«La Jungla» En el paralelo 84º Sur

Leopoldo García Sancho

La profunda fascinación que la Antártida ejercía sobre los primeros exploradores no ha disminuido en absoluto; por el contrario, aumenta sin cesar a medida que el resto del planeta experimenta transformaciones vertiginosas. La Antártida se mantiene tan inalterada y salvaje como siempre gracias a acuerdos internacionales que garantizan su conservación y que tan sólo permiten actividades permanentes con objetivos científicos. Por cada visitante de estas regiones polares hay miles de entusiastas que en casa se sienten atrapados por la magia de este ambiente extremo y apoyan las estrictas medidas de conservación hoy vigentes. Los que hemos dedicado parte de nuestra vida al trabajo en la Antártida somos conscientes del enorme privilegio que la sociedad nos ha brindado y del compromiso que hemos adquirido: el avance en el conocimiento científico y su divulgación a todos los niveles. Ojalá fuéramos capaces de transferir a los escuetos datos, tablas y gráficas parte de la emoción ligada a la experiencia antártica.

Lo cierto es que la imagen transmitida hasta ahora sobre la vida en la Antártida consiste sobre todo en las impresionantes colonias de vertebrados marinos. Pingüinos, focas y ballenas ocupan siempre las portadas y muy pocos conocen algo sobre los seres vivos que habitan en el continente. Sin embargo, las zonas libres de hielo no están despobladas: vegetales de modesto desarrollo, como líquenes y musgos, además de algas y bacterias fotosintetizadoras, son relativamente frecuentes. Podemos encontrarlos en afloramientos rocosos de las Montañas Transantárticas hasta el paralelo 86º S, en las fumarolas de volcanes activos, por debajo de la superficie de lagos helados y en nunataks2 y acantilados costeros de toda la Antártida. Incluso dentro del hielo y varios centímetros por debajo de la superficie de las rocas podemos hallar estos organismos simples pero muy versátiles y bien adaptados a condiciones extremas. Sólo el grupo de los líquenes está formado por más de cuatrocientas especies, muchas de ellas exclusivas de la Antártida. Lo mismo ocurre en el caso de los musgos, con más de cien especies descritas hasta ahora. Las algas unicelulares llegan a teñir de rojo u ocre la nieve que cubre los glaciares y las cianobacterias colonizan amplias zonas con suelos más o menos húmedos y dominan la vida vegetal en los lagos antárticos. En suma, un mundo que bien podría parecerse al que existía sobre todas las tierras emergidas del planeta hace cuatrocientos millones de años, antes de que las familiares plantas con hojas y flores dominaran la vida vegetal.

Durante los meses de enero y febrero de 2003 tuve la oportunidad de participar en una reducida expedición neozelandesa al punto más meridional del continente antártico donde se había detectado vida vegetal con cierta abundancia. Las referencias prometedoras procedían de una expedición geológica que cuarenta años antes había visitado el sector de las Montañas Transantárticas situado entre los 83º y los 84º S. Sobre estos indicios y después de varios años de preparación, Nueva Zelanda organizó una exploración botánica a esta remota localidad vegetal. La colaboración de la base italiana Terranova y de la estadounidense McMurdo fue imprescindible y muestra claramente la extensión y calidad de la cooperación internacional en la Antártida. Después de algunas jornadas agotadoras sobre esquís, nuestro reducido grupo, formado por tres científicos y el guía neozelandés, celebró el descubrimiento de al menos dieciséis especies de líquenes y un musgo en el lugar más remoto del mundo. Éste es un relato sobre esta expedición y su significado en el contexto de las investigaciones sobre Biología Vegetal en la Antártida.

BOTÁNICA EN LOS HIELOS

La Antártida es el único continente del mundo que permanecía libre de la presencia humana hasta hace poco más de un siglo. Por lo tanto, todo era nuevo y significaba un acicate para una serie de países en plena revolución científico-técnica y en plena expansión colonial. Desde los primeros viajes de circunnavegación de James Cook (1772-1775), se puso especial empeño en las rigurosas observaciones meteorológicas y oceanográficas. Sin embargo, la primera mención de vegetales antárticos se debe a una expedición «foquera»3 en las islas Shetland del Sur, al mando del estadounidense capitán Napier, que en 1820 recolectó Usnea aurantiaco-atra, sin duda uno de los líquenes más abundantes y característicos de esta zona.

