El Amazonas
Cristóbal de Acuña (1638-39)
Expedicionarios, descubridores y hombres de acción. Exhaustivos geógrafos y avezados cartógrafos, los misioneros jesuitas fueron durante casi 150 años los encargados de investigar, referenciar y dibujar los sutiles detalles de la cuenca del Amazonas, como parte de su labor evangelizadora. Acuñaron gramáticas, registraron puntualmente la riqueza paisajística y humana y esbozaron mapas que durante muchísimos años serían las únicas referencias conocidas. La repentina extinción de la orden acabó con su encomiable labor geográfica. Hay quien cree que también con las pretensiones de un imperio propio en Ultramar.
Un territorio extensísimo e intrincado, sin más vías de comunicación que las que proporcionan traicioneros cursos de agua, una flora y una fauna desconocidas hasta el momento y una población itinerante de diferentes tribus, es lo que encontraron los primeros pioneros que de forma casi accidental siguieron el curso del Amazonas hasta su desembocadura. La famosa crónica de Gaspar de Carvajal, que acompañó la expedición de Orellana, dio ya noticias en su momento de una geografía compleja y un paisaje inexpugnable que, pese a todo, atesoraba leyendas de ciudades colmadas de riquezas. El “Descubrimiento del Río de las Amazonas”, publicado en 1542, proporcionó las primeras pistas para reinterpretar el “Gran Río”.
Apenas cien años después, un experimentado jesuita con varios años sobre el terreno es seleccionado para repetir el viaje de Orellana. Su misión: tomar nota detallada de cada accidente geográfico, cada población humana, y casi cada planta y cada animal que habitara en las riberas del río. Cristóbal de Acuña parte junto a la expedición de Pedro de Teixeira en 1640, y durante diez meses redacta el informe encargado con un celo profesional envidiable.
A caballo entre la crónica y el realismo mágico, un año después ve la luz el segundo informe sobre el Amazonas. En sus páginas, la existencia de una población de gigantes y de la mítica raza de mujeres guerreras que ha dado nombre al río, compiten con una detallada descripción de distancias, poblaciones, accidentes geográficos, costumbres, frutos y demás curiosidades.
El escrito era, una vez más, la constatación de un vastísimo territorio virgen, feraz e inexpugnable, con infinitas posibilidades. El propio encargo hecho desde la corte española denotaba, a su vez la importancia estratégica de aquel gran río navegable, en el punto de mira de los dos grandes imperios de ultramar, España y Portugal.
CRISTÓBAL DE ACUÑA
EL PRIMER “GEÓGRAFO” DEL AMAZONAS
El texto de Cristóbal de Acuña, el “Nuevo descubrimiento del Gran río de las Amazonas” constituirá pues la primera muestra del trabajo de investigación geográfica realizado por los misioneros jesuitas en aquel apartado rincón de un mundo recién descubierto. Su minuciosa crónica de la expedición, una de las más importantes y completas sobre el Amazonas, se publicó en Madrid y cincuenta años después ya había sido traducida al francés (1682) y al inglés (1698): la edición francesa fue la primera en incluir mapas basados en las descripciones del jesuita del viaje que por espacio de diez meses llevó al religioso desde Quito (Ecuador) hasta Pará (actual Belém, Brasil). El propio Acuña fue quien presentó su trabajo ante el rey Felipe IV y el Real Consejo de Indias y quien trató de persuadirles de la urgencia de llevar a cabo un proyecto colonizador a gran escala, con diferentes intenciones: confirmar los derechos españoles frente a los portugueses en la cuenca amazónica; abrir una ruta estratégica y comercial a través del río; establecer un camino alternativo –y más seguro– a la ruta de Cartagena para los galeones que transportaban el tesoro; explotar las riquezas de oro y plata que prometían las minas por descubrir en la selva, y, por supuesto, evangelizar a las innumerables tribus nativas, misión que debería ser encomendada, precisamente, a la Compañía de Jesús.
Acuña murió en Lima en 1641, pero sus informes aportaron información muy valiosa. Su crónica y su tono parecen haber resultado de lo más persuasivo pues a partir de este momento se incrementa el ritmo de un proceso a medias entre la colonización y la evangelización, las reducciones, un término empleado para sintetizar la intención de los jesuitas de reducir el número de tribus dispersas en la selva a poblados más grandes, autosuficientes, con un trazado urbanístico similar, concebidas bajo la fe cristiana y el vasallaje al reino de España. Las Misiones Jesuíticas tienen como finalidad última “civilizar” a los indígenas bajo la autoridad española, pero al mismo tiempo se convierten en posiciones de frontera, ejerciendo actos de ocupación en un territorio jurisdiccionalmente discutido por España y Portugal.
