EL VIAJERO DE LOS PIES DESCALZOS
Jules Crevaux
“A corta distancia por encima de la embocadura, habría que hacer un largo camino a pie; pero me es imposible, no tengo sandalias. Los hilos de mi calzado están podridos como consecuencia de una larga jornada bajo el agua, las suelas se han separado del empeine”.
Miguel Gutiérrez Garitano
Miguel Gutiérrez Fraile
La selva, la extensión insondable del bosque infinito, trastorna al hombre civilizado; revierte el proceso que, a lo largo de miles de años, le ha diferenciado del resto de animales abocándolo a un estado de bestialismo y barbarie. La soledad, la visión clónica de un paisaje monótono mil veces repetido, el terror derivado de la propia pequeñez ante la grandiosidad del universo salvaje, conducen a muchos por las sendas de la locura. Los leñadores del Canadá llamaban al fenómeno fiebre de los bosques; a los que sufrían esta suerte de enajenación capaces de cualquier locura, los indios norteamericanos los recluían porque aseguraban que habían “visto al Wendigo”, un numen que no es más que una representación de los grandes espacios despoblados; en Malasia, los nativos, tal y como recogen los escritores Kipling y Stefan Sweig en sus relatos, hablaban de personas trastornadas, los corredores Amok, que, según sus testimonios, se lanzaban enloquecidos agrediendo y matando a todo hombre o animal que se cruzara en su camino, hasta caer exhaustos o acribillados a balazos. Todas estas acepciones describen la locura producida por la angustia del ser humano ante un escenario indómito que se hace insoportable porque apela a todos sus terrores atávicos.
Lo cierto es que trasponer los límites de lo salvaje requiere un compromiso y un ejercicio de valor personal notables. Si los más sufridores, desde un punto de vista del agotamiento físico, fueron los exploradores polares, en el ámbito de la psique fueron los pioneros de las selvas los que más soportaron. Cuando uno está solo en el bosque cada árbol y cada piedra parecen susurrar canciones de desamparo y perdición y la muerte se esconde en cada recodo del camino. La mayoría de las personas, sin importar raza, edad, sexo o credo, cuando se adentran en el infierno verde, llamado también el corazón de las tinieblas, sufren un proceso de retroceso de los valores y conceptos que les habilitan para vivir en sociedad; se asilvestran y embrutecen y algunos, los más débiles e inadaptados, se dejan morir, o, en el peor escenario, protagonizan actos inenarrables e impensables cuando habitaban en sociedad.
Sin embargo, esto no siempre sucede. Muchos vencen en su duelo contra los viejos dioses silvanos. Hubo pioneros que se mostraron inmunes al encantamiento telúrico del bosque primario, o que, incluso, llegaron a disfrutar de la tremenda soledad y los peligros escondidos en la espesura.
Jules Nicolás Crevaux
Tal vez el más reseñable de este último grupo fue Jules Nicolás Crevaux, médico militar de la Marina francesa y explorador de la Amazonía. La naturaleza desatada no sólo no amilanaba al francés sino que colmaba sus desaforados deseos de libertad. Fue la violencia del hombre para el hombre el que, finalmente, envió al explorador al Hades. Sucedió en abril de 1882 en el territorio del Gran Chaco argentino. Un adolescente, superviviente de su última partida, fue rescatado de manos de los indios enloquecido y medio muerto de agotamiento y privaciones y balbuceó la noticia: en las orillas del río Pilcomayo, la expedición del famoso Crevaux había sido emboscada por los indios tobas. Preguntado por la suerte del médico francés el muchacho aseguró que este había muerto devorado por los indios, que eran caníbales.
