Juan Díaz de Solis (1515-16)

María Pilar Queralt del Hierro

El 4 de septiembre de 1516 dos bajeles arribaron al puerto de Sevilla. Sus tripulantes, enfermos y con el ánimo perdido, en nada recordaban a los aguerridos marinos que, un año antes, habían partido hacia tierras americanas. Por el contrario, más parecían los supervivientes de un naufragio. Cuando, ya en la Casa de la Contratación, se dispusieron a rendir cuentas al rey, supieron de la reciente muerte de Fernando el Católico y, a causa de la demencia de la reina Juana, del gobierno de un regente, el cardenal Cisneros, antiguo confesor de la reina Católica, en espera de que el futuro Carlos I llegara desde Flandes para hacerse cargo de la corona.

Reportaron, pues, el relato detallado del viaje y de sus incidencias al regente. Se asegura que, una vez leído, el Cardenal hubo de retirarse a su oratorio donde permaneció varias horas buscando el sosiego para él y para el alma de quienes habían sido víctimas de tanto horror. El informe narraba la trágica peripecia de la última expedición del piloto Juan Díaz de Solís y anunciaba el descubrimiento de un gran río, llamado Solís en honor a su descubridor, pero de aguas tan límpidas y brillantes que parecía hecho de plata.

EL PILOTO DE LEBRIJA

Juan Díaz de Solís ha pasado a la historia por el que fue el último de sus grandes descubrimientos, el del río de la Plata, pero ello no fue más que la punta del iceberg de una vida aventurera y novelesca que concluyó con uno de los episodios más trágicos en la historia de los descubrimientos.

Marino experto, hombre pendenciero, supuesto pirata… Cualquiera de estas calificaciones serían válidas para la figura de Díaz de Solís, un hombre controvertido en su tiempo a causa de su pasado borrascoso, pero que ha pasado a la posteridad por sus espléndidas cualidades de navegante.

Las sombras que empañan su reputación y, sobre todo, ocultan la trayectoria de sus años jóvenes incluyen hasta el mismo lugar de su nacimiento que, según se cree, tuvo lugar en Lebrija en 1470, si bien algunos autores apuntan la posibilidad de que fuera de origen portugués. Esta hipótesis parte del hecho probado de que, hasta 1505, trabajó como cartógrafo para el rey de Portugal en la Casa das Indias, en Sagres, posiblemente para redimir la pena de haber asaltado en 1495 la carabela real en unión de unos corsarios franceses. Suposiciones aparte, lo cierto es que, desde su matrimonio en 1507 con la hija de una familia de marinos de la localidad, residió en Lepe y en esta población armó las naves que le permitieron cruzar el Atlántico en dos ocasiones.

La primera, apenas instalado en la localidad onubense, tuvo lugar en 1508 a requerimiento de Fernando el Católico. Atraido por su fama de excelente marino y mejor cartógrafo, el rey le convocó en Burgos junto con Vicente Yáñez Pinzón, participante en el primer viaje de Colón, el cartógrafo Juan de la Cosa y Americo Vespuccio, el italiano experto en cosmología que dio el nombre a las tierras del nuevo continente descubiertas por Colón. El motivo de la cumbre fue la necesidad de tratar de las empresas ultramarinas. El monarca había pasado una larga temporada en sus posesiones italianas y, según escribe el cronista Antonio de Herreradurante su ausencia «se habia flojado mucho en planes marineros».

El resultado de las conversaciones fue la instauración de la Casa de la Contratación como organismo científico y responsable de las expediciones ultramarinas. Ciertamente no se dejaba a un lado la necesidad política de ensanchar las posesiones atlánticas pero, con un enfoque absolutamente humanista, el descubrimiento y conquista de las mismas se planificaba con total rigurosidad, a la espera de que éstos aportaran nuevos datos para un mejor conocimiento de la naturaleza. Para coordinar la organización de las nuevas expediciones, se dispuso la creación del cargo de Piloto Mayor de la Casa de la Contratación. Éste tendría a su cargo la confección de cartas geográficas, la enseñanza de la naútica y la posibilidad de examinar y dar la competencia a aquellos pilotos destinados a viajar a las Indias. El elegido fue Americo Vespuccio. Años después, sería el propio Solís quien ocuparía el cargo.

