Diario de Uruguay – Chile y Argentina

Del 20 de marzo al 20 de abril de 2011

En Frutillar he conocido a Alvaro, español, jubilado, que ha elegido ese lugar especial para vivir. Ha alquilado una casa confortable en primera línea. Desde la ventana del salón, en el que hemos compartido té indio y “kuchen”, tarta deliciosa que ha comprado al lado de su casa, contemplo el volcán Osorno sobre el lago. La visibilidad es excelente. Luce el sol. La cumbre se ha cubierto de nieve. Han empezado las nevadas y estamos en marzo. ¿Cómo será esto en julio y agosto? -“Aquí no suele nevar, pero hace mucho frío y la lluvia, día sí día también, mantiene los bosques en perfecto estado”. Como el barco que me transportará desde Puerto Montt a Chaitén, zarpa a las doce de la noche, Alvaro me lleva a conocer a uno de sus amigos chilenos, Oscar, que vive cerca de Puerto Montt, en el principio de la carretera austral. He pasado unas horas muy agradables en el “quincho” de Oscar. Un espacio preparado para reuniones, con barra y asador. Las paredes y estantes decorados con mil objetos curiosos o recuerdos del pasado. Su mujer, Sandra, cocina espléndidamente. Oscar me aconseja sobre los lugares interesantes de la carretera austral, la conoce muy bien. En el gran jardín que rodea la casa, destaca una araucaria que cuida Sandra con especial atención. Es el árbol nacional de Chile. Tarda mucho tiempo en crecer. Todavía se encuentran bosques en diversos lugares de la Patagonia, Australia o Nueva Guinea. Un superviviente de la época de los dinosaurios.

La ruta austral sale de Puerto Montt y llega a Villa O’Higgins, a 1.240 kilómetros, aunque de los seis accesos, en coche, cuatro obligan a llegar en barco y los otros dos a entrar desde Argentina. En enero y febrero es posible llegar a Chaitén desde Puerto Montt, salvando las dos zonas sin carretera, gracias al transporte del coche en barcazas. Puntualizo, cuando digo carretera, en este caso, me refiero a una vía de comunicación terrestre, que se compone de tramos asfaltados –los menos-, ripio, pistas de tierra, baches, huecos, surcos… además en esta época, pasado el verano y antes de que llegue el invierno austral, numerosas zonas en obras. Unir al resto de Chile esos lugares aislados, con un relieve y clima extremos, requirió gran esfuerzo y tiempo. La obra se inició en 1976, completándose veinte años después.

Según la previsión meteorológica en el sur de Chile caerá abundante lluvia la próxima semana. ¿Qué puedo hacer? Dentro de unas horas embarcaré. La vuelta al mundo en coche me permite llegar a lugares que siempre he deseado conocer. Aquí, en este país, he llegado a la Isla de Pascua y al desierto de Atacama. He “descubierto” las regiones de la Araucanía, los Lagos, los Ríos y Chiloé. La “Carretera Austral”, con sus montañas, volcanes, glaciares, lagos, ríos, llanuras, bosques, naturaleza original en su mayor parte, me está esperando.   Llego al punto de embarque a la hora indicada, dos horas y media antes de que el barco abandone el puerto de caleta Angelmo. Llueve. En la entrada me indican que el barco se encuentra en otro puerto, a doce kilómetros. Las indicaciones que recibo no son precisas pero como es obvio el puerto estará en la costa, así que sigo la calzada oscura, mal señalizada, evitando las entradas erróneas. Al alcanzar el embarcadero comprendo por qué he tenido que esperar una semana a tener plaza. El mayor número de vehículos que esperan para embarcar son camiones, dejando poco espacio para coches. Se retrasa la hora de salida. Me informan que es por causa de las mareas. Salimos a las dos de la madrugada. A esa hora, ya estoy durmiendo. La bodega está llena de camiones y coches, pero hay pocos pasajeros. Hay filas de asientos disponibles para todos. Parece un barco fantasma. Salvo algún insomne que intenta conciliar el sueño viendo video clips musicales en las pantallas de televisión, la mayoría yace tumbada sobre las sillas. Cuando despierto el barco está parado. Salgo a la cubierta. Frente a mí, Chaitén, bajo intensa lluvia que descargan negros nubarrones. ¿Por qué no atracamos?. Hay que esperar que suba la marea. Hemos llegado a las ocho y media. No desembarcamos hasta las diez. Cuando llega el momento apropiado desembarco rápido y sigo la dirección que me indican. No recuerdo muy bien qué edificios había frente a la rampa. Paso por un cartel señalizador de la dirección a Chaitén Viejo. Esa localidad fue severamente afectada, en el 2008, por la erupción de un volcán que se encuentra a diez kilómetros. Tuvieron que evacuar a toda la población.

