Stanley en España

Por Ramón Jiménez Fraile

Bibliografía: Boletín SGE Nº6

Un periodista norteamericano estaba almorzando en el comedor del hotel madrileño en el que se alojaba cuando escuchó que alguien pronunciaba su apellido con insistencia. “¡Vaya, vaya!, otro espía del Gobierno”, pensó para sus adentros al comprobar cómo “un enérgico joven de corta estatura y tez morena” se encaminaba hacia él por indicación del encargado del hotel. Al llegar a su lado, el joven le dirigió la palabra en castellano y al percatarse de que no entendía el idioma, se echó a reír, le tomó las manos y le dijo en inglés de un tirón:

–No se preocupe. Usted es Edward King, ¿verdad? Me informaron en la legación que se dirigía a Valencia, y yo también voy allí. Soy Stanley, supongo que John Hay le habrá hablado de mí. Perfecto. El tren sale dentro de una hora. Me espera un coche; recojo una camisa limpia y estoy de vuelta en quince minutos. ¿Tiene dispuesta la documentación? Como no salgamos esta noche, la cosa habrá terminado para cuando lleguemos.’

“De manera que nos íbamos a Valencia, en lo más reñido de la contienda, y que aquél era Stanley”, evocó King en un prolijo testimonio, publicado bajo el título “Una expedición con Stanley” cuando el reportero del New York Herald se encontraba en la cúspide de la fama por su encuentro con Livingstone.

“Si hasta aquel momento Valencia había sido una pesadilla a mis ojos –recordó King–, de pronto el viaje adquiría su encanto y su pincelada de placer. Tenía un compañero de viaje que sabía español, pertenecía a la profesión y era la imagen viva de la actividad.”

Diez minutos después de haberse conocido, los dos reporteros se subieron a un cochecillo que, gracias a las amenazas proferidas por Stanley hacia el cochero, les dejó en la estación dos minutos antes de que arrancase el expreso. Cuando el tren alcanzó su velocidad normal (treinta kilómetros por hora) King analizó a su compañero de viaje:

“Tenía la cabeza pequeña pero de forma agradable, asentada en un cuello bien torneado. La agitaba con rápidos movimientos, como de pájaro, no exentos de gracia. Sus ojos parecían mirar constantemente a lo lejos, fijos en algún objeto distante, retirado, que debía alcanzarse y ser conquistado. Su boca apacible no carecía nunca de expresiones diestras, en armonía con el pensamiento. A veces, cuando todos sus rasgos resplandecían con aquel entusiasmo que parecía impregnar hasta la última fibra de su ser, la frente se le humedecía un tanto. Una hora bastó para que todo se pusiera de manifiesto: la curiosa, singular, pintoresca expresión que cobraba su semblante cuando sus labios relataban alguna airosa aventura de viaje; el aire cosmopolita y aquel indómito vigor del pensamiento que más tarde aprendí a reverenciar con tanto afecto; el vagabundeo sublimado que a veces iluminaba su semblante, cuando no se deslizaba casi imperceptiblemente en la conversación. Antes de que hubiésemos apurado el segundo cigarro, había decidido que mi compañero de viaje era sincero, original y sabio. No había en él afectación alguna; era tan sano de mente como de cuerpo; estaba tan libre de vanidad como su cuerpo de taras. Se sumergió inmediatamente en el relato chispeante de sus aventuras en Abisinia, que yo le había pedido; y aunque, como es natural, el protagonista de su narración era él, daba la impresión de no sentir interés directo por el Stanley de quien hablaba, cuyos defectos y flaquezas mencionaba libremente, sin vacilar.”

Se encontraba Stanley relatando el saqueo que siguió a la toma de Magdala, cuando el tren llegó a la estación de Albacete. Un hombrecillo de cejas oscuras y cara pálida irrumpió en el compartimento y les expresó su temor de que el tráfico ferroviario estuviera cortado, lo mismo que el telégrafo, por lo que era probable que no llegaran a Valencia, donde se encontraba su mujer, antes de que hubiera empezado el bombardeo. Stanley inició con el hombrecillo una animada conversación, circunstancia que aprovechó King para acurrucarse en un rincón y dormirse. Cuando se despertó, el Sol entraba a raudales en el tapizado compartimento, por lo que agradeció que alguien le hubiera cubierto su cabeza con un mapa. Mientras se esforzaba en espabilarse, Stanley, fresco como una rosa, fumando un pitillo y comiendo una naranja alternativamente, le dijo sonriendo:

–El sol te estaba cociendo, chico.