J. D. Hooker fue el primer botánico en visitar la Antártida. Formaba parte de la famosa expedición británica al mando James Clark Ross (1839-1843), que realizó tantos descubrimientos geográficos en la región que hoy lleva el nombre de mar de Ross. Su colección incluía, cómo no, U. aurantiaco-atra, además de otras diez especies de líquenes procedentes en su mayor parte de la región oriental de la Península Antártica. Durante el periodo de máximo esfuerzo explorador de la Antártida (1880-1920), varias expediciones nacionales realizaron importantes colecciones de líquenes y musgos y sus resultados fueron publicados por los taxónomos más insignes de aquel tiempo.

Pero la «Edad Heroica» de la exploración antártica cesó poco después de la Gran Guerra y la investigación no se reanudaría de forma sistemática hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo que para otras áreas científicas, el «Año Geofísico Internacional» (1957-1958) marcaría un hito en la investigación botánica en la Antártida.

La creación de bases permanentes o temporales en numerosos puntos de la islas Shetland del Sur, la Península Antártica y la Antártida continental, facilita el acceso de científicos de todo el mundo a los ecosistemas terrestres antárticos en condiciones de trabajo mucho más favorables. La mejora logística permite también la puesta en marcha de experimentos de ecología, microclima y ecofisiología, fundamentales para comprender el cómo y porqué de la supervivencia vegetal en la Antártida. Hoy en día, fenómenos de incidencia global, como el cambio climático, o local –el agujero de ozono–, suponen nuevos retos que han revitalizado la investigación en este campo.

Desde el comienzo de sus actividades en la Antártida, España ha mantenido su interés por la vida vegetal. Ya antes de la instalación de la primera base antártica española en la isla Livingston (Juan Carlos I, en 1988), la doctora Josefina Castellví, del Instituto de Ciencias del Mar (del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC), recolectó una considerable colección de líquenes en la isla del Rey Jorge, la mayor de las Shetland del Sur. A su regreso a España buscó un especialista que pudiera determinar sus especímenes y quiso la fortuna que alguien le mencionara mi nombre. Ése fue mi primer contacto con la doctora Castellví y con la ciencia antártica. Su colección constituyó el embrión de un herbario de líquenes antárticos que hoy en día cuenta con más de dos mil especímenes. Otro hecho afortunado fue la elección de Bahía Sur, en la isla Livingston (islas Shetland del Sur), como lugar para la instalación de la primera base antártica española. El enclave se ha revelado como uno de los más ricos en especies vegetales de toda la Antártida. En la actualidad y tan sólo en los pocos kilómetros cuadrados libres de hielo alrededor de la base española, se han identificado alrededor de doscientas especies de líquenes y cincuenta de musgos; es decir, aproximadamente la mitad de toda la diversidad vegetal de la Antártida.

Desde mi primera expedición a la base antártica española Juan Carlos I, bajo la dirección científica de la doctora Castellví, durante el verano austral de 1988-1989, he tenido la oportunidad de volver otras nueve veces a la Antártida. Seis de ellas a Isla Livingston e Isla Decepción, donde opera la otra base española, Gabriel de Castilla. Las otras cuatro las he realizado en colaboración con Chile (Isla Robert e Isla del Rey Jorge, también en las Shetland del Sur) y con Nueva Zelanda (Granite Harbour, Victoria Land; y Valles Secos, McMurdo Sound). De todas ellas, la realizada a principios de enero de este año a las Montañas Transantárticas (Mount Kyffin, 83º 44′ S) ha sido con mucho la más arriesgada y atractiva desde el punto de vista de la exploración botánica.