Algunos coches que han desembarcado conmigo desaparecen a los pocos minutos, entrando en caminos que conducen a algunas viviendas. Sigo bajo la lluvia. La ventaja de llegar en esta época es que la mayoría de turistas ha desaparecido, la desventaja… las obras, intentando mantener la precaria calzada. Grava sin apisonar ocupando un carril. En caso de encontrarme algún vehículo de frente… ya veremos. Entre la lluvia y niebla, en ocasiones se abre un pequeño hueco e intuyo las montañas que me rodean. No vale la pena detenerse en lo miradores que se indican. Qué pena. Cruzo el puente colgante más grande de la ruta. Me detengo en un pueblecito con intención de comer algo, ya que no he desayunado. Paso por delante de dos pequeños restaurantes en cabañas. Cerrados. Junto a un puesto de gasolina, compro una bolsa de patatas fritas y una botella de agua. Aguantaré hasta la hora de cenar. La ruta, sin apenas tránsito, sigue por un entorno selvático. Calzada estrecha, ripio. Paso por Santa Lucía, pueblo donde se encuentra el desvió a Futaleufú, uno de los pasos terrestres a Argentina. Sigo sin poder disfrutar del paisaje. Opto por detenerme en Puyuhuapi, un pequeño pueblo turístico, en la orilla del canal del mismo nombre. Casas de madera, un embarcadero, una cuidada plazoleta. Sobre una colina destaca una casa de arquitectura alemana. Es un hotel. El nombre no deja lugar a dudas, Ludwig. La propietaria, Luisa, nació aquí, vivió durante un tiempo en Alemania y regresó para quedarse. En el salón, el lugar más caliente gracias a una estufa de leña, nos encontramos los huéspedes de distintas nacionalidades. Dos parejas holandesas, una familia chilena, matrimonio, tres niños de cinco a siete años, y una joven norteamericana. Comparto con ella enchufe para el ordenador. Me muestra fotos de su reciente visita a la Antártida. Ha quedado fascinada, quiere volver cuando sea posible. Ahora está esperando a su compañero para seguir viaje hacia el norte. Le pregunto si conoce el Salar de Uyuni. Cuando le enseño algunas de las fotografías, saca un mapa y me pide que le indique su localización. Cambiarán su itinerario previsto. Antes de cenar me paseo por el pueblo bajo el paraguas. Hace frío. Un pescador, aparenta haber cumplido los 60 años, está preparando los aparejos en su barca. Saldrá a las tres de la madrugada. Para llegar a la zona de pesca ha de alcanzar mar abierto, unas tres horas de travesía. Me dice que suele capturar merluza y salmón. ¿Alguno de vosotros se queja del trabajo que tiene?

