Texto: Pedro Páramo

Boletín 28
Sociedad Geográfica Española

La expedición científica de un explorador olvidado del siglo XVIII logró recorrer en solitario los actuales estados mexicanos de Baja California y el territorio de la California estadounidense, dejando interesantes apuntes sobre la Naturaleza y los pueblos de la zona.

Hoy en día, cuando los historiadores mexicanos y estadounidenses de las Californias hacen referencia a los pueblos primitivos de esa región de América, se sirven, en gran medida, de la información contenida en el relato de un ignorado científico y explorador riojano de finales del siglo XVIII: José Longinos Martínez Garrido. Durante dos años, de 1791 a 1793, Longinos recorrió la larga península que hoy ocupan los estados mexicanos de Baja California Sur y Baja California Norte y el territorio de la California estadounidense, desde la frontera de Tijuana hasta San Francisco, esta última parte del viaje, en solitario. Con la curiosidad de un naturalista de la Ilustración, este científico registró en sus escritos, no sólo las novedades geológicas o de la fauna y la flora que le presentaba la Naturaleza en aquellos parajes, sino también, con la sagacidad de un antropólogo moderno, detalladas descripciones de las características físicas de los diferentes pueblos que los habitaban, de sus formas de vida, sus creencias y sus costumbres.

A finales del siglo XVIII, las Californias constituían la última frontera española en el Pacífico Norte. La presencia colonial consistía en un rosario de misiones y presidios que se extendían de Sur a Norte, desde el cabo San Lucas, en la punta meridional de la península, hasta el cabo Mendocino, en el paralelo 40º, que habían sido creados a partir del siglo XVII por los jesuitas hasta su expulsión, y luego por los dominicos y franciscanos. En esa época, en Madrid se había despertado una gran curiosidad por aquella desconocida región, la última por explorar en la zona templada del hemisferio septentrional, porque a la Corte llegaban noticias inquietantes, como la presencia de colonos rusos que, procedentes del estrecho de Bering, iban instalándose en territorios de la Corona. Para lograr información fidedigna y detallada de lo que allí había y acontecía, se organizaron varias expediciones, algunas con fines primordialmente geoestratégicos, como la de Juan Francisco Bodega y Quadra, en 1775, o científicas, como la de Malaspina en 1791. Una de estas últimas, la que se prolongó más en el tiempo, fue la Expedición Botánica a Nueva España de 1787 a 1803, dirigida por el botánico Martín Sessé, de la que formaba parte como naturalista José Longinos Martínez Garrido, nacido en Calahorra, que había obtenido en Madrid en 1777 su título de cirujano y había sido distinguido con el título de alumno aventajado del Jardín Botánico de la capital de España en 1786.

Esta expedición, formada por tres botánicos, un médico, un farmacéutico, dos pintores y el naturalista, que era Longinos, tenía como objetivos el estudio de las producciones naturales de la región para su aprovechamiento científico, industrial o comercial, y la fundación de una cátedra de Botánica y un Jardín Botánico en México. Los miembros de esta expedición realizaron tres salidas de exploración por los territorios de lo que hoy es la república mexicana, pero en la tercera, que tuvo lugar en 1790, no participó Longinos.

En las exploraciones anteriores habían surgido tensiones entre éste y el jefe de la misión, Martín Sessé, en gran medida por la diferencia de tiempos que exige el trabajo de los naturalistas, encargados de cazar y disecar especies animales, y los botánicos o farmacéuticos, pero también por otros varios motivos, como la incorporación del gran botánico mexicano José Mociño, que habían desatado el carácter irascible de Longinos. El botánico Sessé informó al ministro de Indias de la indisciplina del naturalista en términos muy duros, poniendo, incluso, en duda su capacidad para futuros trabajos fuera de la expedición: “No se halla con capacidad para escribir ninguna especie de obra, aunque sea en idioma vulgar –escribe Sessé, después de resaltar que Longinos no conoce el latín–. Carece de inteligencia en los autores maestros cuyas huellas es forzoso seguir para caminar con acierto; le falta estilo y carece de ortografía”. Pero Longinos al poco de llegar a México ya había propuesto por su cuenta al conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España, la exploración de las Californias de Sur a Norte y luego los territorios de Sonora y Sinaloa, y el resultado de su viaje desmintió los negativos informes de Martín Sessé.

