Las Siete Ciudades de la Cibola Francisco Vázquez Coronado (1540-42)

Irma Leticia Magallanes Castañeda

En la década de 1530 existía poca información sobre el actual territorio de América del Norte y mucha curiosidad por encontrar provincias mejores que las descubiertas en el valle de México y el Perú. Hasta ese momento los conquistadores y pobladores de la denominada «Nueva España» conocían, pero de manera imprecisa, algunos informes sobre los actuales territorios de Florida, Texas y Baja California. Estos relatos, avivados por la imaginación de quien los narraba, fueron conocidos por hombres comunes en los que se mantenía vivo el deseo de encontrar las ciudades de tierras extrañas y fabulosas descritas por las antiguas leyendas clásicas.

LAS LEYENDAS, MOTOR DE DESCUBRIMIENTOS

Tales historias comenzaron a cobrar fuerza en 1536 cuando Cabeza de Vaca y sus tres compañeros náufragos difundieron su epopeya en la villa de Culiacán. Las leyendas desataron el interés de los habitantes del territorio mexicano por las exploraciones hasta el punto de que llegaron a atraer al virrey Antonio de Mendoza, el cual averiguó lo que los pobladores sabían de la frontera y de un territorio conocido con el nombre de Cíbola. De inmediato dispuso un primer viaje de reconocimiento por la «tierra adentro». Los preparativos comenzaron con la compra del negro Estebanillo, esclavo de Andrés Dorantes, ambos sobrevivientes de la expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida y compañeros de Cabeza de Vaca, el náufrago más conocido. El virrey lo liberó, entregándolo como guía al franciscano Marcos de Niza, hecho en las andanzas de conquistadores de la talla de Pedro de Alvarado y de Francisco Pizarro. El religioso inició con entusiasmo la empresa pero, a medida que se internaba por aquellos ignotos territorios y se alejaba de los conocidos, le fue invadiendo una sensación de inseguridad y desconfianza. Al llegar a un pueblo conocido más tarde con el nombre de Zuñi, fray Marcos creyó que formaba parte de «las siete ciudades». El nombre del mitológico lugar procedía de una popular leyenda griega, anterior a la Odisea que, en esencia, registraba las hazañas de Jasón y los argonautas. A finales del siglo XV, la leyenda de «las siete ciudades» se había transformado en una versión portuguesa que las ubicaba en una remota isla desierta. Las cartas de marear de Colón las situaron en una mítica isla del Atlántico y posteriormente se convirtieron en el objetivo de los buscadores de oro, de los cazadores de quimeras, de los conquistadores de Ultramar en el siglo XVI.

Fray Marcos denominó «Cíbola» a la región donde creyó que se encontraban las míticas siete ciudades. En este lugar los naturales mataron a Estebanillo y, ante el desgraciado fin de su compañero y guía, el fraile decidió volver de inmediato a la ciudad de México, no por el temor a morir sino por el de no poder dar aviso de la grandeza de la tierra que creía haber pisado. Con premura tomó posesión de ella y, en nombre del virrey, la llamó «Nuevo Reino de San Francisco».

A su regreso a la capital mexicana, fray Marcos de Niza afirmó haber escuchado abundante información sobre Cíbola, tanta como en la Nueva España se tenía de la ciudad de México o en el Perú de Cuzco; por ello dedujo su tamaño, riqueza y población y, sin tardanza, aconsejó la conveniencia de su conquista. Al mismo tiempo que en la corte virreinal se difundían las noticias sobre Cíbola, este franciscano viajero enviaba al rey una Relación de los descubrimientos de las siete ciudades escrita por él y, junto con ella, el deseo de antiguos conquistadores por continuar con las exploraciones en la ruta abierta hacia el norte. Sobre el descubrimiento de Cíbola, fray Marcos se expresó de la siguiente manera:

(…) está asentada en un llano a la falda de un cerro redondo; tiene muy hermoso parecer de pueblo, el mejor que en estas partes yo he visto. Son las casas por la manera que los indios nos dijeron, todas de piedra con sus sobrados y azoteas a lo que me pareció desde un cerro donde me puse a verla. La población es mayor que la ciudad de México.

