Los Barbijos: de frac en el hielo
Miguel Ferrer
En 1990 comenzamos los primeros trabajos de investigación sobre ecología y comportamiento de aves antárticas en Isla Decepción, situada a 63º 00’ S, 60º 40’ O en las cercanías de la Península Antártica y al norte del mítico estrecho de Gerlache, donde 91 años antes pasó su primer invierno antártico Roald Amundsen a bordo del Bélgica. Mucho había llovido en el resto del planeta durante ese tiempo y, aunque la Antártida poco ha cambiado, y de hecho en ella apenas ha llovido, nuestros medios de desplazamiento, logística, comunicaciones y equipamiento nada tienen que ver con la dureza y el romanticismo de los tiempos de Amundsen y Shackleton. Aun así, es difícil encontrar otro lugar en el mundo en el que se sienta tan nítidamente el desamparo y la pequeñez del hombre como asomado a la proa de un pequeño barco en la inmensidad del mar cuajado de hielos de la Antártida. Nuestra fragilidad personal e incluso como especie se nos presenta con la certeza de una bofetada de aire frío. ¿Qué había llevado hasta ese lugar a un biólogo especialista en aves y con mucha experiencia en caminar por las ardientes arenas de Doñana? Aun a riesgo de menguar mis opciones en futuras evaluaciones del Plan Nacional de Investigación, tengo que reconocer que fue la pasión por la aventura, disfrazada de proyecto científico, la que me arrastró hasta allí y la que, hasta el día de hoy, me sigue manteniendo vinculado a la Antártida.
La Antártida, además de su poder evocador, reúne también una serie de características que la convierte en un laboratorio sin parangón en el planeta. En primer lugar, la casi completa ausencia de interferencia humana directa. En segundo lugar, la simplicidad de los sistemas naturales. La baja diversidad biológica característica de climas extremos ofrece la oportunidad de testificar con mayor claridad hipótesis generales en ecología o comportamiento que son mucho más difíciles de analizar en sistemas complejos, lo que hace muy rentable el tiempo de investigación invertido en la Antártida. Por último, pero no menos importante en mi caso, la ausencia de experiencias previas con humanos, unida a la falta de cualquier otro predador terrestre natural en todo el continente (en la Antártida los únicos vertebrados que se ven en tierra son aves o mamíferos marinos), hace que el comportamiento de las aves ante nuestra presencia sea de absoluta tranquilidad, con lo cual tanto la observación cercana como la captura no plantean el menor problema.
DEL MAR DE DRAKE AL «NARANJITO»
En 1990 iniciamos nuestra primera expedición a la Isla Decepción. Para ello volamos a Ushuaia vía Buenos Aires. Ushuaia es una pequeña ciudad enclavada en una ladera imposible entre los Andes y los canales del Beagle, muy cerca del mítico cabo de Hornos. Este asentamiento, en su origen de marcado carácter militar y defensivo, fue fruto de las eternas disputas territoriales entre Chile y Argentina por la posesión de los estratégicos canales que unen los océanos Atlántico y Pacífico. Cuando se llega a Ushuaia, lo primero que uno ve es un diminuto aeródromo en una pequeña isla en el canal donde, incomprensiblemente, aterriza hasta un pequeño reactor comercial. Aunque desde luego no es una pista para principiantes, como lo atestiguaba un DC-9 que se encontraba medio sumergido en el canal a cientos de metros del final del asfalto.
