El Ártico entra en el futuro

Ramón Hernando de Larramendi

Tenía tan sólo 21 años cuando se me ocurrió la idea de realizar una travesía de todo el Ártico americano desde Groenlandia hasta Alaska; surcar cerca de catorce mil kilómetros de hielo y tundra utilizando únicamente los sistemas esquimales de transporte ártico: el trineo de perros, el kayak y la marcha a pie. Una gran travesía de tres años de duración, de un tirón, sin volver a España en un descanso; ni siquiera en el invierno, cuando la oscuridad lo cubre todo. Una travesía sin términos medios, ni matices grises, libre de ambigüedades. De compromiso total, donde la duda no era una opción. El resultado fue la Expedición Circumpolar Mapfre 1990-1993.

Tres años después de gestar la idea, ésta comenzaba a convertirse en realidad. Fue el día 12 de febrero de 1990 cuando Rafael Peche y yo abandonamos Madrid rumbo a Ilulisat, en Groenlandia. Delante, la gran incógnita blanca. El plan: permanecer un primer invierno en la zona de Ilulisat y Umanaq para familiarizarnos con el manejo del trineo de perros, aprender a viajar por el mar helado, conocer el modo de vida esquimal e iniciarnos en su idioma; en resumen, tener una experiencia y una base real con la que acometer la enorme travesía.

Desde febrero a junio de 1990, hicimos muchas rutas en trineo de perros por la bahía de Disko, cuyo hielo traicionero y fino a punto estuvo de engullirnos en varias ocasiones. Como cuando Rafael y yo nos quedamos a la deriva en una isla de hielo que, milagrosamente, chocó con el hielo firme, permitiéndonos saltar. O cuando a los pocos días de llegar a Groenlandia, perdidos en medio de una fuerte tormenta, estuvimos tres días a la intemperie y mojados tras caer a través del hielo fino, antes de alcanzar firme.

Tras dos interminables meses de desánimo, continuos contratiempos y mucha frustración, emprendimos el primer viaje en trineo de perros en dirección a Umanak. Allí nos establecimos en el pequeño pueblo de Ukkusissat. En mayo continué con los perros hasta Sondre Upernavik, mientras Rafa permaneció en el poblado: una ruta en solitario de cuatrocientos kilómetros, un buen test de lo que me esperaba en los inviernos siguientes.

Rafa se quedó cuidando a los perros en Ukusissat, al tiempo que yo volé a Narsarsuaq en junio, donde me reuní con Manuel Olivera. El 16 de junio de 1990 comenzamos realmente la gran travesía. Nuestra primera etapa consistía en navegar dos mil kilómetros por la costa oeste de Groenlandia en kayak: un intrincado sistema de fiordos, islas y penínsulas, salpicado por miles de icebergs de todas formas y colores que confieren a esta región una magia especial. Manolo y yo navegábamos fieles a una filosofía de viaje clara y clave para el éxito del proyecto. Nos concentrábamos en recabar la máxima información de los habitantes locales antes de cada etapa. Avanzábamos sin prisa, pero sin pausa, parando en las pequeñas poblaciones costeras y no desaprovechando la ocasión de convivir con los groenlandeses, que con una notable hospitalidad nos acogían en sus casas, de acompañarlos a pescar y ayudarles a cualquier tarea, tratando siempre de aprender y adaptarnos al universo ártico, sin obsesionarnos nunca por el objetivo.

La navegación discurrió suavemente por la costa hasta que, al abandonar la población de Qeqertarsuaq, tuvimos un accidente que pudo ser fatal: Manolo fue atrapado por unas olas rompientes que le volcaron, no pudo hacer el volteo esquimal1 y tuvo que abandonar el kayak. Yo, que iba a pocos metros tras él, pero en lugar seguro, vi con impotencia cómo Manolo, tras intentar nadar sin éxito hacia mí, se perdía en las espumas de los rompientes. Pensé que había muerto ahogado. Pero increíblemente pudo llegar a firme, donde le encontré con una aguda hipotermia, pero vivo. Tras cerca de veinte minutos en un agua a 3º C…

El siguiente tramo del viaje, cuatrocientos kilómetros alrededor de la isla de Disko y la península de Nugssuaq, lo realicé en solitario mientras Manolo descansaba y se reponía física y psicológicamente con una familia esquimal de Qeqertarsuaq. El 16 de septiembre, tres meses después de comenzar, conseguíamos nuestro objetivo, alcanzando con éxito la población de Ukusissat tras remar cerca de dos mil kilómetros.