La imaginación sin límite en las descripciones del franciscano causó revuelo en México y una fuerte disputa entre las dos figuras más importantes del territorio novohispano: el virrey Antonio de Mendoza y Hernán Cortés. El primero defendía y apoyaba los nuevos descubrimientos y contaba con los informes sobre la «tierra nueva»; además respaldaba sus argumentos con la autorización de la Corona y de la Real Audiencia. Hernán Cortés, por su parte, alegaba poseer el derecho de llevar a cabo la empresa con base en su título de marqués del Valle de Oaxaca y en las capitulaciones que recibió de la reina Juana en 1529 para explorar «cualesquiera islas y tierra firme de la Mar del Sur».

El virrey Mendoza, muy interesado en el proyecto, impuso su autoridad y dispuso la preparación directa de la expedición, planeándola rápida y cuidadosamente, como no se había hecho hasta entonces en esas latitudes, y aportó para ello una donación de seis mil ducados. Los vecinos y moradores de México se contagiaron del entusiasmo del virrey y se alistaron en la expedición que recibió el nombre de «Las siete ciudades de Cíbola».

Si la leyenda se hacía realidad en Cíbola y ésta era tal como la había descrito fray Marcos, su descubrimiento y exploración cumplirían con las expectativas de muchos conquistadores. Encontrarían oro, perlas, piedras preciosas, la especiería y se descubrirían «muchos secretos y cosas admirables», como había escrito no hacía mucho tiempo Hernán Cortés. La expedición no tardó en organizarse en la ciudad de México bajo control del gobierno virreinal y con financiamiento privado.

LOS DESEOS DEL VIRREY Y EL DESTINO DE UN HOMBRE

Cuando la responsabilidad del proyecto quedó bajo la dirección de don Antonio de Mendoza, comenzó de inmediato a buscar al hombre adecuado para dirigirla. Lo encontró en un joven de veintinueve años que se había destacado por su sagacidad política, por la capacidad para organizar, con buenos resultados, las tareas que se le habían encomendado y, además, por ser un buen soldado y rico vecino de la ciudad de México. El nombramiento de capitán general para la expedición a Cíbola se otorgó a Francisco Vázquez de Coronado, un salmantino nacido en 1510, que había llegado a México a la edad de veinticinco años como parte del séquito del primer virrey, miembro de la ilustre familia Mendoza.

En el mismo año de su llegada a la capital mexicana, Vázquez de Coronado ocupó el cargo de visitador de minas y contrajo matrimonio con Beatriz de Estrada, hija del tesorero Alonso de Estrada, y con ello obtuvo una buena dote. Junto a estos beneficios, el virrey le otorgó el cargo de gobernador de la provincia de la Nueva Galicia tres años después y, en 1540, le entregó el título de capitán general de la expedición a Cíbola. De esta manera, en menos de veinte años que vivió en México, reunió una fortuna considerable, poseyó las encomiendas de Cutzamala, en Michoacán, la de Tlapa, cerca de las minas de Zumpango, y la de Teutenango, en las inmediaciones de Tonalá. En recompensa por la jornada a Cíbola recibió como merced una estancia de tierras en Eringuachapeo, Michoacán, y otra en Agualulco, sobre el camino a Guadalajara. La última merced la recibía tres años antes de morir, en 1554.

El nombramiento de Vázquez de Coronado como capitán general para la expedición a Cíbola no tuvo opositor y su designación se debió, sin duda, a la confianza, la cercanía y el trato que tenía con el virrey, que lo presentó como el hombre con las suficientes «calidades» y los adecuados «méritos» para llevarla a cabo. Así, en una sola persona se reunieron el entusiasmo, la voluntad y la confianza de las autoridades virreinales, correspondido a su vez por la fidelidad de Vázquez de Coronado hacia la máxima autoridad.

APAREJO DE LA JORNADA, OBJETIVO Y EXPEDICIONARIOS

La empresa de exploración que dirigió Vázquez de Coronado fue, ante todo, un trabajo de equipo, que sin la colaboración material y financiera de los capitanes y soldados no hubiera sido posible llevar a cabo. El viaje a Cíbola tuvo como primer objetivo el reconocimiento de la tierra llana y espaciosa, apenas andada por fray Marcos de Niza, seguido por el interés de acrecentar las provincias, las villas, los tributos y los vasallos de la Corona.