Es verano en Ushuaia y la nieve cae copiosa mientras uno busca dónde tomar algo caliente. Aquí me encuentro con mis dos compañeros de aventuras pingüineras, Javier Viñuela y Juan Aguilar. Esta ciudad del fin del mundo se convierte en esta época en un hervidero de expedicionarios. En cualquier café con los cristales empañados, se agrupan los equipos de diferentes países con animadas discusiones en todos los idiomas. Caras ansiosas rodean mapas extendidos y se habla y se gesticula con el nerviosismo de la inminente partida hacia lo desconocido. También nosotros. Nuestro barco de transporte ese año no era el Hespérides, que aún no existía, sino uno mucho más pequeño pero también más entrañable: el buque de la Armada española Las Palmas, un remolcador de altura adaptado a los hielos. Con modestas dimensiones, pero de corazón potente, era capaz de arrastrar pesadas cargas y desenvolverse en mares complicados como el que nos esperaba. Las Palmas había atracado dos días antes de nuestra llegada y casi había terminado de repostar. Dispusimos de dos días más para visitar los increíbles bosques monoespecíficos de lenga (Notophagus antarctica) que cubren todas las cordilleras del sur, en el Parque Nacional de Tierra del Fuego, y las colonias de aves marinas y pinnípedos de los canales fueguinos, a modo de anticipo de lo que nos esperaba.
Por fin embarcamos en nuestro buque y, a última hora de la tarde, partimos hacia el cabo de Hornos. La navegación fue agradable y Las Palmas se deslizaba con suavidad por entre los angostos canales, mientras la duradera luz del atardecer se prolongaba ganándole la partida a la noche. Dormimos en pequeñas literas de madera a las que, siguiendo el consejo de la avezada marinería, nos atamos con gruesas correas de cuero en previsión del temido mar de Drake, que nos esperaba detrás del cabo. A las cuatro de la madrugada el violento movimiento del barco nos sacudía de forma brutal. Yo me desaté de la litera para tratar de llegar a los servicios y, caminando por los pasillos con las piernas muy separadas y los brazos apoyados en el techo, descubrí con rapidez lo que es un auténtico y genuino mareo de barco, con sus más obvias y desagradables consecuencias. Este comienzo supuso una pequeña humillación para mi idea de aventurero novel, que se recompuso un tanto al encontrarme, de vuelta a los camarotes, al segundo de a bordo, tumbado en el suelo, en un estado aún peor que el mío. Fueron cinco días infernales con olas de entre diez y catorce metros que no nos dejaron ni un respiro. El mar de Drake seguía haciendo honor a su fama de ser uno de los peores, si no el peor, mar del mundo.
Por fin las olas se calmaron y días antes de avistar Rey Jorge, nuestra primera isla antártica, pudimos disfrutar con el vuelo de los albatros viajeros, ojerosos y reales, que seguían el curso de Las Palmas a través del Drake. Son aves increíbles que tienen su hogar en uno de los lugares más inhóspitos del planeta. La isla de Rey Jorge es un conglomerado de bases de diferentes países con una elevada densidad de habitantes veraniegos. Su relativa cercanía al continente americano y el que disponga de la pista de aterrizaje más austral del mundo la convierten en zona de paso y estancia muy utilizada. Pronto abandonamos Rey Jorge tras recoger algún afortunado pasajero que, viajando en avioneta de carga, había evitado cinco días de montaña rusa en el mar. Próxima parada: las Shetland del Sur.
Livingston es una pequeña isla del archipiélago de las Shetland donde se asienta la Base Antártica Española Juan Carlos I. Esta base, encajada entre dos glaciares frente a una pequeña bahía, conocida como Bahía Sur, reúne condiciones muy adecuadas para el estudio de líquenes y por supuesto de glaciares y de la atmósfera; pero no permite moverse con facilidad por el entorno, lo que la convierte en poco útil para estudios como los que nos proponíamos. Tras dos días de descarga de material y personal con la ayuda de todas las manos disponibles, emprendimos navegación hacia nuestro destino: la isla Decepción.
Decepción recibe ese nombre de una traducción directa del inglés, «Deception», nombre que hace referencia a la sorpresa que produce, porque desde lejos parece una isla normal, pero es en realidad un enorme cráter volcánico relleno de agua, cuya bahía interior es navegable, con una profundidad media de unos doscientos metros bajo el nivel del mar. La entrada a Decepción es espectacular, ya que el cráter cuenta con una abertura del tamaño justo para que un barco mediano pueda entrar en la ensenada interior por los conocidos como «Fuelles de Neptuno», impresionantes farallones rocosos que flanquean a ambos lados la angosta abra, como dos colosos envueltos en una niebla casi permanente. Decepción es una isla volcánica activa, lo que no deja de añadir un punto más de intranquilidad en nuestra primera estancia, especialmente al ver de cerca las ruinas derretidas de lo que fue la base chilena, arrasada por la última erupción en 1968. Nos acompañan en la expedición cinco militares del Ejército de Tierra y dos vulcanólogos, que nos mantienen informados de los doscientos microseísmos diarios que sufre la isla.