El tren llegó a una comarca montañosa, donde hacía frío y el cielo fue cubriéndose progresivamente. Desde la ventanilla divisaron un destacamento de guardias civiles, con sus tricornios y sus uniformes rectangulares, así como un grupo de camineros, de alpargatas, desaliñados y sucios. A media mañana, llegaron a Encina, donde un ramal del ferrocarril conducía a Valencia. La pequeña estación estaba repleta de oficiales y soldados. Cuando los pasajeros del tren fueron informados de que, tal como temían, la línea férrea estaba cortado, el hombrecillo que viajaba con Stanley y King se desmoronó hecho un guiñapo. Stanley reprodujo en el New York Herald el diálogo de sordos que mantuvo en Encina con uno de los ferroviarios:

–¿Puedo ir a Valencia directo?

–No –respondió bruscamente el funcionario.

–¿Por qué no?’ (pregunta propia de mentes inquisitivas, especialmente de un neoyorquino).

–Porque no es posible, –replicó el prosaico funcionario.

–¿Por qué no es posible? (otra pregunta típica de un neoyorquino).

–Porque ahora no hay trenes a Valencia. Los insurrectos han destruido siete leguas de raíles y va a costar mucho tiempo arreglarlo, –respondió de una tirada. Qué americano curioso osaría seguir molestando al hombre tras una explicación tan exhaustiva.

–Bien –volví a la carga–, ¿puedo telegrafiar?

–No.

–¿Por qué no?

–Porque, por orden del ministro de la Guerra, no se puede transmitir ningún telegrama particular.

Esta respuesta también resultó muy satisfactoria y clarificadora.

La única posibilidad de viajar a Valencia era hacerlo por vía marítima y Stanley no tardó en enterarse de que en Alicante podrían encontrar algún barco que cubriera el trayecto. “Aunque tenga que dar la vuelta a España, ¡por el Olimpo de Júpiter!, el corresponsal del Herald debe llegar a Valencia. Rechaza de tu vocabulario palabras como ‘fracaso’ o ‘imposible’ y ve”, se dijo.

En un momento dado el tren que les llevaba a Alicante se paró en seco. Estaban cerca de un barranco atravesado por un torrente profundo, de rápido curso. Unos cuarenta o cincuenta individuos ocupaban el puente sobre el barranco. Una hilera de soldados conducida por un recio oficial abandonó el tren y se encaminó hacia el puente. Del grupo de ocupantes no partió saludo alguno ni ondearon ningún tipo de bandera. Asomado a la ventanilla, Stanley sacudió la ceniza de su cigarrillo y dijo caviloso:

–¡Bueno, me parece que esta vez nos han pescado!

Pero cuando la hilera de soldados alcanzó el puente, unos y otros se fundieron en abrazos. Se trataba de un destacamento de la Guardia Civil, por lo que el tren pudo proseguir su marcha.

Los primeros síntomas de la revuelta no los encontrarían hasta llegar a un apeadero, en el que unos risueños vagabundos gritaban ‘¡Vivan los republicanos!’, aunque los efluvios del alcohol les llevaban también a canturrear pegajosos himnos carlistas. Mujeres temblorosas cargando en los brazos cestos rebosantes de algodón y vendas subieron al tren y permanecieron mudas en sus asientos, los ojos llenos de pena, a la espera de llegar a Alicante. Un viejo tocado con un gorro cónico, que asía un cayado de pastor, se acomodó en el compartimento de Stanley y King y, después de observarles con fijeza, les preguntó si sabían si había comenzado el bombardeo de Valencia. El viejo temía que su hijo se encontrara en las barricadas y que el general Alaminos declarara una guerra sin cuartel.

Al atardecer, Stanley saltó de su asiento y señalando hacia la ventanilla gritó: ‘¡Ahí está!’ Se refería al Mediterráneo, visible de súbito al llegar el tren a una curva. Cautivado por la soberbia extensión vacía del mar, exclamó dirigiéndose a King: “¡Eso es la vida! ¡Ahí tienes libertad! ¡Hasta la huelo!’”