Vázquez de Coronado entregó los cargos más importantes de la expedición a gente muy conocida en la capital del virreinato. Por maestre de campo nombró a Lope de Samaniego, que había sido alcalde de las atarazanas de la ciudad de México; por teniente general designó a Tristán de Luna y Arellano, antiguo capitán de la jornada a la Florida; como uno de sus capitanes nombró a Melchor Díaz, alcalde mayor de Culiacán; otros cargos de menor importancia los entregó a Diego de Barrionuevo, Garci López de Cárdenas, Pedro de Tovar, Diego de Guevara, Rodrigo Maldonado, Juan de Saldívar y Pablo de Melgosa. Juan de Jaramillo y Pedro de Castañeda de Nájera destacaron no sólo por sus habilidades militares sino también porque dejaron testimonio sobre esta expedición. El primero, llamado El Mozo, escribió la Relación hecha por el capitán Juan de Jaramillo de la jornada que había hecho a tierra nueva en la Nueva España y al descubrimiento de Cíbola yendo con el general Francisco Vázquez de Coronado; el segundo, la Relación de la jornada de Cíbola compuesta por Pedro de Castañeda de Nájera donde trata de todos aquellos poblados y ritos y costumbres la cual fue el año de 1540. Acompañaron la expedición los franciscanos Juan de Padilla, Marcos de Niza, Juan de la Cruz y Antonio de Vitoria (encargado de los oficios de la misa) y el lego Luis de Escalona.

El escribano mayor Juan de Cuevas escribió una Relación con los nombres de doscientos ochenta y cinco hombres que salieron de Compostela, en la Nueva Galicia, bajo el mando de Francisco Vázquez de Coronado. Con ellos iba Francisca de Hozes, mujer del soldado Alonso Sánchez, y Luisa, una india, natural de la villa de Culiacán, que años más tarde sirvió como intérprete al conquistador Francisco de Ibarra; también se hicieron acompañar por cerca de un millar de indios amigos que iban por su voluntad, la mayoría de ellos de las provincias de Michoacán. La expedición llevaba quinientos veintiséis caballos, lanzas, espadas, armaduras, puñales, ballestas, arcabuces y, como provisiones, ganado vacuno, carneros y algunos puercos.

La aportación del virrey Mendoza consistió en entregar treinta pesos, como ayuda de costa, a cada hombre que iba a caballo y veinte pesos a los que no habían aportado a la empresa ninguna bestia. Además, todos los hombres que fueron a Cíbola tuvieron la promesa de recibir un repartimiento de tierra a cambio de los servicios prestados a la Corona.

Como muchas otras relaciones que se escribieron sobre los descubrimientos en el Nuevo Mundo, la de Pedro de Castañeda de Nájera estrecha el encuentro con el lector mediante amplias descripciones. Un ejemplo es ilustrativo: la partida de la expedición, el 10 de febrero de 1540 en Compostela, fue presenciada por las más altas autoridades virreinales. Nunca antes la entonces capital del reino de la Nueva Galicia había reunido tanta gente de prestigio para un mismo fin. Por su parte, Cristóbal de Oñate, gobernador de la Nueva Galicia, fue el anfitrión de personajes ilustres tales como el virrey Antonio de Mendoza, Pedro Almíndez de Chirinos, Gonzalo de Salazar, veedor y factor de la Nueva España, Diego Ordóñez, de Puebla de los Ángeles, y Juan Fernández, de la villa de la Purificación. Los asistentes fueron testigos del alarde de campo, de las palabras y la oración entusiasta que el virrey dirigió a los expedicionarios y del juramento de fidelidad de cada uno sobre los evangelios. Después de tan solemne ceremonia el campo partió con las banderas desplegadas y con don Antonio de Mendoza al frente, que les acompañó dos jornadas. Las huestes de Coronado siguieron la ruta andada de manera inversa por Cabeza de Vaca, en una marcha un tanto difícil, primero por el encuentro con los indígenas, después por la naturaleza para muchos desconocida y también porque los capitanes se habían acostumbrado a la comodidad de sus viviendas en las villas y ciudades recién fundadas. Por ello, la aventura obligó a los capitanes de la expedición a convertirse en arrieros al grado de que el que despreciaba esta actividad, “«no era considerado hombre». Ante esta situación, no pasó mucho tiempo antes de que se desprendieran de lo innecesario. Muchos de estos hombres dejaron sus ricos y bien aderezados avíos a los pobladores de la villa de Culiacán, como pago del hospedaje que recibieron y por el alimento que se les había proporcionado para las bestias.

Ahora bien, si en el objetivo de la expedición se encontraba el reconocimiento de la tierra, en su avance se encontró el río Colorado. Su descubrimiento se llevó a cabo en dos direcciones: una terrestre bajo el mando de Francisco Vázquez de Coronado, y otra marítima a cargo del capitán Hernando de Alarcón. Esta última, organizada por el virrey Mendoza con la finalidad de dar el apoyo necesario a la expedición de Coronado y de reconocer el litoral del norte de la Nueva España.