Cuando Las Palmas fondea en la bahía interior, frente al refugio Gabriel de Castilla, nuestro hogar en los próximos meses, comienza un incesante barqueo de material que nos llevará dos días completos de viajes continuos en zodiacs. El año 1990 había sido excepcionalmente frío. La isla, que habitualmente se descubre pronto de nieve, dado su carácter volcánico y su suelo caliente, ese año se encontraba completamente cubierta, con más de dos metros de nieve de media y en algunas zonas algo más de seis. Para poder acceder al refugio desde la playa y abrir su puerta fue necesario el esfuerzo de diez personas retirando con palas la nieve durante otros dos días. Finalmente, la puerta se franqueó y comenzamos a poner en marcha nuestro pequeño refugio. Lo primero, comprobar el estado del único grupo electrógeno que se había dejado el año anterior, año en que se comenzó la construcción del refugio, y después poner en marcha el nuevo motor que venía a substituirlo. Una vez visto el buen funcionamiento de los elementos vitales del refugio, Las Palmas abandonó Decepción para continuar sus tareas de investigación oceanográfica por los mares antárticos. Los trabajos de adecuación del refugio, incluida la colocación de la segunda capa de paneles de fibra de vidrio en las paredes, nos llevaron siete días más. Se establecieron como es costumbre los llamados turnos de «Marías», responsables cada día de cocinar y mantener la limpieza del refugio. En este año el refugio, al que bautizaron como el «Naranjito», tenía una lona por techo, lo que ocasionaba un curioso fenómeno de condensación que terminaba en inesperadas lluvias nocturnas dentro del mismo. No disponíamos de agua corriente –para obtenerla derretíamos nieve en una lavadora–, ni tampoco de servicios. Por supuesto, no era posible ducharse y la temperatura en el interior del Gabriel de Castilla rara vez superaba los cuatro grados. Pese a todo esto, por fin estábamos en la Antártida y deseando empezar nuestro trabajo con pingüinos. Diez días después de la entrada de Las Palmas por los Fuelles hicimos nuestra primera visita a la pingüinera de Vapour Col, una de las mayores de la isla, con algo más de 20.000 parejas reproductoras y situada en la costa exterior a unos 2,5 kilómetros del refugio. Para ello fue necesario abrir una ruta que, bordeando pequeños cráteres convertidos en lagos helados, ascendiera por la caldera volcánica para bajar a la costa exterior a la altura de la colonia.
¿CÚALES SON LOS MACHOS?
El objetivo científico de nuestra expedición era estudiar la biología reproductiva de uno de los pingüinos antárticos más exitosos, el pingüino de barbijo (Pygoscelis antarctica). Es un pingüino de unos 70 centímetros de estatura, con un peso que oscila entre los 3,5 y los 5 kilos, y su población global se estima en unos 7,5 millones de parejas. Comedor de kril1 y ocasionalmente de algún pequeño pez, pone de uno a dos huevos y cría generalmente en grandes colonias en el entorno de los 60º de latitud.
Dado que cuando la colonia se visitó por primera vez, la mayoría de los nidos se encontraban en avanzado estado de incubación, algunos aspectos previstos en el proyecto originalmente propuesto no pudieron realizarse. No obstante, se estudió satisfactoriamente el resto de los temas planeados para esta expedición.