Jules Crevaux nació el 1 de abril de 1847 en Loequín, Departamento de Mosela, en Francia y se formó como médico en la escuela militar de Brest, en cuyo hospital hizo sus primeras prácticas. Como era habitual en un soldado encuadrado en un ejército colonial, Crevaux embarcó joven hacia el ancho mundo. Francia defendía a sangre y fuego sus territorios, tanto de revueltas indígenas como del ataque de otras potencias coloniales, así que los reclutas pronto dejaban de serlo. A lo largo del año 1869, a bordo del buque Ceres, Crevaux viaja por Senegal, Las Antillas y la Guayana francesa. La sensualidad de la vegetación tropical propia de estos destinos, se abre camino en su interior, y se instala irremisiblemente; hechizado por las descollantes frondas el médico no vivirá ya más que para el deseo acuciante de convertirse en explorador.
Soplaban vientos de guerra en Europa y el deber ata al joven que, en 1870, se ve arrastrado al horror de la Guerra Franco-prusiana. Su devenir bélico demuestra que el médico necesitaba la acción como el aire para respirar. Había algo extraño en su interior, una suerte de engranaje infernal que lo catapultaba una y otra vez en busca del peligro. Su currículum guerrero está lleno de golpes de mano, riesgos inusitados, y callejones de difícil salida. Tras ser herido en la defensa del puerto de Freteval, Crevaux es hecho prisionero; en esta época el joven empieza a mostrar síntomas de la tremenda resistencia mental que le caracterizaría luego como explorador. Conserva la sangre fría necesaria para fugarse y finalmente lo consigue. Prueba de que el cautiverio no merma su ímpetu guerrero es que, al poco de reincorporarse, vuelven a herirle en combate, algo nada común en alguien que quería ser médico.
En sus horas de convalecencia, la mente de Crevaux fantasea con las selvas guayanesas. Una y otra vez regresa con el pensamiento a los territorios que Francia posee a orillas del Caribe, así que fragua un plan de viaje a la colonia. Lo que antes no eran sino ingenuos sueños de adolescencia, empiezan a cuajar como un plan real e inminente. Pero antes debe completar sus estudios, así que regresa a París, termina la carrera de Medicina y presenta su tesis doctoral sobre un tema relacionado con la parasitosis, enfermedad cuyos síntomas había observado durante su paso por la Guayana: De l’hématurie chyleuse ou graisseuse des pays chauds. Después se apresura a partir, sin barreras, ni barrotes, ni deberes incumplidos; frente a él tan sólo un horizonte donde el único límite reside en la propia resistencia.
Médico jefe en el buque La Motte-Piquet, en 1873, navega por el Atlántico sur y posteriormente se instala, por fin, en la Guayana donde emprende la exploración del interior todavía muy poco conocido. Confrontada la realidad con la ficción Crevaux redobla su deseo de recorrer los espacios en blanco de los mapas y terminar con los secretos de la selva. Necesitado de recursos y apoyos se ve obligado a regresar a Francia pero sus ganas de aventura son insaciables y no tarda en regresar al país caribeño. Su primera empresa como explorador la fragua en el tupido interior, una extensión de bosques, ríos y pantanos que permanecían sin cartografiar. Remonta el rio Garoni, estudia a los indios galibis, contacta con los bonis –antiguos esclavos negros evadidos que vivían refugiados en la selva de la Guayana holandesa- e inicia una gran amistad con un miembro de este grupo, Apatou[1], que se convertirá en su ayudante y le acompañará en muchas ocasiones en el futuro. Cuando, terminada su labor, retorna a Francia sus acciones le han precedido. Su nombre empieza a sonar en ambientes de activismo geográfico e, incluso, es objeto de un homenaje en la Sorbona. Aunque ha dado su primer paso en el camino hacia la fama, todavía no es más que un hombre que ha protagonizado una serie de excursiones meritorias.
