El Descubrimiento del Orinoco
Diego de Ordaz (1531)
Fue compañero de batallas del cartógrafo Juan de la Cosa en las costas selváticas del Darién, formó parte de las expediciones de Diego Velázquez en Cuba, participó más tarde en la conquista de México bajo el mando de Cortés y fue el primero en explorar el Orinoco y su cuenca. Pero se le recordará siempre por haber sido el primer europeo que alcanzó la cima del Popocatepetl.
”Sería Diego de Ordaz de cuarenta años cuando pasó a Méjico… era capitán de soldados de espada y rodela, porque no era hombre de a caballo; (llevaba una yegua rucia, pasadera que corría poco); fue muy esforzado y de buenos consejos, era de buena estatura e membrudo y la barba algo prieta y no mucha; y en la habla no acertaba bien a pronunciar ciertas palabras, sino algo tartajoso; era franco e de buena conversación”. Así describe Bernal Díaz del Castillo, el soldado cronista de la conquista de México a Diego de Or az, el primer europeo que se asomó al cráter de un volcán americano, el Popocatepetl. Aunque este hecho le dio la fama para que se le autorizase a que en su escudo familiar figurase un volcán humeante, no fue la más notable de sus hazañas, pues Ordaz participó en el frustrado intento de poblar las tierras colombianas del golfo de Urabá con Alonso de Ojeda, tuvo un destacado papel en la triunfante aventura de Cortés de México y, finalmente, por su cuenta, exploró la cuenca del Orinoco en una infructuosa búsqueda de El Dorado.
De sus primeros años se sabe que nació hacia 1480 en Castroverde de Campos, hoy provincia de Zamora, hijo de Lope de Ordaz y de Inés Girón. Cuando Alonso de Ojeda, uno de los compañeros de Cristóbal Colón, con permiso de la Corona, partió para poblar los territorios del golfo de Urabá, donde el almirante había hallado abundantes perlas, Diego de Ordaz se apuntó a aquella expedición que topó con indios muy belicosos que disparaban flechas envenenadas y se comían a los prisioneros. En febrero de 1510, tras ser atacados por los indígenas, Alonso de Ojeda envió a Juan de la Cosa, el famoso cartógrafo, a perseguir a los atacantes con un grupo de expedicionarios entre los que se contaba Diego de Ordaz. En la persecución, los españoles llegaron a un poblado llamado Tubarco abandonado por los nativos y decidieron descansar sin tomar precauciones. Los indios cargaron entonces contra ellos y Juan de la Cosa, herido de muerte por un dardo emponzoñado, y Diego de Ordaz, herido leve en una pierna, se refugiaron en una choza con un puñado de sus hombres. Antes de morir, Juan de la Cosa pidió a Ordaz que aun a costa de su vida intentara avisar a Ojeda del desastre. Advertido Ojeda por Ordaz y otros supervivientes de la matanza, ordenó a los españoles que se refugiaran en los barcos.
Diego de Ordaz no vuelve a aparecer en las crónicas hasta un año después, cuando Diego Velázquez prepara su expedición a Cuba, y lo hace enrolado ya no como soldado bisoño sino como capitán experimentado en la lucha contra los indios. Algunos cronistas se refieren a él como criado del gobernador Velázquez. El 18 de noviembre de 1518 Diego de Ordaz figura como uno de los capitanes que parten de Santiago de Cuba a explorar los territorios descubiertos al oeste de la isla. Ordaz es uno de los hombres que el gobernador Diego Velázquez había infiltrado en la expedición para que vigilasen los actos de su capitán, Hernán Cortés. En la escala que la flota hizo en Trinidad, Velázquez ordenó a Ordaz que detuviera a Cortés, pero éste habló con Ordaz y consiguió persuadirle de que enviara un informe al gobernador sobre la rectitud de sus propósitos.
La expedición de Cortés, formada por 553 hombres, 109 marineros, doscientos indios auxiliares, dieciséis caballos y yeguas, diez cañones pequeños y cuatro falconetes llegó sin novedad a la isla de Cozumel, frente a las costas de Yucatán. Allí tuvo lugar la primera bronca de Hernán Cortés a Diego de Ordaz, al que había ordenado ir al continente en busca de unos españoles que años antes habían naufragado en aquella costa. Después de varios días de espera en los barcos, Ordaz había vuelto a la isla sin esperar el regreso de los indios de Cozumel enviados a buscarlos. Bernal Díaz del Castillo cuenta así el incidente: “Cuando Cortés vio volver a Ordaz sin recaudo ni nueva de los españoles ni de los indios mensajeros, estaba tan enojado y dijo con palabras soberbias a Ordaz que había creído que otro mejor recaudo trajera que no viniese así, sin los españoles ni nuevas de ellos, porque ciertamente estaban en aquella tierra”. Poco después de ponerse en marcha de nuevo la flota hacia el Norte, uno de los barcos comenzó a hacer agua y todos regresaron a Cozumel para repararlo. Estando en esta labor aparecieron los indios llevados por Ordaz al continente en busca de los españoles perdidos, acompañados por Jerónimo Aguilar, uno de los naufragados años antes, que había sobrevivido viviendo con los indígenas.