En las visitas iniciales tuvimos que resolver un problema fundamental para poder hacer el resto de los estudios, que era el siguiente: ¿cómo se distinguen machos y hembras en esta especie? No existía ninguna referencia anterior, aunque era sabido que en muchas aves marinas en general, y en concreto en algunas especies de pingüinos, los machos son de mayor tamaño que las hembras, en especial en lo que se refiere a las dimensiones del pico. Esto se explica aparentemente por un papel mucho más importante del macho en la selección, adquisición y defensa de un lugar dentro de la abigarrada colonia, donde la hembra depositará posteriormente los huevos. Así que lo primero que hicimos fue ejercer de mirones en todas las cópulas que podíamos localizar, capturando posteriormente a los participantes y asumiendo que el que estaba encima era el macho. En total pudimos capturar 27 machos y 28 hembras. Medimos los picos, el peso, la longitud de las aletas, etc., a todos estos infortunados amantes, para averiguar si se podía distinguir con precisión el sexo a partir de tales mediciones. Tras los oportunos análisis llegamos a la conclusión de que en más del 95 por ciento de los casos se podía afirmar con precisión el sexo del pingüino por las dimensiones del pico, siendo sensiblemente mayor en los machos que en las hembras.
Sabiendo ya cómo distinguir machos y hembras comenzamos con el siguiente segmento del estudio: la defensa de los nidos por parte de los pingüinos frente a predadores potenciales y su diferente intensidad con relación al sexo del adulto presente en el nido, situación de éste en la colonia (periférico o central) y estado (con huevos o pollos). La teoría del valor reproductivo residual predice que un adulto defenderá tanto más a sus huevos o pollos cuanto más haya invertido ya en ellos en forma de incubación, alimentación y tiempo de dedicación en general. Es decir, se defienden con más intensidad y riesgo para la propia integridad los pollos que los huevos, y los pollos mayores que los recién nacidos. Por otra parte, este incremento en la defensa observado en muchas especies podría ser un «artificio», consecuencia de visitas repetidas al mismo nido, que haría que los adultos aprendieran a defender con más vigor sus crías ante un predador que resulta poco peligroso para ellos. Evidentemente, en los experimentos no se les inflige daño alguno a los adultos para que puedan concluir que su defensa ha salvado a los pollos y, a la siguiente visita, estar más dispuestos a ejercerla. Para analizar la respuesta defensiva de los pingüinos y los factores implicados, realizamos un experimento de defensa contra la aproximación nuestra a los nidos. Aunque es cierto que los pingüinos no nos perciben como predadores, sino más bien como «grandes pingüinos», también es cierto que la defensa contra congéneres que pretenden «robar» el hueco del nido o las piedras es una medida de la inversión parental en la progenie y, por lo tanto, válida para nuestras intenciones. En total analizamos la respuesta defensiva en 130 nidos de barbijo. Los resultados demostraron que el aumento en la intensidad de la defensa, al aumentar la inversión acumulada de los adultos, es cierta e independiente de si el nido es o no revisitado. A su vez, los machos resultaron ser más agresivos en la defensa que las hembras. Estas diferencias, encontradas también en otras aves, se deben al mayor papel del macho en la adquisición y defensa del hueco, como forma de atraer a hembras al comienzo de la reproducción; algo a sumar a las distinciones en el pico, como hemos señalado. Por último, los adultos que nidifican en los bordes de las colonias, habitualmente individuos más jóvenes, los defienden con menos intensidad que los situados en lugares centrales de las mismas. Podría explicarlo la idea de que al aumentar la edad y, por tanto, disminuir las expectativas de futuras reproducciones, los adultos defiendan con mayor intensidad porque tienen «menos que perder».