El otoño siguiente lo pasamos entrenando a los perros y preparando nuestro material, que en gran parte construimos nosotros mismos. De este modo, Manolo Olivera, Rafa Peche y yo pasamos nuestra primera invernada polar: tres meses sin ver la luz del Sol hasta que, finalmente, el 3 de febrero de 1991 Manolo y yo comenzamos a viajar con dos tiros de doce perros cada uno. La idea era ir poco a poco recorriendo la costa oeste de Groenlandia, de poblado en poblado, aprendiendo y cogiendo experiencia a la vez que íbamos progresando. Nugatsiaq, Upernavik Kujalleq, Kangersuatsiaq, Upernavik, Aapilatooq, Naajaat, Tasiusaq, Nutaarmiut, Nuusuaq, Kullorsuaq… Las pequeñas poblaciones se sucedían en nuestro trayecto, con gentes humildes y hospitalarias que nos acogían en sus casas y nos ayudaban cuando lo necesitábamos, casi todos pescadores y cazadores que aún mantienen una vida muy tradicional.

En Kullorsuaq nos enfrentamos con la bahía de Melville, o Qimuseriarsuaq. La primera gran prueba: cuatrocientos kilómetros de banquisa y glaciares famosos por su hielo fino, su nieve profunda y sus grandes zonas de presión –territorio caótico al chocar dos placas de hielo–, donde se encuentra una importante población de osos polares. Una distancia que recorrimos en apenas siete días acompañados por Nathaniel Jensen, un joven cazador de Kullorsuaq… En el distrito de Thule conocimos a muchos descendientes de Peary y de Mathew Henson, los conquistadores del Polo Norte en 1909.
El 17 de abril de 1991 abandonamos Siorapaluk, la población esquimal más septentrional del mundo, para enfrentarnos a uno de los tramos más complicados de la expedición: la travesía desde Groenlandia hasta Canadá en trineo de perros a través del estrecho de Smith y Nares. Esta travesía se hace alrededor de una gran extensión de agua abierta, llamada «polynia». Este año todos los indicios indicaban que esta «polynia» se extendía mucho más al norte de lo habitual, dificultando enormemente nuestros planes, pues nos obligaba a ascender hasta los 80º N. En este tramo nos acompañaban los hermanos Paulus y Adolf Simigaq, de Siorapaluk. El plan era viajar ligeros, con provisiones para diez días, y que los cazadores fuesen aprovisionándonos sobre la marcha y nos acompañaran hasta Canadá; allí, con la carne fresca, continuaríamos solos hasta Grise Fiord.

Tras pasar por Etah, un lugar histórico en la exploración polar, el viaje se comenzó a torcer: los cazadores no conseguían abatir nada y la marcha se desarrollaba por un terreno de enormes bloques caóticos donde la progresión era muy lenta y violenta, por lo que necesitábamos a veces abrir el paso con hachas. Tan sólo abandonábamos el caos para avanzar por el hielo fino de unos pocos centímetros, un terreno en el que los cazadores estaban muy tensos, pues en cualquier momento se podía desprender la placa sobre la que viajábamos, condenándonos a un baño eterno… Finalmente y tras una larga etapa por este hielo tan delicado, pudimos llegar a Canadá en las proximidades del cabo Prescott.

Los cazadores decidieron retroceder a Groenlandia y nosotros nos encontramos solos, sin comida y a quinientos kilómetros de nuestro objetivo.

Iniciamos un incierto cambio de planes. Pensamos atravesar la isla de Ellesmere en dirección a Eureka: una base meteorológica que creemos habitada y que se halla únicamente a trescientos kilómetros a través de la inexplorada isla de Ellesmere, de la que tan sólo tenemos un mapa 1:1.000.000 y ninguna referencia…

Nuestra carrera contra el hambre comienza con la muerte de un primer perro, que se desploma por agotamiento. A partir de este punto, los días se suceden con tintes trágicos: no conseguimos cazar, el cruce de la isla es agotador y hemos de realizar interminables etapas de diez o doce horas forzando a nuestros extenuados perros. Hasta que debemos tomar la gran decisión: comenzar a sacrificar a nuestros perros. Como único medio de sobrevivir y de que al menos algunos de ellos sobrevivan.
Tras catorce días críticos, en los que hemos atravesado la isla de Ellesmere por un lugar nunca antes transitado, llegamos a la base de Eureka en una última y agotadora jornada de quince horas de marcha. Hemos perdido diez perros, unos sacrificados para alimentar a los otros y el resto muertos de fatiga y de hambre, o al ser atacados por los amenazantes lobos árticos que nos siguen en la distancia. El espectáculo al llegar a la base es patético. Manolo, yo y cuatro perros arrastramos de un solo trineo; sobre él yacen tumbados otros cuatro animales y otros seis caminan a nuestro lado. A sólo un kilómetro de la base, un perro más se desploma agotado, y ha de ser subido también al trineo.
Nuestro largo viaje está próximo a terminar aquí mismo. Nuestro ánimo se ha esfumado; pero el descanso y la comida abundante nos hacen recuperar el empuje, a nosotros y a nuestros perros, que pronto empiezan a recuperar la energía y el peso. Decidimos continuar rumbo a nuestro destino original: Grise Fiord, situado todavía a quinientos kilómetros hacia el Sur, adonde llegamos en un viaje rápido y sin contratiempos.