EL DIARIO DE LONGINOS

El 20 de enero de 1791, José Longinos Martínez salió de México acompañado del farmacéutico Jaime Senseve, que le abandonaría en la misión de Loreto por falta de capacidad para aquella investigación, y sin el artista que había solicitado. La compañía de un pintor que hubiera dejado testimonio gráfico de los hallazgos habría contribuido a la brillantez del trabajo del riojano y, sin duda, a una mayor divulgación de sus descubrimientos. La primera parte del diario de Longinos, comprende las descripciones de los parajes, pueblos y ciudades que visitó entre la capital mexicana y el puerto de San Blas, en el Pacífico, hoy en el estado mexicano de Nayarit. Longinos anotó las distancias entre las poblaciones, las condiciones del clima, las características del paisaje, la composición de las tierras, las propiedades de las aguas, así como el estudio de minas, filones y vetas, la utilidad de las plantas cultivadas y salvajes y las cualidades de los animales y peces que podrían ser explotados por los colonos. Pero lo más interesante de su estudio se halla en la segunda parte de su viaje, ya en la península de California, un territorio desconocido para los científicos donde Loginos encontró numerosas oportunidades para la sorpresa.

La segunda parte del viaje de Longinos comenzó en Loreto, en la costa del Mar de Cortés, en la Antigua California. Primero recorrió los alrededores y, luego de visitar la misiones de Santa Rosalía de Mulegé y San Javier, se embarcó para viajar hacia el Sur, hasta La Paz y los cabos del extremo meridional de la península. Hacia marzo de 1792 regresó a Loreto y desde esta misión recorrió lo que hoy es el estado mexicano de Baja California Norte, región conocida entonces como Fronteras. Las informaciones que aporta de los habitantes de la Antigua California coinciden con los relatos de anteriores visitantes de esa región, explorada por los jesuitas durante un siglo. Al viajero riojano le llaman la atención las costumbres de extrema necesidad impuestas a los pericúes, guaycuras y cochimíes por aquellas inhóspitas tierras como la llamada “segunda cosecha” o “la maroma”. Consiste la primera en recoger de sus propios excrementos las semillas de las frutas ingeridas con antelación para luego comerlas molidas, y la segunda introducirse en el estómago un trozo de carne atado con un cordel fino que luego sacan y comparten con otros. Cuando llega a las inmediaciones de la desembocadura del río Colorado, el naturalista retrocede. “Los gentiles de este valle son belicosos y tienen la mala propiedad de comer carne humana –explica Longinos–. Pocos días antes de mi llegada a aquel paraje, habían matado para el efecto de comérselo a un neófito de la sierra que se había descuidado en bajar con sus parientes, y con mucha arrogancia, cuando estábamos cerca de la ranchería, nos envió un recado el matador que, si íbamos por él, nos esperaba con su caballo y lanza”.