VALORES CIRCADIANOS, AYUNO Y CRÍA
El cercado experimental situado junto al refugio Gabriel de Castilla, realizamos dos estudios básicos de fisiología que eran imprescindibles como herramientas para posteriores estudios y por sí mismos, dado el interés que despiertan las respuestas fisiológicas que hacen posible la vida en ambientes extremos. El primero era un estudio de las variaciones circadianas en parámetros bioquímicos sanguíneos. Esto es, variaciones más o menos pronunciadas en los valores de los parámetros únicamente relacionadas con la hora del día y que tienen un ciclo cercano a las 24 horas. Distintos trabajos han demostrado que, en ausencia experimental del ciclo luz-oscuridad, los ritmos siguen cursos individuales produciéndose una desincronización progresiva entre individuos de la misma población, que se conoce como libre curso. El lugar por definición para estudiar esto es la Antártida durante el solsticio de verano. Aunque en Decepción no llega a permanecer el Sol por encima del horizonte durante las 24 horas, el ciclo luz-oscuridad está tan atenuado que sería previsible que pudiese ocurrir libre curso. Para averiguarlo, capturamos seis barbijos no reproductores que fueron mantenidos en un cercado durante 48 horas, y realizamos cuatro extracciones de 1,5 mililitros de la vena radial del ala. Los resultados demostraron que existían variaciones significativas en los parámetros sanguíneos que corresponden a los esperados en aves y que prueban que, incluso el tenue ciclo antártico en pleno solsticio, es suficiente para sincronizar los ritmos en las aves que han evolucionado en estos ambientes, de forma que todos los individuos puedan hacer coincidir sus actividades sociales de manera eficaz. Otra conclusión fue que, por supuesto, los pingüinos son aves diurnas.
La necesidad de ayunar es una constante en especies de aves, donde la incubación de los huevos obliga a la presencia permanente de al menos uno de los adultos para dar calor al pollo. Si esto es cierto en general, mucho más en la Antártida, donde la temperatura ambiente haría fracasar de inmediato la incubación de cualquier pareja que expusiese su huevo a la intemperie unos pocos minutos. Pero no sólo por la incubación se ven obligados a ayunar los pingüinos. La muda de estas aves se produce en tierra, ya que sería imposible sumergirse en las heladas aguas del mar antártico sin que el plumaje protector estuviese en perfectas condiciones. Así que, durante la muda, los pingüinos abandonan temporalmente el mar y deben ayunar durante todo el periodo hasta que el nuevo plumaje se encuentra listo para estrenar. También el tipo de alimentación puede imponer como norma ciclos de ayunos alternados con grandes banquetes. Esto se produce generalmente en especies donde el alimento es muy abundante localmente, pero irregularmente distribuido; es decir, donde es difícil de encontrar, pero cuando se encuentra hay mucho que comer. Es la situación típica de las grande aves carroñeras del planeta y, también, de los pingüinos comedores de kril. El kril tiene una distribución irregular por el mar: no se halla por todos sitios un poco, sino más bien en unos pocos sitios muchísimo kril. Por todo ello, es muy importante ser capaz de aguantar periodos de ayuno sin que el estado del individuo se deteriore tanto como para no aprovechar la próxima bonanza. Por otra parte, en aves que bucean y en sitios fríos, la reserva de grasa no sólo cumple funciones de nutrición, sino otras que incluso son más importantes, como el aislamiento térmico. Así pues, el mantenimiento de las reservas es un compromiso metabólico entre alimento y calor. Para estudiar estos problemas utilizamos de nuevo el cercado experimental, donde mantuvimos a otros seis pingüinos durante diez días en ayuno. Las muestras de sangre se tomaban a las 12 horas solares para evitar problemas de ritmos circadianos, y cada dos días para limitar las molestias a las aves. Los resultados demostraron que los barbijos, como corresponde a su talla y alimentación, tienen una resistencia moderada al ayuno, siendo capaces de permanecer hasta dos semanas sin comer antes de entrar en una fase comprometida. Durante esa quincena, el combustible más utilizado no es la grasa, sino el propio músculo, probablemente para no perder su capacidad de aislamiento térmico, que les resulta vital para poder sumergirse en busca de comida. Con estas pruebas pusimos a punto el método para que, a través de una muestra de sangre, pudiéramos evaluar el estado de nutrición de cualquier pingüino de barbijo, herramienta muy valiosa para posteriores investigaciones.