En este lugar Manuel Olivera vuelve a España y Rafael Peche y Antonio Martínez se incorporan a la expedición. El siguiente tramo lo realizamos nosotros tres, con un solo trineo y dieciséis perros. En una lucha contra el deshielo atravesamos la superficie llena de grietas y grandes charcos de agua de Jones Sound. Ayudando a nuestros perros con improvisados arneses, arrastramos del trineo a través de la isla de Devon sin nieve y con numerosos ríos, para, finalmente, alcanzar Resolute Bay tras cruzar la isla de Cornwallis a pie.

Así, el 1 de julio de 1991, tras veintiún días de viaje, alcanzamos Resolute Bay, el punto final de nuestro primer invierno. En cinco meses hemos recorrido unos 3.500 kilómetros a través de la banquisa polar. Aunque nuestro objetivo era alcanzar en este invierno la población de Cambridge Bay, mil kilómetros más al Sur, lo que no conseguimos por el gran bordeo de la «polynia» de Thule, estamos satisfechos. Improvisando con respecto al plan original, decidimos navegar en kayak hasta Cambridge Bay, a través del Paso del Noroeste.

Mientras, Rafa cuidará de nuestros perros en un campamento esquimal situado en la isla de Somerset llamado Cresswell Bay.

El primer obstáculo, el cruce del estrecho de Barrow, un paso de sesenta kilómetros de mar abierto, se muestra infranqueable. Durante dos meses esperamos la ocasión de realizar esta arriesgada travesía; pero el fuerte viento y la banquisa flotante la hacen traicionera y arriesgada. Realizo una tentativa en solitario, pues Antonio sufre una lesión. Tras veinticinco horas continuadas de navegación extrema y arrastre del kayak por encima del hielo a la deriva, me veo obligado a retroceder sin conseguir mi objetivo; al límite absoluto de mis fuerzas, alcanzo tierra firme después de una odisea de escasos resultados. Pocos días más tarde realizo otro intento de cruzar el estrecho infernal, y en veintiocho horas lo logro, sólo para encontrar que gran parte del mar se hiela en cuanto llego al otro lado y que continuar la travesía es imposible. Vuelvo a Resolute. Desde allí Antonio y yo nos trasladamos a Cresswell Bay, donde comenzamos de nuevo a entrenar a nuestros perros y construirnos nosotros mismos nuestro equipamiento polar: arneses, trineos, e incluso trajes de piel.

Cresswell Bay está habitado sólo por una pareja de ancianos esquimales, Nanga y Timothy Idlout, sin edad conocida, que son los últimos cazadores nómadas de todo el Ártico canadiense que no se han desplazado a los poblados. Timothy estaba muy enfermo y fue en nuestra presencia cuando decidieron trasladarse a Resolute Bay; sin quererlo fuimos testigos oculares del fin de una era en el Ártico, la de los cazadores tradicionales que desde 1965 habían comenzado a concentrarse en pueblos abandonando el nomadismo. Nosotros tan sólo observamos el fin de un ya agonizante mundo tradicional.

Una nueva noche polar se cernió sobre nosotros. En esta ocasión y debido al frío intenso, el mar estaba bastante congelado en el mes de noviembre. Decidimos viajar en la oscuridad cuatrocientos kilómetros de ruta con apenas unas horas de penumbra: un viaje difícil y arriesgado, sin margen de error, sobre todo de orientación, pues igual que en el resto del viaje no llevamos GPS… y la brújula no funcionaba. Incertidumbre y osos polares amenazantes que no podíamos ver, pero que nuestros perros olfateaban… Tras diecisiete días completamos este angustioso viaje, sin ánimo de realizar otra etapa en la noche polar.