La figura de Jules Crevaux como explorador nace a partir de su embarque en el vapor Le Serpent, el 9 de julio de 1877, en compañía de los padres Emmonet et Krœnner, y de Sababodi, joven hindú enrolado para 5 años por la módica cantidad de 137 francos. A bordo de este barco reemprende sus exploraciones, remonta el río Itany, afluente del Maroni y llega al poblado de los rucuyenos, donde, enfermo, debe permanecer un tiempo. La fiebre nunca remite del todo, sino que viene y va como la angustia que imprime la selva. A pesar de todo Crevaux continúa; más muerto que vivo pasa la sierra de Tumucumaque[2], desciende por el Apauani y llega al rio Jary, afluente del Amazonas. Dos meses más tarde llegará a Belem, en la desembocadura del gran río, tras haber recorrido más de 1000 kilómetros de corrientes y selvas desconocidos, en un estado calamitoso, hasta el punto de que, en la población brasileña, dadas las trazas que presenta, le confunden con algún presidiario evadido[3]. Solo después de recobrarse puede volver a Francia y, el 17 de abril de 1878, presenta sus descubrimientos ante la Société de Géographie. Su odisea pasma a los potentados de la institución que no dudan en rendirse a sus pies. Crevaux solo tiene 31 años cuando es nombrado caballero de la Legión de Honor, máxima condecoración otorgada por la República Francesa. Había nacido una leyenda.
La fama no hace sino refrendar su querencia por la aventura y su hambre de descubrimientos le conduce de nuevo a América; es un hombre consagrado que cuenta con el apoyo económico y logístico necesario. Ahora tiene libertad para cumplir sus deseos y lo que quiere es completar su exploración de la Guayana, emprendida en su anterior viaje. En esta ocasión remonta el río Oyapock casi hasta su nacimiento, cruza de nuevo la sierra de Tumucumaque (donde se sitúa actualmente el Pico Crevaux), baja por el Rouapir, atraviesa el territorio de los indios calayouas y, el 10 de octubre, llega al rio Jary. Como ya conoce este río, se desvía hacia el oeste, que es territorio desconocido y llega al Paru, otro afluente del Amazonas. Cuando, descendiendo por la corriente, llega, de nuevo, a Belem, es objeto de un recibimiento de héroe. Su nombre suena a ambos lados del Atlántico, entre las crepusculares calles parisinas y bajo los árboles del oscuro bosque americano. Crevaux ya no es un héroe francés sino internacional, así que su ambición traspone las fronteras de las colonias francesas y, por primera vez, se plantea llevar sus acciones a los territorios desconocidos de todo América del sur.
Han pasado unos meses cuando, desde Belem, remonta el Amazonas en un barco de vapor hasta la región brasileña de Pará; de ahí remonta el río Ica en piragua hasta Concepción, en Colombia. Lo realmente reseñable de Crevaux es que viaja impertérrito por territorios hostiles, formando parte de pequeños grupos: un pequeño ser que desafía a la inmensidad con la humildad material de un misionero y el valor de un jaguar. Tras descender por el Yapura, llega al Amazonas el 9 de julio de 1879, habiendo recorrido más de 6000 kilómetros de corrientes y bosques. Estos dos primeros viajes duran unos seis meses; son periplos intensos y trabajados, donde nada escapa a la observación y registro de este curioso personaje. Ha recogido una enorme cantidad de información botánica, etnográfica, antropológica, etc., que, de nuevo, presenta ante la Société de Géographie de París. Esta, que ya tiene en América a su buque insignia dentro de su flota de exploradores, le otorga su Medalla de Oro.
Pero la atracción de la Amazonía es tan grande que, en agosto de 1880, Crevaux parte de nuevo -acompañado por el farmacéutico Le Jeanne- hacia Santa Fe de Bogotá. Ha planificado una ruta imposible a través de un terreno prácticamente infranqueable. Tras remontar el río Magdalena, cruza la cordillera de las Andes y vuelve a descender a la selva por el río Guavaiare o Guyalero (al que bautizaría como río de Lesseps) hacia el Orinoco. Las dificultades en esta ruta eran titánicas. Las barreras físicas, ya de por sí demenciales, eran lo de menos. El territorio extenso como media Europa, no poseía ningún poblado civilizado donde recibir ayuda. Las únicas personas que vivían en esta inmensidad verde eran los indígenas, responsables –junto a la malaria y la fiebre amarilla-, de la mayoría de las muertes de exploradores.