LAS MONTAÑAS TRANSANTÁRTICAS

«Es todo aquí tan imponente, tan gigantescas todas las formas, que las palabras no alcanzan a describirlo acertadamente. Nosotros cuatro somos los primeros seres humanos a quienes les ha sido dado asombrarse ante estas maravillas de la naturaleza y se nos antoja, a veces, que habrá de pasar largo tiempo antes de que otros pongan el pie en estos remotos parajes» (Diario de Shackleton4, 4 de diciembre de 1908, ante el panorama de las Montañas Transantárticas, cerca del glaciar Beardmore).
La honda impresión que estas montañas causaron en Shackleton se ha repetido en los pocos seguidores de sus pasos. Estamos ante una de las cordilleras más singulares de nuestro planeta. Discurren en una suave curva, larga y continua, a través de más de tres mil seiscientos kilómetros de continente, desde la costa de Oates, en el Noreste, hasta la península de Pensacola, en el mar de Wedell. Desde el nivel del mar se levantan majestuosas hasta más de cuatro mil metros. Entre espectaculares cascadas de hielo azul y ondulados campos de nieves eternas, sobresalen picos de granito rosado, o crestas negras formadas por rocas sedimentarias paleozoicas. En ocasiones, pueden observarse los restos de volcanes inactivos y sus inconfundibles formaciones basálticas asociadas. Un conjunto de limitado cromatismo, pero insuperable armonía. Sin duda los relatos de los primeros exploradores impresionaron profundamente a escritores como Lovecraft5, que se inspiró en esta cordillera para escribir uno de sus relatos más sobrecogedores: «En las montañas de la locura».

Pero no es sólo la altura, o sus grandes proporciones, lo que hace únicas a estas montañas. Las grandes cordilleras de otros continentes son líneas divisorias, con dos vertientes bien marcadas; las Montañas Transantárticas son un contrafuerte que contiene el casquete polar, como una presa descomunal que soporta la presión de las mayores formaciones glaciares de nuestro planeta. El espesor del hielo llega a sobrepasar los cuatro mil metros, desbordando la alta cordillera en muchos puntos. Así pues, la barrera montañosa con la que se enfrentaban los primeros exploradores no era el obstáculo a superar para la entrada en un nuevo país, sino la escalera de acceso a la más alta y extensa meseta del mundo, donde casi siempre la altura supera los tres mil metros y el aire enrarecido llega a temperaturas inferiores a -80 ºC durante el invierno. En realidad, el país, con sus cordilleras, valles e incluso lagos, se encuentra debajo, sepultado por esos tres a cinco kilómetros de hielo. Ése sí es un mundo perdido e inaccesible.

A LA BUSCA DEL VERDE MÁS AL SUR DEL MUNDO

No es de extrañar que Shackleton no aportara ninguna referencia sobre la vida vegetal en esas imponentes montañas. Pocos son los líquenes y musgos que alcanzan una latitud superior a los 80º S. La mayor parte de la rica variedad de musgos y líquenes antárticos (más de quinientas especies en total) se concentra en el extremo occidental de la Península Antártica e islas adyacentes, mientras más al sur las comunidades vegetales decaen bruscamente, tanto en número de especies, como en biomasa. En el continente antártico la diversidad vegetal continúa disminuyendo, hasta alcanzar su mínimo en la región de los Valles Secos (77º S) de donde sólo se conocen cinco especies de líquenes y dos de musgos. Pero la frontera meridional de la vida vegetal en la Antártida no está clara. Existen referencias aisladas de algunas especies de líquenes a lo largo de las Montañas Transantárticas, pero nada que pudiera sugerir comunidades vegetales más o menos desarrolladas.

Por eso las noticias de los geólogos y alpinistas neozelandeses que en los años sesenta exploraron la región de Monte Kyffin a 84º S resultaban especialmente sorprendentes. Afirmaban haber visto numerosos líquenes creciendo en las crestas rocosas y, para subrayarlo, llegaron a denominar a una localidad «La Jungla». La tentación era irresistible. Después de varios años de preparación, Nueva Zelanda estuvo lista para poner a un grupo de biólogos al pie de esas intrigantes montañas. Nuestro cuarteto estaba compuesto por el doctor Ian Noag, entomólogo canadiense; el profesor Roman Türk, botánico austriaco; Brian Steati, guía de montaña neozelandés y jefe de la expedición, y yo, también en calidad de botánico. Nos habíamos reunido por primera vez el 3 de enero de 2003 en la base antártica Scott, adonde habíamos llegado procedentes de Christchurch (Nueva Zelanda) en un avión de carga A141 estadounidense.

