Nómadas de las grandes paredes

Miguel Ángel G. Gallego

Afinales de los años sesenta surgió en Murcia, una ciudad del sureste español, un reducido pero entusiasta y compenetrado grupo de escaladores con un loco sueño que se convirtió en un proyecto claro y preciso: abrir nuevas y difíciles rutas en las grandes paredes del mundo y en todos los continentes. Realizaron más ascensiones que las aquí relatadas –en diversos puntos de África, Oriente Medio, Europa y Oceanía–, pero éstas son algunas de las más destacadas y significativas.

EL CAPITÁN, EN YOSEMITE

Un día cualquiera en 1965, mi tío, un pionero del Club Montañero de Murcia, popularmente conocido como «El Almirante», me descubrió desde un mirador excepcional la espléndida imagen de la pared del valle de Leiva, en Sierra Espuña, a menos de una hora de nuestra ciudad natal, Murcia. «Mírala, es la mejor pared de la Región; nadie ha conseguido escalarla todavía…; parece una versión reducida de El Capitán, en California». Por la tarde me mostraba la revista catalana Vèrtex donde, en un revelador artículo traducido por Anglada, el gran adelantado californiano Royal Robbins relataba la primera ascensión un año antes, después de diez días de esfuerzos, de la Pared de Norteamérica (North American Wall) a El Capitán, en ese momento considerada sin duda alguna la escalada técnicamente más difícil lograda por el alpinismo internacional.

Ante mis pupilas infantiles desfilaron las imágenes increíbles de Chouinard, Pratt, Frost y Robbins, durmiendo colgados en sus frágiles hamacas de red. Aquellas fotos cambiaron literalmente el rumbo de mi vida. Aunque mi tío me sacaba a la montaña desde que tenía uso de razón, en 1965 yo no sabía hacer correctamente un nudo; pero, curiosamente, antes de conocer el significado de la palabra Cervino, el detonante de mi pasión por la escalada se llamaba claramente El Capitán.

A pesar de que he tenido la oportunidad de disfrutar ascendiendo numerosas montañas clásicas en todo el mundo, en el epicentro de mis intereses e ilusiones juveniles prevaleció sobre todo el sueño de las grandes paredes. Los Anglada, Rabadá, Robbins, Chouinard, Brown, Magnone o Terray, fueron algunos de mis principales héroes juveniles.

Cinco años después, todavía adolescentes, en 1970, tuvimos la suerte de abrir la primera vía trazada en la pared del valle de Leiva, la mejor zona de escalada en la Región de Murcia, iniciando la senda que debía conducirnos a El Capitán.

Después, dedicamos toda una década al campo de acción preferido del mítico escalador aragonés, Alberto Rabadá: los Mallos de Riglos y la cara oeste del Naranjo. Cuando terminamos con esta fase, habíamos tenido la oportunidad de abrir la mayoría de las rutas existentes en la pared más completa de España, incluyendo las primeras invernales que se efectuaron sobre esta bella y simbólica montaña de los Picos de Europa. En Riglos, especialmente en el Mallo Firé, abrimos rutas particularmente duras y expuestas, que se cuentan entre las mayores experiencias técnicas que un escalador de roca puede encontrar.

En 1978, con emoción e impaciencia, viajé por vez primera a Yosemite, junto al gran alpinista madrileño Jerónimo López. Disfrutamos y escalamos mucho realizando las primeras nacionales a la Noroeste del Half Dome (vía Robbins), al Sentinel Rock (vía Chouinard) y, sobre todo a The nose (La Nariz) en El Capitán: la pureza de líneas geométricas, la solidez de la roca y el ambiente irreal de este abismo vertiginoso y atrayente convierten en única esta pared, comparativamente incluso a escala mundial.

Recuerdo que después de lograr en 1981 la primera nacional de la Salathé, también a El Capitán, con mi hermano José Luis, regresamos a Europa y escalamos poco después, en el día, la Directa americana al Dru, en Alpes, sorprendidos por la falta de verticalidad.

Yosemite es, además, uno de los más bellos valles de la Tierra, ejemplo geológico «de libro» como valle glaciar en forma de U. Alfombrado por las gigantescas «sequoias», alberga una rica vida animal que incluye osos, coyotes, grandes rapaces, ciervos, pumas y un largo etcétera.