Pronto divisaron un enorme peñón amarillo con un castillo en ruinas encaramado en su cumbre. Estaban en Alicante. Stanley se refirió en su crónica el “aspecto claramente moro” de la ciudad, y señaló que los edificios, constituidos alrededor de patios cuadrados, la piedra de color duna, las tejas de los tejados, de color parecido al de la tierra, y las rocas de arenisca le recordaron a Ceuta y a Argelia. “Nada destaca en Alicante -añadió- a excepción de los picos rocosos y el castillo que corona su cima.”

Camino del hotel, los dos reporteros se percataron del desorden que reinaba en las calles, debido a una revuelta republicana que había estallado ese mismo día, y que había sido sofocada. Desde la habitación de su hotel, los dos reporteros contemplaron la playa bordeada por una hilera de palmeras y se percataron de que en el puerto había barcos de varias nacionalidades. Con una toalla en una mano y en la otra una camisa limpia, Stanley dijo:

–Hay un velero norteamericano. Vayamos a ver al capitán. Él, por lo menos, nos contará lo que sepa de los disturbios de Valencia.’

Un mugriento barquero que lucía anudado alrededor de la cabeza bajo su sombrero de seis picos un pañuelo ilustrado con retratos de Prim y de otros gobernantes les llevó hasta el velero norteamericano. Por el capitán estadounidense y su mujer se enteraron de que las cosas iban mal en Valencia. El capitán trató de disuadirles de que entraran en la ciudad sitiada, pero les dijo que, si estaban resueltos a partir, aquella noche salía de Alicante un pequeño vapor hacia El Grao, el puerto distante unos cinco kilómetros de la capital valenciana. Gracias a este consejo, la mañana siguiente se encontraban en El Grao, donde se escucharon a lo lejos esporádicas descargas de mosquetes y el sordo estampido de cañones. Stanley se puso rumbo a tierra en un botecillo tan precipitadamente que King no pudo seguirle, pero pronto regresó para anunciarle, con una mezcla de satisfacción y de impaciencia, que debían darse prisa ya que el bombardeo había empezado.

El acceso al Grao estaba vigilado por una fragata y una corbeta francesas y en su interior fondeaban varios barcos extranjeros entre los que destacaban los esbeltos palos de dos bajeles estadounidenses. La vida en el puerto se desarrollaba como si nada especial estuviera sucediendo: los pescadores preparaban sus redes y aparejos; los marineros, encaramados en los obenques, se afanaban en el mantenimiento de los cordajes; los albañiles y carpinteros estaban ocupados con el cincel y el martillo en el malecón en construcción.

“Nada más desembarcar –recordó Stanley–, nos vimos rodeados de insistentes taxistas que querían llevarnos. Algunos pasajeros preguntaron sobre la posibilidad de llegar a la ciudad, que estaba a tres millas de distancia, a lo que los taxistas respondieron que todo aquel que deseara llegar a la ciudad tenía que salir a las siete, ya que las hostilidades cesaban por la mañana temprano; que al llegar a las afueras de la ciudad cada uno tenía que arreglárselas como mejor pudiera, desafiando las balas perdidas; que si continuábamos, podíamos ser disparados o podíamos llegar a los hoteles donde nos íbamos a alojar. Estas observaciones no resultaban muy reconfortantes, pero los padres y maridos preocupados y los corresponsales enérgicos no pueden arredrarse ni perder un instante por eso. Así que alquilamos unas tartanas, que no son sino una ligera adaptación de los carruajes de los árabes turcos. Las tartanas son taxis españoles o, mejor dicho, taxis valencianos, sin muelles, con asientos de estera cubiertos con un tapete verde oscuro que hace pensar en las ambulancias del ejército americano. Empezamos el viaje del Grao a Valencia sentados tan cómodamente como lo permiten las tartanas valencianas.

Dejando las estrechas calles del puerto, viajaron a trote lento hacia el interior, por la Alameda de Valencia, flanqueada a ambos lados por dos filas de sicomoros, cuyas hojas verdes contrastaban con la seca y polvorienta carretera y con la roca calcinada. Si la escena tenía grandes dosis de exótica belleza, lo que más impactó a King fueron los lugareños:

“Yo había oído decir que Europa termina en los Pirineos, pero nunca antes me había percatado de ese hecho. ¿Qué eran aquellos hombres morenos, aquellas mujeres altas, atezadas, de voluptuosas formas que pisaban el suelo como reyes y reinas? Europeos no eran: había en su porte y su habla un asomo de esplendor y majestad orientales.