EL VIAJE POR LA «TIERRA NUEVA»

Después de Culiacán, Francisco Vázquez de Coronado continuó su viaje por tierra desconocida y sin grandes contrastes geográficos. Las primeras jornadas recorridas por el general y sus capitanes fueron suficientes para indicarles que habían penetrado a una región desolada y desértica, a la que reconocieron con la frase «el principio del despoblado», y su tierra yerma influyó en el ánimo y en el desconsuelo de los expedicionarios que esperaban encontrar los descubrimientos anunciados. La ilusión de los viajeros por hallar las riquezas anunciadas les condujo, durante quince días, por un territorio de suelo rojizo y desabitado hasta la población de Cíbola. En esta región Vázquez de Coronado tuvo noticia de la existencia de un río «de agua turbia y bermeja» y también fue aquí donde encontró a los dos primeros indígenas de aquella nación que huyeron despavoridos al ver aquellos hombres tan extraños a su propia percepción.

El encuentro de Vázquez de Coronado con la naturaleza y los hombres de la «tierra nueva» provocó constantes comparaciones con los recién conquistados territorios mesoamericanos. Para comenzar, las riquezas prometidas tardaron en llegar y, cuando éstas se presentaron, sólo consistieron en algunos frutos de la tierra, tales como pencas de maguey asadas (las hojas carnosas de una variedad de agave) y pitayas (frutos de la planta cactácea del mismo nombre). Nada tenían en común estos presentes con la cantidad de mantas de algodón ni con las joyas que Cortés recibió del emperador mexica. El más valioso obsequio que Vázquez de Coronado aceptó fue un trozo de cobre y unos cascabeles del mismo material, que consideró conveniente enviar al rey como prueba de su trabajo. Si bien los expedicionarios no obtuvieron lo que esperaban, las crónicas elaboradas posteriormente serían valiosas por su variada y rica información. Sorprendió a la expedición la vestimenta de los naturales, extremadamente adornada, de mucho abrigo y fabricada de cuero, así como el abundante tatuaje en todo su cuerpo pero, sobre todo, la elevada estatura y la «buena disposición» de algunos de ellos. Estas descripciones enviadas de inmediato a la metrópoli sirvieron para conformar la iconografía del Nuevo Mundo. La necesidad como maestra de la vida enseñó a los exploradores a sobrevivir en aquellos despoblados territorios y a consumir los pocos productos que les ofrecía una tierra en la que predominaban los bisontes y vegetales desconocidos, corriendo el riesgo de envenenamiento. Comieron una clase de pan elaborado con harina de maíz que los expedicionarios compararon con las hogazas de Castilla. Además, la naturaleza les sorprendió con las temperaturas extremas del verano que, en palabras de Jaramillo, era casi «la boca del infierno», mientras que en invierno el frío les impedía realizar cualquier actividad.

Vázquez de Coronado y sus hombres pasaron muchos días en territorio estéril, sin encontrar las ciudades descritas por el padre Niza; pasado el tiempo, el religioso tuvo que reconocer la falsedad de sus informaciones. En realidad, el viaje les fue desvelando sólo pequeños pueblos, abundantes en número y extremadamente dispersos en núcleos, a los que llamaron «rancherías»; la mayoría de las casas estaban fabricadas de cueros y cañas que sus habitantes nómadas desplazaban de un lugar a otro al seguir al ganado del que se alimentaban; las construidas de piedras y lodo eran escasas.

En fin, con ninguna de las noticias difundidas por Marcos de Niza se encontró Vázquez de Coronado. Las siete ciudades mencionadas fueron los asentamientos indígenas conocidos más tarde como «indios pueblo», situados actualmente en el territorio de Nuevo México, Estados Unidos. Las rancherías llegaban a tener hasta trescientas casas la más grande y cincuenta la más pequeña, agrupadas en un solo bloque o ubicadas en barrios. La ciudad que fray Marcos de Niza «divisó» se convirtió en leyenda.

