Las «catorce cumbres» sin oxígeno
Juanito Oiarzabal
Nací en el año 1956, justo en la mitad de la década mágica del alpinismo. Un período de algo más de diez años en los que se estaban conquistando, uno tras otro, todos los ochomiles de la Tierra.
El alpinismo había nacido hacía más de dos siglos en Francia, con la conquista del Mont Blanc, la gran montaña nevada alpina. Después de esa primera gran gesta y durante todo el siglo XIX, los esfuerzos de los amantes de las montañas se habían centrado en el resto de las cumbres de los Alpes. Fueron cayendo una tras otra, de las más fáciles a las más difíciles, y después de un breve lapso en el que las ascensiones se trasladaron a los volcanes de Suramérica, los Himalayas aparecieron en el horizonte de los más atrevidos de entre los montañeros.
Yo, por supuesto, no sabía nada de eso. Aunque, eso sí, en mi Vitoria natal y en general en todo Álava, había casi desde siempre una buena afición a andar por las montañas. Aunque aquí las montañas, todo hay que decirlo, son verdes colinas llenas de «perretxikos» (setas de primavera), de ovejas y de robles.
En el Himalaya, durante los primeros cincuenta años del siglo XX, numerosas expediciones europeas y alguna estadounidense se habían afanado por la cumbre de una de las catorce montañas más altas del planeta. Muchos hombres habían muerto en el intento. Y ni una sola de ellas había logrado su objetivo. Y, sin embargo, en la década mágica de los cincuenta iba a cambiar radicalmente todo.
En 1950, seis años antes de que yo naciese, una expedición francesa capitaneada por Maurice Herzog coronaba el Annapurna, quizás el más peligroso de todos los ochomiles, y en aquel momento la primera montaña de más de ocho kilómetros conquistada por el hombre. La conquista de los 8.078 metros de la enorme cima nepalesa supuso un antes y un después en el alpinismo.
Aunque naturalmente a mí, que aún no había nacido, todo eso me traía sin cuidado. ¿O quizá el destino me buscaba ya entre las estrellas y me iba predestinando?
En 1953, hace ahora justamente cincuenta años, el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa Tensing Norgay conquistaron el Everest, la montaña más alta de la Tierra, y a raíz de esa conquista fueron cayendo todos los demás ochomiles. La siguiente fue la «montaña asesina», el Nanga Parbat, coronada en solitario por el escalador austriaco Hermann Buhl, en la que seguramente constituyó la mayor hazaña del alpinismo.
Yo nací en una familia sin antecedentes de alpinistas; aunque creo que aquí nadie tenía por aquellos años alpinistas en la familia. Pero, eso sí, a mi padre ponerse las botas y salir al monte a por «perretxikos» le encantaba, e imagino que, al nacer yo, pensó inmediatamente en mí como acompañante futuro de sus paseos gastronómicos.
Ya he dicho que nací en 1956, y ese fue un año especial en las montañas porque, en el verano del 56, dos italianos, Achille Compagnoni y Lino Lacedelli, iban a coronar la montaña más difícil de todas: el mítico K2. Con ellos se abrían las puertas al más difícil todavía. Si el K2 había sido conquistado, todas las demás montañas se subirían una tras otra. De hecho en los siguientes ocho años, fueron ascendidos todos los demás ochomiles, algunos al primer intento. El último de ellos, el Shisha Pangma, fue conseguido por una expedición china en 1964.
Para entonces, a mis ocho años, yo era un chaval fuerte que prefería acompañar a mi padre por un hayedo embarrado, antes que quedarme en el patio del colegio jugando con los amigos. Aunque, por supuesto, aún no había descubierto de verdad las montañas.
Siempre fui un chaval inquieto y necesitado de quemar calorías. Y como de todo lo anterior no sabía absolutamente nada, ni de la historia de las grandes montañas ni de sus conquistas, era en la gimnasia donde empecé a derrochar energías. Llegué a ser un aceptable gimnasta deportivo con los años. Tenía a los catorce años unos brazos fuertes y, además, me gustaban los equilibrios imposibles. De alguna manera en el potro y en las anillas encontraba un rival con el que ejercitarme y a mí me parecía que eso de alguna forma compensaba mi poco interés por los libros.