Pero nuestras intenciones en El Capitán iban mucho más allá, porque el mítico muro ofrecía la posibilidad de nuevas rutas en el corazón de su poderosa estructura. Fue una gran experiencia vertical, humana y de equipo, así como la materialización de mis sueños juveniles: cuatro hermanos –José Luis, Carlos, Javier y Miguel Ángel–, un mes de escalada con la preparación y un total de veintiocho noches en la pared dieron forma a Mediterráneo. Mil metros de ruta nueva de extrema dificultad, tanto libre como en artificial, en el centro geométrico de la pared a la izquierda de su Nariz (The nose).

Era «la primera vía no americana» abierta en la historia de El Capitán; pero para nosotros aquel verano de 1982 fue mucho más, porque significó el verdadero pasaporte para abordar nuestros sueños verticales sobre las grandes murallas del mundo.

FITZ ROY, VENDAVALES EN LA PATAGONIA

En el extremo sur del continente americano, las montañas de la Patagonia Austral ofrecen a los alpinistas una de las mayores posibilidades de aventura del Globo. En mi opinión, la región del Fitz Roy reúne el mayor número de ingredientes que el escalador de terreno difícil puede desear. La desmesurada altura y verticalidad de las «big walls» (grandes paredes), tanto rocosas como glaciares, unida a una meteorología excepcionalmente adversa, marcan las pautas de una curiosa logística expedicionaria de resultados frecuentemente inciertos, sobre todo en materia de primeras ascensiones.

Es una incertidumbre que, posible y paradójicamente, constituye el mayor atractivo del alpinismo en este lugar. Actualmente, en muchos macizos del mundo, la montaña proyectada como objetivo puede darse por sentenciada si los hombres que la abordan reúnen capacidad, experiencia, medios e ilusión. En Patagonia es, sin embargo, la lucha contra las fuerzas desencadenadas de una naturaleza aliada a un viento demencial, en un lugar donde absolutamente todas las condiciones cambian a un ritmo tan vertiginoso que razón alguna puede prever o controlar. Todo esto afortunadamente dominado por estímulos y factores estéticos insuperables. Imaginad un castillo encantado, con un diseño a lo Disney, defendido por murallas de granito de hasta mil ochocientos metros, cubiertas de hielo centelleante, y tendréis el Fitz Roy.

Robert Fitz Roy, de quien toma el nombre esta aguja, era el capitán de la fragata británica Beagle, en el transcurso del Viaje de un naturalista alrededor del mundo, título del libro del legendario Charles Darwin.
¡Y qué decir de su indescriptible vecino, el Cerro Torre, una montaña tan bella y agresiva que ciertamente roza lo irreal! Las restantes e innumerables agujas, igualmente bellísimas, pierden un poco sus atributos junto a los dos reyes indiscutibles de la zona.

Desde que en 1952, con una audacia inaudita Terray y Magnone se alzaran sobre el reducido espacio virgen de la cima del Fitz Roy, numerosas expediciones se han sucedido. El gran Lionel Terray declaró que había sido la ascensión más dura de su vida, muy superior al resto de sus logros repartidos por el mundo, incluyendo los ochomiles del Himalaya. Manifestó que sólo la superioridad técnica y la determinación de Magnone le habían impedido abandonar.

En 1984 el sector central-izquierdo de la pared este del Fitz Roy, de 1.500 metros de altura, ofrecía aún la posibilidad de un nuevo trazado lógico. Un gran itinerario mixto: ése era el tipo de escalada y el estilo que más nos sugería la forma de esta montaña y este lugar.

En realidad para mi hermano José Luis y para mí, únicos miembros de nuestra expedición en 1984, la nueva vía era un asunto pendiente. En 1982 ya habíamos intentado la ruta en compañía de dos expertos compañeros, Miguel Gómez y Manuel del Castillo. Fue una salida de cuatro meses de duración repleta de complicaciones, con resultados casi decididos desde el primer día de aproximación al campo base, cuando la coz de un caballo, al atravesar el río de las Vueltas, dejó fuera de combate provisionalmente a José Luis, enviándolo durante un mes a Río Gallegos con una pierna escayolada.