La expedición recorrió doscientas cuarenta leguas en setenta y tres días, desde la villa de Culiacán hasta Cíbola. Después de reconocer los alrededores de esta ciudad, Vázquez de Coronado estableció su campamento a cincuenta leguas al oeste de una población llamada Tiguex. El sitio tenía un pueblo habitado por gente vestida y estaba provisto de suficientes bastimentos de maíz, fríjol, calabaza y algodón. Desde este lugar el general envió al capitán Pedro de Tovar con diecisiete hombres de a caballo y a fray Juan de Padilla, a descubrir otras provincias. Como todos los territorios recién descubiertos, los que iban encontrando estaban despoblados. La soledad del territorio les exacerbaba los sentidos y los sucesos, por muy pequeños que fueran, les causaban admiración y temor al mismo tiempo. Bajo estas condiciones, su imaginación se desbordó cuando escucharon hablar de gente feroz que desconocía los caballos, montaba animales nunca antes vistos y se alimentaba de carne humana. Con temor ante lo desconocido, Tovar y sus hombres llegaron a Tusayán, un pueblo de indios ubicado al oeste de Tiguex, y aquí fue donde el capitán escuchó hablar por primera vez de la existencia de un gran río. Pero, sin llegar a internarse por ese territorio, por no llevar más comisión de Vázquez de Coronado, regresó a Tiguex a informar a éste quien, ante las recientes noticias, dispuso una nueva salida a cargo del capitán Melchor Díaz.

UN RÍO EN «TIERRA BERMEJA»

El capitán Melchor Díaz, acompañado de una docena de hombres, halló el río del que Tovar había escuchado hablar. Caminó sesenta leguas, muy cerca de su ribera, y se encontró con las noticias de la expedición marítima de Hernando de Alarcón, con quien había quedado en reunirse. Pero Melchor Díaz volvió al campo de Tiguex sin haber visto el mar y moribundo debido a una herida causada con su propia lanza al ir a arrojarla a un lebrel que alborotaba el ganado.

Los informes de reconocimiento obtenidos por los capitanes Tovar y Díaz fueron útiles a Vázquez de Coronado para enviar una tercera expedición al mando del capitán Garci López de Cárdenas. Esta salió desde el valle de los Corazones y llevaba el objetivo de confirmar lo visto y oído por los exploradores que le habían antecedido. López de Cárdenas y su grupo caminaron durante veinte jornadas, recorrieron cincuenta leguas al oeste de Tuzán y ochenta desde Cíbola y, al llegar al sitio mencionado por Tovar, se encontraron con un pueblo habitado por unos naturales hospitalarios que les proporcionaron algunos guías. El capitán López de Cárdenas, acompañado de una docena de hombres, se encontró en unas tierras altas y frías pobladas de pinos que, en palabras de Pedro de Castañeda, conformaron la primera descripción del territorio, por donde se desliza el río Colorado.

Como don Pedro de Tovar no llevó más comisión volvió de allí y dio esta noticia al general que luego despachó allá a don Garci López de Cárdenas con hasta doce compañeros para ver este río que como llegó a Tusayán siendo bien recibido y hospedado de los naturales le dieron guías para proseguir sus jornadas y salieron de allí cargados de bastimentos porque habían de ir por tierra despoblada hasta el poblado que los indios decían que eran más de veinte jornadas pues como hubieron andado veinte jornadas llegaron a las barrancas del río que puestos al vado de ellas parecía que al otro bordo que había más de tres o cuatro leguas por el aire; esta tierra era alta y llena de pinales bajos y encorvados frigídisima debajo del norte que con ser el tiempo caliente no se podía vivir de frío.

López de Cárdenas halló el río del que Tovar había tenido noticias, y lo bautizó con el nombre de «Tizón» (ahora Colorado), por la costumbre que tenían los naturales de caminar con un tizón en la mano, que les servía para calentar su cuerpo en el invierno. Cuando el grupo de exploración llegó a la ribera del río, avistó con admiración su profunda barranca y por tres días estuvieron buscando la mejor vía para descender hasta su lecho. Castañeda describió el esfuerzo realizado por los hombres enviados por el capitán López de Cárdenas a reconocer el cauce del río, pero, por no poder dar fe de este acto, sólo se atrevió a comparar el Tizón americano, con el Guadalquivir europeo. Anotó en su crónica:

(…) fue imposible por una parte ni otra hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantillada de peñas que apenas podían ver el río, el cual aunque es según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, de arriba parecía un arroyo.