Mi hermano mayor solía ir de vez en cuando a escalar a las peñas de Eguino y un día, ni siquiera recuerdo por qué, decidí acompañarle. Y ese día caluroso, en el que únicamente pensé en pasar el rato, cambió mi vida para siempre. Aluciné con las acrobacias increíbles –así me lo parecían– de un grupo de amigos de mi hermano, y de repente descubrí un mundo sin fin de aventura y riesgo. Mi ciudad estaba de pronto rodeada de montañas que había visto desde siempre; pero que, por arte de magia, se habían convertido en sueños. El Aitzgorri, el Anboto, el Gorbea cobraban formas vivas y se erigían de repente en mis obsesiones de toda la semana. Ya contaba los días del lunes al viernes para coger las botas y la cantimplora, quedar con los amigos y lanzarnos a conquistar montañas.
En aquella época conocí, además, a algunos de los montañeros que eran la referencia en al alpinismo vasco, y me afané para subir como ellos, para aprender a realizar sus pasos de escalada y para que, en definitiva, se fijasen en mí. Cosa que seguramente nunca hicieron.
Quien sí se fijó o, mejor dicho, nos fijamos uno en el otro mutuamente, fue Atxo Apellaniz, que, aunque era un año o dos mayor que yo, compartía mi afición absoluta por las montañas y sobre todo por la escalada. Comenzamos a salir juntos, escalábamos a todas horas, todos los días que podíamos y fuimos adquiriendo en unos pocos años una gran técnica que sumar a nuestra fortaleza juvenil. Y en pocas temporadas adelantamos y asombramos a los mayores de la cuadrilla.
Las montañas de «Euskadi» se nos quedaron pronto pequeñas y comenzamos a escalar en los Pirineos. Y siendo aún unos adolescentes escalamos vías de dificultad en roca como las agujas de Ansabère y el espolón del Gallinero en Ordesa. Nos estábamos convirtiendo casi sin darnos cuenta en la pareja de escaladores de moda en el incipiente alpinismo vasco. Fuimos de los más jóvenes en escalar la cara oeste del Naranjo de Bulnes y, a raíz de aquello que consideramos una hazaña, comenzamos a mirar más alto. Y en los mapas que comprábamos no aparecían más que montañas. Cordilleras grises que separaban países y continentes enteros. Los Pirineos entre España y Francia. Los Alpes entre Francia, Suiza e Italia sobre todo. Los Andes entre Chile y Argentina principalmente. Y el Himalaya, la más inaccesible de todas las cordilleras, partiendo en dos el gran continente de Asia.
Estaban mediados los años setenta, y de pronto se produjo la gran noticia. Una expedición vasca se estaba organizando para tratar de ascender el Everest. No perdí un solo segundo en buscarlo en un mapa. El Everest, 8.848 metros, a caballo entre Nepal y China. La montaña más alta del mundo. No podía soñar a mis diecinueve años con participar en el grupo elegido y, sin embargo, no pude dejar de soñar con ello…
Naturalmente, no formé parte del grupo.
La expedición vasca realizó un formidable trabajo, pero no alcanzó la cima. Seguramente sus componentes, desde el mismo momento en que regresaron, comenzaron a preparar el siguiente intento que, como todo el mundo sabe, sería el definitivo, con el ascenso de Martín Zabaleta a la cumbre, repitiendo la ruta de Hillary por la arista sureste. Entre esas dos expediciones, yo seguí practicando cada vez más ambicioso. Tampoco llegué a tiempo de formar parte de la segunda expedición al Everest. Y en esa segunda ocasión sí que lo sentí especialmente, porque para entonces ya aspiraba a las grandes cimas del Himalaya.
De hecho mi bautismo de fuego con los gigantes asiáticos lo tendría dos años más tarde, en el intento de conquista del Kangchuntse, un sietemil muy próximo al Makalu. Peleamos durante semanas con formidables glaciares, con el frío y con la altura. Y aunque no alcanzamos la cumbre perseguida, disfruté de todas las dificultades y supe que quería subir montañas cuanto más elevadas mejor.
Al año siguiente llegamos a la cima del Aconcagua, el techo de América y de todo el Hemisferio Sur, además en invierno. Era la quinta ascensión invernal al «Centinela de Piedra». De alguna manera habíamos entrado entre las estadísticas de las ascensiones de mérito. Un año después, le tocó el turno al McKinley que, si bien es casi un kilómetro más bajo que su compañero del Sur, es terriblemente frío y desde luego más exigente, cubierto de los mayores glaciares de la Tierra. Estábamos preparados para dar definitivamente el salto, y una expedición que se estaba gestando en Álava iba por fin a ponerme ante una de las grandes montañas.
