La polémica visita a España de Alejandro Dumas

En 1846, con ocasión del matrimonio del duque de Montpensier con la hermana de la reina Isabel II, Alejandro Dumas decide dirigirse a España. Acompañado por un grupo de amigos y de su hijo Alejandro, el autor de “Los tres mosqueteros” emprende un agitado viaje que le lleva de París a Cádiz.

 

Por Pedro Páramo

Bibliografía: Biblografía: Boletín 25 SGE. Noviembre de 2006

La frase “África empieza en los Pirineos” la atribuye el barón francés Charles Davillier, autor de un Viaje por España ilustrado por Gustavo Doré, a su compatriota Alejandro Dumas padre. Aunque el creador de Los Tres mosqueteros negó siempre en vida haber pronunciado esa sentencia, todavía de vez en cuando entre nosotros se le asigna la autoría. Muchos años después de muerto, Alejandro Dumas hijo, el de La dama de las camelias, se sintió obligado a salir en defensa de su padre declarando a un periodista español que “la famosa frase que se le atribuye, y en la que varía a su antojo la geografía colocando el estrecho de Gibraltar en la vertiente de los Pirineos, es apócrifa. No la hallará usted en ningún escrito suyo. Tanto mi padre como yo fuimos apasionados admiradores de España, a pesar de haber sido apedreados por el vecindario entero de un pueblo de la provincia de Granada de cuyo nombre no quiero acordarme”.

Dieciséis años antes del viaje de Davillier, el escritor francés Alejandro Dumas había visitado España en compañía de su hijo, que entonces contaba veintidós años, su secretario, el poeta Aunguste Maquet, los pintores Aldolphe Desbarolles y Eugène Giraud, y Eau Benjoin, su fiel criado etíope. Del viaje de aquel grupo surgieron tres libros: De París a Cádiz, escrito por Dumas, Dos artistas en España, firmado por Desbarolles y Giraud, y un tercero muy posterior, también de Dumas, titulado Cocina española, que luego incorporó a su afamado Gran Diccionario de la Cocina. Del relato del periplo español de Alejandro Dumas, que refleja muy bien la personalidad y el estilo del popular autor francés, es difícil deducir la auto-ría de la frase considerada infamante por tantas generaciones de españoles. De París a Cádiz es un libro ameno, desenfadado, lleno de humor, de ironía sobre las costumbres españolas de aquella época. La obra contiene detalladas informaciones sobre la vida cotidiana, salpicadas de fantasías inverosímiles destinadas, sin duda, a agradar a los lectores ansiosos de noticias de un país tan misterioso, tan exótico y lleno de peligros que, como decía un compatriota contemporáneo suyo, Germond de Lavigne, no se podía viajar a él sin hacer previamente testamento; pero no es un libro antiespañol. En numerosos pasajes, Dumas, en la plenitud de sus cuarenta y cuatro años, en la cumbre de su carrera literaria, deja traslucir su admiración y hasta su entusiasmo por el carácter de los españoles y por la vitalidad que le rodea.

Alejandro Dumas vino a España a petición del ministro de Negocios Extranjeros de su país, Monsieur Salvandy. Escritor también, viajero y amigo personal de Dumas, el ministro Salvandy propuso al autor de Los tres mosqueteros que asistiera como cronista oficial a la boda de la infanta española Luisa Fernanda, hermana menor de la reina Isabel II, con Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, hijo del rey de Francia Luis Felipe, y que luego prolongara su viaje y se dirigiera a Argelia. Dumas se muestra encantado con la oferta, pues hace tiempo que siente la llamada de España: “Hubiese aceptado, agradecido, una de las dos cosas, con mayor razón ambas a la vez”, escribe. El exotismo español estaba de moda en Francia en aquel momento. En apenas diez años se había publicado en aquel país cinco libros de éxito sobre España: Escenas de la vida española, de la duquesa de Abrantes (1836), Un año en España, de Charles Didier (1837), Un invierno en Mallorca, de George Sand (1842), Carmen, de Merimé (1845) y Viaje por España, de Teophile Gautier (1845).