Por ello esperamos hasta comienzos de febrero para continuar hacia Spence Bay, tras la trágica pérdida de un tiro de perros completo que se soltó y corrió sin sentido más de treinta kilómetros hasta el hielo fino, donde presumimos fue engullido para siempre. Después de este trágico revés, que me llenó de tristeza y desánimo, decidimos afrontar el invierno con un solo tiro de dieciséis perros. Con temperaturas muy extremas, por debajo de los -40º C, y ocasionales tormentas que provocaron temperaturas con factor viento próximas a los -100º C, recorrimos la parte oriental de la península de Boothia para alcanzar Spence Bay, hogar de los esquimales netsilik. El viaje fue duro por el frío extremo, las numerosas zonas de presión y, sobre todo, porque nuestros perros desarrollaron una extraña enfermedad que, más adelante, descubrimos que era rabia: un zorro se la había debido de contagiar meses atrás y, a pesar de estar vacunados, dos de nuestros perros contrajeron el terrible mal desplegando, como la leyenda indica, una agresividad asesina. Mi tupido traje de piel de oso impidió que los mordiscos de uno de ellos llegaran a mi piel. A pesar de las cruentas peleas entre todos los animales, el resto no desarrolló la enfermedad.

A partir de Spence Bay, el sino de la expedición, hasta ahora con continuos contratiempos, cambió: todo comenzó a ser más fácil; el hielo, menos traicionero y más plano; y las poblaciones del extremo norte del continente americano, que componen el llamado Paso del Noroeste, se sucedieron: Gjoa-Haven, Cambridge Bay, Coppermine, Paulatuq… Era un avance rápido y eficiente, cazando de vez en cuando para alimentar a nuestros perros con carne fresca y mantenerles alegres y vitales. En las poblaciones canadienses, mucho más modernizadas que en Groenlandia, la motonieve había suplantado al trineo de perros, y el inglés al idioma esquimal. Me resultó menos entrañable que Groenlandia. En Paulatuq conocimos al último de los misioneros exploradores que han marcado la historia del Ártico canadiense, al anciano padre Leonce Dehurtevent, quien llegó al Ártico en 1937 y tan sólo había regresado en tres ocasiones a su Francia natal: una de las personalidades más singulares, magnéticas y respetadas de las que conocimos en nuestro viaje.

Desde Paulatuq continuamos con nuestros perros hacia Tuktoyaktuk, dejando a nuestro lado las famosas Smoking Hills, unas montañas volcánicas que desprenden continuamente humos y vapores. En Tuktoyaktuk, encontramos a un anciano esquimal que de niño había conocido a Knud Rasmussen cuando en 1923 realizó la primera gran travesía de todo el Ártico, estableciendo las similitudes en el idioma de todos los grupos esquimales y su origen común. Tras Rasmussen, sólo el japonés Naomi Uemura antes de nosotros había realizado una travesía en trineo de perros desde Groenlandia hasta Alaska…

A comienzos de junio de 1992 llegamos a Inuvik, en el delta del río Mackenzie, tras arrastrar de nuestros trineos por la tierra sin nieve y por primera vez entre árboles. Habíamos recorrido más de 3.500 kilómetros a través del Paso del Noroeste desde que comenzásemos nuestro viaje en plena noche polar; aunque los planes realizados en España tenían poco que ver con la realidad, pues en estas fechas esperábamos estar en el estrecho de Bering. Poco importaba, avanzábamos paso a paso hacia nuestro objetivo, sin prisa pero sin pausa, sin obsesionarnos pero sin cejar en el empeño.

En Inuvik, donde vive un español, Mario Ojeda, llegado como tripulante de un mercante, cambiamos los perros por el kayak y regalamos a varios amigos nuestro magnífico tiro, y con especial consideración a Lúa, el líder al que tanto debíamos. Manolo se reincorporó de nuevo al viaje y comenzamos la circunnavegación de Alaska en kayak, un viaje de cuatro mil kilómetros que para nosotros era ya la recta final del trayecto.

El 1 de julio de 1992, con ilusión y optimismo comenzamos la última etapa del viaje por las aguas del delta del río Mackenzie. La navegación fluvial, rica en mosquitos y en árboles, poco tiene que ver con el resto del viaje. El transcurrir es sencillo, pero la nube de insectos es realmente insoportable. Tendríamos que convivir con ella durante aún muchas semanas. El día 4 entramos en el mar de Beaufort, y el 13 cruzamos la frontera con Alaska, para llegar a Kaktovik, la primera población alaskana: el terreno era muy diferente a todo lo que habíamos visto antes… Una tundra tan plana que apenas levantaba unos pocos metros de altura, y el mar con tan poco fondo que los kayaks se encallaban con frecuencia, obligándonos a caminar arrastrándolos por los escasos centímetros de agua que permitían su flotación…