Durante tres días preparamos el equipo y, bajo la supervisión de Brian, nos familiarizamos con algunas peculiaridades logísticas de los campamentos avanzados neozelandeses. Por ejemplo, con el «Primus» como único medio de combustión. Esta cocinilla de origen sueco cumple ya más de un siglo de protagonismo casi absoluto en la Antártida. Es curioso el contraste entre su aspecto sólido, aunque arcaico, y los ligeros y sofisticados instrumentos electrónicos que hoy en día abundan en toda expedición antártica. Encender este mechero requiere un cursillo previo en donde se aprende el adecuado manejo del alcohol, el queroseno, el cebador, el filtro de partículas y la finísima y esencial aguja de limpieza de la válvula para el escape de gases. Eso sí, una vez encendido respetando todas las reglas, produce una combustión limpia y muy eficiente, a prueba de congelación o cambios de presión. Lo mismo cabría decir de las pesadas tiendas polares que, desde los tiempos de Scott y sin apenas variaciones de diseño, siguen rindiendo excelentes servicios y además permiten encender el «Primus» en su interior. ¿Qué más se puede pedir para disfrutar del ambiente antártico? Si todo va bien, la comida caliente y un entorno relativamente templado están asegurados en cualquier circunstancia; si no, la borrachera de monóxido de carbono, seguida de un atroz dolor de cabeza, nos hará envidiar a los pingüinos que duermen a la intemperie.

Pero afortunadamente nuestra expedición no tenía que repetir todos los pasos de la «Edad Heroica». Para empezar, la interminable travesía de setecientos kilómetros sobre la Barrera de Ross sería sustituida por un vuelo en Twin Otter de sólo algunas horas. Una experiencia inolvidable para todos, incluidos los pilotos, que por primera vez se aventuraban tan al Sur. Las Montañas Transantárticas fueron desfilando una a una a nuestra derecha, mientras a la izquierda la inmensa Barrera de Ross permanecía imperturbable. Antes de llegar a nuestro destino sobrevolamos el gigantesco glaciar Beardmore, la vía de acceso al Polo Sur de las expediciones de Shackleton (1907-1909) y Scott (1910-1912). No fue tarea fácil encontrar un lugar para el aterrizaje en los ondulados campos de nieve entre las montañas y los campos de grietas del glaciar. Al piloto le llevó una hora de vuelos rasantes tomar una decisión, mientras nosotros tratábamos de calmar los nervios intentando ubicar la famosa «Jungla» en las pocas aristas libres de nieve.

Finalmente, nuestro campamento quedó establecido en un punto equidistante entre las diferentes montañas que nos proponíamos explorar. Despedimos al avión, que debía volver a rescatarnos en seis o siete días, y nos afanamos en preparar lo que sería el cuarto de baño y la cocina mediante la excavación de sendas trincheras en la nieve. El tiempo se mantenía estable. El Sol seguía su curso circular sin apenas variaciones en su altura sobre el horizonte; pero en algún momento había que tomar la decisión de meterse en los sacos y tratar de dormir.

«Ante nuestros ojos se dibujaba claramente el camino al Sur, pues a nuestros pies extendíase un vasto glaciar que entre dos altas cordilleras discurría casi en línea recta de Sur a Norte (…) la “carretera real” que conduce al Sur» (Diario de Shackleton, 4 de diciembre de 1908, ante el glaciar Beardmore).

Engañados por la falta de referencias y la diáfana atmósfera antártica, cometimos el mismo error de cálculo que nuestros insignes predecesores. Pensábamos que nuestro objetivo estaba al alcance de la mano. Programamos una excursión de cinco o seis horas, ida y vuelta, sobre esquís, para alcanzar las crestas más próximas, con una breve trepada final en roca y hielo. Lo cierto es que, después de varias horas, sólo los kilómetros que rítmicamente se sucedían en la pantalla del GPS nos obligaban a aceptar que avanzábamos. Los puntos de referencia que habíamos tomado permanecían casi invariables. Cuando llegamos por fin a la arista rocosa descubrimos la sutileza del humor anglosajón. «La Jungla» consistía en algunos líquenes que aquí y allá crecían sobre las rocas más expuestas. Pero había que recordar dónde estábamos para convenir en que aquella reducidísima representación de la vida vegetal merecía en realidad un nombre tan sonoro.