ESPAÑA, UN PAÍS EXÓTICO

A mediados del siglo XIX , en plena reacción romántica contra el racionalismo ilustrado del siglo XVIII, España aparece ante los ojos de los artistas europeos aureolada por su resistencia a la modernidad, embozada en leyendas enraizadas en la herencia musulmana, en los poemas épicos hispanos y en la literatura barroca de Calderón. Llama la atención de los europeos el sentido profundo de la dignidad de los españoles, incluso en los más humildes, su actitud ante el amor y la muerte, el simbolismo trágico de las corridas de toros… “¡Oh país de contrastes y contradicciones! ¡Pueblo elegante y feroz que hace compatible el baile y la guerra civil, y para quien la muerte y la danza tienen el mismo encanto!”, escribe el periodista y diplomático suizo Charles Didier, al regresar de España.

La España que conoce Alejandro Dumas, sin embargo, es algo distinta a la relatada por Didier nueve años antes. Las guerras y las revoluciones abortadas de los años treinta han dejado paso a un período de paz, consolidada desde 1844, con la llegada al poder del general Narváez. Las barricadas han desaparecido de las calles y la recién fundada Guardia Civil ha desalojado a los bandoleros de los caminos. “He aquí que España gozaba de la paz más absoluta –escribe Dumas al llegar a la capital–, que habíamos recorrido ciento cincuenta leguas, de Bayona a Madrid, sin encontrar en nuestro camino ni una sola guerrilla, ni un solo ladrón, ni un solo ratero; he aquí que por fin encontrábamos las calles de Madrid en su soledad matinal y llenas de teatros al aire libre levantados con antelación para las fiestas en las que íbamos a tomar parte [las bodas de Isabel II y la infanta Luisa Fernanda]”. El autor puede comprobar, como le habían dicho, que “en España casi no quedaban ladrones, no más de cincuenta o sesenta”. Su fan-Elegantes de Madrid. tasía decepcionada echa de menos algún asalto que excite a sus lectores y exclama “¡País afortunado que sabe el número de ladrones que tiene!”. Son además delincuentes muy controlados, pues como su imaginación inventa, son ladrones que tienen un dueño: el duque de Osuna. “Le dije que en España quedaban cincuenta o sesenta ladrones –escribe–. Pues bien, siete de esos ladrones son de Osuna. No vaya a concluir por ello que el duque de Osuna es el jefe de esos siete ladrones. No es eso; él sólo es el propietario y nada más”. Y a continuación narra la increíble aventura de una marquesa asaltada en los bosques de Alamina a la que estos bandidos de Osuna le devolvieron el botín en su casa de Madrid, por indicación del duque, naturalmente.

Forman el libro De París a Cádiz una serie de cartas que, supuestamente, Alejandro Dumas dirige a una amiga residente en Italia desde los lugares que visita en nuestro país, y este estilo epistolar, que favorece la comunicación con el lector, da una singular viveza al relato. En 1846, cuando viene a España, el escritor ha alcanzado lo más alto de la fama. Las dos primeras partes de la historia de los mosqueteros y del conde de Montecristo le habían convertido en el autor más popular de Europa. Cuando Dumas y sus compañeros atraviesan la frontera por Irún, temerosos de que sea descubierto su cargamento de fusiles, pistolas, cuchillos y balas para viajar por la “peligrosa” España, el jefe de la aduana guipuzcoana lee el nombre del escritor en las maletas y entonces “se acercó a mí –escribe– me saludó con palabras de elogio en un excelente francés y en un español que me pareció todavía mejor, y ordenó a sus empleados que respetaran ¡hasta la bolsa de mano!”.

En el relato del trayecto de Irún a Madrid el sagaz Alejandro Dumas va describiendo las sorpresas que la comparación entre España y Francia le depara. Le llama la atención la diferente indumentaria de los viajeros que encuentran por el camino, según su lugar de origen, sean valencianos de anchos calzones blancos, sean manchegos con chaqueta parda, el calzón corto y la escopeta enganchada al fuste de la silla, sean andaluces, con sombrero de bordes levantados y redondeados adornado con pompones de seda, sean catalanes con su bastón y su pañuelo atado detrás de la cabeza y colgando en medio de la espalda… Dumas saca una conclusión: “En fin –remata el escritor–, todos los demás hijos de las doce Españas que consintieron formar un solo reino, pero que no consentirán jamás formar un solo pueblo”.