LA ORGANIZACIÓN DE LAS REDUCCIONES JESUÍTAS
Las reducciones estaban integradas exclusivamente por indígenas, eran dirigidas de facto por monjes jesuitas que tenían asignadas no sólo funciones sacerdotales, sino además económicas, culturales, sociales y hasta militares y se organizaban en una estructura de cargos públicos similar a la de las ciudades españolas. Para no interferir en la organización social tradicional de los indios, en cada una de ellas existía un jefe superior, alcaldes y regidores, nombrados generalmente entre los caciques, aunque éstos no poseían demasiada autonomía y solían limitarse a ejecutar las directivas de los sacerdotes.
Mediante la técnica de las reducciones, los jesuitas lograron insertarse en la estructura social indígena; logrando primeramente su sedentarización mediante el establecimiento de los poblados, y, posteriormente tratando de restar influencia a los chamanes –la competencia– por la vieja táctica de utilizar las rencillas entre ellos y los caciques. Las reducciones fueron transformando gradualmente las costumbres de los indígenas, comenzando por las más contrarias a los principios de la religión católica, como la antropofagia y la poligamia. Sin embargo, y en un admirable ejemplo de sincretismo, en otros aspectos, no modificaron la mayor parte de las estructuras culturales y sociales. Aunaron los sistemas de valores y creencias de las culturas indígenas con la cosmovisión del catolicismo, mantuvieron las lenguas de los indígenas, que llegaron a hablar con fluidez, y aprendieron de ellos, el uso de las propiedades terapéuticas de muchas hierbas, incorporándolo a su bagaje en el ejercicio de la medicina. De este modo, los jesuitas, a lo largo del tiempo que cumplieron su labor en las Misiones (poco más de un siglo), llevaron a cabo un proceso de civilización de los indígenas que no violentó sus hábitos culturales, sino que los adaptó a sus objetivos civilizadores y religiosos.
Pese a que la política de reducciones se utilizó en diferentes lugares de América, todos los autores coinciden en que dada la particularidad del establecimiento de las misiones de la Amazonía, éstas fueron las más trabajosas para los jesuitas. La selva, mucho más cerrada que en sus homónimas del Paraguay, obligaba a una estructura misional diferente, más dispersa y a hacer frente a poblaciones diseminadas en grandes extensiones de territorio. Esto hizo que no pudieran alcanzaran la prosperidad de otras misiones. La propia configuración del terreno y del bosque impedía, incluso, la agricultura y la ganadería, cuya explotación constituía la fuente de riqueza de las reducciones del Paraguay. El problema de los “bandeirantes” portugueses, que hacían incursiones en busca de esclavos, sin embargo, también existía, ya que asolaron más de treinta pueblos en el Marañón y unos 30.000 indígenas de la nación omagua tuvieron que refugiarse río arriba, en territorio español, abandonando tierras y poblado. Pero precisamente las características de estas misiones – dispersas, en mitad de la selva, sin más comunicación que los ríos – propiciaron una nueva finalidad no prevista de antemano: la exploración. Para conseguir el fin evangelizador era preciso conocer la geografía del terreno, la situación de las tribus y los caminos que llevaban a ellas. Cuando un poblado ya estaba asentado, los padres solían internarse en la selva en busca de nuevos adeptos a los que atraer a la reducción.
Para ello contaban con los propios indios convertidos que ya vivían en la reducción, expertos conocedores del río y sus canales. De esa forma sobrevenida se escribieron algunas de las expediciones y se dibujaron algunos de los mapas más precisos de la zona.