Y después… un sinfín de tribulaciones y aventuras: Manolo, enterrado vivo por una avalancha; José Luis y Manolo, a punto de ser arrastrados en la pared por un gran alud desprendido de la pendiente de hielo; yo, deslizándome más de doscientos metros, saltitos de serac incluidos, en las rampas de nieve del ataque. Toda una interminable relación de sustos «made in Patagonia»: cuerdas cortadas por las importantes caídas de piedras y hielo, o una cueva repleta de equipo enterrada bajo doce metros de nieve, que necesitó cuatro días completos de excavación con media docena de túneles de dimensiones increíbles. Y todo esto dominado, además, por la presencia del principal protagonista de estas latitudes: el viento…

Naturalmente en el 84 algunas de estas aventuras fueron renovadas. Contemplamos estupefactos cómo piezas de nuestro equipo de varios kilos del peso escalaban en un suspiro la pared del Fitz y desaparecían sobre la arista cimera. Yo me convertí en «bonzo» dentro de una cueva de hielo al inflamarse una carga de propano e incendiarse mi equipo de tempestad, proporcionándome quemaduras en las manos, con recorte instantáneo de cejas y pelo. Incluso volvimos a ser mineros; aunque esta vez un solo túnel y dos días completos de trabajo fueron suficientes para encontrar el equipo, enterrado a unos diez metros de profundidad cerca de la rimaya.

Este año, José Luis fue escogido para vivir la inolvidable experiencia de elevarse con el viento; el aterrizaje un poco brusco casi le cuesta una pierna. Finalmente, nos sobrevino el curioso fenómeno de la explosión de la funda de protección de nuestra hamaca, quizás debido a la onda expansiva de una turbulencia, que nos proporcionó uno de los mayores sustos de nuestra agitada salida.

Por fortuna, en ocasiones, en estas latitudes el viento y la inestabilidad desparecen de golpe, dando paso a jornadas de gran serenidad, repletas de acción exultante dentro de un marco de una belleza imposible de describir. Sin el recuerdo y la esperanza de estos días, escasos pero existentes, el alpinismo en la Patagonia estaría en los límites de lo poco razonable.

En el 84 mi hermano y yo éramos veteranos de estas latitudes; nuestros equipos, en la mayoría de los casos diseñados por nosotros mismos, estaban adaptados para la aventura patagónica.

Partiendo de España el 1 de enero, José Luis cayó enfermo de una supuesta hepatitis, obligándonos a un retraso de un mes. Febrero resultó muy inestable y lo dedicamos a portear todo el equipo a la base de la pared. Nuestra técnica consistió en permanecer sobre la montaña tanto tiempo como fue preciso para finalizar la ruta. En total fueron treinta días consecutivos. Como siempre, sólo en un escaso porcentaje acompañados por un clima adecuado y un viento soportable.

Incorporados a la gran pendiente de hielo de la mitad inferior del itinerario, a través de la vía original Terray-Magnone y la llamada Silla de los Italianos, evitamos la peligrosa escalada de la primera parte de la ruta.
Nuestra larga permanencia en la pared fue digna de reflexión y, adoptando claramente ciertos perfeccionamientos con respecto al equipo, abrió un gran campo de posibilidades de cara a la futura superación de los grandes muros y rutas que quedan aún por solventarse en este macizo: pared sureste de la Poincenot, oeste de la Egger, nuevas rutas al Torre y al Fitz Roy.

Aun así, a pesar de la participación imprescindible de los modernos equipos, nuestra permanencia estuvo dominada en numerosas ocasiones por situaciones límites. Durante ese mes vivimos dentro de las pautas establecidas en un nuevo «círculo vicioso». A la destrucción intermitente pero total de nuestros puntos fijos y posibilidades de vivac (hamaca, repisas o iglúes), se sucedían pequeñas treguas que permitían su reconstrucción o una permanencia provisional.