Una de las primeras disposiciones tomadas a raiz de la reunión de Burgos fue encomendar a Díaz de Solís y a Vicente Yáñez Pinzón la planificacion de una expedición en busca de un paso o canal que permitiera llegar a la Tierra de las Especias, es decir, al mercado oriental de donde provenían los codiciados condimentos. Era algo más que un viaje. Con él quedaba oficializada la principal motivación que iba a impulsar estos primeros viajes ultramarinos. La corona precisaba engrosar las arcas reales y sabía dónde buscar la fuente que las llenara.

Solís y Pinzón partieron hacia occidente a fines del mismo año tras haber repartido equitativamente los «poderes fácticos» para llevar a cabo el trayecto. Las condiciones de buen marino de Solís le convertían en el hombre idóneo para permanecer al mando de la nave pero debía informar a Pinzón de cuantas incidencias se produjeran durante el viaje. Así, bajaron por el Guadalquivir en busca del océano y, según Antonio de Herrera, se dirigieron hacia el Brasil, si bien el testimonio de Pedro de Ledesma, embarcado con Solís, le contradice y asegura que recalaron en las Canarias y de ahí llegaron a las Antillas. Tras recorrer la costa de Honduras comprendieron que en el golfo de México no se encontraba el ansiado paso interoceánico y, en agosto de 1509, regresaron a España.

De lo sucedido en el transcurso del viaje no se tienen noticias detalladas; sin embargo es imprescindible consignarlo para comprender los recelos y puntualizaciones de la corona cuando, años después, encomendaron a Solís la que sería la empresa de su vida. Puede deducirse que, entre los dos jefes expedicionarios, se produjo algún enfrentamiento, y éste fue tan grave, que desembocó en pleito e hizo escribir al Rey Católico «en lo de Vicente Yáñez y Juan de Solís yo deseo saber la verdad de los entre ellos sucedió». Ni el rey ni la historia consiguieron saberlo, pero las diferencias fueron tales que Yáñez Pinzón renunció a la navegación y se recluyó en Sevilla donde murió pocos años después y a Solís el enfrentamiento le acarreó fama de pendenciero y conflictivo durante el resto de su vida y la desconfianza de la Casa de la Contratación.

LAS MOLUCAS EN EL HORIZONTE

Afortunadamente, sus excelentes dotes de navegante le permitieron superar todo tipo de inconvenientes y, poco después, el rey volvió a reclamarle para una nueva y aún más delicada empresa. Posiblemente, además, la sutileza del monarca le decía que dadas las características del proyecto, lo que necesitaba era precisamente un hombre del perfíl del piloto de Lebrija. Es decir, una personalidad inquieta, amante del mar, arrojado hasta la temeridad y sin demasiados escrúpulos para una tarea que rozaba la ilegalidad.

Desde que, en 1494, el Tratado de Tordesillas concedió a la corona de Castilla la posibilidad de explorar las tierras que se encontraran a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, Castilla no cejó en su empeño de encontrar el camino que, viajando hacia occidente, le permitiera llegar hasta la Tierra de las Especias y, en concreto, hasta las Islas Molucas donde los portugueses se abastecían. Puesto que Tordesillas les prohibía acceder por oriente, era necesario encontrar el supuesto estrecho que uniera el mar del Norte (Atlántico) con el mar del Sur (Pacífico). Américo Vespuccio aseguraba haberlo descubierto y puntualizaba que se trataba de un amplio estuario que, a buen seguro, más que la desembocadura de un río era un brazo de agua interoceánica. Para alcanzar tan hipotética fuente de riqueza, el soberano no pensaba escatimar recursos. Ofrecieron a Solís barcos de guerra bien pertrechados, un presupuesto de ocho mil ducados, el título de Adelantado para él y sus descendientes y el hábito de la orden de Santiago. Poco importaba que el objetivo final fuera acceder a territorios de dominio –si no de iure”, sí de facto– portugués. La supuesta falta de escrúpulos de Díaz de Solís le capacitaba perfectamente para una empresa que no parecía ser del todo legítima.