Conforme nos aproximamos a Point Barrow, la punta más septentrional de Alaska, el mar se empezó a cubrir de hielo dificultando la marcha, obligándonos a avanzar por medio de la tundra, arrastrando de nuestros kayaks por ella y navegando por sus lagos, algunos de ellos enormes como el Teshekpuk. Desde Point Barrow la travesía cambió de nuevo de estilo, pues el mar comenzó a tener fondo. Y, debido a la ausencia de puertos naturales, el fuerte oleaje costero no se hizo esperar, las tormentas se sucedieron, con olas de cuatro y cinco metros de altura que impedían la navegación. De nuevo tuvimos que avanzar parte por el mar, parte por lagos o «lagoons» (entrantes lagunares de mar), e incluso arrastrando de los kayaks por la tundra, hasta alcanzar Point Hope y el cabo Lisburne. Una vez más, el avance se ralentizaba. Pronto se hizo patente que nuestro ambicioso proyecto de circunnavegar Alaska en una sola temporada no iba a ser posible. A comienzos de septiembre y tras más de dos mil kilómetros de navegación, llegamos a Kotzebue, con serios problemas debido al hielo nuevo que comenzaba a formarse.

Septiembre de 1992 era la fecha escogida para acabar el periplo, pero todavía quedaban más de dos mil kilómetros para llegar a nuestro verdadero objetivo: la población de Valdez, en la bahía de Prince William. El lugar más al norte alcanzado por los exploradores españoles en su exploración del continente americano y lugar simbólico escogido para acabar.

Decidimos continuar, improvisando un nuevo plan: invernar en Kotzebue, comprar o alquilar un nuevo tiro de perros y atravesar el interior de Alaska hasta Anchorage, a través de la ruta del Iditarod, la prestigiosa carrera de perros de Alaska. Tras el verano, Manolo regresaba a California, donde combinaba la expedición con sus estudios de ingeniería. Antonio y yo realizamos la tercera invernada ártica, para comenzar en enero otra vez.

En esta ocasión nuestros perros van en tándem y no en abanico, que es como hemos cruzado el resto del Ártico. La ruta íntegramente se hace a través de los grandes bosques y la taiga, muy diferente de la tundra o la banquisa, con nieve profunda, bosques sin fin, temperaturas muy bajas, de hasta -51º C, un rosario de poblaciones en su mayoría indias como Buckland, Koyuk, Saktoolik, Unalakleet, Kaltag, Nulato, Galena, Ruby, Macgrath, Nikolai, Skwenta, Knik… y un enorme río como el Yukón. En total, cerca de dos mil kilómetros de viaje hasta que finalmente llegamos a Knik, donde acabamos la travesía en trineo de perros. Desde allí, aún quedaba el último tramo de la expedición, de un marcado carácter simbólico, llegar a Valdez. Tras un tramo a pie de doscientos kilómetros por caminos, carreteras y montañas alcancé en solitario Whittier, en la bahía de Prince William. Después de haber realizado todo el trayecto desde la lejana Narsarsuaq sin utilizar ningún medio mecánico, este tramo casi «urbano» sólo tenía valor para mí. Por ello Antonio se quedó preparando la devolución de los perros y otros detalles, hasta unirse junto a Manolo en Whittier.

Desde allí surcamos de nuevo en kayak las apacibles aguas de la bahía de Prince William para acabar, tal y como soñase más de seis años antes, en el puerto de Valdez, el lugar más al norte logrado por los exploradores españoles en el siglo XVIII, cerrando sobre todo un gran sueño y reto personal y a la vez cerrando en el siglo XX el único vacío que dejaron estos expedicionarios de los siglos XV al XVIII en sus epopeyas en América: el Ártico americano.

Fue el 25 de marzo de 1993 cuando alcanzamos la población de Valdez. Allí estaba mi familia, a la que no vi durante mis tres años de estancia continuada en el Ártico.

Atrás quedaban treinta y ocho meses de estancia en el Ártico y catorce mil kilómetros de travesía en kayak, trineo de perros y marcha a pie desde el sur de Groenlandia hasta el sur de Alaska, realizados sin emplear medios mecánicos para el avance, ni apoyos aéreos para el abastecimiento, ni sistemas electrónicos para la navegación.

En definitiva, la más larga travesía polar no mecanizada jamás realizada.

EL POLO NORTE GEOGRÁFICO (1999)

Tras el éxito en la realización de la primera travesía española al Polo Sur Geográfico por la Escuela Militar de Montaña y Al filo de lo imposible en 1994-1995, el teniente coronel Soria, jefe de ambas expediciones, comenzó a preparar la expedición al Polo Norte Geográfico, todavía nunca realizada por un equipo español, a pesar de la extraordinaria tentativa en solitario realizada por Nil Bohigas en 1992.