LOS NATIVOS DE NUEVA CALIFORNIA

La Nueva California, la que él sitúa al Norte de los 34 grados, al contrario que las desérticas extensiones de la Antigua, “disfruta de un bello temperamento”. “Este país es de los más sanos que he pisado –sentencia Longinos–. No se conoce ninguna enfermedad endémica, sólo le gálico (sífilis) es el que hace sus efectos más rápidos en los indígenas que en los demás pobladores”. Longinos elogia la labor de los franciscanos que, tras la expulsión de los jesuitas en 1767, habían continuado la labor de aquellos creando misiones cada vez más al Norte. Una de ellas es la de San Diego, fundada veintiún años antes de su visita, en lo que él considera “uno de los mejores puertos que se conocen”. Allí, escribe, “por no tener gota de agua, han estado con mil miserias en la misión y presidio; pero desde que hay catalanes, no han echado de menos el agua, todo les sobra y ya no saben qué destino darle a los granos, ganado, fruta etcétera”. El relato del viaje del científico riojano incluye sagaces observaciones de la novedades de los territorios que recorre, sobre las características de sus aguas, sobre la fauna salvaje y las plantas. Muy ilustradora del estilo de Longinos es la descripción que nos ha dejado de los “manantiales de petróleos y betunes”, sustancias que él cree volcánicas, hallados en las inmediaciones de las misiones de San Juan de Capistrano, San Gabriel y Los Ángeles, “con muchos ojos que sucesivamente se están formando y reventando unas ampollas cónicas que parecen campanas, y, al reventar, por su punta, hacen su pequeño estruendo”.

Los nativos de la Nueva California, como los del Sur, tienen tantos idiomas “que de tanto intérprete de unos a otros, hasta por tres tiene que pasar tres veces las respuestas y preguntas de las contestaciones”. Pero en lo demás, al naturalista le resultan bien distintos de los que ha conocido en su viaje por los territorios californianos. “Estos indios viven en sociedad y tienen domicilio fijo –escribe Longinos–. Las casas tienen juntas y muy bien construidas; son redondas como un horno; la luz les entra por el centro de arriba; son espaciosas y bastante cómodas; sus camas hechas en tapeste con cueros y tápalos para arroparse, y con sus divisiones como los camarotes de un barco y, aunque duerman muchos en la casa, no se ven unos a otros. En el centro del piso de esta habitación hacen la lumbre para cocer sus semillas, pescados u otros de sus comestibles, que todo lo comen cocido o asado”. Y a continuación destaca un dato que refleja el grado de desarrollo alcanzado por estos pueblos: “Inmediato a esta casa que habitan, tienen otra más chica para guardar semillas, pescado seco, sardinas y otros comestibles para el invierno, que el frío, aguas y revoluciones de la mar no les deja buscar qué comer”, destaca Longinos. Al científico español, europeo de su época, le llama la atención algo, “que –en sus palabras– verdaderamente nos parece repugnante en nuestro régimen de vida, lo hacen ellos diariamente, aun en lo riguroso de los fríos”: la sauna. “En todas las poblaciones tienen uno o dos temascales según la mayor o menor cantidad de gentes, y todos los días se meten hombres y mujeres dos veces y, sudando arroyos de agua, se entran luego en pozos o ríos de agua fría que siempre tienen a mano”, cuenta Longinos, quien a continuación atribuye a “esta mala práctica la falta de robustez de las otras naciones que no hacen tal violencia en la naturaleza”.

Al explorador español le parecen “graciosos” el vestido y los adornos de las indígenas: “De la cintura para abajo acostumbran dos gamuzas bien suaves, recortado el borde en fleco; este fleco lo guarnecen con abalorios, caracolitos y conchitas de varios colores, que hacen una bella vista y se ponen una de éstas por atrás y otra por delante –explica–. Para el medio cuerpo de arriba hacen unos que llaman «tápalos» de cueros de zorro, de nutria o conejo, hechos de un tejido muy cómodo en figura cuadrilonga y, amarrando dos de las puntas encontradas, sacan la cabeza y un brazo por la abertura superior, quedando cubierto lo restante con un particular manejo con que lo acomodan con mucha gracia, cubriéndose bien todas sus carnes”. A falta de un dibujante o pintor que nos habría ilustrado sobre la fisonomía de los indígenas, Longinos hace una minuciosa descripción de la apariencia de aquellas gentes: “La cabeza se componen con mucho gusto, así los adornos de gargantillas, aretes, como en el peinado. Este lo hacen de este modo: el tupé, bien cortado y atusado hacia delante, representa de frente un cepillo que igualan diariamente con una corteza de pino encendida, recortando pelo por pelo. Lo arreglan de modo que no sobresalga ninguno de los otros”. Destaca luego Longinos la habilidad de las mujeres para tejer cestos y fabricar ollas de una piedra de mica que resiste el fuego. Las canoas de los indios le parecen prodigios al observador naturalista por su diseño y ligereza: “las hacen de varias piezas, sin clavos, cola, ni más herramientas que el pedernal; con tal esmero y curiosidad, como lo haría con todas las reglas y herramientas el mejor maestro carpintero” escribe el riojano. Y elogia también las flechas y arcos, distintos de los que ha visto hasta entonces, por su “vista y efecto ventajoso”. “Usan también macanas, un poco corvas y planas, que manejan con mucha destreza para la caza de conejos y otros animales –dice Longinos–; para la pesca tienen anzuelos que hacen de concha o cuerno de berrendo, y algunas veces los prefieren a los nuestros de fierro. También pescan con fisga: arpón hecho de concha o pedernal”.