En este sentido hemos tenido mucha suerte en este marzo del 84. De todas formas, hemos podido comprobar nuevamente que la meteorología patagónica tiene «momentos punta»: esos más de doscientos kilómetros por hora que, acompañados por precipitaciones de auténtica ciencia-ficción, transportarán a los alpinistas más allá de los límites de lo razonable, exigiendo de todos mucho más de lo que jamás hayamos pensado que éramos capaces de dar.

Si, a pesar de todo esto, tenemos la suerte y también el tesón de resistir… Una realización de este género en Patagonia formará parte de uno de los más bellos recuerdos de nuestra efímera existencia. Como ha sucedido para José Luis y para mí cuando el veinte de marzo nos fundimos en un abrazo sobre la cima del Fitz Roy, batida por los vientos incesantes de la Patagonia Austral.

TRANGO, EL HIMALAYA EN VERTICAL

Si le dijeras a un niño que pintara una montaña, probablemente pintaría algo bello y puntiagudo; es decir, dibujaría… la torre de Trango. Imaginad un inmenso torpedo de granito, cubierto de hielo, con paredes verticales de mil quinientos metros que conducen al reducido espacio de su cumbre, todo ello culminando a 6.257 metros sobre el nivel del mar. Imaginadla sobre el fantástico glaciar del Baltoro, una de las regiones más espectaculares del Himalaya. Ninguna montaña supone en los últimos tiempos un símbolo mayor en la evolución técnica del alpinismo de dificultad en esa cordillera.

El campo base estaba situado junto a un lago, en un paisaje de una belleza espectacular, en el lateral de la lengua del glaciar Trango, tributario del Baltoro.

El glaciar Trango ofrece, a lo largo de muchos kilómetros de longitud, una de las mayores concentraciones de grandes paredes del mundo. Decenas de torres y pilares perfectamente definidos, con paredes de mil y, en algunos casos, hasta de dos mil metros de desnivel. Un paraíso para el «big wall». Harán falta muchas generaciones tan sólo para explorarlo. En este universo espectacular destaca por su verticalidad, historia y estética la «Nameless Tower», la auténtica «torre de Trango».

Hoy en día se considera a nivel histórico que la torre de Trango inauguró en 1976, con su primera ascensión por los ingleses Joe Brown, Boysen, Anthoine y Howells, el alpinismo de extrema dificultad técnica en el Himalaya; es decir, la adaptación del «big wall» tipo «yosemítico» (estilo del valle californiano de Yosemite), al aislamiento, la problemática ambiental y la meteorología de la escalada en altitud…
Desde el campo base ascendemos unos mil metros de desnivel por un peligroso e interminable corredor de nieve que conduce al pie de la muralla. Cuando conseguimos finalmente situar unos centenares de kilos de comida y equipo bajo un gran bloque rocoso, situado a menos de una hora de la pared, la aventura vertical comienza verdaderamente.

Ese bloque de roca, llamado Boulder Camp por los pioneros británicos, será como un oasis en este mundo helado y mineral. Las grandes avalanchas que caían constantemente por el corredor, debido a su especial situación, se desviaban increíblemente a derecha e izquierda de nuestro pequeño refugio, formado por dos tiendas montadas en una superficie reducida e inestable y protegidas por esa providencial roca. En este campamento-vivac dormiremos muchos días, mientras escalamos y equipamos con cuerdas la primera parte de la pared. La primera ruta española al Trango, abierta por la expedición murciana, presentaba una gran combinación de disfrutes y problemas, desde las perfectas fisuras yosemíticas, pasando por el largo de mixto, a la tirada descompuesta o al gran nevero tipo cara norte del Eiger.

El corredor de nieve nos hará pasar algunos de los momentos de mayor tensión y riesgo de toda la aventura. Mientras descendíamos con mal tiempo hacia el campo base, Pepe Seiquer y yo nos vemos sorprendidos por una gran y silenciosa avalancha. Yo tuve la suerte de verla a tiempo y, gritando para avisar, corrí, alcanzando casi agotado un lugar algo más protegido. Seiquer, con menos tiempo, se lanzó instintivamente hacia abajo, coincidiendo con el recorrido de la avalancha, y se arrojó bajo un bloque rocoso, donde encontró un hueco literalmente milagroso que le salvó la vida, tan sólo por unos metros y escasos segundos. Personalmente, la visión de la inusitada violencia del alud que desfilaba ante mí, unos diez metros a mi derecha, me hizo pensar que él no tenía la menor oportunidad de sobrevivir. Los segundos que pasaron hasta escuchar sus primeros gritos cuentan entre los más tensos y duros de mi vida.