El monarca no se equivocaba. Díaz de Solís creyó ver en la expedición la gran ocasión de su vida. Cierto que el rey de Portugal le había requerido en varias ocasiones y su lealtad, de alguna manera, podía estar dividida, pero nunca le habían hecho una propuesta como ésta que no sólo colmaba sus expectativas de marino sino que, además, le garantizaba la estabilidad económica para él y su familia. Aceptó de inmediato y se dispuso a pertrecharse debidamente. Pero, inexplicablemente, siempre aparecía uno u otro inconveniente que retrasaba el momento de partir. Solís, varado en tierra, se consumía entretenido en trámites y burocracias, sin enrolarse en la expedición y sin tener la oportunidad de planear nuevas empresas puesto que la Casa de la Contratación de Sevilla insistía en que debía estar disponible para partir hacia las Molucas.

No tardó en aclararse el motivo de tanta dilación. Alertado del viaje, el soberano portugués se había enfrentado abiertamente a Fernando el Católico y, tanto por razones familiares –dos hijas de los Reyes Catolicos, Isabel y Maria, habían contraído sucesivamente matrimonio con el monarca portugués– como políticas, no era aconsejable el enfrentamiento con Portugal. Se llegó a sospechar que la filtración hubiera llegado a la corte lusa a través del mismo Solís, que hubiera pretendido así obtener un doble beneficio, pero la exhaustiva encuesta que se llevó a cabo sobre su persona le eximió de toda responsabilidad. Frustrado definitivamente el proyecto, en 1514 consiguió la firma de nuevas capitulaciones con una flota completa y el respaldo real. «para ir a descubrir por las espaldas de Castilla de Oro y de ahí adelante».

RUMBO A TIERRAS AMERICANAS

Por entonces, Solís no era ningún joven inexperto. Había cumplido ya cuarenta años, lo cual para la época era una edad avanzada. Sin embargo, no se arredraba. Por el contrario, actuaba con el empuje y la ilusión de quien se está labrando un porvenir. Perfecto conocedor de la importancia que la nueva empresa tenía para la corona, no estaba dispuesto a escatimar en las negociaciones. De entrada, quería conservar el cargo de Piloto Mayor para su regreso. Para ello logró convencer al rey de que, durante su ausencia, el cargo fuera desempeñado de forma interina por su hermano Francisco, también marino, que compensaba su falta de experiencia con sus conocimientos de náutica y cartografía. A cambio, el monarca se negaba a subvencionar la empresa con un montante económico que superara los cuatro mil ducados de oro, lo que implicaba que el resto del gasto de la expedición, desde el apresto de las naves hasta el pago de la tripulación, debía correr por cuenta de Solís.

Este acuerdo colocaba al marino lebrijano en un serio conflicto económico. Insistió ante el monarca para conseguir una mayor subvención para su empresa pero todo fue en vano. Un no rotundo fue la respuesta invariable a sus demandas. Es más, Fernando el Católico continuó con sus exigencias. Así, imponía el total sigilo para su empresa. «Habeis de mirar –escribió– que en esto ha de haber secreto e que ninguno sepa que Yo mando dar dineros para ello que no tengo parte en el viaje hasta la tornada», y avisaba de que, en ningún momento, habría de darse conflicto con los portugueses: «Porque nuestra voluntad es que lo asentado e capitulado entre estos reynos e los de Portugal se guarde e cumpla eternamente». No deja de sorprender el maquiavelismo del rey Católico: la expedición atentaba claramente contra los intereses económicos de Portugal ya que el destino último e implícito era, de nuevo, las Molucas, pero pretendía llevarse a cabo con una exquisitez en las formas que no diera lugar a un conflicto abierto con el reino vecino. Es más, se recomendaba a Solís que no atracara en puertos de dominio portugués bajo «pena de vida e pérdida total de bienes». Algo, por cierto, que no debió arredrar demasiado al piloto, por cuanto no tuvo inconveniente alguno en recorrer las costas brasileñas.