King hizo partícipe de sus impresiones a Stanley, el cual, apuntando con su dedo hacia el mar, le dijo:

–Pues claro: África queda ahí, al fondo, y estamos pisando lo que fue tierra mora. El suelo que tienes bajo los pies hizo famoso al Cid.

Entre la muchedumbre de ciudadanos despavoridos que huían de la ciudad vieron tipos altos con vistosos pañuelos anudados alrededor de la cabeza luciendo mantas de vivos colores echadas en airosos pliegues sobre el hombro. Mostraban los recios brazos desnudos y largas escopetas relucientes. King los comparó con “los indios de Norteamérica, con la diferencia, no obstante, de que, pese a animarles muchos sentimientos salvajes, esta gente montaraz no era ni ignorante ni embrutecida: entreveían lo que iba a ser la tan deseada República española, y les sobraba coraje para protestar contra toda tentativa de darle muerte”.

Los signos de la contienda se hicieron cada vez más evidentes a medida que se aproximaron a la ciudad:

“Las tartanas –indicó Stanley– se apartaban apresuradamente de los barrios llenos de gente, con pálidos rostros agitados de ambos sexos y de todo tipo de edades. Ellos cerraban esta única avenida segura a la ciudad, hasta que continuar sin sufrir el bloqueo permanente de las ruedas se volvió una tarea que requería de gran habilidad. También los que iban a pie parecían poseer una sola idea, que consistía en librarse del peligro de las balas que pasaban silbando demasiado cerca. Las mujeres llevaban en brazos a sus pequeños; los padres y maridos transportaban los lares y penates de la familia; los niños pequeños daban sus primeros pasos llevando cualquier cosa adecuada a su capacidad de aguantar peso, y un continuo fluir de gente homogénea se movía hacia el mar, mientras que nosotros seguíamos hacia adelante. Llegamos al puente del Mar, que cruza el lecho del embarrado y poco profundo Turia, y que es el acceso más próximo desde el mar. Incluso entre la confusión reinante de fugitivos agitados y angustiados era imposible no echar una ojeada sobre esta típica reliquia del período gótico-árabe, con sus figuras mitad religiosas, mitad bárbaras.”

Al cruzar el puente del Mar, observaron grupos de campesinos discutiendo sobre el avance del sitio y el estado de ánimo de los insurrectos. Según Stanley, se expresaban libremente a favor de la causa republicana, aunque sin embarcarse en ataques al Gobierno, ni usando un lenguaje censurable.

Ya que no podían ir más lejos con la tartana, el problema que se les planteó fue el de transportar su equipaje hasta el Hotel de París, que según les dijeron era el mejor establecimiento hotelero de la ciudad.

–¿Lo llevará usted? –preguntó Stanley a un campesino.

–¡Ca, hombre!, ni por un dólar –le replicó.

–¿Lo llevará usted? –preguntó a otro.

–Váyanse al demonio usted y su equipaje. ¿Tengo pinta de burro? –le contestó.

Stanley recordó una cita de Andrew Jackson, para quien los jóvenes son más valientes en el campo de batalla que los hombres. De ahí que hiciera la misma propuesta a un chico de unos 16 años.

–El hotel de París está rodeado de soldados, y los insurrectos disparan continuamente; pero si su excelencia lo desea, le llevo allí –le dijo–.

Al poco rato, los dos reporteros y el muchacho penetraban en la ciudad sitiada. En la plaza Príncipe Alfonso, unos soldados les pusieron sus bayonetas de acero en el pecho y les impidieron avanzar. Más tarde, fueron unos ‘baronets’ en la calle de la Glorieta los que les dijeron que se fueran. Tras recorrer un auténtico laberinto de callejones y plazuelas, al cabo de media hora llegaron a la plaza de la Congregación. Stanley encabezaba el grupo cuando entraron en la plaza. Súbitamente, se giró sobre sí mismo al comprobar que una bala de mosquete había pasado silbando junto a él. El Hotel de París estaba en la esquina de la calle del Mar y la plaza. Calle arriba se encontraba una de las más importantes barricadas, defendida por unos cien insurrectos que disparaban continuamente hacia la plaza y el hotel. Al otro lado de la plaza había una manzana de casas modernas, flanqueadas por trescientos o cuatrocientos soldados, sus oficiales con los sables desenvainados, dando órdenes por señas. Stanley se plantó de un salto en el centro de la plaza, y gritó a King y al muchacho que avanzaran.