Los expedicionarios de Cortés navegaron cerca de la costa de Yucatán, pasaron el cabo Catoche y llegaron el 24 de marzo al río Tabasco o de Grijalva, por el que determinaron entrar para reconocer la tierra, donde fueron atacados por los indígenas. Los indios empleaban sus flechas para mantenerse fuera del alcance de los infantes españoles. Bernal Díaz del Castillo cuanta el siguiente diálogo mantenido con Ordaz en el combate: “Yo dije: Diego de Ordaz, paréceme que podemos apechugar con ellos, porque verdaderamente sienten bien el cortar de las espadas y estocadas, y por esto se desvían algo de nosotros, por temor de ellas y por mejor tirarnos sus flechas y varas tostadas y tantas piedras como granizos. Y respondió que no era buen acuerdo, porque había para cada uno de nosotros trescientos indios; y que no nos podríamos sostener con tanta multitud; y así estábamos con ellos sosteniéndonos. Y acordamos de allegarnos cuanto pudiésemos a ellos, como se lo había dicho al Ordaz, por darles mal año de estocadas, y bien lo sintieron, que se pasaron de la parte de una ciénaga”. La intervención de la caballería de Cortés fue decisiva y los caciques indios que aceptaron la rendición y entregaron a Cortés una joven noble cautiva que hablaba azteca, a la que bautizó y puso por nombre Marina. Esta muchacha, que al igual que Jerónimo Aguilar había aprendido maya durante su cautiverio, sería de gran utilidad durante la conquista de México. Cortés hablaba español con Aguilar y éste traducía al maya lo que luego Marina trasladaba al azteca.
Los españoles continuaron su navegación hacia el Norte y un mes después, cuando se encontraba en la isla de San Juan de Ulúa, frente a la actual Veracruz, los españoles supieron que los nativos de aquellas tierras estaban sometidos a un gran cacique del interior del continente, llamado Moctezuma, que vivía en una gran ciudad edificada en un lago. Los españoles pasaron a tierra firme, donde les visitó el gobernador azteca de la región, a quien Cortés le expresó su deseo de visitar a su emperador. Durante la visita un indígena pintaba todo lo que veía en el campamento español para enviárselo a Moztezuma. Al cabo de ocho días Cortés recibió una embajada del imperio azteca cargada de gran número de piezas de oro, perlas y piedras preciosas. Cortés volvió a manifestar a los enviados su deseo de conocer a su gran señor, pero pasaba el tiempo y los aztecas daban largas de los deseos de los españoles de penetrar en su reino.
La llegada de los tesoros, la inactividad, el calor asfixiante y los mosquitos impacientaron a muchos de los expedicionarios, que comenzaron a quejarse de que ellos habían venido a enriquecerse y no a poblar, y que ya era hora de volver a sus casas con lo obtenido con el tesoro enviado por Moztezuma. Según el historiador Antonio de Solís, Diego de Ordáz fue quien se convirtió en portavoz de los partidarios de volver a Cuba para dirigir las quejas a Cortés. “Hablóle en nombre de todos Diego de Ordaz –cuenta Solís- y no sin alguna destemplanza en que se dejaba conocer la pasión, le dijo: que la gente del ejército estaba sumamente desconsolada y en términos de romper el freno de la obediencia”. Cortés decidió entonces cortar por lo sano y mandó apresar a Diego de Ordaz y a otros dos capitanes y los mantuvo aislados varios días hasta que se calmaron los ánimos. Solís cuenta que Cortés “se valió de esta prisión para meter mañosamente algunos de sus confidentes que procurasen reducirlos y ponerlos en razón, como lo consiguió con el tiempo, dejándose desenojar tan autorizadamente, que los hizo sus amigos, y estuvieron a su lado en todos los accidentes que se le ofrecieron después”.
Durante su estancia en aquella tierra caliente, Hernán Cortés había recibido la visita de una comisión de la ciudad de Cempoala, conquistada poco antes por Moctezuma, que le hicieron saber su descontento y le invitaron a visitar su pueblo. Viendo Cortés que el imperio azteca tenía puntos débiles por donde atacarlo, decidió aceptar la invitación. Antes de internarse en México, para no dejar cabos sueltos, decidió enviar el tesoro de Moztezuma a España para hacer saber al rey su propósito de conquistar aquellas ricas tierras en su nombre, mandó echar a pique sus barcos, dejó en la recién fundada Veracruz a los enfermos y partió el 16 de agosto con cerca de cuatrocientos españoles, quince caballos, siete cañoncetes y mil quinientos indios.