EL TIEMPO DE LOS HÉROES
La primera exploración jesuítica en la zona de que tengamos noticia posiblemente sea la del Padre Rafael Ferrer, natural de valencia, quien desde 1593 está desplazado como misionero en las regiones americanas. Pionero de las exploraciones misioneras, en 1605, protagonizó una expedición en solitario desde el Aguarico al Napo y de éste al Marañón. Caminó más de 200 leguas en línea recta y fue descubriendo innumerables ríos trasversales. Dos años después volvió a su punto de partida, el territorio Kofán, hizo una nueva prospección de 100 leguas al Oriente y envió un informe a Quito pidiendo más misioneros, que le serían concedidos. El Padre Ferrer bautizó a cerca de 5.000 indios y creó las poblaciones de San Pedro, Santa María y Santa Cruz. Murió en 1611, se cree que en una emboscada, al ser arrojado a un riachuelo de aguas agitadas cuando lo cruzaba por un puente de troncos, sin que los indios que allí se encontraban, hicieran nada por salvarle. Pese a la temprana incursión de Ferrer, en un territorio que guarda resquemor hacia los españoles como consecuencia de las campañas realizadas por el capitán Pedro de Palacios, el hermano Santos García, miembro de la Sociedad Geográfica de Lima, en su obra “La geografía del oriente peruano y los jesuitas” afirma que el período que vivió las empresas más atrevidas y heroicas de los jesuitas fue el que trascurre desde 1630 a 1768, en la región del Mainas, la zona nororiental de Perú, fronteriza con Ecuador, Colombia y Brasil. La primera misión fundada en esta área fue la de Francisco de Borja, donde los jesuitas arribaron en febrero de 1638. Prueba del estado de las comunicaciones es que tardaron en llegar cincuenta días desde Quito, por una vía –el cauce del Marañón– que se seguiría usando por casi cien años, al no existir ninguna otra mejor. Francisco de Borja será pues el primer punto de partida para la exploración, la búsqueda de asentamientos y la localización de tribus dispersas. Desde aquí partirá, rio abajo, el Padre Lucas de la Cueva para fundar, en la zona de los jeberos, la segunda reducción de la zona llamada Concepción de los Jeberos.
En este período se engloba el ya citado viaje de Cristóbal de Acuña, pero también algunas otras. Una de las más esforzadas es la exploración del río Napo por el Padre Raimundo de Santa Cruz, quien en 1654 pretendió buscar un camino más directo entre su misión, en el Bajo Huállaga y Quito.
Fletó una expedición de cien indios y dos soldados españoles y se echó a las aguas del Marañón. Remando por espacio de ocho días, llegó a la desembocadura del Napo y lo remontó durante un mes, hasta encontrar la desembocadura del Aguarico. En este punto sufrieron el ataque de los encabellados, que mataron a cuatro de los indios, y el resto propuso retroceder, pero el jesuita amenazó con continuar él solo y optaron por seguirle. Tras cuarenta y tres días Napo arriba, llegaron a puerto Napo, donde el padre dejó a un soldado con la mitad de la flota. Él continuó con el resto de la expedición. En tres días llegó a Archidona, en siete a Baeza y en cuatro más a Quito, cumpliendo la misión autoimpuesta. Por supuesto sin mapas, sin brújula, y sin referencia ninguna.
Una hazaña parecida llevó a cavo el Padre Lucas de la Cueva, en 1659, apenas cinco años después, en busca de una mejor comunicación con Quito. Emprendió la marcha junto a otro jesuita de mayor edad y un grupo de indios para manejar las canoas. Salieron del pueblo de La Concepción de Jeberos, bajaron Marañón abajo, remontaron el Pastaza contra corriente y llegaron al río Bono, que también remontaron hasta las tierras altas, donde debido a los saltos deja de ser navegable. Al llegar a las cumbres, el otro jesuita, el padre Hernández no se sintió con ánimo de continuar y decidió volver al pueblo de Jeberos. El Padre Cueva siguió adelante, pero no pudo continuar por donde había estimado, debido a la dificultad de la ruta por lo que terminó accediendo a Quito por el Puerto de la Canela y volviendo a Jeberos por la ruta recién creada por el padre Santa Cruz.
Precisamente, en 1662, el propio Padre Santa Cruz intenta ahondar en esta vía para facilitar las comunicaciones con la ciudad. Perderá la vida en el intento. Al regreso de su expedición, en un tramo agitado del río, cayó de la balsa al lecho del Marañón, sin que sus compañeros pudieran hacer nada por su vida. Tenía treinta y nueve años y había conseguido cumplir su sueño, tras su exitosa exploración del rio Pastaza, esta vía se perfilará como el camino definitivo hasta Quito.
Otra de las figuras destacadas de la exploración amazónica es el jesuita alemán Samuel Fritz, quien llegó al territorio de los omaguas en 1685 y se dedicó a la tarea evangelizadora con tanto celo, que en 1688 tenía ya a su cargo 40.000 indios en cuarenta pueblos fundados a orillas del Amazonas, diseminados en un espacio de 250 leguas. Y junto a él aparecen otros nombres, como el Padre Lorenzo Lucero, que explora el bajo Ucayali, Marañón y Amazonas y funda el pueblo de Santiago de la Laguna en 1670, futura sede de las misiones de Maynas. O el padre Enrique Richter, quien asciende por el tracionero curso del Ucayali hasta el territorio de los indios cunivos.