Las obras de mantenimiento han cortado la carretera. Un lanchón gratuito traslada los vehículos afectados de inicio a final de las obras. Únicamente hay que esperar a que llegue, cargue y navegue. A pesar de que continúa lloviendo no quiero perderme la visita al Parque Nacional Queulat (Tierras lejanas –qué bonito-) en el que se encuentra el ventisquero Colgante. En la caseta de ingreso el guarda me indica que tengo tres opciones. Un mirador, a cien metros de la zona de aparcamiento, que se encuentra a dos kilómetros de la entrada, otro mirador, el más cercano al ventisquero, que exige unas tres horas de caminata con fuertes pendientes, y la tercera posibilidad es llegar hasta el embarcadero de la laguna en la que desagua el ventisquero. Se ve lejano, pero no hay que andar mucho – 600 metros desde el área de estacionamiento-, camino sencillo. Aporta otro aliciente, el paso por un puente colgante. Me pongo el traje de lluvia -que estreno en el viaje-, me calzo las botas impermeables al agua de charcos, cojo el paraguas plegable que resguardará de la lluvia la cámara de fotografía cuando la use. Antes de atravesar el puente colgante sobre el río embravecido, un cartel limita el paso a un máximo de cuatro personas. No hay problema, estoy solo. Mientras fotografío, el puente se balancea levemente a causa de fuerte viento. Imposible abrir el paraguas. He de limpiar el filtro protector de las gotas de agua. Una odisea para tomar cuatro fotos “casposas” del río. Me divierto. Me río de mí mismo. Estoy de buen humor a pesar de la lluvia que no cesa. El sendero que me conduce al embarcadero transcurre por el bosque, con algunas subidas y bajadas, sobre suelo encharcado. Llego al lugar del que, en días de gran afluencia de visitantes, sale una barquita para acercarse al ventisquero. Por supuesto no hay nadie, ni turistas ni barquero. La niebla, la lluvia y la lejanía, dificultan la vista del ventisquero Colgante, pero no me importa. No creo que me hubiera compensado la dura caminata bajo la lluvia.

Sigo hacia el sur. Me pierdo una serie de maravillosas vistas de lagos, montañas, ríos y volcanes. Lluvia  y niebla limitan la visibilidad. Conducir en estas condiciones, sobre ripio con gravilla suelta, no permite la menor distracción. De repente cambian totalmente las condiciones. Aparece el asfalto, deja de llover y poco después se abren las nubes. Llego a Coihaique, 50.000 habitantes, la ciudad más importante de la zona que estoy visitando. Edificios altos, coches, camiones, industria… No me detengo. A los pocos kilómetros de salir de Coihaique me esperan mis acompañantes del día, lluvia, niebla y frío. Llego a Villa Cerro Castillo, a 93 kms, con la intención de pasar la noche. No hay una sola habitación libre. Es un pueblo muy pequeño con pocos alojamientos. Decido seguir hasta Puerto Rio Tranquilo, 126 kms suplementarios. No estoy seguro de llegar antes de que anochezca, algo que procuro evitar, pero… encuentro este sitio desangelado, no me apetece dormir en el coche. Siempre puede ser peor. Ha desaparecido el asfalto y sigue lloviendo. Paso cerca de un río. Está casi al mismo nivel. Oscurece. Estoy atento por si de repente me encuentro con una zona inundada o la pista cortada por el agua. El entorno es siniestro. Troncos muertos que sobresalen del agua o islotes. Supongo que se debió a alguna inundación como el bosque que vi en Chiloé. Llego a Puerto Río Tranquilo de noche cerrada, ceno en un restaurante y… duermo en el coche. El hotel no me gusta, es frío y caro. El sonido de las gotas agua cayendo sobre el Toyota me ayudan a dormir.

Al despertarme recuerdo días de mi niñez, cuando intentaba permanecer en la cama el mayor tiempo posible. Hace frío. Me visto rápidamente. Desayuno té y huevos revueltos. En el bar converso con un matrimonio chileno que vivió veinte años en Japón. Patricia y Patricio. ¿Destino? Se han jubilado pero siguen manteniendo actividades comerciales gracias al ordenador e internet. Están dando una larga vuelta por el sur de Argentina y Chile. Comentamos la posibilidad de visitar la “Catedral de Mármol”, unos grandes bloques pétreos de ese material desprendidos de un gran farallón que se asoma al cercano lago General Carrera. La propietaria del hotel nos indica el precio y lugar donde podemos contratar el servicio de un barquero. Compartiremos experiencias y dividiremos el costo, ya que el precio es por embarcación. A unos seis kilómetros del pueblo, un camino de tierra desciende bruscamente, con curvas muy cerradas, desde lo alto del acantilado hasta poco antes de llegar a nivel del agua. He seguido el todo terreno de Patricio. Cuando descendemos de los coches comentamos que para volver a la carretera tendremos que utilizar la reductora.