Cuando, exhausto, Crevaux llega al delta del Orinoco, ha dejado atrás 3400 kilómetros de río en 161 días y recogido una amplia muestra de plantas, animales, datos antropológicos, etc. Una locura de proyecto realizado en una embarcación rudimentaria construida en madera de balsa. Agotado, se queda una temporada a reponer fuerzas entre los indios guaraníes (que él llama guaraunos), hasta que regresa a Francia. En su país, una vez más, reedita el binomio de la causa y el efecto, exploración-condecoración; sus paisanos le adoran, los hombres comentan sus viajes en clubes y brasseries, y los niños juegan a encarnarle. Quedan pocos honores que concederle cuando recibe, del Gobierno francés, el estatus de Oficial de la Legión de Honor. El 25 de marzo Jules Crevaux se presenta ante la Société de Géographie de Paris. Ante una nutrida concurrencia presenta un exhaustivo balance de su exploración: mapas de cientos de leguas de ríos amazónicos, cordilleras, todo lo que él llamó la “parte geográfica de su misión”. Además mostró 52 cráneos y esqueletos[4] recogidos en siete lugares diferentes, además de 300 fotografías o dibujos de habitantes de la selva.
De su última expedición, la fraguada en Argentina, se sabe muy poco. Crevaux había partido comisionado por el Ministerio de Instrucción Pública de Francia para explorar la cuenca del río Paraguay y alcanzar, desde esta, la del Amazonas. La razón del cambio de planes hay que situarlo en la capital argentina, donde el médico francés conoció al doctor Modesto Omiste, Embajador en Bolivia en Argentina y al potentado Vaca Guzmán, quienes le convencieron de la necesidad de explorar el Pilcomayo.
Se trataba de recorrer el gran Chaco sede de la terrible tribu de los tobas, los sioux el sur. Los tobas son, probablemente el pueblo amerindio de cazadores recolectores que más guerra ha dado al invasor. Toba no es más que un mote de origen guaraní que significa “frente” motivado por la costumbre de esta etnia de decalvarse la parte frontal de la cabeza. Ellos se daban el nombre de ntokóit, que en su idioma significa “hombre”. Se trataba de un grupo de cazadores recolectores que se extendieron por otros territorios fortalecidos por la domesticación del caballo, igual que los indios de las praderas de EE.UU. Formaron una formidable caballería y, en oleadas sucesivas, conquistaron todo el territorio del Chaco, convirtiéndose en la etnia dominante y llegando, incluso, a asediar la ciudad argentina de Santa Fe en 1859. El origen de los tobas es la selva, y son los inventores de un curioso método para cabalgar por la espesura, consistente en cubrir el cuerpo de una armadura completa de cuero endurecido; ningún otro pueblo ha conseguido introducir en el bosque sus regimientos de caballería. Sus razzias en busca de ganado, que robaban a los colonos argentinos, les enemistaron con este país, que, a partir de 1880, tras una guerra cruenta los arrinconó en las selvas impenetrables. La última resistencia de los tobas se produjo en 1924, cuando 200 de ellos fueron masacrados en Napalpí[5].
Cuando Crevaux llegó al Chaco, no obstante, los tobas estaban en la cumbre de su poder. El viaje dio comienzo en Buenos Aires, desde donde los expedicionarios partieron para Tarija en Bolivia, donde deben detenerse por el estado de guerra que reina en la región. Acompañado del astrónomo Louis Buillet, el pintor y fotógrafo Augusto Raingel, el marino Ernesto Haurant y su ayudante Juan Dumington, además de dos marineros argentinos, 11 voluntarios de Tarija, 16 tripulantes, un guía indio de la etnia irimaya, y el fraile Doroteo Giannechini, parte a la exploración del río Pilcomayo, que atraviesa el Gran Chaco y que, una vez explorado, podría servir de lazo de unión entre Argentina y Bolivia. El último lugar civilizado donde arribaron los exploradores fue la Misión de San Francisco Solano del Pilcomayo –hoy Villamontes-, ya en la ribera del río. Mientras estaban allí llegó una partida de lugareños que habían dado muerte a diez o doce indios tobas y apresado a seis niños. El fraile Doroteo Giannechini advirtió a Creavux sobre la posibilidad de una venganza de los indios, pero este no hizo caso, poniendo en manos del destino su suerte y las de aquellos que le seguían.