CRÓNICAS MISIONALES
INFORMES Y CARTOGRAFÍA
Toda esta relación de acciones de fundación da como fruto literario numerosas creaciones escritas.
Son crónicas misionales como “Diario de Viaje del Misionero” (1707) del Padre Samuel Fritz, fundador de Yurimaguas; “Noticias auténticas del famoso Río Marañón” (1738) del Padre Pablo Maroni, publicada por Jiménez de la Espada en 1889 o la “Historia de las Misiones del Convento de Santa Rosa de Ocopa” que presenta su visión sobre la Amazonía de 1750 hasta 1770.
El Padre Francisco de Figueroa escribe el relato titulado “Informe de las Misiones en el Marañón”, Gran Pará o Río de las Amazonas”, incluido dentro del “Informe General” del Padre Hemando Cavero del 8 de agosto de 1661. El P. Lorenzo Lucero escribe una carta en 1683, titulada “Informe del Viaje a los Jívaros”. Pero también expediciones de carácter conquistador tienen cabida en la pluma de los jesuitas, como es el caso de la protagonizada por el Capitán Palacios, iniciada en la Guarnición de San Miguel en 1636 hasta llegar a la ciudad de Pará un año después, que es relatada por el Padre Manuel Rodríguez en “El Marañón y Amazonas” (Madrid 1684).
Pero quizá la autentica joya de la literatura amazónica la constituya un manual de dos tomos, escrito en 1745 por el misionero jesuita José Gumilla, “El Orinoco ilustrado y defendido Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes”. El libro presenta innumerables detalles sobre los afluentes del río Orinoco, así como sus ramales, caudal o comportamiento, pero también narra en primera persona, desde la experiencia, las costumbres de los pobladores indígenas, sus medicinas, sus comidas, su origen, su educación, y sus usos. Una obra de gran talento, escrita desde toda la objetividad que podía pretender un religioso que se aproximase a esas tierras y desde la curiosidad y la admiración por cuantas novedades le sorprenden. El padre Gumilla, fundador de varias poblaciones en los ríos Apure, Meta y Orinoco, era sobre todo un hombre de acción y un perspicaz observador de la naturaleza y la antropología. Murió en algún lugar de Los Llanos venezolanos el 16 de julio de 1750, cinco años después de culminar una gran obra que se convertiría en un referente universal y 35 años desde el inicio de su labor como misionero. Pese a la innegable calidad y exhaustividad, su obra tardaría en ser reconocida, como consecuencia de su muerte y de la desaparición de la orden jesuítica, y su descrédito posterior, sobrevenida apenas unos años después.
Si bien los informes que los jesuitas elaboraban para sus superiores constituían verdaderos tratados de geografía del territorio, abarcando aspectos políticos, tanto como sociales, físicos, económicos o etnográficos, lo más enriquecedor es que algunos de ellos iban acompañados de Cartas Geográficas. La primera noticia de un mapa del Marañón y el Amazonas es la del cartógrafo francés Nicolás Sansón. Se imprime en el año 1680, y carece de referencias geodésicas ni de ningún género. Su autor jamás ha recorrido la cuenca del Amazonas, pero su mapa reinterpreta gráficamente con sorprendente precisión la relación proporcionada por el padre Acuña en su “Nuevo descubrimiento…”
Con posterioridad, el propio Samuel Fritz realiza una representación geográfica del río Marañón en 1691. Este mapa, dibujado en el terreno con escasísimos medios, resultó ser bastante preciso. Se imprimió en Quito en 1707 y fue dedicado al rey de España.
Pero uno de los mapas más precisos, en este caso centrado en las misiones de la región del Mainas, será el elaborado por el Padre Francisco Javier Weigel. Gran conocedor de la región donde fue misionero y superior, consignó en su mapa con todo detalle poblados activos o ya abandonados y sobre todo los cauces fluviales independientemente de su tamaño, ya que en una selva inexpugnable y repetida, los ríos eran las únicas referencias geográficas válidas, además de los principales canales de comunicación y transporte. Una mirada rápida a este mapa por parte de un experto podría hacer pensar que está incompleto, o casi.