Nos ponemos chalecos salvavidas que esperamos no tener que utilizar, el agua debe estar helada. La “Catedral de Mármol” y la “Capilla de Mármol” se alcanzan en unos diez minutos de navegación por el lago del General Carrera, compartido con Argentina, que para ellos es el lago Buenos Aires, el segundo más extenso de Sudamérica, después del Titicaca. Las enormes rocas de mármol han sido horadadas por el agua durante miles de años. El barquero nos cuenta que el nivel en ocasiones desciende más de dos metros, lo que permite introducirse por las cavernas con menos precaución que nosotros, ya que en determinados pasos por alguna galería tenemos que bajar la cabeza. Interesante, curioso, sorprendente sobre todo por tratarse de mármol, que muestra diferentes vetas de colores.

Gracias a que las nubes prácticamente han desaparecido, la Carretera Austral se me ofrece a partir de este momento en total plenitud. Desde algunos puntos altos observo el sinuoso trazado de ríos de color verde esmeralda. Las montañas con las primeras nieves en sus cimas pueden aparecer al superar cualquier cambio de rasante. Es un camino para disfrutar plenamente. Por supuesto esta calzada ha abierto paso a nuevos colonos, se han establecido granjas que pueden abastecerse y transportar sus productos por medio de camiones, pero en estas grandes extensiones el terreno “ocupado” es insignificante. En muchos lugares que he parado, para contemplar el paisaje, respirar profundamente, tomar fotografías, el único signo humano es la precaria pista por la que circulo. En otros pocos, pequeños asentamientos de cabañas para ofrecer servicios a todos los aficionados a la pesca, descenso en kayak por rápidos, caminatas. En ningún caso he observado algún edificio que desentone del ambiente natural que se aprecia en todo el recorrido.

Me cruzo con un Toyota vivienda con matricula europea. Nos detenemos. Una pareja alemana que está cruzando América de sur a norte. Han iniciado la larga travesía en Ushuaia. Intercambiamos información del estado de la ruta y lugares interesantes por los que hemos pasado. Posibilidades de seguir la carretera austral hasta Chaitén, por donde yo he venido o salir a Argentina por el paso de Futaleufú, evitando la necesidad de embarcar con destino a Puerto Montt. El está harto del ripio, los neumáticos, con sólo 10.000 kms, hechos un desastre. Nos despedimos con un “Hasta la vista”, probablemente volveremos a encontrarnos.

Paso cerca del inicio del río Baker, el más caudaloso de Chile. Sus aguas bajan turbulentas, rápidas. El color, azul turquesa. Intento acercarme a la orilla, pero es muy difícil, porque cuando la pendiente del margen es suave hay un hotel para pescadores. Cuando no hay cabañas, las paredes son cortadas y los árboles forman un muro impenetrable. ¿Cuánto tiempo se mantendrá esta maravilla de la naturaleza, tal como la estoy viendo? Nadie puede asegurarlo. En algún momento alguien dará luz verde a los planes –ya presentados- de grandes compañías hidroeléctricas para aprovechar esta energía potencial. Hay muchas personas en contra de la construcción de presas y el florecimiento de torres metálicas sobre el paisaje, pero… las barbaridades ecológicas cometidas en todo el mundo me inducen a ser pesimista. Venid antes de que sea tarde y cambie.

El último pueblo que cruza la Carretera Austral es Cochrane. Una ubicación perfecta. En un valle, junto a un río. Rodeado de un circo de montañas. Un diseño cuadriculado. En el mapa, cuatro calles horizontales, cortadas por diez calles verticales. Una plaza en el centro y un barrio sobre la ladera de una colina aledaña. Algunos hotelitos, dos o tres lugares para comer algo, un centro internet, un banco, un supermercado, farmacia, centro asistencial, dos gasolineras… vamos, “aquí”, esto es París. La verdad es que Cochrane es muy agradable. Calles limpias, cuidadas, la principal con jardines y esculturas. He visto poca gente fuera de su casa o trabajo. Supongo que el frío es determinante. Algunas personas con las que he cambiado impresiones me han confirmado, tal como suponía, que ha empezado la larga temporada de calefacción, lectura o tv y café con leche calentito.

