Texto: Cristina Panizo Pifarré
Boletín 20
Sociedades Geográficas
En el siglo XVII el sacerdote aragonés Pedro Cubero, movido por una inquebrantable fe en el catolicismo de la Contrarreforma, recorre en soledad tierras exóticas y lejanas, como Europa Oriental, el Imperio de Moscovia y Persia, el reino de Cambaya, llegando incluso a la India, Malaca, Filipinas y Nueva España.
Curioso, conversador, tenaz, valiente y profundamente católico. Así era Pedro Cubero Sebastián, sacerdote de origen aragonés con el suficiente arrojo para peregrinar en soledad por un mundo no exento de peligros y con la suficiente fe para predicar su religión católica en lugares donde un hecho así podría haber llegado a costarle la vida. De hecho, a punto estuvo en alguna ocasión, y ello hubiera impedido que llegara a escribir Peregrinación del Mundo, un curioso libro de viajes que ofrece una meticulosa descripción del prolongadísimo itinerario que el sacerdote realizó entre los años 1670 y 1679. Hungría, “las tierras del Gran Turco”, el ducado de Silesia, Polonia, Lituania, el Imperio de Moscovia, Persia, Cambaya, La India, Malaca, Filipinas y Nueva España fueron sus destinos. Su objetivo, el mismo que el de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, de la que era predicador apostólico: llevar los sacramentos católicos a todos los rincones del mundo.
Política, religión, cultura, historia, tradiciones, leyendas, gastronomía, arquitectura, biología, botánica, navegación… todas estas materias y otras muchas se dan cita en la “Peregrinación del Mundo”, una obra curiosa para su tiempo, que describe el mundo desde la particular y concretísima visión de Pedro Cubero, una persona sin duda viajada y culta para el siglo XVII en que vivió, pero también demasiado cerrada en los límites de su propia cultura y religión como para intentar comprender algunas formas de vida ciertamente alejadas de sus propias costumbres.
ANECDOTARIO DE UN PREDICADOR
Entre las anécdotas que recoge la obra, destaca la que sitúa al predicador en Persia, durante su estancia en la ciudad de Casmin, donde se encontraba el sultán o gran Soffi. Éste obsequió al sacerdote con un “vestido riquísimo hecho a lo persiano” que hubo de ponerse para pasear por toda la ciudad “con gran acompañamiento”. “Todos me saludaban en altas voces, diciéndome en su lengua una salutación que acostumbraban decir, que en lengua Persia es ‘zalá melé’, que es lo mismo que decir ‘Dios te guarde’, y el intérprete me decía que había de responder: ‘Aliquezalam’, que es lo mismo que decir: ‘Así os guarde a vosotros’, y en mi corazón decía: sacándoos de las tinieblas y oscuridad en que estáis. En fin, ellos me pasearon por toda la ciudad, que ellos decían se me hacía grande honra y yo no sé cómo no me caí muerto de pesadumbre y vergüenza”. El vestido en cuestión no era cualquier cosa, y menos para un predicador acostumbrado a llevar ropajes mucho menos… llamativos. A saber: ropón largo hasta los pies, mangas anchas hasta el codo y estrechas hasta la muñeca con diez botones de oro cada una, la tela de color púrpura, cuajada de flores entretejidas de oro, capa escarlata, turbante…
Aunque las anécdotas son muchas y variadas, nuestro predicador no sólo vivió momentos históricos transcendentales, sino que en algunos casos llegó a ser coprotagonista de los acontecimientos. Al inicio de su peregrinación, apenas en el tercer capítulo del libro, el rey de Polonia le entregó una carta “de mucha importancia para la cristiandad” para que se la hiciera llegar al rey de los medos y persas, Schac Solimán. Transcurridos muchos caminos y algún tiempo, ya a mitad de su largo viaje, Pedro Cubero pudo por fin entregar la misiva al gran Soffi de Persia. Su lectura motivó que éste moviera “sus Trozos y Tropas contra Babilonia”, es decir, contra el Imperio Otomano, pues el rey de Polonia urgía al sultán a la venganza en el texto de su carta. Viajar de la mano de este predicador español supone a la vez un repaso a la situación de aquellos lugares que visitó, a pesar de sus continuas disculpas por ceñirse a relatar casi única y exclusivamente las cosas que vio con sus propios ojos.
