alrededores–, nos sirvió de descanso suficiente para estar ya deseando continuar lo que suponía la última parte del viaje, la navegación hasta Punta Arenas.
Este recorrido decidimos hacerlo de forma tranquila, disfrutando de las maravillas que ofrecen los canales fueguinos.
Por suerte el buen tiempo nos acompañó, pudiendo gozar de días soleados y brisas suaves, que nos permitieron navegar a vela por los canales y pasar las noches fondeados en alguna de las innumerables caletas que aquí, en su formación como fiordos, se ofrecen al navegante.
Fueron unos días bien aprovechados. Las inmersiones que realizamos en los canales nos mostraban la rica variedad de moluscos y crustáceos. Nos internamos en auténticos bosques de algas; algunas, como el «güiro», podían llegar a la superficie desde fondos de más de veinte metros.
También hubo oportunidad de bucear entre lobos marinos, animales mucho más amables de lo que su nombre parece indicar. Era impresionante escuchar el escándalo de sus «ladridos» y verlos lanzarse al agua en grandes grupos. Curiosos pero tímidos, parecían querer jugar al escondite con los buceadores.
En tierra, la «turbera», denso colchón de materia vegetal y musgo característica de la zona, convertía cualquier paseo en algo sumamente difícil. Se pudieron observar los daños ocasionados por los castores al ecosistema, pues talan con su afilada dentadura las especies arbóreas que utilizan para la construcción de sus diques en las abundantes corrientes de agua.
PUNTA ARENAS
Navegando cerrados en niebla y con tal calma que en la pantalla del radar podíamos distinguir los «pato-vapor» (ave acuática autóctona que se desplaza a gran velocidad por el cómico sistema de correr con las patas sobre la superficie, al mismo tiempo que intenta volar moviendo las alas frenéticamente), en la mañana del día 29 de marzo entrábamos en el puerto de Punta Arenas. En esta ciudad desembarcarían los expedicionarios y se prepararía el barco para el viaje de vuelta a España.
No hay duda de que tanto a Santiago Cañedo como a mí, la expedición nos había proporcionado grandes satisfacciones, experiencias maravillosas y situaciones difíciles de las que habíamos salido airosos, y sobre todo el orgullo de contar con un barco que había respondido magníficamente a la dura prueba. Sin embargo, como armadores, nos había creado una difícil situación económica. Como «hombres de negocios» estaba visto que no éramos unos linces. Nuestra previsión de gastos había sido demasiado optimista y al final el déficit había alcanzado cifras importantes.
Desembarqué en este puerto. Había que ir a España para buscar ocupación al barco, el verano ya estaba próximo y necesitábamos organizar la temporada de chárter en el Mediterráneo.
Santiago M. Cañedo tomó el mando de la goleta e inició el largo viaje de vuelta a España, llegando a Cádiz el día 9 de junio de 1983. Aquí concluía la aventura austral de la goleta Idus de Marzo, medio año después de su salida de Asturias y de haber visitado cuatro continentes y recorrido más de 17.000 millas.
Este viaje se mantendrá como recuerdo imborrable en todos aquéllos que cargados de ilusión, energía y ansia de aventura, lo hicimos posible y participamos en él.
Compañeros de aventura, desde aquí os envío un abrazo.
Javier Babé