13 de septiembre de 2006
Al atravesar un nuevo poblado nos cruzamos con un grupo de caminantes que nos sorprenden por su impecable vestimenta blanca. Al atardecer, tras un marcado ascenso, pasamos bajo un arco de piedra que nos conduce a un mundo diferente: es el mundo tibetano, con sus construcciones, sus gentes, sus banderas y molinos de oración, sus “manis” tallados en piedra, y poblados arrellanados en bien recortadas mesetas. La vegetación se transforma y de pronto nos encontramos con laureles y acebos. El efecto es el de una ventana abierta hacia el cielo. Pasamos la noche en el salón, y a la vez cocina, de una de las casas, donde nos mezclamos con la familia anfitriona y compartimos fuego y humo con ellos, y con sherpas y porteadores.