Catalina de Erauso, la monja alférez
Fue viajera a la fuerza, pero sus peripecias en un mundo donde las mujeres no tenían más alternativas que el hogar o el convento, convierten a Catalina de Erauso, la monja alférez, en una aventurera excepcional. La relación de su vida, que no se publicó hasta el siglo XIX, suscita dudas acerca de su autenticidad, pero resulta interesante porque combina la descripción de las hazañas militares con los lances propios de la novela picaresca.
Por Luis Carandell (mf de la SGE)
Bibliografía: Boletín 9 – Grandes viajeras – julio de 2001
“La verdad es ésta: que soy mujer, que nací en tal parte, hija de fulano y zutana; que me entraron de tal edad en tal convento con fulana, mi tía; que allí me crié; que tomé el hábito, que tuve noviciado; que estando para profesar, por tal ocasión me salí; que me fui a tal parte, me desnudé, me vestí, me corté el cabello, partí allí y acullá, me embarqué, aporté, traginé, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parear en lo presente y a los pies de Su Ilustrísima”.
De esta manera tan sucinta como expresiva resume Catalina de Erauso su accidentada vida cuando en la ciudad de Guamanga, en el Perú, encuentra a un obispo que la comprende y le refiere su historia. “El santo señor, entre tanto la relación duró, que fue hasta la una, se estuvo suspenso, sin hablar ni pestañear, escuchándome y, después que acabé, se quedó también sin hablar y llorando a lágrima viva”.
Catalina había nacido en 1592 en San Sebastián, hija del capitán don Miguel de Erauso y de doña María Pérez de Galarraga. Así lo demostró don Joaquín María Ferrer al publicar en 1829 el manuscrito titulado “Historia de la Monja Alférez , Catalina de Erauso, contada por ella misma”. Entre los apéndices del libro figura la partida de bautismo de la parroquia de San Vicente Mártir. Según refiere el señor Ferrer en el prólogo, el cuaderno que él copió pertenecía a un amigo suyo, don Felipe Bauzá, y había sido copiado de otro que existe en la Academia de la Historia , copiado a su vez de un documento del Archivo de Indias de Sevilla.
En su relato, Catalina asegura, sin embargo, que nació en 1585, y estos siete años de diferencia provocan no pocas contradicciones y ponen en entredicho la autenticidad del texto. De hecho, ya en el siglo XIX fue calificado de apócrifo. Catalina existió realmente y sus contemporáneos se interesaron por aquella mujer capaz de emular las hazañas varoniles. Un dramaturgo español, Juan Pérez Montalbán, escribió en 1626, cuando ella vivía aún, una comedia titulada “ La Monja Alférez ”. No se puede asegurar que el texto que publicó el señor Ferrer sea auténtico, pero la narración de la vida de Catalina es lo bastante interesante como para reclamar la atención del lector.
Catalina empieza diciendo que, a los cuatro años de edad, la metieron en un convento de dominicas de la que era priora su tía, doña Úrsula de Unza y Sarasti. Vivió allí hasta los quince años y, en el año de noviciado, se peleó con una monja, Catalina de Aliri, que la había maltratado. Esto la indujo a escapar del convento.
En la víspera de San José de 1600, -tuvo que ser en 1607, según las cuentas del señor Ferrer-, la priora, estando en el coro, le pidió que le trajera el Breviario. Ella fue a la celda de su tía y alli vio las llaves del convento. Le llevó el libro, volvió sobre sus pasos y tomando hilo, aguja y tijeras salió del convento y llegó a un castañar donde permaneció tres días que empleó en hacerse una basquiña, unos calzones y unas polainas. Se cortó el cabello y se fue a Vitoria. Allí sirvió a un doctor que era pariente suyo sin saberlo. Luego marchó a Valladolid y se encontró con su padre, que había ido a buscarla y no la conoció. En San Sebastián, su madre la vio en la iglesia y se quedó mirándola sin conocerla.
Marchó a Sanlúcar y embarcó para las Indias en un navío que mandaba un tío suyo, Esteban Eguiño, a quien tampoco se dio a conocer. Fueron a Cartagena de Indias, embarcaron plata y ella le robó a su tío 500 pesos, saltó a tierra “y nunca me vieron más”. Por esta época no se había despertado aun en ella la afición a las armas. No nos dice cuando aprendió su manejo ni cómo se ejercitó en la manera rufianesca que tenía de pelear. En Panamá, un comerciante la contrató para regir un negocio de ropas, cosa que hizo con diligencia y honradez. En la ciudad peruana de Saña se topó con un hombre pendenciero, apellidado Reyes, que la desafió y la amenazó con cortarle la cara. Ella mandó amolar un cuchillo y, fue donde Reyes, quien le preguntó: “Qué quiere?” Ella dijo, “Esta es la cara que se corta”, “y le di con el cuchillo un refilón del que le dieron diez puntos”. Un amigo de Reyes se batió con ella y “yo le entré una punta por el lado izquierdo”. La encarcelaron, pero el comerciante para el cual trabajaba salió fiador por ella.