En otra ocasión, desde el campo base nos disponíamos a subir por el corredor cuando otra gran avalancha de bloques de hielo se desprendió de las cumbres del Trango Central, dos mil metros más arriba, y formando una inmensa nube, quizás de trescientos metros de ancho por otros tanto de alto, se dirigió directamente hacia nosotros: salimos todos corriendo mientras la onda expansiva nos cubría a nosotros y a las tiendas con una capa de hielo y nos dejaba tan mojados como asustados.

Las caídas de trozos de hielo de mayor o menor tamaño fueron constantes en el transcurso de toda la escalada a lo largo de los mil quinientos metros de la pared. Todos resultamos golpeados en mayor o menor medida y guardamos algún «souvenir» de esto, incluso en la cara. Además, escalar una muralla de extrema dificultad como el Trango a esta altitud te obliga a un notable esfuerzo suplementario. Realmente, a pesar de la aclimatación, «se nota». Escalar libre difícil, cramponear en terreno empinado o pitonar un muro técnico te obligan a resoplar constantemente en busca de un equilibrio respiratorio razonable.

Este año el tiempo fue anormalmente malo en esta zona del Himalaya. En todo el mes de julio sólo tuvimos cuatro días estables. Otras tres expediciones americanas al Trango, con fuertes y conocidos escaladores, y una italiana al Uli Biaho, se vieron obligados a abandonar sus proyectos. Mientras tanto, en la parte superior del glaciar del Baltoro, algunos alpinistas perdieron la vida por caídas o avalanchas en montañas como el K2 y los Gasherbrum I y II: realmente fue una mala temporada. Por nuestra parte, como en todas las escaladas de envergadura, pasamos frío, miedo, cansancio, sed e incertidumbre, pero también nos reímos muchísimo, aprendimos más de nosotros mismos, nos sentimos fuertes y tuvimos momentos de una gran plenitud, todo ello en un marco grandioso y de una belleza que ninguna pluma podrá describir jamás.

Chiri Ros nos mantuvo realmente preocupados; en particular a José Luis Clavel, nuestro médico. Durante gran parte de la expedición sufrió graves trastornos digestivos que podrían corresponder a síntomas de apendicitis: una historia que te puede costar muy cara en un lugar como éste. Afortunadamente, aunque siempre con molestias, se recuperó y tuvo la fuerza y el tesón suficiente para venir con todo el grupo a la cima.

Esa fase de la escalada nos reservó nuevas sorpresas. Las tiradas finales estaban inexplicablemente batidas por curiosas avalanchas de nieve en polvo y grandes cascadas de agua. Todo ello proveniente del nevero colgado bajo la cumbre. Este nuevo problema fue para nosotros, nunca mejor dicho, «como un jarro de agua fría». No sólo dificultaba la progresión en los perfectos diedros de salida, que se superan con un abismo espectacular, sino que, además, estando en una reunión, teníamos que gritar «¡avalancha!»… para sumergirnos a continuación en una cortina de agua y nieve de cien metros de anchura.

Inicialmente «alucinamos», hasta que comprobamos que normalmente no hacían un daño físico irreparable; pero te empapaban totalmente: un asunto tan desagradable como peligroso por el frío y la altitud.

Después de estudiar minuciosamente los tiempos y frecuencias de los aludes, llegamos a la conclusión de que era obligatorio escalar de noche con frontales y, como máximo, hasta las diez de la mañana. Por fortuna, unos días de tiempo excepcionalmente frío, que mantuvo en un perfecto punto de congelación el nevero somital, nos dieron la solución al problema y nos abrieron definitivamente el camino hacia la cima.