Al cabo de tres días, al capitán López de Cárdenas le pareció que había encontrado un lugar con menos dificultad para bajar al río. Había observado que su curso venía del nordeste y se dirigía hacia el sudeste y, desde lo alto, le pareció que tenía una brazada de ancho. Los hombres designados para realizar el descenso, a la vista de todos, fueron elegidos entre los más ágiles: Pablo de Melgosa, Juan Galeras y otro, del que no se registró su nombre. Continúa la descripción Castañeda:

(…) tardaron bajando a vista de ellos, de los de arriba, hasta que perdieron de vista los bultos que la vista no les alcanzaba a ver y volvieron a las cuatro de la tarde; (…) que no pudieron acabar de bajar por grandes dificultades que hallaron porque lo que arriba parecía fácil no lo era, antes muy áspero; y dijeron que habían bajado la tercera parte y que desde donde llegaron parecía el río muy grande y que conforme a lo que vieron era verdad tener la anchura que los indios decían.

Los comisionados regresaron al campamento y contaron que habían visto las paredes de la barranca desgarradas, jurando que eran más altas que la torre mayor de Sevilla. Después del intento fallido por llegar al lecho del río, López de Cárdenas y sus hombres caminaron en busca de agua, en dirección a su nacimiento, alejándose de la barranca una o dos leguas diariamente, tierra adentro, durante cuatro jornadas. Como el capitán vio que el reconocimiento ya no tenía sentido, regresó para informar a Vázquez de Coronado de sus descubrimientos. Era el río al que había llegado Melchor Díaz y los indígenas, los mismos con los que aquel se había encontrado, según se enteraron después.

Cuando el capitán López de Cárdenas regresó al campo, Pedro de Sotomayor, el cronista de la expedición, dio cuenta a Vázquez de Coronado de lo que habían visto el capitán y sus hombres en los ochenta días que había durado el recorrido. Este fue el primer testimonio sobre el descubrimiento del Cañón del Colorado y del río del mismo nombre. La participación de López de Cárdenas en la jornada de exploración de la «tierra nueva» terminó cuando se cayó de su caballo y se rompió un brazo. La desgracia le obligó a regresar a México, junto con doce hombres enfermos, que tampoco podían continuar en la aventura.

LA EXPEDICIÓN MARÍTIMA

Para realizar el viaje por mar hasta la desembocadura del río Colorado, se tomaron en cuenta los descubrimientos geográficos realizados por Hernán Cortés en la cuarta y última expedición al mando de Francisco de Ulloa, encargado de explorar el mar que separaba la tierra de Santa Cruz (primer nombre de California) de la tierra firme y bojear la extensión para conocer su dimensión y latitudes. El capitán Ulloa había zarpado de Acapulco, en 1539, en tres navíos bien armados y abastecidos: el Santa Águeda, el Trinidad y el Santo Tomás; con ellos navegó hacia el norte más de doscientas leguas, hasta llegar a una ensenada que nombró «ancón de San Andrés» y donde encontró la desembocadura del río Colorado. Francisco de Ulloa situó su desembocadura a los 34º (en realidad se encuentra a los 31º). De la relación de Ulloa y de su piloto mayor Francisco Preciado extraemos la siguiente descripción:

Hallamos una canal, dos leguas de la tierra firme, de hondura de ocho brazas, por la cual entraban sus dos mareas en veinticuatro horas por su orden y concierto de creciente y de menguante (…) con tanta corriente (…) que era cosa maravillosa.

Por su parte, los cronistas Francisco López de Gómara, en su libro La conquista de México (Zaragoza, 1552), y Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (enviada a España para su publicación en 1575), incluyen estos descubrimientos. Los primeros exploradores no se detuvieron en los sitios que iban descubriendo y pusieron más el énfasis en el reconocimiento de los litorales que en la obtención de ganancias. Lo cierto fue que las noticias llegadas a Europa reconocieron a Hernán Cortés como el descubridor del golfo de California, conocido también como «mar de Cortés».

Hernando de Alarcón, enviado por el virrey, comenzó su aventura en 1540 con dos navíos –San Pedro y Santa Catalina– a los que más tarde se sumó el San Gabriel. Alarcón siguió la costa de Sinaloa, sin alejarse de ella, siempre hacia el norte; llevaba la encomienda de registrar los ríos que encontrara en su camino. Cuando llegó al ancón de San Andrés lo bautizó con el nombre de «Buena Guía». Su desembocadura nada tenía en común con la actual; entonces su caudal se repartía en pequeños ríos secundarios que, al contacto con el mar, formaban fuertes corrientes. Esta boca de río había sido registrada un año antes por Francisco Preciado, piloto mayor de la expedición al mando de Francisco de Ulloa. Los detalles de la expedición marítima de Ulloa se conservaron gracias a la edición de Giovanni Battista Ramusio, Delle navigationi e viaggi, de 1556.