Este señor tenía una amante que se llamaba doña Beatriz y le propuso a Catalina que se casara con ella. Argumentó que, como Reyes estaba casado con una sobrina de dicha señora, la enemistad con él se suavizaría con esa boda. Pero Catalina vio lo que pretendía: “tenernos seguras, a mi para el servicio y a ella para el gusto”. Explica por qué perdió su trabajo: estando en Lima, “solía jugar y triscar”con dos doncellas cuñadas del amo; “y un dia, estando en el estrado peinándome acostado en sus faldas y andándole en las piernas”, la sorprendieron y la despidieron.
Fue entonces a la ciudad de Concepción, en Chile, y sentó plaza de soldado. Allí encontró a su hermano Miguel, que era capitán, y al cual no conocía porque se había ido de casa cuando ella tenía dos años. Le dijo que era hermano suyo y Miguel le preguntó por su hermana Catalina, la monja. Por una reyerta la desterraron a Paicabi donde, dice “estábamos siempre con las armas en la mano por la gran invasión de indios que allí hay”. Libraron batalla en los llanos de Valdivia y Catalina recuperó la bandera: “Maté al cacique indio que la llevaba, quitésela y apreté con mi caballo, atropellando, matando e hiriendo a infinidad, pero mal herido y pasado de tres fechas y de una lanza en el hombro izquierdo”. Su heroica acción le valió ser nombrada alférez y con ese grado participó en la batalla de Puren.
“Jugaba conmigo la fortuna tornando las dichas en azares”, dice. Una noche que entró en una casa de juego, se peleó con otro jugador que la acusó de tramposa. “Yo saqué la espada y entrésela por el pecho”. El corregidor la detuvo pero ella le dio una cuchillada y le atravesó los dos carrillos. Catalina se acogió a sagrado en el convento de San Francisco y permaneció allí seis meses. Pero su destino no la dejaba en paz. Un amigo suyo que había desafiado a un caballero le pidió ayuda. Primero se batieron los que se habían retado pero, luego, Catalina peleó con el otro y le dio una punta por debajo de la tetilla izquierda. “¡Ah traidor, que me has muerto!, dijo el herido. A ella le pareció que conocía la voz y le preguntó su nombre, “Miguel de Erauso”, dijo. Enterraron a su hermano en San Francisco, “viéndolo yo desde el coro, ¡sabe Dios con qué dolor!”
Salió entonces para Tucumán haciendo el camino “con dos soldados de mal andar” con quienes se topó. Atravesaron la cordillera “una tierra fría, tanto que nos helábamos”. Vieron a dos hombres arrimados a una peña y les saludaron con la mano antes de llegar. Pero no respondieron pues “estaban muertos, helados, las bocas abiertas como riendo; y causónos pavor”.
Murieron los dos soldados que iban con ella. “Arriméme a un árbol, lloré, y pienso fue la primera vez; recé el rosario, encomendándome a la Santísima Virgen y al glorioso San José”. Unos cristianos la recogieron y la llevaron a la hacienda de una señora mestiza que la trató muy bien y le pidió que se quedara con ella para gobernar la casa y casarse con su hija, “que era muy negra y fea como un diablo y muy contraria a mi gusto, que fue siempre de buenas caras”. Fueron a Tucumán para celebrar la boda pero Catalina tomó una mula, “me partí, y no me han visto más”. Estaba muy solicitada como buen partido pues el secretario del obispo de Tucumán quiso casarle con una sobrina suya. “Vide a la moza y parecióme muy bien”, dice. Pero abandonó Tucumán sin despedirse.
El relato de Catalina es muy realista. Dice en un pasaje, por ejemplo:”El maestre de campo, fatigado de la celada, se la quitó para limpiarse el sudor, y un demonio de muchacho como de doce años que estaba enfrente encaramado en un árbol, le disparó una flecha y se la entró por un ojo y lo derribó, lastimado de tal suerte que expiró al tercer dia. Hicimos al muchacho diez mil añicos”.