Finalmente, tras permanecer un total de dieciocho noches en la pared, animábamos jaleando a José Luis Clavel mientras completaba, con su ímpetu habitual, el trigésimo sexto largo de cuerda que nos condujo el 9 de agosto de 1989, entre aullidos de alegría, a los cuatro al punto culminante de la Torre de Trango. Bautizamos la nueva vía como Spanish route.

Frente a nosotros, con el telón de fondo de los ochomiles, y recortándose sobre el Baltoro, se encontraba la espectacular línea del Pilar de los Noruegos, una de las más increíbles rutas de dificultad logradas en el Himalaya. Esta escalada futurista, que costó la vida a sus autores, es de una pureza de líneas tan irreal como todo el ambiente que rodea este lugar.

Con los primeros copos de nieve de una nueva tormenta iniciamos el aéreo descenso hacia los valles. Mientras tanto ya sabemos que, como decía Lionel Terray, «bajo otros cielos otras montañas nos esperan».

LA TORRE DE RUSIA: NUEVO HORIZONTES EN EL PAMIR

Es el invierno nepalí de 1988 y estoy solo en la cumbre de una de las montañas más bellas y simbólicas del Himalaya, el Ama Dablam. Para llegar aquí tuve que pasar una noche sin saco de dormir en una pequeña grieta del glaciar, sobre las empinadas pendientes de esta esbelta torre de hielo de casi siete mil metros de altitud.

Una experiencia psicológicamente muy dura pero que, al ser elegida libremente, pone a prueba años de experiencia y me reafirma en los aspectos más exigentes, pero también más positivos, del alpinismo.

Tres días después visito el campo base de una expedición rusa que intenta la cara sur del Lhotse. Con gran hospitalidad, entre cafés, risas y vodka, descubro en unas viejas fotografías montañas y paredes vírgenes desconocidas para el alpinismo occidental y de una envergadura y belleza comparables a lo mejor existente a nivel internacional.

Llevaba años escuchando rumores de la existencia de este potencial en los antiguos territorios de la Unión Soviética, entre Uzbekistán y Tayikistán. Se trata de dos valles glaciares espectaculares, Asan y Usan, en las faldas del Pamir, que fueron utilizados por Stalin como inmensos «gulags» naturales, sustraídos deliberadamente durante décadas a la cartografía y a la búsqueda de los desesperados familiares de las víctimas.

Dos valles maravillosos alfombrados de «edelweiss» y rodeados por centenares de montañas vírgenes entre los cuatro y siete mil metros de altitud, donde uno tiene el sentimiento real de sumergirse en los primeros tiempos de la exploración alpina. Todo ello mientras saludas a un grupo de nómadas, o a una pareja de simpáticos cazadores furtivos en busca de pieles de oso, o de los deliciosos carneros conocidos aquí como «Marco Polo».

Hasta nuestro idílico campo base, situado junto al lecho de un río, alcanza la gigantesca sombra proyectada por ese torpedo granítico que es la Torre de Rusia. Mil metros de granito vertical cubiertos en su parte superior por ese hielo caramelizado y traicionero que es el «verglás». Dos excelentes escaladores y mejores personas –Félix Gómez de León y Pepe Seiquer–, y yo mismo, que llevamos escalando juntos toda la vida, formábamos el grupo. Es el año 1992. Nuevos amigos rusos de San Petersburgo, coordinados por el prestigioso alpinista, Anatoly Moshnikov, apoyan al equipo desde nuestro aterrizaje en Moscú. Estos hombres, tan duros como amables, eficaces y hospitalarios, nos harán enamorarnos de su país, y nos devolverán la visita para realizar la primera ascensión invernal rusa de Sueños de invierno a la legendaria cara oeste del Naranjo de Bulnes.

Situados bajo la Torre de Rusia, después de colocar cuerdas fijas en la mitad inferior, tras diez días de escalada y de continuos porteos de material hasta el pie y sobre la pared, regresamos al campo base. Es nuestra última posibilidad para reponer fuerzas, esperar una mejoría del tiempo y efectuar el asalto definitivo a la cumbre.

Estamos entusiasmados por la verticalidad y por la suma de las dificultades técnicas encontradas; aunque en ese momento no podíamos imaginarnos alguna de las principales sorpresas que nos aguardaban ocultas en los interminables sistemas de diedros y fisuras, frecuentemente heladas, de su parte superior, y en la dificultad de encontrar emplazamientos adecuados para dormir.