LAS GRANDES ALTURAS
Era el año 1985. Yo cumplía 29 años, una edad perfecta para afrontar grandes retos. Una edad en la que se conjugan la máxima fuerza y ya una técnica depurada, así como un equilibrio psicológico más que suficiente. El cóctel perfecto. La montaña elegida, además, no era ni mucho menos la más difícil, aunque lo cierto es que era terriblemente alta. Nada menos que el Cho Oyu, de 8.201 metros, la sexta cima de la Tierra.
La expedición no pudo empezar peor. La ruta elegida, partiendo de Namche Bazar y atravesando el collado del Nangpa La, todo ello territorio del reino de Nepal, se adentraba después en el Tíbet ocupado desde hacía años por China, para acabar subiendo por la montaña siguiendo la línea divisoria entre los dos países. El caso es que nuestro permiso, expedido por el Gobierno de Nepal, no era válido para el Tíbet y, lo que resultó más sorprendente, un grupo de alpinistas chinos ocupaba la montaña y echaban a quien pretendiese compartir la ruta con ellos. Nos pasamos unos cuantos días sin poder pisarla y comiéndonos los nervios cada uno a su manera.
Pero todo cambiaría cuando los chinos consiguieron la cumbre. Entonces desaparecieron rápidamente y la «Diosa Turquesa» quedó a nuestra entera disposición. Ocho miembros de la expedición, entre los que yo me encontraba, consiguieron la cumbre. Mi primer ochomil. Y la seguridad de que efectivamente aguantaba la falta de oxígeno, el máximo obstáculo de las mayores alturas.
El éxito no sirvió para apaciguarme sino, muy al contrario, para anhelar nuevos retos. Claro que estábamos en una época en la que cada expedición costaba mucho dinero personal de cada uno de sus miembros. Muchos días de abandonar el trabajo. Infinitas reuniones buscando un mecenas. Persiguiendo apoyos, llamando a puertas, muchas de las cuales se cerraban sin la mínima comprensión. Otras veces, no. En otras ocasiones algún empresario se «enrollaba», y soltaba un dinero a cambio de unas fotos con la pegatina de la empresa. Y la ayuda inesperada nos animaba a pensar en otra expedición.
Así nació la de 1987. Esta vez a Pakistán. Al Hidden Peak. Otro de los catorce ochomiles.
En la Tierra, hay sólo catorce montañas que se elevan por encima de los ochomil metros. Nueve de ellas se encuentran en el Himalaya, a caballo entre Nepal al sur y el Tíbet, ocupado por China, al norte.
El Everest, el Lhotse, el Makalu y el Cho Oyu forman parte de la línea divisoria entre Nepal y Tíbet. El Kangchenjunga se encabalga entre el Nepal al oeste y la India al este. El Annapurna, el Dhaulagiri y el Manaslu están enteramente en territorio nepalés, así como el Shisha Pangma es el único ochomil enteramente chino.
El Karakórum, otra gigantesca cordillera algo más al oeste, entre Pakistán y China, se apunta los otros cinco. Son el K2, el Broad Peak, el Hidden Peak, el Gasherbrum II y el Nanga Parbat.
Nuestra expedición al Hidden, al «Pico Oculto», no comenzó mejor que la anterior, y nos tocó pasar de todo. Empezando por presenciar un bombardeo desde la vecina Cachemira india, hasta asistir a la caída y, por supuesto, muerte de cuatro alpinistas cerca de la ruta que nosotros habíamos elegido. Fue demasiado para el grupo y se decidió la retirada. Pero Atxo y yo, que nos encontrábamos fuertes y aclimatados, no nos pudimos conformar. Era demasiado el esfuerzo que costaba montar una expedición para irse tranquilamente de vacío. El caso es que una expedición acababa de hacer cumbre en el vecino G-II, y la ruta parecía preparada. No lo pensamos dos veces. En una ascensión rápida, sin permiso, de carácter casi alpino, los dos nos lanzamos hacia la cima del Gasherbrum II y nos encaramamos a nuestro segundo ochomil. Increíble, pero empezábamos a estar entre los grandes.