Asimismo, el soberano imponía en el viaje la presencia de un factor y un escribano de designación real, que se encargarían de llevar las cuentas y de rendir a la corona la relación detallada de todo lo hecho, visto y conseguido por los expedicionarios en las nuevas tierras. Una vez allí, Solís debería entrevistarse con Pedrarias Dávila, gobernador del Darién o de Castilla del Oro, con quien concluiría si la provincia era una isla o existía en ella el paso necesario para cruzar hasta el Pacífico.

A cambio de tantas imposiciones, el monarca se comprometía a reponer a Solís en su cargo de Piloto Mayor, se reservaba solo un tercio de los bienes o beneficios obtenidos de la empresa, donaba otro para Solis y el resto lo dejaba a su albedrío para que lo repartiera equitativamente entre la tripulación.

RUMBO A ULTRAMAR

Tras largas deliberaciones, por fin llegaron a un acuerdo. Díaz de Solís aceptó tan draconianas condiciones pero, cuando la partida ya parecía inminente, se presentó un nuevo imprevisto. A punto de partir, ya cargadas las tres carabelas con las que se contaba, se creyó oportuno limpiar los fondos de la de mayor tamaño. Para no perder tiempo, Solís se empeñó en hacerlo sin vaciar la carga. Al llevarla a dique seco, un terrible crujido alertó a quienes contemplaban o participaban en la operación y , ante su asombro, vieron cómo la nave se partía en dos.

Pero, afortunadamente, el monarca tenía prisa por que se iniciara el viaje y no tuvo inconveniente en enviar al piloto de Lebrija la correspondiente dotación económica para comprar un nuevo navío. Hecha la operación, el 8 de octubre de 1515 la expedición capitaneada por Díaz de Solís partió de Lepe en dirección a las tierras de Ultramar con el propósito de hallar un paso que comunicara el océano Atlántico con el océano Pacífico.

La nave capitana la pilotaba el propio Juan Díaz de Solís y al frente de otros dos bajeles iban Martín García y Francisco de Torres que, además, era cuñado de Solís y hombre de su confianza. Al control más o menos efectivo de la terna estaban el factor y el escribano de designación real, es decir, Francisco Marquina y Pedro de Alarcón.

A los pocos días recalaron en Tenerife donde repostaron víveres y agua y reemprendieron la marcha en dirección a las costas americanas. Evidentemente el propósito de Díaz de Solís no era seguir al dedillo las indicaciones reales. El soberano le había ordenado que su primer destino debía ser Darién (actual Panamá) donde debía encontrarse con la autoridad de la zona, en concreto con Pedrarias Dávila. Sin embargo, el piloto lebrijano puso rumbo a las costas de Brasil y, en concreto, hacia el cabo San Roque. Cabe pensar que, conocedor del autoritarismo y la ambición de Dávila, prefirió dejar la entrevista con el gobernador para la última etapa de su viaje, una vez hubiera realizado el correspondiente recorrido del territorio.

Tal vez había otra razón para que deseara hacer el viaje en solitario con sus hombres y sin escuchar más opinión que la suya. La zona del cabo San Roque había sido poco visitada por pilotos españoles, pero, sin embargo, había sido objeto de reiteradas discusiones científicas en la Casa de Contratación y éstas, sin duda, pesaron en el ánimo del lebrijano. Es posible que hasta Solís hubiera llegado información que era desconocida para otros navegantes de la época. Por eso recorrió minuciosamente la costa tomando notas y llegando a conclusiones que, años después, serían de primerísima utilidad para Nuño García Torreño, maestro cartógrafo de la Casa de Contratación de Sevilla quien confeccionó las cartas naúticas para Magallanes. Posiblemente, de haberse visto mediatizado por la ambición de Pedrarias Dávila, la exploración se hubiera convertido en conquista y el objetivo científico y geográfico del viaje hubiera quedado definitivamente frustrado.