Los fuegos de campamento amenizados por las excelentes veladas musicales de nuestros amigos rusos, en un entorno solitario y de una belleza indescriptible, cuentan entre los mejores momentos de expedición que recordamos.

Por respeto al ambiente social, cambiamos nuestra idea original de bautizar la nueva vía como «Gorby», diminutivo cariñoso de Gorbachov: la temible crisis económica paralela a la «Perestroika» redujo las simpatías internas hacia este personaje de la historia reciente. Finalmente terminaremos bautizando a nuestra nueva vía como Spanish dihedral; es decir, Diedros españoles.

Regresamos con alegría a la base de la pared, sobre todo cuando comprobamos que alguna piedra había perforado en nuestra ausencia los techos de las tiendas, a pesar de que se encontraba, sin duda, en el mejor emplazamiento posible.

El resto fue un verdadero combate por la cumbre: cuerdas fijas cubiertas de hielo y serias caídas de rocas y hielo. Una de ellas, el penúltimo de los diez días consecutivos de escalada que necesitará el asalto final, dejará una cantimplora de aluminio cilíndrica totalmente plana por el impacto, entre Seiquer y yo, de un trozo de hielo macizo del tamaño de un televisor. Los tres últimos días resultaron agotadores debido al frío, al tiempo amenazador, al cansancio y a las tensiones acumuladas. Incluso rozamos la posibilidad de abandonar. Pero, con ochocientos metros de una de las grandes clásicas de dificultad que se pueden escalar hoy en el mundo ya superados, gracias a la autenticidad de nuestra amistad y al poder de nuestro trabajo en equipo completamos nuestro objetivo, alzándonos sobre la diminuta cima de la Torre de Rusia.

Al llegar al suelo después de dos días completos de rápeles, Anatoly me abraza (y besa dos veces) en la base de la pared, y me dice con sentida solemnidad: «Estamos orgullosos de vuestra amistad; sólo las cordadas más fuertes de Rusia son capaces de un logro semejante. Tenéis nuestro respeto y admiración». Mientras inicio el descenso, siguiendo a mi amigo por las empinadas pendientes que conducen al campo base, emocionado por su declaración, comprendo que éste será algo más que un nuevo viaje, y se convertirá en una de las mejores experiencias humanas de nuestra vida.

GROENLANDIA, EL SUIKARSUAK

Groenlandia, la mayor isla del mundo, con una superficie equivalente a cuatro veces Francia y con una población de tan sólo sesenta mil personas, es uno de los grandes espacios vírgenes de la Tierra, sobre todo para la exploración, pero también para la aventura vertical.

El escenario de mayor interés internacional en materia de grandes paredes se denomina Tasermiut, un fiordo situado en el extremo suroeste de la isla, entre la pequeña población inuit de Nanortalik («tierra de osos») y el cabo Farvell.

A finales de los años setenta ya planeábamos abrir una ruta al Ketil, pues el guía francés Dominique Marchal, que había participado en la primera ascensión, solía venir a casa en Navidad buscando las soleadas paredes del Mediterráneo español.

Por uno u otro motivo retrasamos nuestro viaje, hasta que unos suizos abrieron nuestro proyecto en el Ketil. Pero «no hay mal que por bien no venga», ya que ese intervalo permitió a otros activos exploradores de grandes paredes descubrir el Suikarsuak. Sin duda el más bello, difícil y completo «big wall» de Groenlandia. Una imponente columna granítica de mil doscientos metros de desnivel, donde han sido trazadas verdaderas obras de arte de la escalada ártica. Líneas firmadas por nombres del prestigio de Piola, Daudet, Albert o Glowacz.

En 1997 no nos hemos equivocado al seleccionar el helicóptero, algo habitual en esta isla como opción de transporte seguro, ya que el mar congelado nos habría obligado a retrasos de semanas si hubiéramos utilizado los escasos barcos mercantes locales. La visión del pequeño puerto de Nanortalik, compactado por los icebergs, y de los chavales del pueblo jugando al fútbol sobre los trozos más planos del hielo que flotan en el mar, no parecen favorecer precisamente el avance de nuestro grupo. Pero una semana después, las corrientes marinas empujan en dirección opuesta los bloques e icebergs, y despejan suficientemente la zona.