Ensalza Dumas la agilidad de la diligencia española, “mucho más rápida que la nuestra”, pero desde el primer día de estancia en nuestro país descubre que en España las cosas se hacen sin prisas –“poco a poco” escribe en castellano– y comienza a quejarse de la calidad de la cocina y de la indiferencia, cuando no la altivez, de los mesoneros y posaderos españoles. Dumas, que era un gourmet y seguramente también un gourmand, hace referencias continuas a las comidas españolas a lo largo de su relato De París a Cádiz. Su confianza de buen comilón se derrumba cuando se enfrenta por primera vez al puchero, el plato nacional, “una macedonia de cosas bastante buenas tomadas individualmente –dice–, pero cuya mezcla me parece poco afortunada”. Tampoco puede con los garbanzos, que describe como “guisantes del tamaño de una bala”, para los que recomienda un período de adaptación: “Debe comer el primer día uno –explica–, el segundo dos, el tercero tres, y, tomando estas precauciones, es probable que sobreviva a ellos”. El escritor admira la calidad de las materias primas: “Debo decirle, señora, que si los españoles no comen o comen mal es simplemente porque no quieren comer bien. La tierra, esa madre fecunda en casi todos lados, es pródiga en España; las más hermosas hortalizas crecen sin necesidad de cuidados –exagera–y los frutos más sabrosos maduran sin que nadie los cultive”. Su desprecio se dirige exclusivamente a la forma bárbara de cocinarlas a la española. “En Madrid, los que quieren comer –escribe desde la capital de España–, entiéndase los extranjeros, van al mercado o mandan a él a sus criados, después ellos guisan o asan por sí y ante sí los objetos que han comprado para su consumo”.Tal fue la decepción que causó al grupo la cocina española que los viajeros decidieron hacer lo mismo: comprar ellos los excelentes ingredientes que veían en los mercados y utilizar sus armas para cazar con el fin de preparar sus comidas por el camino, reservando una parte de la munición para hacer frente a los leones que iban a encontrar en Argelia.

La capital de España está engalanada para las bodas reales (Isabel II y su hermana se casaron el mismo día, el 10 de octubre) y llena de compatriotas que habían acudido expresamente a presenciar el enlace de Montpensier con la infanta, causa una grata impresión a Alejandro Dumas que, cuestiones culinarias aparte, se siente en Madrid como en casa. La calle de Alcalá le parece tan ancha “como nuestra avenida de los Campos Elíseos” y la puerta que la cerraba “casi tan gigantesca como el arco de triunfo de L’Etoile”. Las belleza de las mujeres le sorprende: “En Madrid sólo llaman la atención las mujeres feas”. “Si no fuera por el magnífico sol, profusión de mantillas, unos ojos negros como no había visto nunca y ese silbidito de los abanicos que agitan eternamente el aire de Castilla, podríamos creernos en Francia”, concluye. Y más adelante confiesa su rendición ante las bondades de la ciudad: “Decididamente Madrid es la ciudad de los milagros. Yo no sé si Madrid tiene siempre las mismas iluminaciones, los mismos ballets y las mismas mujeres, lo que sí sé es que me entran unas ganas terribles, ahora que gracias a las precauciones que he tomado tengo asegurada mi existencia material, de naturalizarme español y elegir domicilio en Madrid”.