En la historia de los ochomiles no todo había sido las peleas por las cumbres. De hecho una generación de grandes alpinistas, especialmente a raíz de los años setenta, había apostado por el «cómo» más que por la cima. Los Bonington, Haston, Scott y, sobre todo, el tirolés Reinhold Messner, transformaron el alpinismo de elite en mucho más que un deporte. Importaba más por dónde se subía y con qué medios se hacía. La cumbre casi llegaba a ser lo de menos. Así se abrieron vías de gran dificultad, como la pared del Rupal en el Nanga Parbat o la suroeste del Everest. O el más difícil todavía, la ascensión sin oxígeno del Everest en el año 1978, conseguida por Peter Habeler y Messner y, por encima de todo, la repetición de este último, en solitario, sin oxígeno y en pleno monzón, a la máxima cumbre de la Tierra.
El caso es que a mí me entró la fiebre de la dificultad. Me encontraba fuerte como nunca y me atrevía con todo. Y durante unos años no sólo elegí grandes montañas, sino que con un grupo de compañeros de vanguardia me enfrenté a las rutas más exigentes. Fueron seguramente mis mejores escaladas y los años en que viví más al límite lo que ya era mi pasión y mi forma de vida.
En unas pocas temporadas ascendí en dos ocasiones por las laderas norte del terrible Kangchenjunga. Conseguí llegar a sólo cien metros de la cumbre por el formidable Pilar Oeste del Makalu, una de las vías más exigentes y acrobáticas del Himalaya. Y llegué a 8.300 metros en la cara suroeste del Everest, repitiendo hasta casi el final la severa ruta británica. Pero en ninguna de las cuatro ocasiones conseguí llegar a la cumbre…
Y me di cuenta de dos cosas. O, mejor dicho, de tres. Yo quería vivir ascendiendo montañas. Para ello necesitaba dinero. Y cada vez era más difícil conseguirlo, porque cada vez más alpinistas se lo disputaban. Y para los empresarios y para las instituciones, la cumbre es lo que cuenta. En otras palabras, si quería vivir para escalar montañas, tenía que hacer cimas, y si eran sonadas mejor.
En el año 1992 escalé la preciosa ruta de Kinshofer al Nanga Parbat: el tercer y último ochomil que conseguí con Atxo. Se rompía así la racha de grandes expediciones sin cumbre, e inmediatamente comencé a pensar en el Everest. Pero en esta ocasión, nada de rutas raras ni de dificultades añadidas. Necesitaba un gran triunfo al menos de cara a la opinión pública. Y eso pasaba por el «Techo del Mundo». Y, si se precisaba usar el oxígeno, habría que pasar por ello.
El planteamiento era, pues, relativamente simple para mí. O la cumbre, o la cumbre. Sin posibilidad de término medio. La expedición alavesa se planteó una pequeña variante de la ruta original inglesa. No mucho más difícil, pero a cambio bastante solitaria. La ascensión siguió su curso con la normalidad que se podía esperar de la presencia de un ramillete de expertos escaladores por una ruta dura pero técnicamente accesible. Sin embargo, en las grandes montañas nunca puede uno estar tranquilo. Y mucho menos cuando, con cima o sin ella, se giran los pies y se comienza a enfilar el descenso. Entonces se viene encima todo el cansancio físico y psicológico, las muchas horas de esfuerzo acumuladas, y en montañas como el Everest la falta de oxígeno comienza a pasar realmente factura.
Cuando yo bajaba agotado pero contento de la cumbre, y Antonio Miranda descendía con Atxo tras haber alcanzado la cima Sur, Antonio resbaló y cayó deslizándose por la enorme Comba Oeste durante más de dos mil metros de desnivel. La muerte de Antonio marcó para mí esa montaña. Y supe que tendría que volver al Everest por dos motivos. Para repetirlo sin oxígeno y para resarcirme de una experiencia demasiado cruel.
El Everest de todas formas me supuso el impulso esperado. Un año después, juntamente con los hermanos Iñurrategi, me enfrentaba al K2. Después del más alto de los ochomiles, iba de cabeza a por el más difícil. Si en el Everest casi todo había salido mal, la expedición al gigante paquistaní iba a ser justo lo contrario. En poco más de un mes, en una ascensión en toda su mitad superior de carácter alpino, íbamos a alcanzar la espléndida cumbre del Karakórum y, además, lo haríamos completando la ruta ideada pero no culminada por Tomo Cesen, con lo que nos convertíamos en los primeros hombres en llegar al K2 por esa vía… «La ruta de los vascos».