Se efectuó otro estudio de la relación entre la asincronía en el crecimiento de pollos hermanos y el estado de nutrición de los padres. Los barbijos pueden tener uno o dos pollos (nunca más) y estos últimos pueden ser iguales en tamaño, o uno grande y otro mucho más pequeño. Se puede encontrar todo un gradiente de posibilidades paseando por entre la colonia. Nos preguntábamos si los contrastes entre hermanos (asimetría) eran producto de diferencias en el nacimiento, de competencia fraternal o de decisión paterna de alimentar más a uno que a otro para que, si la cosa viene mal, al menos uno sobreviva. Utilizando las técnicas de análisis de sangre, llegamos a la conclusión de que los adultos cuyos crías eran más asimétricas estaban en mejor estado de nutrición que los adultos cuyas camadas eran iguales de tamaño. La interpretación es que, como los barbijos pueden tener uno o dos pollos, pero no uno y medio o uno y tres cuartos, cuando los adultos consiguen suficiente comida para sacar más de una cría, pero no tanta como para sacar dos al mismo tiempo, concentran la inversión en uno de ellos y mantienen al hermano a ralentí en espera de que el alimento finalmente llegue a los dos. Es decir, la asimetría entre hermanos funciona como un sistema de ajuste fino según la disponibilidad de comida, que puede a la postre conseguir dos pollos aunque uno de ellos sea un poco más tardío. El desgaste que supone la crianza de dos pollos iguales sólo puede ser afrontado por aquellos adultos cuya situación de partida les permita afrontar semejante esfuerzo.
Durante el mes y medio de trabajo continuo en la pingüinera sólo tuvimos un susto. Habíamos decidido (erróneamente) que era buena idea llevar una pequeña tienda de campaña para vivaquear en la pingüinera si, mientras estábamos allí, el tiempo empeoraba, como una opción mejor que volver inmediatamente al refugio. Teníamos la esperanza de aprovechar así más el buen tiempo, que a veces era sólo de una o dos horas, trabajando en la colonia. Una mañana que estábamos allí, el día cambió de repente, con una fuerte nevada y un viento de más de 80 kilómetros por hora. Decidimos, pues, montar la pequeña tienda y esperar. Cinco horas después, conseguimos a duras penas llegar al refugio en medio de una imponente ventisca, con una gran somnolencia y 34 grados de temperatura corporal. Descubrimos entonces, afortunadamente sin daños personales, que las ventiscas en esta zona son dignas del mayor de los respetos y que, cuando el tiempo cambia –y lo hace a la misma velocidad que en la alta montaña–, hay que buscar refugio adecuado inmediatamente y olvidarse de todo lo demás.
El 10 de enero de 1991, el buque Las Palmas reapareció por los Fuelles de Neptuno cantado como una ballena, y veinte brazos en alto le saludaron desde la bahía interior, al lado del austero «Naranjito». La vuelta por el Drake fue un poco mejor que la ida; pero, a pesar de ello, consiguió que uno de los vulcanólogos que nos acompañaba entrara en erupción vesubiana en plena cena en el camarote de científicos. El espectáculo fue respondido con solidaridad gástrica por algunos de los presentes, que habían aguantado con dignidad hasta ese momento. Uno de ellos, con un recato que le honra, trató de abrir la escotilla exterior para aliviarse fuera, dejando involuntariamente la puerta encastrada con la brida de seguridad y permitiendo que una ola helada del Drake se sumara al condumio en un final digno de los hermanos Marx. Durante los seis días siguientes no volví a ver a la mayoría de ellos.
A mi regreso a España, con quince kilos menos, quinientas diapositivas para revelar y muchísimas más guardadas en la retina para siempre, comprendí que aquello no era el final de una aventura, sino el principio de una relación que prometía durar mucho tiempo más.
El rendimiento científico de las estancias en la isla es claramente bueno. Si dividimos el número de artículos publicados en revistas científicas de alto impacto (revistas incluidas en el Science Citation Index en la jerga científica), entre los días empleados en generar los datos necesarios, resulta que mientras nuestro grupo de investigación en España publica un artículo cada 68 días de media, en la Antártida tan sólo necesitamos 15 para hacer uno.
Miguel Ferrer