Cuando el encargado del hotel en el que me alojo me pregunta cuántas noches voy a hospedarme, le respondo, sin dudar, una. Tengo intención de cruzar mañana la frontera con Argentina e iniciar mi camino hacia el norte, en busca del calor que tanto echo en falta. Luego, en el restaurante en el que ceno, su dueño, Omar, me pregunta si voy a llegarme hasta Caleta Tortel, un lugar único en el mundo. ¿Qué? Único en el mundo?  Se me enciende el piloto de curiosidad insatisfecha. ¿Por qué?  Resulta que Caleta Tortel, cerca de la desembocadura del río Baker, entre los Campos de Hielo Norte y Sur, no tiene calles sino pasarelas y escaleras de madera. Más de ocho kms de pasarelas. Las dos escaleras de acceso tienen 700 y 800 escalones respectivamente, me comenta Omar mientras insiste en que no puedo dejar de ver Caleta Tortel. Me asegura que cuando hace frío, como esta noche, no llueve al día siguiente, luce el sol.

Omar tenía razón. Cielo despejado sobre el valle en el que se asienta Cochrane. Las nubes se mantienen lejanas, sobre las montañas. Me encuentro en la región de Aysén, en la zona de los archipiélagos australes de la Patagonia chilena. Para alcanzar Caleta Tortel tengo que superar 126 kms de ripio. Su estado, como ya estoy acostumbrado, varía. Hay tramos en los que alcanzo los 90 kms por hora y otros, en los que me veo obligado a circular a 30. El sol se oculta después de cruzar un puerto de montaña. Al iniciar la subida un cartel advierte que se entra en “Zona barrancosa”. Tengo que detener el coche para poder contemplar el paisaje. Impresionante. Conduciendo no puedo permitirme ni un segundo de distracción. En algunos tramos la pista transcurre siguiendo el curso de un río, en otros atravieso densos bosques. Alcanzo el cruce donde se encuentra el desvío a Caleta Tortel. La Carretera Austral aún sigue 142 kms. más hacia el sur hasta Villa O’Higgins, último pueblo de la ruta. Esta variante por la que estoy acercándome al pueblo se terminó hace ocho años. A partir de entonces Caleta Tortel quedó unida, por tierra, al resto del país. Anteriormente sólo se podía llegar en barco. Ahora se está construyendo un gran aparcamiento desde el que se puede acceder a las distintas zonas. Aún no está terminado. Dejo el coche en la carretera y llego a la primera escalera. ¡Ah¡ Había olvidado decir que el único medio de desplazarse por el pueblo es “el tranvía de San Fernando, un ratito a pie y otro andando”. Ni patines, ni bicicletas, ni tablas sobre ruedas. Kilómetros de escaleras y pasarelas de madera. Desciendo hasta el nivel del agua. Sigo por la pasarela en la que nacen varias escaleras. Algunas llegan hasta viviendas, otras se pierden entre los árboles. Devuelvo el saludo que me dirigen todas las personas con las que me cruzo. –“Hola” o “Buenas Tardes”.

El trayecto se interrumpe ante un promontorio rocoso. Subo por una escalera que me conduce al centro del pueblo. Observo que la pasarela junto al agua continúa, siguiendo el contorno de la orilla. La plaza, el Ayuntamiento, la iglesia, algunos edificios, todos por supuesto de madera. Aquí el material por excelencia, el que motivó un primer asentamiento, el que sigue proporcionando riqueza a la comunidad, es la madera. El Ciprés de las Guaitecas, árbol que sólo crece en esta zona del mundo. Aguanta bien la humedad. Debe ser así porque en caso contrario el pueblo en el que me encuentro no existiría. Las viviendas se han construido en las laderas. El único acceso son las escaleras que salen de las pasarelas. Todas de madera, apoyadas en soportes de madera. Empieza a lloviznar. Me refugio en un restaurante que no abre hasta la hora de la cena. Los propietarios, un matrimonio, se compadecen de mí, ella fríe unas patatas y el me abre una cerveza. Mientras contemplo la lluvia a través de la ventana, cerca de la estufa que caldea la habitación, voy enterándome de la historia de Caleta Tortel, según me cuenta él, que está preparando las mesas.

