EN BUSCA DEL ORIGEN DEL HOMBRE
Protegido del mundo exterior por montañas y sabanas, además de estar tenuemente conectado con el resto de Etiopía y del mundo, el valle del Omo, llamado “el paraíso envenenado de Etiopia”, es uno de los conjuntos de yacimientos paleontológicos más importantes de África, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1980 y donde los investigadores sitúan la cuna de la humanidad como han demostrado descubrimientos como el de “Lucy”, el “eslabón perdido” que
confirmaba la relación entre primates y seres humanos, demostrando que hubo un momento en que los primates comenzaron a descender de los árboles y caminar erguidos.
Ocupado por 9 tribus que han permanecido aisladas durante miles de años, éstos son considerados los grupos humanos más ancestrales de África y aún mantienen ritos salvajes que resisten el paso de los siglos.
Pese a que el nombre de Etiopía se asocia con guerras, sequías y hambrunas propias de su profunda miseria crónica, es una nación con grandes tesoros, leyendas, mitología y misterios arqueológicos, además de antiguas tradiciones que incluyen la matanza de bebés supuestamente malditos, asesinatos tribales, sacrificios rituales, circuncisión femenina, azotes de mujeres hasta casi la muerte o escarificación corporal, entre otros muchos.
La emoción de viajar en solitario fuera del entorno turístico y perderme en la cuna de la humanidad transformaban este viaje en una gran aventura, respetando siempre mis habituales normas autoimpuestas como serían huir de las comodidades y áreas turísticas, pero sobre todo, convivir realmente con ellos. Dormir con ellos, comer con ellos, conversar con ellos… intentar captar su curiosidad y básicamente caer bien para ser dentro de lo posible, uno más.
El remoto valle del Omo sería mi nuevo hogar por un tiempo durante el que conviviría con hasta 6 de las tribus más ancestrales de la Tierra.
CONVIVIENDO CON LAS TRIBUS DE LA CUENCA DEL RÍO OMO
Hasta hace pocos años, las tribus de la cuenca del río Omo ni siquiera habían oído hablar de la nación de la que formaban parte. Aunque tienen un pasado guerrero, el suyo es un mundo tradicional hoy, con una vida agrícola y ganadera poco diferente a la que tenían los egipcios a lo largo del Nilo, y aunque parezca increíble, sólo unos pocos de ellos han visto ocasionalmente una cara blanca. Los hombres cuentan su riqueza en ganado, sus esposas en cabras y su estatus…(y aquí es donde dejan de ser tradicionales), por la cantidad de enemigos que han asesinado. Las mujeres mutilan y cicatrizan sus torsos en elaborados patrones de efecto erótico y, en preparación para el matrimonio, las jóvenes de la tribu Mursi insertan placas de arcilla en sus labios inferiores, para lo cual arrancan parte de su dentadura. Una tradición que según los investigadores se remonta a 30.000 años atrás. Un escenario que me transportaba inevitablemente a la prehistoria.
Ante este excepcional espectáculo antropológico mi imaginación tomaba con cada amanecer las riendas, haciéndome partícipe de un viaje en el tiempo en el que el mundo moderno desaparecía y sólo quedaba una ventana al pasado de eso que llamamos humanidad.
Tras horas y horas de recorrer en todoterreno carreteras interminables e irme adaptando física y mentalmente al nuevo mundo, era el momento de comenzar a tragar polvo y adentrarse en lo más profundo del valle, en las tierras donde el impresionante río Omo mantiene con vida a las tribus aisladas del mundo civilizado.
La cosa se pone interesante cuando pese a mi inicial negativa mi guía me pone la condición de llevar con nosotros una persona armada para adentrarnos en el territorio de las tribus. El lugar al que vamos está mínimamente frecuentado por turistas y en ocasiones los “extranjeros” no son del todo bienvenidos. Pese a la curiosidad que el visitante produce en las tribus nunca se sabe si el instinto guerrero de las mismas, el estado ebrio debido al consumo de extraños licores, o la
falta de entendimiento sintiéndose en ocasiones utilizados por los turistas, pueden generar conflictos con desenlace incierto.
En esta tierra aparentemente tranquila los conflictos tribales nunca están lejos y todas estas tribus tienen sus enemigos desde tiempos remotos; además hace años que las guerras en los vecinos Sudán y Somalia abastecieron a la región con armas automáticas AK 47, reemplazando a las lanzas y arcos tradicionales y por lo que matar es mucho más fácil en la actualidad.
Desde tiempos que no pueden recordar, las tribus del Omo han llevado a cabo redadas asesinas y represalias, especialmente en tiempos de escasez de pastos, con el principal objetivo de conseguir alimentos, ganado o armas y municiones.
Tras un enfrentamiento en el que se ha matado a un enemigo, el protagonista se convierte en “famoso”, un héroe asesino que sube su estatus en la comunidad y al que no le faltarán esposas.