Catalina fue acusada falsamente en la ciudad de la Plata , de haberle cortado la cara a una dama. La sometieron a tortura pero un procurador que allí estaba dijo que, siendo vizcaíno el acusado, tenía privilegio y no se le podía aplicar. La tortura siguió, resistiendo ella las vueltas del potro “firme como un roble”.
Alternó la vida militar con los negocios. En Charcas, su amo le confió diez mil carneros de carga, que allí reciben el nombre de llamas con la misión de ir a Cochabamba, comprar trigo , molerlo y llevarlo a Potosí, donde escaseaba. La operación salió muy bien y la repitió. El juego la traía a mal traer. Un día jugó con un mercader en casa de un sobrino del obispo de las Charcas. Catalina dijo: “Envido”. “¿Qué envida?”, preguntó el mercader. Envido, repitió ella y el mercader dijo dando un golpe con un doblón: “Envido un cuerno”. Replicó Catalina: “Quiero y reenvido el otro que le queda” El mercader tiró los naipes. Se batieron y él cayó malherido.
Por matar a un hombre fue condenada a muerte. No quiso declarar ni confesarse. “Entró un fraile a confesarme; yo me resistí; él porfió; yo fuerte: fueron lloviendo frailes; yo, hecho un Lutero”. Cuando iban a ahorcarla, llegó la orden de suspensión de la sentencia. El editor de sus memorias, el señor Ferrer, se sorprende de que Catalina presuma de haber cometido tantos crímenes. Cree que se los inventa pues de ninguno de ellos queda constancia en los archivos de los tribunales.
En una ocasión salvó de morir a una dama. Su marido la había sorprendido acostada con el secretario del obispo, le había matado a él y quería matarla a ella. La señora montó a la grupa de su mula pero el marido las persiguió a tiros por el monte hasta que Catalina dejó a la dama en un convento. El obispo y el presidente de la Audiencia decidieron que el marido de la dama entrase en religión, en el convento que quisiese.
En La Paz fue condenada nuevamente a muerte por homicidio. Pero la mañana en que habían de ejecutarla fue a comulgar y, sacando la sagrada forma de su boca, la tomó en su mano y empezó a decir en voz alta “Iglesia me llamo, Iglesia me llamo”. Se alborotó la gente y el sacerdote prohibió que se acercasen a ella. Entró el obispo con el gobernador y la llevaron bajo palio en procesión al altar. Un clérigo tomó la sagrada forma y la depositó en el sagrario. Luego le lavaron muchas veces la mano que había tocado el Cuerpo de Cristo. Catalina se quedó en la iglesia hasta que se fueron los guardias y pudo salir.
Fue a Lima y se embarcó en El Callao para defender la ciudad del ataque de los holandeses. Cayó prisionera y temió que la llevaran a Holanda, aunque la dejaron en la costa de Paita, a cien leguas de Lima. Allí la acusaron de haber robado un caballo. Ella recurrió a una estratagema para demostrar que era falso. Se quitó la capa y tapó con ella la cabeza del caballo. Entonces le dijo al corregidor: “Señor, suplico a vuestra merced que estos caballeros digan cual de los dos ojos le falta a este caballo, si el derecho o el izquierdo, pues puede ser otro el caballo robado y equivocarse estos caballeros”. El alcalde trasladó la pregunta a los acusadores. Respondieron a un tiempo y uno dijo el derecho y otro, el izquierdo. Mal concordante, dijo el alcalde. Y escribe Catalina:“entonces tiré de mi capa y dije: pues vea vuestra merced como ni uno ni otro están en el caso, que mi caballo no es tuerto sino sano. El alcalde dijo, monte usted y váyase con Dios”.
En Cuzco se topó con un hombre moreno, velloso y muy alto, “que con la presencia espantaba” y al que llamaban el Nuevo Cid. Jugó con él a las cartas y le iba ganando. El otro alargó la mano para cogerle unas monedas y Catalina le clavó la daga en la mano contra la mesa. Se pusieron en pie y sacaron las espadas. Resultó herida y sintió ansias de muerte. El Nuevo Cid se acercó a ella y le dijo: “Perro, ¿todavía vives?”. Catalina le tiró una estocada que le entró por la boca del estómago y él cayó pidiendo confesión. Ella se confesó con un fraile y declaró su condición de mujer, pero él no se lo comunicó a nadie por ser secreto de confesión.