Como advierte su título, refleja solo “El curso del Marañón o Amazonas en su parte española…”. En el año 1769, cuando se elabora, una gran parte del antiguo territorio misionero jesuita había pasado ya a manos de los portugueses, la orden había desaparecido y el propio Weigel termina sus bosquejos de la geografía del Amazonas en una cárcel en Lisboa. Pero eso es otro capítulo –en esta ocasión, bastante oscuro– que trataremos a continuación.
La expulsión del paraíso En el continente americano, las misiones se habían revelado como un importantísimo freno a las aspiraciones expansionistas de los lusitanos, que liderados por los bandeirantes se dedicaban a la caza de indios para venderlos como esclavos en São Paulo y Río de Janeiro. Sus permanentes incursiones habían forzado una mayor militarización de las misiones. Las reducciones empezaron a fortificarse y a formar milicias armadas con armas de fuego y entrenadas en tácticas de guerra moderna combinadas con sus tácticas ancestrales.
Mientras tanto, en España, las reformas borbónicas puestas en marcha por esta nueva dinastía, alcanzaron también al aspecto religioso. Constatar ante el Papa que el poder emanaba del soberano y no del clero era el mensaje que trataba de perpetuar la ideología del regalismo. Por ello, el rey español Carlos III, imitando las políticas seguidas en el Reino de Portugal –en 1759– y en el Reino de Francia –en 1762–, decretó la Pragmática Sanción de 1767, emitida el 27 de febrero de ese año, mediante la cual ordenaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la corona de España, incluyendo los de América y los demás ultramarinos, cifra que afectaba a más de 6.000 religiosos. El objetivo era doble, quizá triple: quitar de en medio a la orden religiosa más afín al Papa, incautarse de los bienes que a la siempre famélica Corona le reportaría la desamortización de sus bienes y acabar con un grupo de poder que mal que bien controlaba ciudades, guarniciones y pequeños ejércitos en América, y que quizá podrían decidir poner sus fuerzas y sus lealtades al servicio de terceros. La expulsión de los religiosos de la Compañía de Jesús afectó fuertemente a todas las instituciones y estructuras de los pueblos indios. Algunos optaron por retornar a la selva y otros emigraron a grandes ciudades donde se sirvieron del entrenamiento como artesanos que habían aprendido en las reducciones. En cualquier caso en todas ellas se registró una rápida disminución de la población.
Cuando llegó el momento de trasladar a los misioneros radicados en la zona del Mainas, al igual que en las reducciones de Paraguay, la corte portuguesa, uno de los organismos más interesados en eliminar focos de ascendencia española en la zona brindó su ayuda a la Corona española. El tema de los jesuitas parece preocupar a diferentes países y, con frecuencia aparece en la correspondencia diplomática ligada con los intereses de los ingleses en la zona, ya que en las cortes francesa y española parece preocupar que Inglaterra pueda entenderse con los jesuitas para ayudarles a ”mantenerse en el Paraguay»”.
Curiosamente, el temor de los jesuitas a ponerse en manos de los portugueses y a entrar en las tierras gobernadas por el marqués de Pombal, sus tradicionales enemigos en la zona, se tornó en agradecimiento ante el trato recibido por parte de gobernadores, notarios, oficiales, marinos y soldados que durante varios meses les acompañaron desde la frontera amazónica hasta Lisboa, y que con su trato humano quisieron aliviar la humillante condición de reos del estado y las vejaciones en cuanto a su transporte y alojamiento que el rey español había decretado.
Cuando Carlos III promulgó la Pragmática de Expulsión de los jesuitas, de los 72 pueblos que, a lo largo de ciento treinta años (desde 1637), fueron estableciendo los misioneros, únicamente quedaban 38, con un total de 19.234 almas.
Entre las causas de esta pérdida y subsiguiente disminución india hay que citar cuatro principales: la mortalidad infantil (3/4 partes morían antes del uso de razón); las epidemias de los adultos, especialmente las viruelas (en la de 1666 murieron 80.000 indios; en la de 1681 otros 60.000; en 1749 desaparecieron naciones enteras); las invasiones portuguesas de los mercaderes de esclavos del Pará que adelantaron los dominios portugueses; y por último, los alzamientos de indios que llevaron, no sólo al martirio de misioneros, sino al abandono de no pocos pueblos que se perdieron, especialmente, del Ucayali y de las regiones del Pastaza y del Napo.