–Mira –le dijo a King una vez que lo tuvo a su lado–, según este oficial, hay una barricada doscientos metros calle arriba y los insurrectos han jurado volarle la cabeza a quien la asome. Yo pasaré en primer lugar; ya conoces la fama de los tiradores valencianos. ¡Ahora!

Echando mano de la maleta de King, contó hasta tres y dio un brinco. Al emprender la segunda zancada, varias detonaciones hendieron el aire y las balas le pasaron muy cerca. El muchacho partió en segundo lugar, con otra maleta; King vaciló un largo instante, transcurrido el cual cruzó también la calle. Un coro de ¡bravos! saludó la hazaña.

El Hotel de París, regentado por el francés Alphonse Bouille, ocupaba un edificio noble del siglo XVIII en cuyo interior reinaba el caos: “Pilas de vasos y pequeños objetos rotos; muebles del salón recibidor con feas rajas y fracturas, objetos valiosos hechos trizas en el suelo, paredes marcadas por las balas y un camarero herido en la cabeza; doncellas asustadas vagando por los pasillos con la mirada ida; damas encerradas en las habitaciones traseras, con barricadas, y un valiente casero francés infundiendo ánimo a los recién llegados”.

Los dos reporteros recibieron una habitación en el segundo piso con vistas a la plaza de la Congregación y a la barricada de la calle del Mar. De vez en cuando salían del edificio del hotel disparos de fusil contra insurrectos emboscados en las torres de las iglesias y detrás de chimeneas y torretas de nobles mansiones. A su vez, los insurrectos replicaban con proyectiles que a veces traspasaban los colchones que protegían las ventanas del hotel y que rebotaban de habitación en habitación, atravesando incluso los tabiques construidos a base de listones y escayola. Desde su ventana, Stanley observó los balcones del lado opuesto de la calle, llenos de soldados que disparaban de manera compulsiva contra la barricada, las torres de las iglesias, los tejados de las casas y contra cualquier cosa que resultase sospechosa. En medio de un ruido atronador vio cómo unos soldados entraban por los balcones el interior de las casas, y observó el incesante ir y venir de tropas por las calles. También se percató de la actitud “cobarde” de un importante grupo de oficiales con tendencia a “escurrir el bulto” cuando el silbido de las balas pasaba cerca de ellos. Aunque había excepciones:

“Algunos, como por ejemplo el general de brigada Palacio, haciendo gala del ortodoxo pavoneo español y dejando admirados a los jóvenes y aristocráticos ayudantes, que procuraban mostrarse estoicos bajo el fuego intenso, dijeron, con una maldición que quienes sepan castellano pueden imaginarse, ‘¿qué me importan a mí los disparos?’”

El capitán general Primo de Rivera, encargado por el Gobierno de sofocar la rebelión, tenía su cuartel general en un edificio próximo al Hotel de París. Por la multitud de galones que atravesaron la puerta de esa casa, Stanley pensó que casi todos los oficiales de la Península estaban a sus órdenes. Los ayudas de campo volaban en todas las direcciones, montados en corceles andaluces, llevando despachos a las distintas zonas y a los comandantes de las brigadas situadas alrededor de la ciudad.

Alphonse Bouille acababa de servir a los dos reporteros un vaso de vino cuando se oyeron gritos y juramentos en el patio trasero. Un grupo de zapadores derribó una cerca dando paso a un gran número de soldados de infantería que lo cruzaron como una exhalación. Trataban de rodear la barricada de la calle del Mar. Por espacio de unos minutos las descargas de los mosquetes fueron pavorosas; luego las cornetas llamaron a retirada. Un oficial herido, la cabeza inclinada sobre el pecho, pasó delante del hotel transportado en una camilla improvisada con cuatro mosquetes. Una larga procesión de Hermanas de la Caridad, con las manos mansamente cruzadas sobre el pecho, fue autorizada a cruzar las barricadas hacia los hospitales. De la trasera del hotel sacaron ensangrentadas camillas bajo cuyas cubiertas de lona asomaban manos crispadas y miembros dislocados.

El sitio estaba en su séptimo día y ya no cabía esperar clemencia para los insurrectos. El propietario del hotel susurró a King que toda Valencia estaba del lado de los rebeldes, pero que no toda la gente se atrevía a ayudarles, por lo que los insurrectos subsistían a base de sandías. Al parecer tenían a su alcance los víveres del mercado de abastos, pero como ellos mismos habían prohibido el hurto no podían coger nada por la fuerza.