En su periplo, las naves españolas recalaron en la bahía de Río de Janeiro. Solís conocía el lugar de su anterior viaje en compañía de Vicente Yáñez pero no así el resto de la tripulación que, siempre según la crónica de Herrera, quedaron asombrados ante la ubérrima vegetación, la transparencia de las aguas y la belleza de las montañas recostándose sobre el cielo y circundando la bahía. Vespuccio había escrito: «Si hay en el mundo paraíso terrenal, sin duda debe de encontrarse en estos alrededores», y el panorama que se abrió ante los asombrados ojos de la tripulación de Díaz de Solís lo ratificaba. Bosques de cocoteros y palmeras gigantes servían de marco a una serie de pequeñas islas interiores que emergían en una superficie marina límpida y calma. Era, sin duda, el lugar idóneo para repostar y allí permanecieron durante una semana puesto que la bahía concedía un abrigo seguro a los navíos. Para la tripulación, no obstante, la seguridad no era tan cierta. La zona estaba habitada por los indios tamoyos, caníbales y guerreros. Un dato que, afortunadamente, ya había llegado a la península y que, de inmediato, hizo desistir a los hombres de Solís de descender de las embarcaciones en busca de explorar las tierras del interior, aunque con ello desisitieran de hallar el paraíso de que había hablado Vespuccio.

Reemprendido el viaje, Solís inició un minucioso recorrido por el litoral. Una vez avistó el cabo de Cananea a 25 º 3’ S, encaró rumbo sureste hasta llegar a una isla que llamó «de la Pata» y que se corresponde con la de Santa Catalina.

El viaje transcurría con las incidencias habituales en una travesía pero sin contratiempos de relieve. La mayor dificultad estribaba en la imposibilidad de realizar tratos comerciales con las tribus que les salían al paso en aquellos puntos costeros donde recalaban. La zona estaba poblada por pueblos salvajes y hostiles y, ante el horror de los expedicionarios, había sobradas pruebas de su condición de antropófagos.

Llegados a la bahía de los Perdidos, fondearon con la intención de poder explorar el litoral y en la esperanza de encontrar algún pueblo de costumbres más apacibles que lo que parecía habitual en la zona. Un grupo de expedicionarios con Solís al frente recorrieron detenidamente la costa. Era una zona desconocida totalmente para los europeos y salpicada de islas que, al igual que la franja costera, tomaron en nombre de la monarquía hispánica con el ritual acostumbrado, es decir, enarbolando el pendón de Castilla y proclamando en alta voz la nueva condición de soberanía de las tierras recién holladas. Visitaron, así, la isla que llamaron «de Lobos» y las de sus alrededores hasta llegar a la punta de Maldonado.

Ignoraban que poco después les tocaría vivir el primero de los sucesos trágicos que se sucederían en el resto de la expedición. Una terrible tormenta les sorprendió junto al arrecife de los Castillos, al que llamaron así por cuanto su forma rocosa les hizo pensar, desde la lejanía, que se trataba de alcázares de piedra. El lugar, que luego se haría tristemente famoso por la frecuencia con que los buques naufragaban en sus aguas, escondía, sin embargo, una excelente, aunque engañosa, sorpresa: un inmenso entrante de mar que hizo pensar a Solís que había dado, por fin, con el misterioso paso que abriera nuevas vías hacia Asia.