Entonces, en el invierno de 1994, a mis treinta y ocho años, y con cinco ochomiles en la mochila, comencé a pensar en la posibilidad de los catorce. Había en teoría varios obstáculos. El primero, el económico, con los últimos éxitos no iba a ser un problema insalvable. Más objetivo resultaba que aún me quedaban nueve cimas y que no podía aspirar a los catorce subiendo una cumbre por año. Habría que acelerar. El tercero –que sólo yo y unos pocos amigos conocíamos– es que, para subir a todas las grandes cumbres, tendría que volver al Kangchenjunga, y eso no me hacía ninguna gracia. No creo en las brujas ni en los horóscopos ni en los maleficios; pero tenía entonces la sensación de que el Kangchenjunga me estaba esperando…
De cualquier forma no merecía la pena pensar demasiado en el gran nevado. El año 1995 había que resolver la cuestión del tiempo. Si en un año podía darle un gran empujón a la carrera, iría a por los catorce ochomiles, y, si no era así, lo olvidaría. 1995 se convertía en un año clave. Y el reto fue acorde con lo que esperaba de esa temporada.
Me planteé intentar tres ochomiles en un año. Eso lo había hecho muy poca gente y, si lo conseguía, me plantearía en serio conquistarlos todos. Los ochomiles de Nepal se escalan en primavera o en otoño. Normalmente mayo y octubre son los meses donde se dan las circunstancias climatológicas más idóneas y donde se concentra el 99 por ciento de las ascensiones. Por el contrario, en Pakistán es la temporada de verano la que concede las máximas posibilidades. Con esas condiciones la estrategia que elegí fue tratar de encadenar tres ochomiles consecutivos, en primavera, verano y otoño.
En la primavera de 1995 volví al Makalu, a recordar por un lado mis inicios en el vecino Kangchuntse y, por otro, mi experiencia en el Pilar Oeste. Esta vez por la ruta normal del Makalu La, la seguida por los franceses en la primera ascensión. Fue una montaña dura, que nos hizo recular en dos ocasiones, y únicamente a la tercera conseguí pisar los 8.485 metros de su cumbre. La quinta de la Tierra.
En verano aproveché la excelente aclimatación que traía de Nepal para hacer una subida rápida al Broad Peak, el vecino eclipsado por el K2. En menos de un mes se llevó a cabo toda la expedición, y yo me coloqué con la mitad de los ochomiles. Estaba en Vitoria para fiestas, mucho antes de lo esperado y, sólo dos semanas después, me volvía a subir en un avión para aterrizar de nuevo en Katmandú, que para entonces se había convertido en mi segunda casa.
El objetivo no era otro que el gigante vecino del Everest, el Lhotse, que con sus 8.519 metros es la cuarta montaña de la Tierra. Los expedicionarios: Juan Vallejo, quien se convertiría desde aquel año en mi principal compañero de cordada, y de nuevo los «Iñurra» (abreviatura de Iñurrategi).
Félix y Alberto ascendieron unos días antes, convirtiéndose en los primeros alpinistas del Estado que alcanzaban el Lhotse. Juan y yo los seguimos en unos días, utilizando su tienda y sus informaciones y desmintiendo así las supuestas rivalidades que se empezaban a comentar que había entre los «Iñurra» y yo.
Nunca existió esa rivalidad. Entre Félix, Alberto y yo, fue creciendo una admiración mutua y una buena amistad. Cada uno íbamos a lo nuestro, a subir ochomiles, pero yo no pensaba que mis rivales fueran ellos. El rival siempre eran las montañas.
EL «KANGCH» ME ESPERABA
La mejor y definitiva prueba de ello vendría en el año siguiente. Yo ya me había lanzado a por todas, y el «Kangch» (Kangchenjunga) se cruzaba por medio. Cuanto antes me lo quitase de encima, mejor.
Me vi de nuevo enfrentándome a la terrible cara norte y enfrentado a mis fantasmas y a la sensación de que, para bien o para mal, era la definitiva. Y a punto estuvo de ser «para mal». Nunca olvidaré los que han sido los momentos más duros de mi vida en la montaña. Llegué a la cumbre exhausto. Me «pegó» un bajón enorme y me encontraba casi sin fuerzas ante uno de los descensos más delicados del Himalaya. Tras destrepar la arista cimera, en el primer rápel largo me atasqué y no podía ni avanzar ni retroceder. Creo que ahí quemé mis últimas energías y gran parte de mi moral. El tiempo, además, había pasado de una mañana aceptable a una tarde de ventisca en la que sólo se veían unos metros por delante. Viento, hielo, abismos de vértigo y una ruta sin equipar. Alberto Iñurrategi bajaba por delante adivinando el camino. Yo hacía lo que podía en medio, y Félix aseguraba detrás. El sufrimiento estaba alcanzado cotas inaguantables y tuve como nunca la sensación de que la vida se me escapaba. El maldito «Kangch» se iba a salir con la suya. En un momento dado, harto de sufrir inútilmente, le dije a Félix que me dejara quedarme allí. Me rendía, aunque eso desde luego era una muerte segura. Y Félix Iñurrategi no me quiso dejar morir…
–¡Vamos a bajar los tres!…
A partir de entonces, todo tenía que resultar más sencillo. Había subido los cinco grandes, y el camino estaba allanado.