El sencillo paseo que habíamos previsto por la mañana se había convertido en una agotadora excursión que nos estaba llevando al límite de nuestras fuerzas. Después de más de diez horas de esquiar y trepar un desnivel de unos setecientos metros bajo una radiación implacable, las energías y los dos litros de agua y té que cada uno transportaba se extinguían al unísono. Las mochilas llenas de muestras de rocas con líquenes pesaban cada vez más y complicaban el descenso en esquís por las laderas más empinadas. Los últimos kilómetros hasta el campamento fueron realmente penosos. La nieve se nos antojaba arena ardiente que de ninguna forma podía calmar nuestra sed después de dieciocho horas en aquel desierto helado.

Ahora recuerdo esta primera excursión casi con agrado; pero aquella noche cegadora, demasiado cansado para conciliar el sueño, anoté en mi diario impresiones aún muy frescas…

«Nos calzamos los esquís, ya sin las pieles de foca, fijamos el talón e iniciamos el descenso. Una pesadilla. Especialmente para Roman y para mí. Los macutos pesan más de veinte kilos y las botas de montaña no permiten ningún control sobre las tablas. Cada montículo de nieve blanda, cada vez que un esquí rompe la costra de nieve superficial o se acelera en una placa de hielo, al suelo… Imposible levantarse con la mochila a la espalda. Hay que quitársela y volvérsela a poner una vez recuperado el equilibrio. Agotador. Cuando llegamos a la zona llana me duele el alma y respiro con dificultad, pero aún hay que cubrir los quince kilómetros hasta el campamento. Me muero de sed. El peso del morral produce un dolor intenso en los hombros. Avanzo entre alucinaciones. Recuerdo a Scott y lo comprendo; si me dejo caer, no me voy a levantar más. Nunca me he esforzado tanto en mi vida. Adelanto a Roman, que se para demasiado a menudo para recuperar el aliento. No es que yo me encuentre mucho mejor, pero parado siento el peso del macuto de un modo aún más insufrible. Brian se sitúa el último para ir recogiendo las banderitas con las que habíamos marcado nuestro itinerario, y lo que queda de nosotros. Siguen sin verse las tiendas; sólo a Ian como un puntito lejano y las banderitas, que parecen cada vez más distanciadas entre sí. A veces me parece que avanzo por un canal con paredes de nieve a los lados. En algún momento tengo que pararme para respirar. Decido hacerlo en cada banderita. Echo todo el peso sobre los palos de esquí, completamente doblado, y expulso el aire casi gritando. Después de unas banderitas más, grito de verdad. El campamento aparece como otro espejismo. Todavía tengo que pararme un par de veces antes de llegar y beber, beber. En pocos instantes me trago dos latas de refresco y una cerveza. Casi no puedo comer, todo me resulta terriblemente salado y me duele el paladar. Agua, mucha agua, un té con mucho azúcar, dos aspirinas, y al saco. Son las 12:30 de la noche, está nevando, se oye el flamear de la tienda con el viento. Escribo de forma automática, casi sin pensar. Ha sido un día demasiado largo, demasiado duro» (Mount Kyffin, 7 a 8 de enero de 2003).

En días posteriores nuestras previsiones fueron más ajustadas y, acompañados por el buen tiempo, conseguimos explorar buena parte de las crestas rocosas cercanas al campamento. Encontramos otras junglas de Lilliput6 aún más frondosas y catalogamos un total de dieciséis especies de líquenes y un musgo, e incluso encontramos pequeñas poblaciones de colémbolos (insectos) y ácaros (pequeños arácnidos) que vivían entre los líquenes más desarrollados: todo un récord en estas latitudes. Para nuestra sorpresa, buena parte de estas especies correspondían a líquenes muy comunes en el Ártico y en altas montañas del Hemisferio Norte. De hecho, alguno de ellos los había conocido yo en las cumbres de Gredos y en Peñalara (Guadarrama). De alguna forma era como volver a casa, pero no era posible sustraerse a la inquietud que suscitaba la presencia de esos viejos conocidos tan cerca del Polo Sur. ¿Cómo habían llegado hasta aquí? O, al revés –¿por qué no?– ¿cómo habían llegado hasta allí? Hoy sabemos que la Antártida comenzó a enfriarse muchos millones de años antes que el Ártico y pudiera ser que buena parte de la flora liquénica alpina y polar tuviera un origen antártico. Y, en cualquier caso, ¿cómo se las arreglan estos organismos para sobrevivir en un lugar tan inhóspito? En este momento estamos analizando desde el punto de vista fisiológico las muestras recogidas con el ánimo de responder, al menos en parte, a esta pregunta.