A LA VISTA DEL MAR DULCE

Ante los españoles se desplegaba una hermosa panorámica en la que el mar parecía penetrar en tierra, en dirección sudeste, formando un entrante de extraordinaria anchura. Solís insistía: habían dado con la boca de un paso de comunicación interoceánico. La dificultad consistía ahora en remontarlo pero había que arriesgarse. Sólo así conseguirían cruzar hasta el Pacífico y podrían dar por conseguido el objetivo de su viaje. Pero el oleaje era fuerte y encontrado y lanzaba a los bajeles hacia la costa, a riesgo de acabar con la integridad física de las tripulaciones. Luego, superada una primera barrera de grandes olas, la flota española hubo de enfrentarse al choque violento de diversas corrientes encontradas. Si, además, soplaba el viento del sudeste, el oleaje cobraba tales dimensiones que las naves se veían abocadas a una terrible danza mortal.

Adentrarse en el presunto paso implicaba, pues, un peligro manifiesto. Tras largas deliberaciones, decidieron que sólo una carabela latina remontara la corriente, mientras las otras dos permanecían en la entrada del estuario resguardadas junto a la costa. Solís, al mando del navío expedicionario, atravesó la entrada del río desde la punta de Maldonado hasta el cabo San Antonio, antes de decidirse a remontar la corriente. Seguía convencido de hallarse ante el tan deseado paso hacia Oriente pero sólo había algo que le desconcertaba: el agua de aquel mar tempestuoso era dulce. Rápidamente, los compañeros de travesía le instaron a llamarle «mar Dulce» en la certeza de que era imposible hallar un río de tal anchura que la vista no consiguiera abarcar las dos orillas. Era febrero de 1516. Ignoraban que acababan de descubrir el río de la Plata.

EXPLORANDO EL RÍO

Solís abordó la travesía desde la zona más angosta del estuario, junto a la desembocadura de los ríos Paraná y Uruguay. Aguas arriba, el río era una inmensa llanura plateada, con tierras bajas en ambas orillas y aparentemente despobladas que no parecían anunciar ninguna perspectiva estimulante. Pero el piloto de Lebrija no se rendía fácilmente. Cada vez tomaba más cuerpo en él la sospecha de encontrarse surcando un río y no en el ansiado paso hacia Oriente, y el deseo de explorar nuevas tierras para incorporarlas a la corona y conseguir así su parte de gloria y de beneficio por la hazaña le espoleaba a seguir hacia adelante.

A medida que avanzaban, los españoles comprobaban la cada vez mayor afluencia de indígenas que poblaban las orillas. Parecían amistosos. Asombrados ante la aparición de un barco que, por sus dimensiones y arboladura, les era desconocido, llegaban hasta la orilla y hacían gestos que parecían de bienvenida, agitando plumas, hojas y objetos vistosos. Tal actitud apacible y acogedora hizo que Solís y sus hombres se confiaran. Poco a poco, la nave fue acercándose a la orilla. Los indios, en respuesta, se aproximaban al borde del agua aparentemente alborozados, haciendo señas y dando grandes voces que los españoles interpretaban como signos de amistad.

Llegados a una coordenada de 34 º 40’, se detuvieron junto a una isla ubicada frente a la desembocadura de un nuevo río a la que llamaron Martín García en honor al piloto de la segunda nave que había fallecido durante la travesía. Solís decidió que era el momento de bajar a tierra. Los indígenas eran escasos, estaban desarmados y parecían amistosos. Aún así, por prudencia, decidió que sólo desembarcaría él, en unión de unos pocos compañeros. Le acompañaron, pues, al mando de la pequeña tropa, el factor Marquina y el escribano Alarcón a quienes debía corresponder la tarea de relatar detenidamente las noticias que se obtuvieran del territorio y de sus pobladores.

La escena es fácil de recrear. Solís y sus hombres descendieron y se internaron en la espesura. Iban tranquilos y confiados sin recelar en absoluto de los nativos quienes, posiblemente escarmentados por las tropelías que en la zona habían llevado a cabo los portugueses, apenas llegados a tierra los expedicionarios, iniciaron el ataque. Atónitos, los españoles se vieron sorprendidos por una muchedumbre de nativos contra los que apenas si pudieron defenderse. Es más no pudo con ellos ni siquiera la artillería que se disparó desde la nave. En menos de una hora, ante los horrorizados ojos de sus compañeros, los indios asesinaron, descuartizaron y devoraron a Díaz de Solís y a sus compañeros.