Actualmente residen 530 personas. En los últimos veinte años el pueblo ha cambiado mucho. Ahora tienen acceso a la carretera austral, se han construido escuelas, hay electricidad, agua corriente gratuita, aeródromo, asistencia médica, teléfono, biblioteca, correos, radio, puesto de carabineros… Por fin pueden ver tres canales de televisión abierta, además de los que llegan vía satélite. El primer aserradero se instaló en 1907. Poco antes se había autorizado la llegada de colonos al servicio de una gran compañía interesada en la explotación maderera. Hoy, además de los ingresos que producen los bosques de cipreses, se están consolidando los incipientes servicios turísticos. La temporada es corta por las inclemencias climatológicas, pero cada año llega mayor número de turistas. No todos los que arriban a Caleta Tortel son como yo, la mayoría se queda unos días. Hay varias opciones, incluidos los inevitables paseos por escaleras y pasarelas. Pesca, navegación, acercamiento a ventisqueros y glaciares y, como principal atractivo, remontar la fuerte corriente del rio Baker, en su desembocadura al mar, para llegar a la Isla de los Muertos. Se llama así porque en 1906 se encontraron, en esa isla, los cadáveres de 120 trabajadores de la compañía maderera. La explicación oficial fue que naufragó el barco que se envió para rescatarlos, murieron por escorbuto y falta de alimentos. La versión popular es que fueron asesinados para no pagar sus salarios. Prefiero creer que no fue esa la causa de su muerte, teniendo en cuenta además que lo que deberían cobrar sería una miseria. Claro que, visto lo que ocurre hoy en día en muchos lugares del mundo, no confiaría mi vida a una compañía de socios anónimos, cuyo fin principal y único es ganar dinero.

El peligro que acecha a Caleta Tortel es, una vez más, “el bien general”. El gran proyecto hidroeléctrico “Hidroaysén” comporta la construcción de cinco presas y la línea de torres de alta tensión más grande del mundo. Deberían transportar la energía eléctrica generada en las presas hasta Santiago, a más de 2.000 kms. de distancia. Los grupos ecologistas y los habitantes de la zona están en contra por varias razones. Transformaría el entorno afeándolo, alterando el difícil equilibrio de la naturaleza, sufrirían un gran impacto social por la llegada de más de 3.000 foráneos, hombres en su mayoría, a unos pueblos con escasos habitantes, y un tercer factor, catastrofista pero posible. Con el calentamiento global algunos glaciares mantienen en su interior lagos. La masa de hielo impide la salida del agua, pero… con el aumento de la temperatura pueden abrirse vías por las que se escapa el agua, desapareciendo el lago. El efecto es semejante a la rotura de una presa. En Caleta Tortel están escarmentados porque hace dos años el agua que se escapó del lago Cachet provocó inundaciones en campos y valles, llegando el nivel de agua casi hasta la altura de las pasarelas, dejándolos incomunicados por corte de la pista que les une a la carretera austral. No es descabellado pensar ¿qué ocurriría si se vaciara uno de los grandes lagos encerrados en los glaciares sobre el lago artificial creado por la presa? Aunque la pared aguantara, los efectos del desbordamiento serían desastrosos.