Los viajeros asisten a Madrid a varias corridas de toros en la plaza de la Puerta de Alcalá, y a una extraordinaria en la Plaza Mayor, ven torear a Cúchares, Francisco Montes, El Chiclanero y demás grandes espadas del momento, se relacionan con ganaderos y rejoneadores y el tema taurino, tan exótico, ocupa varias cartas. En una escapada a El Escorial Alejandro Dumas escribe impresionado: “Nadie dirá: El Escorial es bonito. No se puede admirar lo terrible, sino que temblamos ante ello”. De vuelta a Madrid, el escritor cenó con Johann Strauss, padre, fue agasajado por nobles, intelectuales y artistas como el pintor Madrazo y el escritor Bretón de los Herreros que cordialmente le recogían todas las tardes para servirle de guías en museos, galerías de arte y teatros. “Soy más conocido y quizás más popular en Madrid que en Francia”, cuenta gozoso. No es extraño que a la hora de partir de la capital de España escribiera: “Compadézcame, señora; dejo aquí doce días de los más felices de mi vida y, usted que me conoce, sabe que tengo pocos días felices”. Además de los buenos recuerdos, Dumas salió de Madrid con la encomienda de Carlos III, concedida por la reina a petición del duque de Montpensier.

El viaje de Alejandro Dumas y su grupo continuó luego por Toledo, que les pareció “una ciudad moribunda”, pero el escritor recomienda su visita a todo viajero que llegue a Madrid. A partir de ahí, las peripecias del camino, el mal estado de las carreteras del sur, tan diferentes a la de Irún, y los repetidos desencuentros con los hosteleros ocupan el relato a su paso por Ocaña y Aranjuez, la entrada en La Mancha, la parada en Puerto Lápice con las inevitables referencias al Quijote, la escala en Manzanares, donde le llaman la atención las mozas que pelan el azafrán, el paso por Valdepeñas, donde el grupo prueba un vino oscuro y espeso, en nada parecido al valdepeñas actual, hasta llegar a Andalucía por Despeñaperros.

Andalucía es la meta ansiada por Dumas, la tierra del tópico español difundido por los viajeros románticos que le precedieron. El autor de El conde de Montecristo no sólo no hizo nada por sustraerse de él sino que su obra contribuyó a reforzarlo. Desde que pisa Andalucía el estilo de sus cartas cambia, se hace más poético; las descripciones se adornan de fantasías en las que abundan las comparaciones con los paisajes y la historia de Oriente y las referencias literarias a Las mil y una noches y piensa que “el andaluz, en el año de gracia de 1846 y el año de la hégira de 1262, sigue siendo tan árabe como los mismos árabes”. Granada aparece en su imaginación como “una virgen perezosa que lleva tumbada al sol desde el día de la creación” perfumada de esencias desconocidas. Le fascinan la Alhambra y el Generalife, pero también las cuevas del Sacromonte y la belleza de las gitanas y por todas partes cree oír rasgueos de guitarras y repiques de castañuelas saliendo de la espesura de los jardines, brotando de la oscuridad de los patios. En Granada, y no en un pueblo, tuvo lugar la lapidación recordada por su hijo muchos años después. Se hallaban los viajeros en la terraza de un edificio mientras los pintores tomaban apuntes de un grupo de baile cuando tres individuos comenzaron a lanzarles piedras desde la casa de enfrente. A Dumas hijo le abrieron una brecha en la cara y sus compañeros se lanzaron escaleras abajo a perseguir a los atacantes: todos para uno y uno para todos. Dumas padre estuvo a punto de estrangular con sus propias manos a uno de los agresores, que finalmente fueron retenidos por los franceses hasta la llegada de la policía.

De Granada salieron hacia Córdoba, por malos caminos y con la obsesión constante por dónde comer, dónde cenar y dónde dormir. Cuando llegaron al fielato de la entrada de la capital cordobesa, los ilustres viajeros fueron recibidos con todos los honores por los aduaneros que esperaban al autor de El conde de Montecristo: “¿Conoce usted a alguien más literario y más adecuado que los soldados y los aduaneros cordobeses?”, pregunta Dumas a la destinataria de sus cartas. La ciudad, sin embargo le decepciona. “Cada uno de nosotros se había figurado su propia Córdoba: uno gótica, otro árabe, otro casi romana; porque manteníamos los recuerdos de Lucano y de Séneca tan vivos como los de Abderramán y los del Gran Capitán –cuenta–. Sólo habíamos olvidado una cosa, imaginarnos una Córdoba española, que era justamente la que habíamos encontrado. Calles estrechas, sucias, en las que está prohibido tirar agua, sin duda por miedo a que el agua las lave un poco”. La generosidad y la hospitalidad de los cordobeses, la mezquita, dos días de cacería en la sierra, las comidas guisadas por un cocinero de Lyon que habían topado en la ciudad y la costumbre de pelar la pava de los mozos fueron los mejores recuerdos que Córdoba dejó en los viajeros. Antes de Salir hacia Sevilla buscaron insistentemente la Casa de Séneca y descubrieron que se trataba de un burdel.