EL ‘GRAN TURCO’, POLONIA Y LA BATALLA DE CAUILENS
Pedro Cubero inició su “Peregrinación del Mundo” en el reino de Hungría, desde donde se introdujo en tierras del Imperio Otomano navegando por las aguas del Danubio. Los otomanos habían experimentado una notable expansión durante el siglo XVI. Basta ver un mapa de la época para advertir que dominaban gran parte de las costas de los mares Mediterráneo, Rojo y Caspio, pero lo que realmente preocupó a las potencias europeas fue su presencia a las mismas puertas de Viena. Al paso del peregrino español, en los años setenta del siglo XVII, todavía no se había roto el cerco a Viena, lo que sucedió poco después, en 1683, gracias a la llegada de Juan III Sobiesky, rey de Polonia. Al autor le cuesta reprimir su antipatía hacia un imperio que venía siendo acérrimo enemigo de España en su pugna por el Mediterráneo. Sin olvidar este detalle, Cubero Sebastián describe Constantinopla como una hermosa ciudad, y asegura, además, que aunque la vista desde lejos es la de la ciudad más bella que ha visto, por dentro “antes es asquerosa y bruta y las fábricas, bien miradas, de los edificios, son de materia baja”. Alaba, sin embargo, la mezquita principal, al tiempo que revela las costumbres religiosas de los turcos, que guardan el viernes como día festivo “como lo dispuso su maldito Mahoma en el Alcorán” y tienen que entrar en el templo sin zapatos. Explica cómo toda mezquita tiene una fuente a la entrada, donde los musulmanes se purifican antes de entrar y cómo por reírse una vez al contemplar la purificación casi le costó que le “rompieran la cabeza”.
Antes de llegar a Polonia, habrá de superar la primera de las varias convalecencias de su peregrinación. En el ducado de Silesia, el padre rector del Colegio Imperial, regentado por la Compañía de Jesús, le acogió durante diecinueve días de enfermedad. Y lo que es más indicativo, además de una constante a lo largo de su vuelta al mundo, es que una vez recuperado, el mencionado rector y el obispo del lugar proveyeron al sacerdote de un carro y de los víveres y pertrechos necesarios para continuar su peregrinación.
Entre los episodios históricos a los que Pedro Cubero asistió durante su peregrinaje, destaca lo ocurrido durante su visita a Varsovia, corte del “serenísimo” rey de Polonia. Allí descubrió que el monarca había muerto pocos días antes de su llegada. Por ello, se estaban iniciando los trámites para elegir rey, “que este reino se da por elección”. El sacerdote aragonés tuvo la oportunidad de asistir a las ceremonias de la elección que determinaron la coronación del conde Subieschi, general del ejército polaco, como Juan III. Este personaje había conseguido la aclamada victoria de Cauilens contra los turcos, alcanzando un éxito resonante en toda Europa al lograr salvar a Viena del asedio Otomano. Aunque el sacerdote no es muy dado a las digresiones ajenas a su peregrinación, las connotaciones forzosamente positivas que supone una victoria contra los otomanos en territorio europeo y católico, permiten que Cubero se dé la licencia, en esta ocasión, de relatar escrupulosamente la batalla de Cauilens.
MOSCOVIA, TRAVESÍA DESCONOCIDA
Tras atravesar el ducado de Lituania en eslita, un pequeño carro sin ruedas “que deslizando sobre la nieve va caminando como trillos de nuestra España” y cargado de cartas y recomendaciones, “porque es la cosa más dificultosa entrar en aquel reino”, Cubero llegó a Moscovia. Un enorme frío le dio la bienvenida. Tuvo que soportar ciertas penurias en su viaje hacia Eslomensko, Mosayco y Moscova, pues, además del frío, las casas eran pequeños infiernos de calor “y es milagro de Dios el escapar con vida, por los grandísimos cambios de temperatura”. Asegura también que en ellas conviven animales y personas, y que éstas últimas se visten con pellejos que no están bien curados, por lo que el olor es insoportable.
En la ciudad de Moscova, Cubero tuvo audiencia con el Zar, que, muy al contrario que su pueblo, recibió al sacerdote en un trono suntuosísimo, con ropajes de perlas y una cruz de diamantes en la corona. Y por fin apareció la oportunidad de cumplir con el objeto de su viaje: en su entrevista con el Zar, le explicó que era un padre español enviado por Su Santidad para la propagación de la verdadera religión de Cristo Nuestro Redentor y para asistir a los católicos extranjeros que allí se encontrasen. Concedido el privilegio, Pedro Cubero Sebastián dijo misa y administró los Santos Sacramentos durante tres meses y medio en el burgo de Cucuy. Para su gran regocijo, confesó a más de setecientos católicos e incluso hizo “confesiones de más de treinta años”. En este intervalo tuvo tiempo de conocer bien la ciudad de Moscova, que describe destartalada y con casas movibles construidas en madera, y de asistir a algunas de sus celebraciones tradicionales como la bendición del río Moscova el día de la Epifanía de los Reyes o la particular ceremonia de entierro de los nobles moscovitas, cuyos cuerpos se acompañaban con una carta dirigida a San Pedro remitida por el confesor del muerto.