La mejor manera para un asesino de demostrar el número de enemigos asesinados es a través de la escarificación. Abundantes cortes en la piel (normalmente en el pecho) producidos con instrumentos afilados que generan cicatrices como muescas en el revólver de un pistolero del viejo oeste, mostrando orgulloso cuántas vidas ha quitado. Las tribus argumentan que si frenan la matanza sus enemigos sabrán que son más débiles que ellos, y tratarán de aprovecharse de
su cobardía.
Los Hamer me reciben con rechazo, pese a ser la tribu de Lungo, mi guía. Les cuesta entender que un extranjero quiera quedarse a convivir con ellos y dormir en sus chozas. Su reacción natural no es de bienvenida y soy consciente de que las cosas aquí no funcionan como en otras tribus del mundo cuando, tras intentar tomar la primera foto, una mujer se me abalanza gritando para pegarme con una vara. Tras generarse cierta tensión y algunos gritos decidimos hablar con
el jefe de la tribu para llegar a un acuerdo.
Aquí las normas son claras, si quieres tomar una foto, paga.
Lo bueno de convivir con estas gentes en solitario y no ser el “turista de paso” es que poco a poco se relajan. La verdadera conexión surge siempre detrás de las cámaras, es cuando a la luz de una fogata te enseñan cómo dibujan sus letras y números y te aseguran que si te quedas un par de días más serás considerado uno más de la tribu. Es en esos momentos cuando uno es consciente del regalo que me ofrecen y la marca que estas gentes dejarán en mi.
Los Dassanech son una tribu de guerreros llamativamente altos y delgados asentada en pleno desierto y viviendo en una especie de Iglús hechos de chapa, barro y ramas. Para mi sorpresa me rechazaron directamente. Tras intentar explicarles el por qué de mi interés en convivir con ellos no llegamos a un acuerdo, y tras mostrarse un tanto agresivos decidimos que no era una opción segura. Afortunadamente hay varios poblados Dassanech en el desierto por lo que optamos por otro lugar donde fui sorprendentemente bienvenido. Se trataba de un poblado en el que la curiosidad era desbordada y tras rodearme y captar la atención de gran parte del poblado mientras montaba mi tienda surgieron de forma natural los cánticos, danzas, y bienvenidas espontáneas queriendo hacerse una foto conmigo simplemente por el gusto de verse luego en la pantalla.
La bienvenida inicial de esta tribu se vio enrarecida tras varios días de convivencia, cuando ya a punto de abandonar el campamento decido hacer una rápida filmación con Dron, algo que no me recomendaba Lungo, ya que podría generar cierto revuelo y problemas. Efectivamente, tras escuchar ciertos gritos poco amigables y observar cómo un grupo alterado se nos echaba encima decidimos abandonar el campamento a toda prisa.
Debido al aislamiento del resto del mundo, a la par que tradiciones “curiosas” como la de saltar toros para convertirse en hombre, otras terribles tradiciones se han mantenido en la vida de algunas tribus del valle del Omo. Éstas suelen llevar a cabo rituales ancestrales mortíferos. Prácticas que están ocultas en secreto y que pueden parecer abominables para el “hombre moderno”. Se trata del antiguo ritual llamado “Mingi”, una palabra Tabú que rara vez se pronuncia en voz alta.
Algunos niños nacen maldecidos y declarados Mingi incluso antes de su nacimiento. Se piensa que estos niños traen sequía, hambre o enfermedades a la tribu, por lo que se les ahoga en el río, se les deja morir en el monte devorados por las hienas, se les golpea en la cabeza o se los asfixia con la boca llena de tierra. Es imposible saber cuántos niños han sufrido
este destino pero, como la práctica es tan antigua y arraigada, los expertos estiman que el número es de muchos miles. Unos 300 niños y niñas Mingi mueren cada año.
Los motivos por los que se cree que un bebé está “maldito” son varios. Principalmente si nace fuera del matrimonio o, lo que es más estremecedor, si los dientes superiores del niño aparecen antes que los dientes inferiores. Los gemelos y niños con deformaciones también son declarados Mingi.
Los padres no necesariamente quieren matar a sus hijos, pero la presión comunitaria es fuerte. En la actualidad la práctica es ilegal y clandestina y pese a que el gobierno no interviene reconoce la necesidad de poner fin a los asesinatos, aunque no se siente con derecho a condenar esas muertes, pues las tribus aman sus hijos, pero simplemente tienen miedo.
El Donga, es otro ritual que los Suri toman muy en serio. Se trata de violentas peleas con palos que en ocasiones llegan a ocasionar la muerte del contrincante. Se dice que es una de las competiciones más feroces y sangrientas de todo el continente africano, llegando a ser tan violenta que en la actualidad, velando por la imagen que se exporta de Etiopía al extranjero, se ha prohibido a los turistas asistir y fotografiar dicha ceremonia.