Al igual que me ha ocurrido al venir, la lluvia me acompaña hasta coronar la última montaña. Desaparecen las nubes, llego a Cochrane con sol. Al día siguiente no han cambiado las condiciones meteorológicas. Sol, frío, sin amenaza de lluvia en las próximas horas. Vuelvo a la Carretera Austral, dirección norte. A los 16,5 kms. un camino alternativo a la derecha. En un pequeño cartel, anuncio de entrada a la Estancia Chacabuco y Estancia Baker. ¿Será más adelante el desvío para Paso Roballo, que me permitirá llegar a Bajo Caracoles, en Argentina? No, no puede ser. El cuentakilómetros me dice que es aquí. La pista cambia enseguida, está bien mantenida, ancha, sin baches. Paso por delante de la Administración de la Estancia Valle Chacabuco. Un gran proyecto financiado por un millonario norteamericano empeñado en conservar la naturaleza y vida salvaje de la Patagonia. Compró la arruinada hacienda Chacabuco, eliminó centenares de kilómetros de vallas que impedían el paso de guanacos y huemules, ciervos del sur de los Andes, en peligro de extinción. El fin de la compañía, sin ánimo de lucro, creada por Douglas Tompkins es la creación del “Parque Nacional Patagonia”, uniendo a Valle Chacabuco, en el centro, otros dos parques ya establecidos, uno al norte y otro al sur. Así se crearía un corredor de pastos para las diferentes especies salvajes que sobreviven en la zona. La pista mientras transcurre por la zona que se convertirá en parque es excelente, bien mantenida. A ambos lados, grupos de guanacos. Macho, harem y crías. Sin poder definir cuándo, se acaba el placentero paseo y vuelve el traqueteo sobre la pista ondulada. El puesto aduanero chileno, resguardado del viento, se encuentra antes de llegar al límite geográfico de la frontera. Parece que son pocos los vehículos que cruzan este paso. En el control argentino, el oficial que tramita los documentos me explica que los integrantes del destacamento cambian cada mes. En mitad de la nada, soportando frío y viento. Añade que a partir de mayo prácticamente está cerrado el paso. Me indica que la pista que conduce a Bajo Caracoles está a la derecha, después de pasar el puente. No veo desvío, ni letrero. Sigo por el camino que se inauguró hace siete años. Llegaré a Los Antiguos por un camino de altura, mal mantenido, que cruza otra zona salvaje en gran  parte de su recorrido. Después de descender una montaña, empiezo a ver algunas granjas cercanas al camino que empieza a mejorar, terminándose por convertir en una carretera de ripio, ancha, con mucha ondulación. Desde un alto contemplo el lago Buenos Aires, en Chile General Carrera. Llego a Los Antiguos a primera hora de la tarde. Extraigo dinero argentino de un cajero. Debe estar bien para vivir o veranear, pero no me parece un lugar especialmente atractivo para detenerme. Sigo hasta llegar a Perito Moreno, más cerca de la Cueva de las Manos, lugar que quería alcanzar cuando he salido esta mañana de Cochrane.

La Cueva de las Manos es un aislado recinto arqueológico en el que se refugiaron algunos de los primeros habitantes del sur de América. En el cañadón del río Pinturas encontraron agua, pastos, guanacos, cuevas donde protegerse del viento y el frío. Está a unos 160 kilómetros de Perito Moreno (no confundir con el glaciar del mismo nombre que está cerca de El Calafate, más al sur, a  700 kilómetros). Gran parte de esa distancia, por la nacional 40, transcurre sobre asfalto. Antes de llegar al pueblo de Bajo Caracoles un cartel anuncia el desvío a la cueva. Una ancha carretera de ripio por la que se puede circular a buena velocidad, con el peligro que siempre comporta conducir por este tipo de calzada. Un coche volcado hace poco –no ha sido desguazado, las ruedas son nuevas- me recuerda el comentario de un guía turístico con el que conversé hace unos días. –“Viven en Buenos Aires. Se compran un todo terreno porque les da mayor seguridad. Vienen de vacaciones, entran en el ripio donde conducen como si fueran por una gran avenida. Solos, sin coches que molesten. 120 o 130 por hora. Conduciendo con una mano, con la otra aguantando el mate. Van discutiendo con la mujer, mientras los niños gritan detrás, jugando con el “Play Station”. Salta un guanaco que cruza la pista. Frenazo, golpe de volante. Vuelco”.

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