Una pequeña embarcación pesquera me conduce junto a un fuerte equipo murciano de amigos de siempre, formado por José Luis Clavel, José Matas y Pepe Seiquer, al corazón del fiordo de Tasermiut, una hermosa combinación de mar, glaciares, granito, cascadas y vegetación.

Al fondo, cortado en sección, el imponente escalón helado del «inlandsis», o glaciar del interior, que cubre casi totalmente la isla, alcanzando en algunos puntos hasta tres kilómetros de espesor.

Tras una húmeda y delicada maniobra, desembarcamos con la ayuda de una frágil chalupa auxiliar. Acordamos con el capitán que nos recoja dentro de cuatro semanas. El patrón mira la pared con estupefacción e incredulidad, y nos lanza con generosidad un manojo de pescado de salazón. A estos verdaderos maestros del arte de vivir y sobrevivir en la naturaleza que son los esquimales e inuits, les cuesta trabajo entender que, sin ninguna necesidad, abandonemos la seguridad y el confort de nuestros hogares para complicarnos la vida en la amenazadora silueta de su Suikarsuak («la montaña donde sopla el viento»).

El lugar es magnífico; pero en esta época del año, a principios del verano, esta latitud impone sus reglas. Es necesaria una sofisticada estrategia para luchar contra los mosquitos. Pobres de aquéllos que no se lleven unas cuantas decenas de metros de fina red para proteger todo el campo base, o no mantengan vigilada su intendencia de los constantes ataques de los zorros árticos, hermosos animales tan hábiles como insaciables, y con la fea costumbre de enterrar el cincuenta por ciento de lo que cazan o roban, para hacer frente a las limitaciones del invierno.

Nuestro objetivo alpinístico es abrir una ruta en el centro del sector izquierdo, todavía virgen, de esta muralla formidable, con la filosofía de siempre: aportar algo de nivel y jugar en el incomparable terreno que ofrecen estas gigantescas paredes, verdaderos tótem geológicos labrados por la fuerza incansable de la erosión glaciar del agua, el viento y el tiempo.

De esta gran pared recuerdo las placas, travesías y péndulos técnicamente muy delicados de su parte central; la alegría de encontrar a la altura adecuada una excelente plataforma de vivac, que se convertirá en un hotel de cinco estrellas en un muro de semejante verticalidad; los duros tramos que conducen al gran y perfecto diedro terminal, frecuentemente ascendidos con lluvia, niebla y frío, en medio de la tempestad…

La vida en Groenlandia necesita de una estricta planificación horaria para adaptarse a la presencia del sol de medianoche, fenómeno natural que permite escalar prácticamente todo el día como aspecto positivo, pero que resulta demoledor en cuanto a cansancio.

Después de una semana entera de escalada con mal tiempo, avanzábamos en los perfectos diedros terminales. Distribuidos en dos cordadas, abandonamos el último vivac para remontar con mucho frío los últimos desplomes y fisuras, cubiertas de una fina capa de hielo, en esta nueva y completa ruta que bautizaremos como Jacques Cousteau, desaparecido ese mismo año y una de las personalidades del mundo conservacionista más decisivas e influyentes del siglo XX. La montaña nos regalará el único día estable y despejado en un periodo de dos semanas. ¡Suerte excepcional, bingo total! La niebla se descuelga en jirones por las inmensas placas y diedros del Suikarsuak, mientras su esbelta sombra se proyecta sobre las aguas de color esmeralda de este fiordo irreal.

Mientras tanto, en la plataforma cimera, disfrutamos entre fotos y alegría de la visión de 360º del espectacular horizonte ártico. Después, mucha agua, frutos secos, precaución y sobre todo mucha dosificación física y mental, la necesaria para emprender durante dos días completos en medio de la lluvia, el granizo, las cuerdas cubiertas de hielo y la tempestad, uno de los descensos más duros y complejos que alcanzamos a recordar.

Miguel Ángel G. Gallego