En la mayoría de los casos, la lucha con palos se realiza para que los jóvenes puedan probar su virilidad y resistencia al dolor y encontrar así esposa, pero tras este sangriento enfrentamiento se esconde un objetivo mucho más estremecedor, el de conseguir que los jóvenes se acostumbren al derramamiento de sangre y así ser más eficaces a la hora de enfrentarse y matar a miembros de otras tribus.
Me resultaba muy llamativo cómo en muchas de las sociedades subsaharianas casi no tienen lugar para el individuo, ni lo alientan a forjarse una personalidad singular. Como en cualquier manada el individuo únicamente existe a través de los lazos que lo vinculan al grupo. La muerte individual pierde importancia debido a la propia pérdida de importancia del individuo.
Lo que importa es el grupo.
Pero la riqueza del sur de Etiopía va mucho más allá de las tribus. Esculpidas directamente en la roca, las iglesias de Lalibela (al norte) y Adadi Mariam (al sur) siguen fascinando a los peregrinos de hoy, que las consideran como una de las maravillas del mundo.
Dice la leyenda que un ángel visitó al príncipe Lalibela y le pidió que construyese una docena de iglesias excavadas en roca viva. Hombres y ángeles trabajaron juntos para construirlos durante 24 años. Cada iglesia tallada en roca tiene su Tabot original de la época, una réplica del Arca de la Alianza descrita en la Santa Biblia, un elemento importante en la adoración de la Iglesia ortodoxa etíope.
Esta nación cristiana en un entorno completamente musulmán, ha sabido preservar su excepcionalidad religiosa a base de ocultarla al resto del mundo.
EL AMENAZADO AISLAMIENTO DE LAS TRIBUS
Pronto habrá un cambio drástico en el valle ya que se está construyendo una enorme represa hidroeléctrica en el río, se están construyendo nuevas carreteras y puentes que sin duda cambiarán el aislamiento de las tribus.
La ironía de todo esto es que a la vez que el turismo preserva las tribus financiándolas a través de su visita, finalmente son los turistas los que obstaculizan el desarrollo de éstas. Sin este dinero tribus como los Mursi habrían abandonado su tradición de siglos de antigüedad hace mucho tiempo buscando alternativas para su subsistencia más acordes con la época actual.
Pocas tribus parecen estar escapando a la influencia del turismo y el mundo exterior, sufriendo la decadencia y degradación como es el caso de los Mursi, los cuales se han vuelto rapaces negociantes de su propia imagen y estética, “disfrazándose” para conseguir la fotografía del turista y el pago obligatorio tras cada instantánea, dinero que se gasta principalmente en licores y armas.
Con escasa educación formal, los pueblos indígenas del Bajo Omo apenas han tenido la oportunidad de expresar sus opiniones sobre estos planes de desarrollo y carecen de seguridad o registro de la tenencia de la tierra.
El ser humano ha olvidado la importancia de frenar en seco y detenerse a observar el rumbo que uno está tomando a nivel individual y como especie. Ha dejado de subir al “punto más elevado” para tomar perspectiva no sólo del paisaje, sino de cómo estamos evolucionado. Convivir en solitario y en la cuna de la humanidad con las tribus del valle del Omo me brindó la oportunidad de volver a tomar perspectiva, de mirar al pasado y recordar que aunque pensemos que lo
somos todo, no somos absolutamente nada.
La mejor manera para un asesino de demostrar el número de enemigos asesinados es a través de la escarificación. Abundantes cortes en la piel (normalmente en el pecho) producidos con instrumentos afilados que generan cicatrices como muescas en el revólver de un pistolero del viejo oeste, mostrando orgulloso cuántas vidas ha quitado. Las tribus argumentan que si frenan la matanza sus enemigos sabrán que son más débiles que ellos, y tratarán de aprovecharse de
su cobardía.
Debido al aislamiento del resto del mundo, a la par que tradiciones “curiosas” como la de saltar toros para convertirse en hombre, otras terribles tradiciones se han mantenido en la vida de algunas tribus del valle del Omo. Éstas suelen llevar a cabo rituales ancestrales mortíferos. Prácticas que están ocultas en secreto y que pueden parecer abominables para el “hombre moderno”. Se trata del antiguo ritual llamado “Mingi”, una palabra Tabú que rara vez se pronuncia en voz alta.
Dice la leyenda que un ángel visitó al príncipe Lalibela y le pidió que construyese una docena de iglesias excavadas en roca viva. Hombres y ángeles trabajaron juntos para construirlos durante 24 años. Cada iglesia tallada en roca tiene su Tabot original de la época, una réplica del Arca de la Alianza descrita en la Santa Biblia, un elemento importante en la adoración de la Iglesia ortodoxa etíope.