En 1998 fui escogido por el teniente coronel Soria y Sebastián Álvaro para participar en la expedición de entrenamiento y prueba de material al Polo Norte Magnético: una travesía de unos 225 kilómetros por el Ártico canadiense a un punto escurridizo y cambiante. Tras doce días de travesía, el 23 de abril el teniente coronel Soria, el comandante Molina, el alférez Barba y yo llegamos al Polo Magnético, situado a 78º40’ N y 104º 30’ W, en la isla de Ellef Ringnes.

Esta expedición fue el punto de partida para la realización del gran objetivo: la primera travesía española al Polo Norte Geográfico. La ruta escogida fue la que partía del lado siberiano, por considerar que, aunque más larga que por el lado canadiense, el hielo sería más fácil y las corrientes algo más favorables. El equipo sería parecido al del Polo Magnético: el teniente coronel Francisco Soria, el comandante Benito Molina, el comandante Francisco Gan y yo.

La travesía al Polo se hace íntegramente por la superficie de la banquisa a la deriva. El hielo sometido a fuertes vientos y corrientes marinas está en constante movimiento. Éste hace que las placas de hielo choquen unas contra otras formando zonas de presión con gran cantidad de bloques colocados de una forma totalmente caótica. Estos bordes de presión pueden llegar a alcanzar hasta diez o doce metros de altura y son el principal obstáculo para el avance junto con las grietas, que se originan cuando las placas de hielo se separan. Todo ello conforma el laberinto sin fin del océano Ártico. Y hace que sea una de las expediciones más duras y difíciles del mundo.

Tras volar por Rusia hasta Khatanga, en Taymir, y ser transportados en un helicóptero al extremo norte de la llamada Tierra del Norte, o Severnaya Zemlya, fuimos depositados el 27 de febrero de 1999 en las proximidades del cabo Artichesky, a 81º 41’ N. Por delante, más de mil kilómetros de peligrosa banquisa.

El Sol es apenas una bola roja sobre el horizonte del hielo; la penumbra misteriosa y el intenso frío son nuestros compañeros. Los primeros días la marcha es lenta, pues nos encontramos con numerosas zonas de presión que ralentizan el paso hasta hacerlo totalmente desesperante. Algunas jornadas apenas avanzamos tres o cuatro kilómetros y en otras la deriva, esa fuerza que uno no aprecia pero que misteriosamente te desplaza a veces varios kilómetros en un día, puede suponer una gran alegría, si va a favor, o una gran frustración, si te hace retroceder el camino tan duramente andado.

Nuestro avance es lento pero continuo a través del gran caos de hielo. El 3 de marzo tenemos nuestro primer incidente serio, cuando Benito Molina cae al agua a través del hielo fino. En muy poco tiempo lo conseguimos sacar, mientras montamos la tienda para poder quitarle la ropa y calentarle. Su vestimenta se queda blanca y como armada en cemento… El calor del infiernillo en la tienda le calienta, le seca y le hace volver a la vida.

Hemos planeado dos avituallamientos aéreos para la ruta, uno a 83º 20’ N y otro a 88º N. Eso nos permitirá no llevar trineos de más de 100-110 kilos. El principal peso de los trineos procede de la comida y el combustible. Las raciones tienen 7.200 calorías, cantidad necesaria para poder realizar un intenso esfuerzo físico en unas condiciones de frío extremo, a -35 y -40º y en ocasiones incluso de -50º C.

Las jornadas de marcha se hacen interminables. Comenzamos con cinco o seis horas, para ir subiendo gradualmente hasta ocho o nueve horas diarias efectivas. Nuestro ritmo siempre es el mismo: una hora de marcha y unos pocos minutos para comer y beber algo antes de continuar. Cuando el frío es muy intenso apenas podemos parar dos o tres minutos sin quedarnos congelados, pues para llevar un ritmo alto avanzamos muy poco abrigados, intentando evitar uno de los grandes problemas del Ártico invernal, que es el sudor, el cual al congelarse forma una coraza de hielo que congela a quien la lleva.
Si la temperatura baja de los -35º C, la nieve se torna arenosa y el rozamiento con el trineo es extremo. Cuando esto ocurre, la marcha es especialmente dura.

Después de nuestro primer depósito a 83º 20’ N, es cuando mayor peso arrastramos del trineo, alcanzando los 110 kilos; esto, unido a la gran fricción con la nieve y a los continuos bordes de presión, hace la marcha más dura que nunca.

Las jornadas se suceden con una monotonía abrumadora de lucha por avanzar el mayor número de kilómetros en medio del caos sin fin del océano Ártico. Tras el primer avituallamiento, Javier Barba sustituye a Francisco Soria, que sufre una lesión muscular.