SIGNIFICADO CIENTÍFICO DE MOUNT KYFFIN

La principal aportación a la ciencia antártica de nuestra pequeña expedición al Mount Kyffin ha sido el descubrimiento de una auténtica comunidad vegetal, relativamente rica en especies, a una latitud para la que tan sólo existían algunas aisladas citas de líquenes. Para más de la mitad de las variedades encontradas, esta localidad supone su límite meridional de dispersión, en algunos casos a más de setecientos kilómetros de sus poblaciones más próximas. En la, en ocasiones, penosa búsqueda de estas comunidades, hemos podido establecer con claridad su ecología: sólo parecen desarrollarse sobre rocas sedimentarias paleozoicas de color oscuro, en zonas de crestas venteadas donde la nieve no llega a alcanzar gran espesor. La combinación de piedras oscuras y una cubierta nival relativamente fina permite la absorción de radiación y la lenta fusión de la nieve sobre las rocas durante el verano. De esta forma los líquenes disponen ocasionalmente de agua líquida, aunque la temperatura del aire nunca supere el punto de congelación.

La presencia de estos líquenes, el musgo y los pequeños invertebrados en un lugar tan aislado admite el estudio comparado de su material genético. De esta forma se podría establecer el parentesco de estas poblaciones del extremo sur de nuestro planeta con otras antárticas o del resto del mundo. Estos resultados deben contribuir a explicar el origen y las vías migratorias de la flora antártica y dilucidar si nos encontramos ante poblaciones recientes, postglaciares, o ante los restos de la antigua flora de Gondwana, hace al menos cincuenta millones de años, cuando la Antártida aún se encontraba unida a Australia y Sudamérica.

Desde el punto de vista ecológico y fisiológico, creemos que la importancia de las comunidades descubiertas es enorme. La abundancia de algunas de las especies encontradas en muchas otras localidades de la Antártida, e incluso en Tierra de Fuego, facilita el establecimiento de estudios fisiológicos en relación con gradientes climáticos muy marcados. Mount Kyffin sería la de clima más extremo y temperatura media más baja; Tierra de Fuego, la más templada y favorable. Entre ellas, un rosario de localidades antárticas que debería darnos una pauta sobre la estrategia de adaptación de ciertas especies de líquenes y musgos a ambientes cada vez más fríos. Finalmente, la presencia de un microecosistema muy simple provisto de productores primarios –líquenes y un musgo–, y consumidores –colémbolos, ácaros y bacterias–, plantea la posibilidad de estudios integrados de microclima, crecimiento, balance energético y flujo de nutrientes en un ambiente excepcionalmente extremo. En suma, podría decirse que se ha encontrado una nueva frontera geográfica y climática para la vida en nuestro planeta. Como toda frontera, plantea riesgos y desafíos, pero también encierra la clave para entender lo que hemos dejado atrás.

Los resultados de nuestra pequeña expedición han sido muy bien recibidos por la comunidad científica antártica que, bajo los auspicios de Nueva Zelanda, prepara visitas más largas y ambiciosas a la región del Monte Kyffin. Después de esta experiencia nuestro consejo es que se utilicen motos de nieve y campamentos móviles. El área de exploración es demasiado extensa como para tener que volver siempre a un punto fijo y la mayoría de los científicos no somos montañeros profesionales capaces de arrastrar durante días pesados trineos. Las «mini-junglas» más meridionales del mundo esperan una investigación más minuciosa antes de revelar los secretos de su larga historia y las claves de su supervivencia en el lugar más remoto de nuestro planeta. Ojalá nosotros podamos seguir contribuyendo a este esfuerzo.

Leopoldo García Sancho