El encargado de llevarla a cabo la expulsión fue el Presidente Diguja, recién llegado a Quito, como primer magistrado. El 6 de agosto de 1767, recibía del virrey de Santa Fe la Pragmática y documentación relativa a la expulsión. La fecha prevista para el arresto y expulsión de los jesuitas de Quito era el 20 de agosto y Guayaquil el lugar designado para su concentración y posterior embarque hacia Panamá, para de allí continuar viaje a Portobello, donde seguirían la ruta de Cartagena, La Habana, y el Puerto de Santa María.
El mayor problema que el Presidente de la Real Audiencia de Quito tuvo para proceder a la expulsión de los misioneros del Marañón fue encontrar y preparar a los sustitutos que debían ocupar los puestos que los veintisiete jesuitas iban a dejar vacíos. A la dificultad de los idiomas se añadía el de la especial dureza y soledad de las selvas amazónicas.
A pesar de ofrecer al clero secular 500 pesos anuales, y prometerles las mejores parroquias de las ciudades al cabo de dos años, el obispo de Quito (Pedro Ponce Carrasco) tuvo que recurrir al arbitrio de ordenar, con poca o ninguna preparación, a cuantos desearon ser párrocos en los pueblos de las misiones, cosa que hicieron 18 individuos.
Los padres jesuitas que habían bregado con la selva, que se habían integrado en ella, que habían fundado pueblos, aprendido idiomas y explorado rutas alternativas fueron obligados a salir de sus reducciones y a emprender, por distintas vías, el viaje de regreso a España en condiciones vejatorias. Los misioneros del río Napo y de Lamas, se enfrentaron a maltrato general y a la escasez de comida, en Panamá que les hizo a enfermar. El primero en morir fue el Provincial de Quito. El día de su sepelio, según decreto del Gobernador, no se doblaron las campanas al haber muerto excomulgado, en calidad de reo del Estado, y en desgracia del rey. En el traslado hasta Cartagena, y en tan solo cinco días de navegación en barcos negreros infectados por la peste, ocho jesuitas más se contagiaron y murieron. Los supervivientes, siete misioneros del Napo, más dos de Lamas, desembarcaron en Cartagena el 25 de marzo de 1769 y volvieron a embarcar rumbo a España el 12 de mayo, con otros 16 jesuitas de diversas provincias. Llegaron al Puerto de Santa María, el 1 de septiembre de 1769, tras más de un año de viaje.
El viaje de sus compañeros, los 19 misioneros del Marañón fue también un calvario pues a las medidas adoptadas, para su detención y encarcelamiento, sobre todo, en Pará y Lisboa, tuvieron que añadir las psicológicas de su propio Superior, a quien las circunstancias trastornaron el juicio, de tal modo que instó a los misioneros a destruir cualquier papel que pudiera comprometerles. Así se perdieron en la hoguera apuntes y noticias sobre las misiones, notas sobre las diversas lenguas del Marañón, diarios, papeles espirituales, libros de Ejercicios Espirituales, y en especial todas las obras en folio que uno de los misioneros, el Padre Deubler, llevaba para imprimir en su provincia.
La crónica de este viaje la refiere con grandes dosis de ironía el padre Manuel de Iriarte en su “Diario”. Algunas de las escenas más duras son la última navegación durante 40 días y 40 noches en completo silencio por ese río Marañón que tanto tantas veces antes han recorrido, la muerte de dos de sus miembros más ancianos que no son capaces de soportar las condiciones del viaje y las vejaciones o las que se refieren a su llegada a Pará, donde harán escala para esperar el siguiente transporte y donde la tripulación espera a la medianoche para desembarcarles de uno en uno para que no puedan ver a nadie, ni ser vistos, bajo pena de muerte.
A su llegada a Lisboa serán recluidos en una prisión, y dos meses después, embarcados rumbo a Cádiz, donde arriban definitivamente al puerto de Santa María un 18 de julio de 1769. Después de una año de viaje, y de innumerables horas y sufrimientos empleados al servicio del rey, después de sus estudios e informes para el aprovechamiento estratégico de los recursos del Amazonas, después de haber instruido en la lengua española a un número ingente de indios, los supervivientes de las misiones del Marañón, como sus compañeros del Napo y Lamas, a la llegada a su patria, solo encontraron en el puerto al contingente de soldados que esperaban para prenderlos. Jamás regresarán al Amazonas, su valiosísimo caudal de información se perderá y la mayoría de ellos protagonizarán un auténtico periplo en busca de un país que les de cobijo. Pero esa ya es otra historia.
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