Yendo a Guancavélica, vio a tres hombres que venían a prenderla. Mientras les amenazaba, les dijo: “Prenderme vivo no podrá ser”. Uno de ellos respondió: “Señor, somos mandados y no lo pudimos excusar; pero no queremos más que servirle” Catalina les dio tres doblones y siguió viaje. Estando en Guamanga se topó una noche con dos alguaciles que le preguntaron “¿Qué gente?” “El diablo”, dijo ella. Los alguaciles empezaron a fritar “¡Favor a la justicia!”. Se armó un gran ruido. Salió el corregidor y detrás el obispo con su secretario. “Señor alférez, le dijo a Catalina este último, déme las armas y le doy palabra de sacarle salvo”. El obispo la hizo entrar en su casa, mandó que le dieran cena y la hospedaran en el palacio episcopal. Este obispo era fray Agustín de Carvajal, agustino, natural de Cáceres que había sido promovido a la sede de Guamanga en 1611.
A la mañana siguiente la llamó a su presencia y, dice Catalina: “…me preguntó quién era y de dónde, hijo de quién y todo el curso de mi vida, y causas y caminos por donde vine a parar alli”. La trató tan bien “que yo me puse tamañito viéndolo tan santo varón, pareciendo estar yo en la presencia de Dios; dígole, señor , todo eso que he referido a Vuestra Señoría Ilustrísima no es asi. La verdad es esta, que soy mujer…” Así empezó Catalina el verdadero relato de su vida. Al ver que el obispo no acababa de creer lo que ella le contaba, le dijo que, si quería salir de dudas, se sometería al examen de unas matronas. Vinieron dos, la miraron y juraron ante el obispo que la habían hallado virgen intacta. “Su Ilustrísima se enterneció y despidió a las comadres. Me hizo comparecer, me abrazó y me dijo: hija, ahora creo lo que me dijiste y creeré en adelante cuanto me dijereis; y os venero como una de las personas notables de este mundo”.
Catalina añade que “el caso se divulgó y era inmenso el concurso que acudió , sin poderse excusar la entrada a personajes, por más que yo lo sentía y Su Ilustrísima también”. Finalmente, el obispo decidió que entrara en el convento de Santa Clara. No sorprende en absoluto que la noticia de que un alférez ingresaba en un convento de monjas causara admiración en todas las Indias. En 1620, Fray Agustín falleció y el arzobispo de Lima la llamó a su diócesis . Allí la esperaba un gran concurso de gente. El virrey, príncipe de Esquilache, la quiso ver también y la invitó a comer en su casa. El arzobispo lo dijo que eligiera el convento y ella le pidió ver todos los de la ciudad, y pasó cuatro días en cada uno. Al fin eligió el de la Trinidad de Comendadoras de San Bernardo, donde estuvo dos años y medio.
Llegó entonces de España la noticia de que ella no era ni había sido nunca monja profesa, con lo que pudo salir del convento. Embarcó en Cartagena de Indias para Cádiz. Y no terminaron allí sus aventuras. Fue a Sevilla, Madrid y Pamplona, camino de Roma. Pero, al pasar por Turín, los franceses la mandaron prender por suponer que era espía española. Estuvo en prisión quince días y la soltaron después de quitarle el dinero. Tuvo que volver a pie, mendigando. Llegada a Madrid, presentó un memorial al rey suplicando que la premiara por sus servicios. El Consejo de Indias informó favorablemente y le señalaron ochocientos escudos de renta. El expediente está en el Archivo de Indias de Sevilla.
Yendo de viaje a Barcelona con dos amigos, les salieron al paso nueve bandidos armados que les quitaron cuanto llevaban, incluidos los vestidos, dejándoles solo los papeles. Dio la casualidad de que el rey estaba en Barcelona y Catalina pidió al marqués de Montesclaros, a quien conocía de América, que le permitiera ver al monarca. Fue admitida a su presencia, vestida de hombre pues tenía licencia para ello, y le contó a Felipe IV lo que le había ocurrido. El rey le dijo: “Pues, ¿cómo os dejasteis vos robar?” Catalina replicó: “Señor, no pude más”. S. M. Pidió ver el memorial que ella había presentado.
Tomó una nave para Génova y allí entabló conversación con un soldado italiano. “Usted, español es”, dijo él. Ella asintió. “Según eso será soberbio usted, que los españoles lo son y arrogantes, aunque no de tantas manos como blasonan”. Catalina le respondió: “Yo a todos los veo muy hombres para cuanto se ofrece”. El italiano dijo entonces “Yo los veo a todos que son una merda”. Levantándose, Catalina dijo: “No hable usted de ese modo que el más triste español es mejor que el mejor italiano”. Se armó una reyerta en la que participó mucha gente. Ella se fue a su galera, que salía para Roma.