Los catorce ochomiles se podrían dividir en dos grupos. Los cinco «grandes» por encima o casi de los 8.500 metros, y los nueve «pequeños» desde los 8.201 metros del Cho Oyu hasta el Shisha Pangma. Si se tiene en cuenta que en el último día de cumbre se pueden recorrer del orden de 600 a 900 metros, eso quiere decir que en los ochomiles grandes el último campo está casi a la altura de 8.000 metros, mientras en los pequeños supera por poco los 7.000. Y eso, en desgaste, en oxígeno, en riesgo y en probabilidades de cumbre, es mucha diferencia.
No fue un camino fácil. Ni fácil ni exento de peligros. De hecho, la aproximación a mi primer acercamiento al Shisha se llevó para siempre a «Zulu» (José Luis Zuloaga). Había sido otro de mis grandes compañeros. El que elegía las rutas más originales, el que siempre soñaba con las vías más estéticas, y tenía que quedarse allí…
El Dhaulagiri, el Shisha Pangma, el Manaslu y el Hidden Peak fueron cayendo uno tras otro, y me tuve que enfrentar al último gran reto. El Annapurna.
Con sus 8.078 metros, el Annapurna había sido el primer ochomil conquistado y el que cincuenta años después contaba con menos ascensos. Una montaña no excesivamente técnica, pero terriblemente expuesta a los aludes, a las grietas y a las tormentas.
Tuve la suerte de que mi ascenso casi iba a coincidir con el 50º aniversario de la gran expedición francesa, y eso me permitió el honor de conocer a Maurice Herzog. El único superviviente de la mítica expedición francesa y el primer hombre que había pisado una cumbre de más de ochomil metros. El héroe para todos los que aspiramos a las grandes montañas y el referente de millones de jóvenes europeos a lo largo del siglo XX.
El Annapurna se convirtió para mí en el fin de la carrera. La primavera de 1999 conseguí de nuevo con Juan Vallejo, y con Ferran Latorre, llegar hasta arriba y pensar que había alcanzado el objetivo de toda mi vida. Ya podía dejar de escalar. Me había convertido en el sexto hombre en lograr los catorce ochomiles y había entrado en la historia del alpinismo. Podía haberme dedicado a vivir de las rentas, de las conferencias, o de la montaña comercializada; pero yo y unos pocos amigos sabíamos que no se había acabado la carrera.
LA VIDA SIEMPRE SIGUE
Me faltaba volver al Everest y llegar a sus 8.848 metros sin la ayuda del oxígeno embotellado. Me hubiera pasado el resto de mi vida con la duda de esa cima sin las botellas de gas.
Lo intenté en la primavera del año 2000, con la expedición de Al filo de lo imposible, y no conseguimos superar el Segundo Escalón. Y tuve que volver de nuevo al año siguiente. En el mes de mayo del 2001, una vez más sufriendo la extrema crudeza de elevarse hasta esas altitudes extremas, respirando el aire enrarecido, por fin pude superar el mítico Segundo Escalón, y, siguiendo el rastro de Juan Vallejo, alcancé sin oxígeno la cumbre del planeta.
Entonces sí que sentí una gran alegría. Y la sensación del deber cumplido. Tras un descenso en el que a punto estuve de congelarme por encima de los 8.600 metros, comencé a disfrutar de toda mi carrera. Y por momentos reviví mis primeras escaladas y mi primera experiencia en el Himalaya. Y recordé a tantos amigos que me han acompañado en ellas y recordé especialmente a Atxo, a Antonio, a «Zulu» y a Félix, que se quedaron para siempre entre las montañas. En el lugar que todos nosotros elegimos para vivir.
Hemos vivido una existencia intensa, y siempre tendré en mi memoria los instantes de gozo que compartí con ellos. Aquello fue realmente vivir…
Juanito Oiarzabal