Tras despedirse del religioso, la partida se dirige a reconocer el Pilcomayo cuyo descenso comienzan el 19 de abril. Para el día 22 se encuentran en Teyó el poblado más importante del territorio de los tobas. Los indios se muestran amistosos, por lo que los viajeros se confían y continúan ruta sin ningún temor; no obstante, se trata de una vieja añagaza indígena. El día 27 cientos de guerreros caen sobre los exploradores en una playa abierta en el recodo del río; el combate, dada la sorpresa de la embestida, es breve y todos caen prisioneros.
Solo hubo un superviviente, el joven boliviano de 15 años Francisco Zeballos, que sería rescatado unos meses después por gestiones del padre Doroteo; a él debemos el testimonio sobre la suerte de Crevaux, según el cual este fue asesinado y posteriormente “devorado”, al igual que sus compañeros, por los tobas. Antes de perecer parecía haber consignado su suerte en su diario, donde había escrito: “A sus víctimas, los indios tobas les cortan en pedazos y cada guerrero se lleva un trozo como trofeo…Tallan a golpes los cráneos de sus enemigos muertos y beben en ellos <<alaka>>-bebida fermentada que utilizan profusamente en las fiestas-. Las mujeres recogen del suelo las vertebras de los cadáveres que han sido decapados y se hacen cinturones cuyo ruido acompaña a sus cánticos y danzas”. Cuando murió solamente tenía 35 años, pero dejó tras de sí los relatos de sus viajes[6] y una gramática y vocabulario[7] de varias lenguas indias obras que se publicaron después de su muerte.
Jules Crevaux no fue un explorador al uso. Se le ha llamado “el explorador de los pies desnudos”, “l´explorateur aux pides nus”, en cierta reminiscencia homérica, relativa a Aquiles “el de los piés ligeros”, porque era partidario de llevar una impedimenta mínima en sus expediciones. No usaba las clásicas botas militares sino calzados ligeros que se deterioraban con frecuencia y le obligaban a continuar el camino a pelo. No apreciaba equipajes pesados y engorrosos, solo llevaba lo indispensable: dos camisas, una hamaca, una mosquitera, víveres para varios días y algunos instrumentos, como recogen Cantal Edel y Jean Pierre Sicre, en el libro biográfico Crevaux, obra que recoge fragmentos del diario del explorador: “Nunca había caminado con tanto entusiasmo: Corro, vuelo por el barro que me llega de la cabeza a los pies” dice después de haber cambiado sus pesados zapatos por las famosas “espadrilles”( una suerte de alpargatas) indígenas.
Se hacía acompañar solamente por un escuálido grupo de porteadores, en general negros, aunque también utilizaba guías indios conocedores de la región. No siempre iba armado, lo que podía resultar una auténtica osadía en aquellas circunstancias. Por lo que sus expediciones no se parecían en nada a aquellas pesadas comitivas, casi militares, que eran habituales en el siglo XIX. Sólo para dos de ellas, la de Guayana y la de Argentina, recibió ayuda económica de los poderes públicos. Las otras las financió de su propio bolsillo. Este explorador, “libre y ligero”, elegía él mismo los objetivos de cada expedición y además, en función de las circunstancias, dejaba sitio a la improvisación. Al contrario que sus coetáneos, no servía a los intereses coloniales de Francia y optaba siempre por rutas e itinerarios que nunca habían sido recorridos o explorados.