A comienzos de abril el sol de medianoche ha desplazado a las frías y oscuras jornadas de marzo y a la oscuridad de febrero. El calor del sol, aunque suavemente, empieza a notarse, y es el momento de acordarse de uno de los consejos que nos dio Mikhail Malakhov, uno de los más experimentados exploradores del océano Ártico: «Marzo es para aguantar, abril es para correr». Y, efectivamente, así hacemos las jornadas cada vez más largas y, sobre todo, más eficientes. El hielo parece haber mejorado tras el paralelo 84º N y por el momento no encontramos demasiadas grietas. De modo que las etapas de más de veinte kilómetros son la norma, llegando a hacer un máximo de treinta kilómetros en una jornada.

Tras proveernos de nuestro segundo avituallamiento a 88º N, comienza una carrera hacia el Polo, que ya vemos próximo. El 21 de abril, en unas de esas interminables jornadas, dos días después de una fuerte tormenta que había fracturado el océano Ártico, fue cuando caí al agua. Después de cruzar una grieta recién recubierta de nieve, por la que ya habían pasado todos mis compañeros, ésta se hundió y me encontré en el agua con los esquís puestos, que me impedían nadar junto con el peso de botas y de ropas, y que parecía querer engullirme hacia el fondo del océano. La rápida actuación de Javier Barba, quien me sacó en un instante, no impidió que me sumergiera hasta la cabeza. Tras un cambio rápido de vestimenta y unas carreras para recuperar el calor, continuamos nuestra marcha hacia el deseado Polo, quedando todo en un gélido susto.

El día 24 de abril Francisco Soria y Antonio Perezgrueso se unieron a la travesía para juntos alcanzar simbólicamente el Polo y para filmarnos. El día 27 de abril de 1999 y con el GPS, que nos ayudó a encontrar los míticos 90º N, alcanzábamos el Polo Norte Geográfico, el eje de rotación de la Tierra, el lugar en el que todas las direcciones son Sur. Atrás quedaban sesenta días en la banquisa polar y más de mil kilómetros de travesía.

PROYECTO CATAMARÁ POLAR

Crear un trineo para navegar por los hielos, como si un barco de vela se tratase, no es una idea nueva. Ya fue barajada por Nansen, Peary y Scott a finales del siglo XIX y comienzos del XX, e intentada en diversas ocasiones a lo largo del siglo XX. Sin embargo, no había sido nunca llevada a cabo con éxito. Todos los intentos se basaban en la adaptación del concepto de un barco de vela, con la presencia de un mástil sobre un trineo. Por el contrario, este concepto hacía difícilmente realizable la idea, pues las proporciones necesarias de trineo, mástil y vela necesaria para vencer la enorme fricción, lo hacían teóricamente posible, pero poco práctico en la realidad.

Fue en las extenuantes jornadas hacia el Polo Norte Geográfico en marzo de 1999 cuando en mi imaginación ideé la posibilidad de usar cometas de tracción para arrastrar de un trineo, trineo que podría ser utilizado para llevar en su cubierta una tienda de campaña, en la cual fuera posible descansar e incluso dormir mientras se viajase.

Gracias a la confianza que Sebastián Álvaro, del programa Al filo de lo imposible, depositó en mí creyendo en las posibilidades de esta idea –que en ese momento parecía muy estrafalaria y fantasiosa, como me lo hicieron ver algunos de los mayores expertos polares del momento, muy escépticos ante la ocurrencia–, el proyecto comenzó su andadura.

En octubre de 1999, empezó una laboriosa tarea de investigación de trineos, cometas, tiendas especiales y conceptos varios. Contamos con la ayuda de Javier de la Puente en el desarrollo del trineo, Juan Lupión en el de las cometas y la firma Altus en cuanto a las tiendas. La primera prueba con éxito se realizó en el lago de las Bouillouses (Pirineo francés) en enero de 2000. Estas pruebas piloto se perfeccionaron en otra más extensa realizada en abril de 2000 en el Gran Lago de los Esclavos, en Canadá, donde quedó definido el tipo de trineo final, inspirado en el modelo esquimal y construido con raíles de madera y travesaños de fibra atados con cuerdas. Como modelo de cometa, la llamada NASA: una simple tela sin cajones que coge la forma por sus treinta y seis bridas.

En julio-agosto de 2000, Juan Vallejo, Juanito Oiarzabal, José Manuel Naranjo y yo realizamos una primera travesía del casquete polar de Groenlandia en catamarán polar. En ella por vez primera surcamos el interior de la isla con la ayuda de dos catamaranes polares: 600 kilómetros en 10 días de travesía, alcanzando una velocidad punta de 42 kilómetros por hora y realizando 160 kilómetros en una jornada.

Tras ese viaje quedó claro que era necesario un catamarán mayor, en el que viajasen tres personas, y que se precisaba una prueba aún más extensa y ambiciosa que mostrase las posibilidades del catamarán polar.