¡Ay! señora, ruegue por los que viajan por carretera de Córdoba a Sevilla y la inversa, como dicen en el lenguaje postal”, suplica Alejandro Dumas al recordar este trayecto, aliviado por la gentileza de un noble sevillano que envió su mejor coche para recoger a los viajeros a medio camino. A primera vista, Sevilla tiene un defecto para el escritor, estar consagrada al amarillo que veía por todas partes; decididamente, a Dumas no le gustaba el color del albero, tampoco le gusta el sabor de las aceitunas sevillanas ni el de las habas de las marismas. Se entusiasma tanto ante la catedral y la Giralda que su imaginación se desboca: asegura que en su interior se celebran quinientas misas diarias e imagina ochenta y tres ventanas “con vidrieras de colores pintadas por Miguel Angel, Rafael, Alberto Durero y yo qué sé más”. Sevilla le enamora hasta el punto de que se viste a la española y encarga trajes y aperos para sus mulas adornados con pompones multicolores que, dice, “tendrán un gran éxito en Longchamp”. Pero lo que seduce de verdad al escritor es la belleza de las mozas sevillanas, sus ojos de terciopelo, sus pies minúsculos, tan ágiles, y los bailes andaluces –el olé, el vito, el fandango– en cuya detallada descripción echa mano de toda la sensualidad de que es capaz. La Carmen de Merimé, publicada un año antes y, sin duda conocida por nuestro autor, está muy presente en la Sevilla que Dumas retrata en noviembre de 1846.

El viaje de Alejandro Dumas y sus compañeros –excepto su hijo que queda en Córdoba prendado de una rica dama– termina en Cádiz, a donde llegan después de navegar por el Guadalquivir. Allí les esperaba el vapor francés Le Vèloce, para llevarles a Argelia. La primera impresión de los gaditanos resultó bastante desagradable, ya que los viajeros franceses fueron obligados a desalojar el hotel por invitar a cenar a una señorita de vida airada, aunque no tardaron en encontrar otro más liberal: “no hemos perdido demasiado en comodidad y hemos ganado en cortesía”, afirma Dumas. Al escritor le gustan las calles gaditanas que parecen ir al cielo porque acaban en el vacío, limitadas por el infinito, y el carácter de la ciudad, donde “todo es alegre, vivo, todo explica esas noches blancas de amor y serenatas que incluso en España llaman noches de Cádiz”. “Por lo demás, no hay nada que ver en Cádiz –concluye lapidariamente–: ni monumentos, ni palacios, ni museos; sólo una catedral de bastante mal gusto, eso es todo”.

En De París a Cádiz, Alejandro Dumas relata, en más de quinientas páginas, un viaje de un mes y medio de duración por un país, probablemente menos exótico de cómo él lo vio, pues en Sevilla, por ejemplo, critica la influencia francesa en la indumentaria de la gente de la calle, y, desde luego, menos pintoresco de como lo cuenta en su libro, muy en la línea de los viajeros románticos que recorrieron España a mediados del siglo XIX. Esta obra fue objeto de polémica y muy criticada en su época por los conservadores españoles –la llamada guerra de la Independencia estaba aún muy reciente en las memorias patrioteras–; pero, aun con sus lagunas y las disparatadas fantasías de su autor, sólo un interesado afán de tergiversación permite deducir de él la hispanofobia que supone poner los Pirineos como frontera de dos continentes tan separados por sus culturas.