Era la época del positivismo científico y Crevaux, como médico, no escapa a la influencia de esta corriente de pensamiento, sin poder evitar estar influido por la visión colonialista de la época, cuyos prejuicios refleja en sus crónicas: los negros son inferiores, los indios unos salvajes y los blancos son los necesarios civilizadores. No obstante como retratista de todo un universo la obra de Crevaux no tiene precio. En sus escritos, como fiel observador de la naturaleza y de los hombres, presenta una visión llena de interés acerca de lo que era la Amazonía al final del siglo XIX: un territorio prácticamente virgen y sin ninguna influencia occidental. Mientras muchos exploradores se contentaban con presentar los informes de sus viajes a las correspondientes sociedades geográficas o a los poderes públicos, que les habían financiado, Crevaux se preocupó más de difundir sus hallazgos y relatos entre un público más amplio. Sus artículos e ilustraciones aparecieron así en la revista Le Tour du Monde, una especie de National Geographic de la época, que llegaba a amplios sectores poblacionales. Crevaux es el explorador francés que más influencia ha tenido en la cultura occidental. Como señala Emmanuel Lézy, la figura del explorador de la selva influyó incluso en Julio Verne que le cita en su romance Soberbio Orinoco. Como Charcot, el comandante del Porquoi Pass?, también es uno de los inspiradores de Hergé, el creador de Tintín, que parte de las aventuras de Crevaux en su álbum La oreja rota.
Jules Crevaux era mucho héroe para que su historia terminara en el Pilcomayo; Francia exigía respuestas, y desde Bolivia también deseaban conocer la suerte del explorador. Así que, por iniciativa del Gobierno del país sudamericano y de la Société de Géographie, en 1883 llegó a la zona del Pilcomayo una expedición de rescate comandada por el ingeniero francés Arthur Thouar y el médico boliviano Daniel Campos. Además de recoger información sobre el luctuoso final de la expedición Crevaux, tenían el encargo de alcanzar el río Paraguay, estableciendo una línea de fuertes en el Pilcomayo, para lo que les acompañaba una tropa de voluntarios civiles bolivianos, conocido como Batallón de colorados. La expedición fundó, a pesar de los continuos ataques de los tobas –que llegaron a desplegar mil hombres-, tres puestos en el camino: Colonia Crevaux, Colonia Quijarro y Fortín Campero. A partir de ahí, las dificultades se multiplicaron; el calor, la sed, las peleas entre Campos y Thouar, que se detestaban, y el ataque de los indios convirtió la marcha en un infierno. Pero al final lograron lo que Crevaux se proponía en su última expedición. Llegaron a Asunción a bordo de la cañonera Pirapó el 14 de noviembre de 1883, un año después de que su predecesor fuera asesinado. Fueron calificados por la prensa como “los descubridores del Chaco”. El territorio vivió aún una serie de incursiones descubridoras, como la segunda y fallida exploración del ingeniero Thouar, que tuvo que ser rescatado y que, más tarde, desaparecería en el país para nunca más regresar. O la del vasco Enrique Ibarreta, que, en 1898, trató de recorrer el curso del Pilcomayo en toda su extensión y lograr así lo que no había conseguido nadie. Como su ídolo Crevaux, al final falleció a manos de los feroces tobas. Pero esa es otra historia, y no nos corresponde a nosotros relatarla.
[1] Parece ser que además mantuvo alguna relación afectiva con la hermana de aquel.
[2] También conocida como sierra de Tumuc-Humac. En esta zona, según muchos documentos antiguos, os españoles creían que estaba Eldorado.
[3] No olvidemos que en La Guayana francesa estaba la famosa Isla del diablo, y otros penales donde iban los peores criminales de Francia; lugares que saltaron a la fama gracias a la novela autobiográfica de Henri Charriere Papillón.
[4] Crevaux no tuvo ningún reparo en profanar cementerios indios para recoger estos huesos.
[5] Actual Colonia Aborigen Napalpí, en la Provincia del Chaco, en Argentina.
[6] En radeau sur l’Orénoque : des Andes aux bouches du grand fleuve; Voyages dans l’Amérique du Sud ;Le mendiant de l’Eldorado; De Cayenne aux Andes.
[7] Grammaires et vocabulaires roucouyenne, arrouague, piapoco et d’autres langues de la région des Guyanes.