Alarcón esperó noticias de Vázquez de Coronado a quince leguas de la desembocadura del río Colorado, casi en la confluencia con el Gila, pero sólo dejó constancia de su presencia en unas cartas o mapas al pie de un árbol, tal como lo habían convenido. Pese al poco tiempo que Hernando de Alarcón permaneció en ese lugar, le fue suficiente para registrar el río en sus cartas y afirmar que California no era una isla sino parte de la tierra firme.

A Castañeda llegó la noticia del descubrimiento de la desembocadura del río Colorado, por Hernando de Alarcón, de la manera siguiente:

(…) el río Tizón es poderoso río y tiene de boca más de dos leguas [remontando su curso] cuando tenía media legua de travesía [Melchor Díaz] tomó lengua del capitán [Hernando de Alarcón] cómo los navíos habían estado tres jornadas de allí por bajo hacia la mar y llegados a donde los navíos estuvieron que era más de quince leguas el río arriba de la boca del puerto y hallaron en un árbol escrito: aquí llegó Alarcón al pie de este árbol hay cartas; sacáronse las cartas y por ellas vieron el tiempo que estuvieron aguardando nuevas del campo y cómo había dado la vuelta desde allí para la Nueva España con los navíos porque no podía correr adelante porque aquella mar era ancón.

El siglo XVI fue abundante en cartas geográficas para esta remota región de América, las cuales se publicaban después de cada nuevo descubrimiento. Las informaciones sobre los litorales situados entre la Nueva España y la península de California llegaron a la Casa de Contratación de Sevilla, donde se guardaba el «padrón general del puntual registro de lo que se descubría». Las primeras cartas de las que se tiene noticia fueron elaboradas en 1539 por Francisco Preciado, piloto mayor de Francisco de Ulloa. A partir de ésta otros cartógrafos incluyeron en sus trabajos los nuevos descubrimientos. Entre ellos citamos a Sebastián Caboto, que elaboró un mapamundi en 1544, en el que se delineaba California, el río Colorado y la representación de dos indígenas con un puma. El portugués Andreas Homen preparó un mapamundi en Lisboa, en 1554, y el español Bartolomé Olives realizó un mapa general del mundo que formó parte de un Atlas, fechado en 1561, con la nomenclatura dada tanto por Ulloa como por Alarcón. En el mapa del genovés Battista Agnese (1540), California se muestra bien delineada y en el de Giacomo Gastaldi (1546), el río Colorado aparece separando la península de California de la tierra firme y, a su margen izquierda, se encuentran «las siete ciudades». En el mapa de Bolognino Zaltieri, grabado en Venecia en 1566, se sigue la concepción adoptada por Gastaldi, otorgando al río Colorado un destacado protagonismo en el septentrión ignoto. Pero el mapa más elocuente con el título de «Las siete ciudades» fue el elaborado por Juan Martínez hacia 1578, que forma parte de un Atlas guardado en la Biblioteca Británica. El mapa describe los búfalos, sitúa las siete ciudades en Cíbola y las presenta como pequeñas poblaciones fortificadas a la manera europea; el río Colorado tiene grandes afluentes y es, ante todo, una referencia importante en el territorio. Con todas estas tempranas informaciones se fue delineando el perfil de la «tierra nueva» y de la mar del Sur.

El río Colorado recibió el nombre con el que se le conoce actualmente cuando Juan de Oñate, después de haber fundado en 1598 Santa Fe, hoy en Nuevo México, el primer establecimiento español permanente en el norte de México, emprendió una expedición en 1604 hacia el oeste, en busca de la mar del Sur. Atravesó la provincia de los zuñis y, según el relato de Jerónimo Zárate Salmerón, la encontró con un río al que llamaron «Colorado», por el cual siguieron su curso hasta el mar; después de tres meses de marcha contemplaron en 1605 la desembocadura del río, que tenía cuatro leguas de anchura.