Un dato destacable para conocer el alto grado de civilización de los indígenas de la Nueva California nos lo facilita el viajero riojano al explicar cómo entre aquellos pueblos circulaba una especie de dinero aceptado por todos: “Cuando comercian por interés, corre entre ellos, como si fuera moneda, los abalorios que tienen ensartados en hilos largos según el mayor o menor caudal de cada uno, y, en sus ajustes, se entienden ellos como nosotros con los pesos con sus «poneos» de abalorios”, explica Longinos. Otro detalle social que resalta el viajero es que “en esta nación no tiene más que una mujer cada hombre y ésta la adquiere con sólo el contrato de decir: me quieres y te quiero, y entre éstos no lo tienen por de grave delito el adulterio”. Y, sin ningún comentario de índole moral, explica la vida que llevaban en aquellos pueblos los homosexuales o travestidos: “Hay en esta nación una clase de hombres que se hacen amujerados, hacen todos los oficios de mujer –cuenta Longinos–, visten como mujer y andan con ellas a leñar, a coger las semillas, etcétera, y no pueden ser casados y entre ellos es grave delito el que alguno de éstos esté amancebado con casada o soltera”.

EL LÍMITE SEPTENTRIONAL DEL VIAJE

Los historiadores dudan de que José Longinos llegara hasta San Francisco. Llama la atención que no hubiera destacado las magníficas cualidades de su bahía para puerto natural, como lo hace con San Diego. Por otro lado, se echan de menos en su diario referencias a las misiones o presidios al norte de La Purísima, la más septentrional de las que visitó, según su relato. Sin embargo, en los límites que da para la Nueva California, menciona al norte “un estero, o brazo de mar, que se mete por aquella parte en la tierra como cuarenta leguas”, que, sin duda, se refiere a esta bahía, pues el territorio español no tuvo otros establecimientos más al Norte de San Francisco que el de Nutka, hoy isla de Vancouver. Es posible que el conocimiento de este estero en el extremo septentrional le llegara de oídas de algún misionero o soldado. Un año después de su llegada a la Nueva California, Longinos embarcó en la fragata Concepción en algún punto de la costa que lo llevó hasta San Blas, donde arribó el 22 de noviembre de 1793.

José Longinos Martínez Garrido falleció el 6 de noviembre de 1802 en la ciudad mexicana de Campeche, al regreso de una expedición en la que, por encargo del virrey, había estudiado las provincias de Sonsonate y El Salvador de la Capitanía de Guatemala. Sus trabajos, tanto los de la expedición californiana como los de la guatemalteca, forman parte del legado de la Expedición Botánica a Nueva España. Los manuscritos de Longinos, que se guardan en The Hungtinton Library de San Marino, California, no fueron publicados en España hasta 1994, por iniciativa del profesor Salvador Bernabeu Albert, en una cuidada edición de la editorial Theatrum Naturae, la que hoy sirve de referencia a todos los interesados en conocer las condiciones en que se desarrolló la apasionante aventura científica de este riojano olvidado.