Aunque el menú del Hotel de París se componía únicamente de carne de cerdo, pan, queso, uva y vino, ya que no quedaba otra cosa en el establecimiento, Stanley y King almorzaron como auténticos gargantúas. Los demás huéspedes no dieron muestras de tener mucho apetito. Al menor ruido, dejaban caer la comida y exclamaban alarmados ‘¿Qué ha sido eso?’. Uno de los camareros presentaba un surco largo y delgado en la parte alta de la cabeza, provocado por una bala perdida el tercer día del sitio. El camarero estaba tan nervioso que, al servir la comida, era más la cantidad que iba al suelo que la que llegaba a los platos.

El primer día de estancia en Valencia de los dos reporteros estuvo, según Stanley, “lleno de incidentes horrorosos, con cañonazos volando los tejados de las casas, dejando visiblemente consternados a los sitiados, destruyendo veneradas reliquias góticas y moras, derrumbando balcones bajos, levantando pilastras bellamente esculpidas y delicada tracería de piedra y otros ornamentos de las paredes, destruyendo trabajos de filigrana de las iglesias, decapitando estatuas de dioses y santos, derrumbando magníficos pináculos cuyas tallas y numerosas volutas ocuparon una vez el cincel del escultor, desfigurando nobles escudos tallados en mármol y granito”.

A las cinco de la tarde, el brigadier Velarde procedió al asalto de la barricada de la calle del Mar con 500 guardias civiles, protegido por 600 soldados apostados en los balcones.

“Los disparos fueron tremendos –informó Stanley–. Todos los soldados de los balcones agarraban su arma como si les fuera la vida en ello, mientras que muchos se excitaron tanto, que miraron el panorama desde las ventanas del Hotel de París, un proceder de lo más peligroso. Finalmente, esperando ansiosos el resultado del desfile por la calle, se oyó una explosión simultánea de cientos de mosquetes, y los insurrectos y los guardias civiles se pusieron a luchar a una corta distancia, de cuarenta yardas. Pero los españoles no pertenecen a ese tipo de almas que miran a la muerte con frío desprecio, ni pueden soportar cinco minutos de disparos a cuarenta yardas, ya que antes de que diese tiempo a producirse una segunda descarga, el cuerpo completo de guardias civiles se abría paso hacia las aceras de granito, desde donde dispararon decididamente hacia arriba, como si el aire que respiraban contuviese mortales enemigos; tampoco se les pudo animar fácilmente para que se levantasen; pero tras diez minutos tratando de matarse ellos mismos con miedos imaginarios, los guardias civiles se irguieron, pero de nuevo encogieron bruscamente las cabezas, ya que fueron barridos por una letal oleada de balas. De esta manera indigna, con la parte trasera más elevada que la que otorga realeza y dominio al hombre, desaparecieron más rápidamente que un éxodo de abejas por las calles que confluían con la calle del Mar, dejando muchas formas oscuras y bajas con la piel boca arriba.”

Hubo otros intentos ese día de destruir barricadas por parte de las fuerzas gubernamentales, aunque ninguno de ellos tuvo éxito. Desde los balcones se vertió plomo fundido y aceite hirviendo sobre la cabeza de los soldados, y fueron ejecutados dos oficiales que cayeron en manos de los insurrectos.

Al día siguiente, cuando King se despertó Stanley ya estaba en pie, jugándose el tipo en el balcón mientras observaba a los insurgentes. Se expuso tanto al tiroteo que una bala le chamuscó el pelo. Entró en la habitación, se sentó en el sofá y, tras unos momentos de completo silencio, reconoció que “fue un error de juicio” por su parte haber dado la espalda a los tiradores durante un instante. “De haber estado de cara, habría visto la deflagración y me hubiera apartado”, dijo.