A bordo de la nave, Francisco de Torres contempló la terrible escena y, en previsión de un abordaje, dio orden de partir a la búsqueda de las otras dos naves. En tierra quedaban los restos de Solís y sus compañeros y un sueño truncado: el de hallar un paso que comunicara en Atlántico y el Pacífico.

Los atacantes pertenecían a las tribus más australes de los tupiguaraníes, un pueblo caníbal, procedente de la cuenca altoamazónica. El avance de aravacos y caribes les había obligado a trasladarse hacia el sudoeste a bordo de piragüas de las que tenían un gran dominio. Eran guerreros emplumados, de piel amarillenta y ojos oblícuos que expulsaron a los primitivos habitantes de la costa atlántica hasta instalarse en las márgenes del río de la Plata. Les movía, además, un impulso religioso: hallar la tierra donde se hallaba el secreto de la inmortalidad, que antiguas leyendas situaban en el delta del Paraná, donde acabaron por establecerse y donde entraron en contacto con los europeos.

EL REGRESO A LA PENÍNSULA

Reunidos de nuevo los tres bajeles, se emprendió el regreso a España. La tragedia aún no se había consumado por completo. En la costa del Brasil, frente a la isla de Santa Catalina, una de las embarcaciones naufragó y apenas se salvaron unos pocos tripulantes. Entre ellos se encontraba un portugués, Alejo García, que abandonó la costa y, con cuatro compañeros más, se internó en el territorio y, tras cruzar el río Paraguay y el Chaco, llegó hasta los contrafuertes andinos. Cuando regresaba al punto de origen, cargado de riquezas, murió asesinado por los indios del río Paraguay, pero un superviviente consiguió llegar hasta Brasil y contar lo sucedido con Solís y sus compañeros. Las otras dos naves consiguieron alcanzar la bahía de los Inocentes donde hicieron provisión de palo tintóreo y pieles de lobos marinos que acarrearon hacia España donde, como ya se ha visto, arribaron desmoralizados y rendidos en septiembre de 1516.

EL RÍO DE LA PLATA A LA MUERTE DE SOLÍS

La zona costera descubierta por Solís cobró un interés inusitado a raíz del viaje de Magallanes como ruta hacia el Estrecho. Por ella pasaron la flota de Loaysa y la del navegante y cartógrafo italiano Sebastian Caboto rumbo a la Tierra de las Especias en 1526. Este último se encontró en Pernambuco con un miembro de la expedición de Solís quien le informó de la riqueza existente en el río de la Plata. El navegante no se lo pensó dos veces: abandonó su primer objetivo y se dedicó a explorar el río de la Plata.

Desembarcó en su margen oriental, en un puerto que llamó San Lázaro (1527). Tras una desafortunada travesía por el río Uruguay, llegó hasta el Paraná, que remontó hasta la confluencia del Carcañá donde fundó Sancti Spiriti (1527), construyó un bergantín y salió con ciento treinta hombres en dirección a la sierra de la Plata. Remontó entonces el río Paraguay hasta el Bermejo donde se unió a la expedición de Diego García de Moguer, antiguo compañero de Solís. Juntos construyeron siete bergantines con los que navegaron río arriba. El resultado fue el descubrimiento del río Pilcomayo, tras lo cual, en 1529, García del Puerto volvió a España. Caboto le siguió un año después. Tras la suya fueron varias las expediciones que, a lo largo del siglo XVI, remontaron el río de la Plata continuando el camino abierto por Solís. De su trágica epopeya sólo perduró el nombre de río Solis que, durante mucho tiempo, llevó el río de la Plata. Fue un último homenaje a quien, aun sin saberlo, había sido su descubridor.