Entre el 21 de abril y el 23 de mayo de 2001, José Manuel Naranjo y yo concluimos la primera travesía de Groenlandia de Sur a Norte en catamarán polar: 2.225 kilómetros de viaje en tan sólo 32 días. Era la cuarta travesía de Groenlandia Sur-Norte jamás realizada y la más rápida travesía polar de todos los tiempos, en las que también batimos el récord del mundo de distancia en una sola jornada, con 421 kilómetros. Ésta fue a su vez una expedición integral. Es decir, se partió desde el nivel del mar y se acabó en el nivel del mar ascendiendo hasta el «plateau»; primero, arrastrando de los pesados trineos de doscientos kilos por persona y, desde tan sólo quinientos metros de altitud, navegando incluso en pronunciadas cuestas arriba. Fue un gran logro que pasó totalmente desapercibido tanto en España como en el extranjero.

Pero a pesar de los indiscutibles éxitos obtenidos, el catamarán aún necesitaba mejoras y, por tanto, nuevas pruebas de material y de conceptos. Por ello se realizó una segunda travesía del casquete polar de Groenlandia en 2002, también de Sur a Norte.

Esta nueva travesía era la quinta desde que Naomi Uemura culminase la primera en 1978 en trineo de perros. Fue llevada a cabo entre el 12 de mayo y el 13 de junio de 2002 por Roberto García Lema, Carlos Mengíbar y yo mismo. Seguimos la ruta abierta el año anterior, partiendo del fiordo Qaleraliq, próximo a la población de Narsaq, en el sur de Groenlandia, y acabando en Qaanaaq, en el norte de la isla.

En total, 2.408 kilómetros en 33 días de navegación, superando en velocidad media la marca de 2001. Ésta se desarrolló siguiendo unos parámetros parecidos a los del año anterior; la máxima distancia recorrida en un solo día fue de 383 kilómetros. Se consiguieron importantes avances en esta travesía, incluyendo la navegación a 90º del viento y la introducción de los turnos rigurosos, para dormir en marcha en la tienda de triple capa.

Las posibilidades del catamarán con cada viaje no han hecho más que aumentar y ampliarse, demostrando que realmente es un auténtico velero de los desiertos blancos. La última prueba que concluye la fase de experimentación de las posibilidades de este vehículo movido por energías renovables tuvo lugar entre abril y mayo de 2003, cuando Juanma Viú, Luis Miguel López Soriano y yo realizamos la primera travesía de Groenlandia Este-Oeste en catamarán polar. Un recorrido de setecientos kilómetros en dieciocho días de viaje, partiendo de las proximidades de Isortoq, en la costa este junto a Tasiilaq, y terminando en Kangerlussuaq, en la costa oeste. Era la considerada ruta clásica, que ya atravesase con esquís en 1986, durante la primera travesía española de Groenlandia. En esta última prueba, ensayamos sobre todo las posibilidades de avanzar en contra del viento, una de las auténticas claves de la navegación polar. Por ahora sólo avanzamos en contra del viento al coger diferentes corrientes a otras direcciones en altura, y es precisamente éste el aspecto en el que más se puede mejorar el catamarán.

Con todas estas expediciones se ha consolidado un nuevo medio de transporte en las regiones polares, capaz de aprovechar eficientemente el viento. Este vehículo posee unas prestaciones extraordinarias, permitiendo realizar cosas antes consideradas imposibles, tales como cruzar enormes distancias de «plateau» en tiempos absolutamente récord, sin esfuerzo físico, sin motores y sin perros. Así como ascender cuesta arriba, transportar pesadas cargas, dormir mientras se progresa, avanzando sin fin como en un barco velero…

Con el catamarán polar –una idea, un concepto y un desarrollo técnico totalmente español–, comienza el siglo XXI en la exploración polar mundial. Esperemos que marque el inicio de una mayor implicación española en la exploración e investigación polar, históricamente tan olvidada.

Creo que cada uno de estos proyectos refleja una filosofía, un estilo y una época diferente de la exploración polar. La Expedición Circumpolar es en cierto modo el final de una era, uno de los últimos viajes clásicos de exploración, marcado por un cierto espíritu épico y el uso de técnicas tradicionales. Sin GPS, ni internet ni teléfonos satélite. El Polo Norte es el objetivo por excelencia de la era deportiva y tecnológica, una experiencia muy simbólica de finales del siglo XX. Con el catamarán polar y su tremenda eficacia comienza una revolución que nos lleva directamente al futuro.

Me siento un auténtico privilegiado por haber podido aunar estos tres mundos en uno.

Ramón Hernando de Larramendi