El Papa Urbano VIII quiso conocerla y le preguntó por “mi vida, mi sexo, mi virginidad”. Le dio permiso para seguir vistiendo hábito de hombre. Y se hizo tan famosa que “fue notable el concurso de que me vide cercado, de personajes, obispos, cardenales de suerte que en mes y medio que estuve en Roma fue raro el día que no fuese convidado y relegado de príncipes”. Hasta la nombraron ciudadano romano, asentando su nombre en un libro al efecto. Por defender a su país, discutió con uno de los cardenales “No tiene más falta que ser español”, dijo este y ella replicó: “A mi me parece, señor , que no tengo otra cosa buena”.
El libro termina en Nápoles con la narración, no de una pelea pero sí de una discusión que tuvo con unas damiselas de las que se sintió insultada porque la miraban y reían. Una de ellas le preguntó: “Señora Catalina, ¿dónde es el camino?. Respondí: Señoras putas, a darles a ustedes cien pescozadas, y cien cuchilladas a quien las quisere defender. Callaron y se fueron de allí.”
Don Cándido Trigueros dice en unas notas al manuscrito que, en 1630, estando Catalina en Sevilla, Francisco Pacheco pintó su retrato. Un autor italiano que la conoció en 1626, cuando fue por primera vez a Roma, la describe como “de estatura grande y abultada para mujer, bien que no parezca ser hombre. No tiene pechos, que desde muy muchacha me dijo haber hecho no sé que remedio para secarlos y quedar llanos, el cual fue un emplasto que cuando se lo puso le causó gran dolor; pero después surtió el efecto. De rostro no es fea, pero no hermosa y se le reconoce estar algún tanto maltratado, pero no de mucha edad. Los cabellos son negros y cortos como de hombre, con un poco de melena como hoy se usa. En efecto, parece más capón que mujer. Viste de hombre a la española; trae la espada bien ceñida y así la vida; la cabeza un poco agobiada, más de soldado valiente que de cortesano. Solo en las manos se le puede conocer que es mujer…”
En el memorial que dirigió al rey, Catalina dice que ha empleado quince años de su vida al servicio de S. M. en los reinos de Chile y Perú, habiendo pasado a aquellas partes en hábito de varón por inclinación que tuvo a ejercitar las armas en defensa de la fe católica y en servicio de V. M.” Añade que en todo ese tiempo fue conocida por hombre hasta que, “forzada por un acaecimiento que no hace a propósito decir aquí, fue descubierta se mujer… Resistió en todo tiempo a las incomodidades de la milicia como el más fuerte varón”. Se hizo llamar Alonso Díaz Ramírez de Guzmán. También cuenta cómo por defender al rey, los franceses la maltrataron así de palabra como de manos pues “habiendo oído algunas cosas, había respondido en decoro y reverencia de Vuestra Majestad”.
Se asegura que, tras permanecer algún tiempo en Nápoles, pasó a La Coruña y embarcó para Nueva España. Un capuchino, fray Nicolás de Rentería, declaró que, en 1645, encontró varias veces en Veracruz de México al Alférez Catalina de Erauso, que se hacía llamar Antonio de Erauso, “sujeto allí tenido por mucho corazón y destreza; que andaba en hábito de hombre y le parece que sería entonces como de cincuenta años; que era de buen cuerpo, no pocas carnes, color trigueño y con algunos pocos pelillos por bigote”.
Hay por lo menos dos versiones sobre la muerte de Catalina de Erauso. La primera fue escrita y publicada en México tres años después de su fallecimiento que, según se asegura, sucedió en 1650, cuando la Monja Alférez iba por el camino nuevo de Vera Cruz con una carga de ropa. Al llegar a Quitlaxtla, “adoleció del mal de muerte y falleció con una muerte ejemplar y con general dolor de todos los circunstantes”. A su entierro asistió “lo más lucido de aquel pueblo por ser amada de todos. Los presbíteros y religiosos que se hallaron allí le dieron, con un suntuoso entierro, sepulcro honorífico”.
Según la otra versión, que da don Joaquín María Ferrer en su libro, Catalina desapareció frente a Veracruz cuando, en una noche de tormenta, no pudiendo el barco atracar en el puerto, varios pasajeros desembarcaron en un bote y ella no llegó a tierra. No se supo si había caído al agua, si se había suicidado o bien si había decidido ocultarse para proseguir en tierras de América sus descomunales aventuras.