En cinco días de marcha, los expedicionarios alcanzaron el altiplano mexicano, a dos mil metros de altitud, en una región, Tlaxcala, poblada por indígenas que no se habían sometido a Moctezuma. Confiaba Cortés en hacerlos sus aliados para hacer frente a los aztecas, pero los tlaxcaltecas atacaron a los españoles con un numeroso ejército. El 5 de septiembre de 1519, tras una larga batalla en la que los tlaxcaltecas valoraron la fortaleza de los españoles como aliados contra los aztecas, se avinieron a ayudar a Cortés. Estando reposando de aquel combate y negociando con los de Tlaxcala, los expedicionarios repararon por primera vez en la montaña cónica, coronada de nieve que, humeante, se alzaba en el horizonte. Bernal Díaz del Castillo cuenta así la sorpresa que les produjo la visión del volcán Popocatpetl, de 5.500 metros de altitud: “Hartos estarán ya los caballeros que esto leyeren de oír razonamientos y pláticas de nosotros a los tlaxcaltecas y ellos a nosotros; querría acabar ya, y por fuerza me he de detener en otras cosas que con ellos pasamos, y es aquel el volcán que está cabe Guaxocingo, echaba en aquella sazón que estábamos en Tlaxcala mucho fuego, más que otras veces solía echar, de lo cual nuestro capitán Cortés y todos nosotros, como no habíamos visto tal, nos admiramos de ello; y un capitán de los nuestros que se decía Diego de Ordaz tomóle codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él, la cual licencia le dió, y aun de hecho se lo mandó”.
Bernal, el autor de la “Historia verdadera de la conquista de Nueva España”, cuenta vívidamente las dificultades la ascensión de Ordaz: “Y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales de Guaxocingo; y los principales que consigo llevaba poníanle temor con decirle que luego que estuviese a medio camino de Popocatepeque, que así llaman aquel volcán, no podría sufrir el temblor de la tierra y llamas y piedras y ceniza que de él sale, y que ellos no se atreverían a subir más de donde tienen unos cúes de ídolos que llaman los teules de Popocatepeque. Y todavía Diego de Ordaz con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo, que no se atrevieron a subir, y parece ser, según dijo después Ordaz y los dos soldados, que al subir que comenzó el volcán a echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas, y mucha ceniza, y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán, y que estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de ahí a una hora que sintieron que había pasado aquella llamarada y no echaba tanta ceniza ni humo, y que subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha, y que habría en el anchor un cuarto de legua”.
Al término del relato enfatiza lo que sería el descubrimiento sustancial de aquella gesta de Ordaz, el objetivo final de la expedición de Cortés, Tenochtitlán: “ que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados”. Y está este volcán de México obra de doce o trece leguas –precisa Díaz del Castillo– Y después de bien visto, muy gozoso Ordaz y admirado de haber visto a México y sus ciudades, volvió a Tlaxcala con sus compañeros, y los indios de Guaxocingo y los de Tlaxcala se lo tuvieron a mucho atrevimiento”.
No fue este el único episodio notable de la intervención de Diego de Ordaz en la conquista de México, aunque el azufre encontrado por Ordaz en el Popocatpetl serviría mucho después a los españoles para la fabricación de la pólvora. Bernal le asigna un papel destacado en el apresamiento de Moctezuma. En la huída y posterior toma de Tenochtitlán destacó este capitán por su valentía, al mando de cuatrocientos soldados. Cortés le envió luego a explorar y hacer alianzas con los indios de río Guazagualco, hoy Coatzacoalcos. A pesar de la prevención con que Cortés trató a Ordaz al comienzo de la expedición, Ordaz intervino en el apresamiento de Pánfilo de Narváez, el enviado por Diego Velázquez desde Cuba para detener a Cortés. Más tarde, completada la conquista, Díaz del Castillo cuenta cómo Ordaz actuó como leal consejero de Hernán Cortés y la defensa que hizo en España de sus méritos frente a las acusaciones que pretendieron desacreditarle y le despide en su crónica diciendo: “y de allí a dos o tres años el mismo Ordaz volvió a Castilla y demandó la conquista del Marañón, donde se perdió él y toda su hacienda”.
El conquistador del Popocatpetl fue uno de los grandes capitanes españoles en la exploración y conquista de América. Sus recorridos por el oriente venezolano y el Orinoco le sitúan entre los grandes de la Historia y merecen un amplio capítulo aparte, aunque hoy sólo su ascensión volcán y la ciudad venezolana de Puerto Ordaz, a orillas del Caroní, parecen los únicos reconocimientos a su memoria.
Diego de Ordaz murió en el Atlántico, posiblemente envenenado, cuando cansado y enfermo regresaba a España para defender sus descubrimientos de las intrigas e insidias de sus rivales y enemigos. De su final dice Fernández Oviedo en su ”Historia de las Indias”: “Y yendo a Castilla murió y le echaron al mar en un serón”.