El alba del 16 de octubre discurrió tranquila, pero, hacia las ocho de la mañana, cuando los soldados habían tomado su desayuno y se suponía que los insurrectos habían terminado el suyo, el bombardeo de la ciudad y la lluvia de disparos se reanudaron. Saliendo de nuevo al balcón, Stanley preguntó a un soldado atrincherado detrás de las balaustradas de piedra del Banco de Crédito de Valencia, que estaba justo enfrente, cuáles eran sus expectativas para ese día. Sin dejar de disparar y a medida que cargaba su mosquete, el soldado le fue diciendo que había una orden de bombardeo general de la ciudad a las diez de la mañana; que, simultáneamente, habría un ataque general; que los generales Alaminos y Terrer dirigirían el ataque; que, incluso, participaría en él el general Primo de Rivera; que habían llegado de Barcelona, Málaga y Cádiz 6.000 hombres durante la noche; que dos piezas de artillería, apostadas delante de cada barricada, comenzarían el ataque.

Hacia las nueve de la mañana dio la impresión de que los combatientes se habían dado un respiro. El Ejército había recibido un telegrama de Prim en el que éste señalaba que tenían asegurada la victoria, por lo que deberían mostrarse clementes con los insurrectos. Stanley reconoció en “un viejo caballero militar sombríamente vestido, de barba puntiaguda y largos bigotes poblados, de mirada taciturna y exhalando superioridad, cargado de desprecio”, que se encontraba a la sombra de los sicomoros de la plaza de la Congregación, al capitán general Rafael Primo de Rivera, “del que se dice que desciende de los príncipes de Aragón”. El general puso una nota en las manos de un emperejilado oficial y le mandó que la trasladara a las barricadas. Con un clarín por toda compañía y haciendo ondear una pequeña bandera blanca, el oficial cumplió con su deber. Instantes después la nota era leída en grupo por los jefes de los insurrectos, que acogieron la exigencia de rendirse incondicionalmente con una tumultuosa y vehemente desaprobación. La respuesta que dieron por escrito al oficial no podía ser más desafiante: “No nos rendiremos salvo bajo la condición de que todos quedemos en libertad, de que nadie sea considerado responsable de lo que haya ocurrido desde el comienzo del levantamiento en defensa de nuestras libertades. Tenemos 14.000 hombres; tenemos armas y sabemos usarlas; tenemos comida en abundancia, y seguiremos haciendo lo que hemos hecho hasta ahora”. Primo de Rivera y los tenientes generales Rosales y Alaminos estaban sentados en la plaza cuando observaron que la bandera de tregua estaba de vuelta. El general agarró la carta que contenía la respuesta de los insurrectos, la leyó en alto y dijo tajantemente: “Bueno, han firmado su propia perdición”. Pese a todo, los tres militares siguieron deliberando. Según Stanley, no podían dejar de lado la orden de Prim, ni desdeñar su recomendación:

“Los celos rondan las altas instancias, lo mismo que las bajas, y cualquier exceso de crueldad y dureza innecesarias pueden volverse contra el hacedor. Pasan los minutos discutiendo. Los oficiales o figuras menores gritan a los espectadores angustiados que se agrupan alrededor del consejo de guerra: “a sus casas, a sus casas. El tiroteo va a comenzar.’ Al oír estas palabras, los soldados se arrodillan y la espada terrible de la guerra aparece en perspectiva.”

El oficial retornó a las filas insurgentes llevando la respuesta de que todos los insurrectos podían quedar libres tras entregar las armas, pero que los jefes debían rendirse. Los insurgentes fueron una vez más tajantes: “Nadie debe de ser considerado responsable del levantamiento; entregaremos las armas, pero no a las personas”. Disgustado, Primo de Rivera encargó a otro oficial que comunicara el mensaje de que era imposible aceptar condiciones semejantes y que el Ejército de 16.000 hombres que rodeaba la ciudad no debía ser tomado a la ligera. Fue entonces cuando sucedió “algo demasiado romántico, algo que -según Stanley- nunca sucede en la vida real, ni en la guerra de verdad”. El oficial encargado de llevar a los insurrectos el nuevo mensaje reconoció en la figura del jefe de los rebeldes a un hermano al que no había visto durante años: “El jefe responde al reconocimiento fraternal, y se echan uno en brazos del otro, labio contra labio, los brazos alrededor del cuerpo del otro, el corazón latiendo en respuesta al otro corazón, y hay tal intercambio de afecto, de preguntas, de palabras cariñosas, y luego más abrazos, más besos, que la épica del sitio de Valencia va a resultarle difícil no ser alterada al escuchar este episodio”. King señaló por su parte que los dos hermanos llevaban veinte años sin verse y que “ese episodio fue el origen del pacífico arreglo de una rendición honorable”, ya que al cabo de unos minutos “soldados y montañeses se encontraban comiendo pan y bebiendo vino juntos, y comenzaron a derruir las barricadas”. Amalio Gimeno, autor de un detallado relato del sitio de Valencia , acrecentaría la épica del suceso al situarlo en pleno enfrentamiento en una de las barricadas:

“A la cabeza de unos cuantos soldados se arroja un capitán, espada en mano, sobre la barricada –señaló–. Juan Salinero, al verle, lanza un grito salido del fondo de su corazón, y diciendo a los suyos: – ‘No tirar, ¡es mi hermano!’ Salta por encima del montón de piedras y cae en los brazos del oficial del ejército que lo estrecha enternecido contra su seno.”

Según Stanley, los dos hermanos se dirigieron a la plaza de la Congregación y se presentaron al general Primo de Rivera. El hermano insurrecto “contó su historia e informó al capitán general de la decisión a la que habían llegado los insurgentes, que iba a mantenerse firme ante cualquier tipo de amenaza.”

“Los otros generales –añadió Stanley–, con sentimientos entremezclados al ver a este jefe, tan truculento en los últimos tiempos, rebajarse desde su insolencia de insurgente, con el corazón rebosante de cariño, añadieron a sus oraciones la idea de que el perdón podría extenderse a todos. El general Primo de Rivera, perplejo aún, rechazó la idea de conceder unas condiciones tan fáciles; pero, finalmente, a las cuatro de la tarde cedió. Aún se percibían claramente los roncos cañonazos, se veía la humareda de la batalla, la artillería sonaba enardecida en la distancia y el fuego de los disparos era fosforescente. Sin embargo, el drama innombrable había finalizado.”

Stanley se felicitó por este inesperado desenlace, ya que “las naciones civilizadas no suelen entender las masacres de civiles que caracterizan a los generales españoles. Además, la coerción es antinatural, y la reconciliación con los insurgentes valencianos era lo mejor”.

Partiendo de la calle del Mar, la noticia se extendió como un rayo por la ciudad. “¡Así es la paz!, exclamó el corresponsal del New York Herald al comprobar que las calles presentaban ahora un aspecto bien distinto.

“La corriente de la vida afloró y fluyó con fuerza. Un río de ciudadanos se desplazó al centro de la ciudad para observar la destrucción y el horror. Surgió otra corriente hacia el extrarradio para respirar aire fresco y comprar alimentos, ya que habían permanecido ocho días y nueve noches atrapados en los pliegues de la insurrección y de un duro sitio. ¿Quién puede contar cómo vivieron durante este tiempo?

Se abrieron las tiendas y las mujeres de los insurgentes regateaban cuando encontraban algo necesario para vivir. Los soldados, tras los sucesos del día, con su buen apetito, habían tomado las panaderías, y estos tipos duros no se sentían desmoralizados, ya que ofrecían su pan a hombres que dos horas antes eran insurrectos, por lo que se daba una sucesión de abrazos trascendentales de amistad convertida en afecto entusiasta, con tal emoción que sus rasgos palidecían. Todo esto es muy español. Pero lo que haya podido ocurrir en secreto, en esta noche llena de acontecimientos, en los hogares de la ciudad, después del reagrupamiento de las familias y de la estimación de las pérdidas –lo que haya podido ocurrir en las asambleas secretas de los obstinados jefes insurgentes–, en nada de eso va a indagar el corresponsal. Pero fue en los cafés donde se veía en todas las caras una transición rápida de la gravedad a la alegría, de la alegría a la histeria. Bajo la creencia general de que el sitio había terminado, bajo la oleada de euforia feliz que surgió, bajo la alegría exuberante que embargó todos los corazones tras las fatigas, la tensión horrorosa de largos miedos y dudas, y el suspense terrible, por qué preguntarse si la gente lloró a mares, y si se bebió vino generoso de Jerez, Valdepeñas y champán, de vaso en vaso, para apaciguar las emociones. Si el capitán general Primo de Rivera, después de despachar sus felicitaciones al ministro de Guerra, se sentó a la mesa, rodeado de multitud de oficiales, y ellos también incurrieron en libaciones abundantes y en grandes jaranas, siguiendo así hasta la madrugada. ¿Por qué necesitamos preguntarnos o sorprendernos por semejante final para un día tal, cuando durante seis siglos no se ha visto un sitio parecido al de Valencia?”