DESPUÉS DE CÍBOLA

El destino de los personajes involucrados en la expedición a Cíbola fue muy diverso. Hernán Cortés murió en Castilleja de la Cuesta, Sevilla, en 1547; Francisco Vázquez de Coronado se estableció en México para atender su quebrantada salud; don Antonio de Mendoza marchó al virreinato del Perú; López de Cárdenas fue a España a afrontar un juicio por maltrato de indios; fray Marcos de Niza se trasladó, primero a Xalapa y después a Xochimilco, para recuperarse de su reumatismo; el arzobispo fray Juan de Zumárraga, entusiasta asesor del virrey en los descubrimientos, murió en México en 1548; Cristóbal de Oñate se convirtió en rico minero al descubrir los yacimientos de plata en Zacatecas; Tristán de Luna y Arellano contrajo matrimonio en Oaxaca y dirigió la expedición a Florida; Juan de Jaramillo recibió un repartimiento de indios por sus servicios, y Pedro de Tovar también se casó y era alcalde mayor en Culiacán en 1564.

La estancia de dos años en territorio desconocido y estéril, por no haber encontrado metales preciosos ni las poblaciones prometidas, produjo desencanto en los expedicionarios que sobrevivieron. Pero, a cambio de la aparente pobreza con la que se encontraron, la expedición proporcionó una importante contribución al conocimiento geográfico. Dos años fueron suficientes para que Coronado adquiriera un relativo conocimiento de la anchura del continente por la latitud de sus viajes; por ellos Europa tuvo muy pronto información casi exacta del perfil y del área de la América septentrional y, en consecuencia, de su relación geográfica con el resto del mundo. La flora, la fauna, las montañas, los ríos y los desiertos formaron parte importante de las descripciones del viaje a Cíbola, tanto como los hombres que habitaban el vasto territorio, con sus lenguas, ritos, costumbres y las tareas domésticas de mujeres y de hombres. En la cartografía aparecieron los nombres de los pueblos como Cíbola, Tiguex, la llanura de los Búfalos y Quivira, y de los ríos y las montañas que se iban designando con toponimia castellana.

Vázquez de Coronado ordenó el regreso a la Nueva España después de haber estado en Quivira, otra región de la que le habían contado que era muy rica. Tras haber sufrido un accidente que alteró seriamente su salud, comprobó que los hombres de la expedición ya no tenían el entusiasmo del principio; iba quedando «la gente ruin, revoltosa y sediciosa», olvidando el juramento de fidelidad que habían hecho en la partida. El capitán ordenó en 1542 la vuelta de todo el campo, excepto dos religiosos, que prefirieron quedarse a evangelizar a los indios de Quivira y de Cicuye.

El retorno siguió la misma ruta por la que habían ido, aunque con las huestes diezmadas; los hombres se iban quedando en los pocos pueblos ya fundados y los indios «amigos», al advertir la falta de rigor del capitán, huyeron o fueron dispersándose en los pueblos de indios. Vázquez de Coronado llegó a la ciudad de México con menos de cien hombres para informar al virrey Antonio de Mendoza sobre los resultados de la expedición.

El viaje no proporcionó metales preciosos pero fue un antecedente necesario para la futura colonización y población de aquella parte de las Indias; cada uno de sus pasos ayudó a preparar el siguiente avance y contribuyó a la traza del primer mapa del interior del vasto territorio de la América española del septentrión. Coronado pudo parecer menos eficiente que algunos otros de los conquistadores contemporáneos; en parte puede ser cierto pero debió tener cualidades de líder para dirigir una expedición tan grande, cuando apenas tenía treinta años de edad y cinco en las Indias. Las relaciones que se hicieron de la jornada a Cíbola concluyen abruptamente contra Vázquez de Coronado. Sin embargo, es indudable que sin su habilidad y prudencia pocos habrían vuelto de la expedición. El general dividió acertadamente las fuerzas de ésta de manera que ni pudieran ser batidas por los naturales de la tierra, ni los estragos del hambre y la sed diezmaran el numeroso contingente.

Si esta expedición fue un fracaso –dados los propósitos del virrey Mendoza y de los conquistadores de su tiempo–, tiene, en cambio, una importancia fundamental en la historia de la geografía americana por la enorme extensión del terreno que se recorrió y por las noticias aportadas de los nuevos territorios, contribuyendo de un modo decisivo a que se ampliase la colonización de Nueva España. Hasta entonces las comarcas exploradas en la frontera norte no habían ofrecido ningún aliciente a los colonos que aun cifraban sus esperanzas en las leyendas.

Los escasos beneficios materiales obtenidos en la expedición de «las siete ciudades de Cíbola» no impidieron continuar con la aventura del descubrimiento, ni menester la creencia en fabulosas regiones que inspiraran heroicas hazañas a lo largo del siglo XVI. Tampoco las proezas, los peligros y los descubrimientos que refieren los testimonios fueron superados por la ficción.