El itinerario que siguió Cubero para atravesar Moscovia era en aquellos momentos muy poco conocido. Por eso puso especial interés en catalogar todos los lugares, villas, montes, ríos, islas, riberas y demás datos geográficos que pudo ver a lo largo de su prolongada travesía por el Volga. Cuatro largas páginas de enumeración justificadas porque “cuantos mapas he visto de este río lo ponen despoblado, así me parece que los estudiosos me lo agradecerán”. En Astracán, donde el Volga alcanza el mar Caspio, se despidió de Moscovia.
SIGUIENTE PARADA, PERSIA
Navegó por el mar Caspio hasta las playas de Darbant, donde vio Persia por primera vez. Al igual que en otras muchas ocasiones, tuvo que esperar la licencia de entrada, que, también de nuevo, llegó acompañada de camellos, caballos y otros presentes. Darbant, Chamake, Ardibil, Casmin… el viaje entre estas ciudades fue una continua enseñanza para el sacerdote, que conoció los prodigiosos carneros de Armenia y Persia (a los que sacaban la manteca de su enorme cola y sin más la volvían a coser), las maravillas de un extraño animal como el camello (que no bebía en tres o cuatro días e incluso se echaba para dejarse cargar), o la enorme cantidad de aljibes y fuentes del país (cada una o dos leguas). Y es que esta “Peregrinación del Mundo” también es, en cierto modo, una guía práctica de viajes en la que además de señalar lo más destacado de cada lugar, ofrece útiles consejos al viajero.
En la ciudad de Casmin se entrevistó con el gran Soffi persa para pedirle “que no derogase los privilegios antiguos que sus ínclitos antecesores habían concedido a los padres misionarios apostólicos de la Persia”, obteniendo una respuesta favorable. Gracias a este encuentro el sultán también retiró los tributos sobre las acequias que pasaban por los conventos y ordenó que no se molestara a los padres europeos. La alegría por la respuesta del sultán se ensombreció más adelante, en la ciudad de Ispaham, sede de la corte persa. “Cuando las lágrimas se me vinieron fue cuando vi veinte y cuatro piezas de artillería a la entrada de palacio, puestas en sus cuñeras, donde estaban las armas de nuestro católico monarca Felipe Segundo (que goza de Dios), que trajeron de la pérdida y ruina de la tan desgraciada Ormuz”. A juzgar por el relato de Cubero, Ispaham debió ser una bella ciudad (edificios altos e iguales y hechos “con arquitectura y orden”, “jardines libres del rey” para todos), al igual que Laar, ciudad de buenos edificios, rodeada de palmares y salpicada de rosas, azahares y torreoncillos donde subían a tomar el fresco. Syras, antigua Persépolis, no le causó la misma impresión, sino pobre y arruinada, “que así pasan las glorias y riquezas de este mundo: que en aquellos tiempos la envidiaban los reyes y hoy es ludibrio”. Lo que sí llamó su atención fue el ambiente de la ciudad, su lonja de la seda, sus callejuelas, tiendas de verduras, títeres y charlatanes…
En el fondo, el sacerdote juzgó a los musulmanes de Persia con más benevolencia que a los turcos… y es que, aunque infieles, compartían con los primeros a un eterno enemigo común, el “gran Turco”, el imperio otomano. Así, Cubero escribió que el sultán no era “muy observante del Alcorán, pues el vino lo bebía muy bien y no miraba con muy malos ojos a los cristianos. En ninguna parte del Oriente son los europeos más estimados que en la Persia; turcos y persas, capitales enemigos, porque unos a otros se tienen por herejes de la secta mahometana; a los herejes ingleses y holandeses los tienen por malos cristianos, hasta los mismos mahometanos, porque dicen que pues tienen a Cristo por su Redentor ¿por qué no veneran la Cruz donde murió?”. Pero es que el tema va más allá. En Bandar Abasi, casi al final de su peregrinaje por Persia, Cubero llevaba orden de fundar una iglesia, pero se lo impidió la acérrima oposición del cónsul inglés, que no duda en calificar de “perro”. Le consoló el hecho de poder celebrar misa, confesar y bautizar a los fieles de Bandarcongo, último punto de su recorrido por Persia.
INDIAS ORIENTALES, COMPLICACIONES RELIGIOSAS
En Bandarcongo Cubero embarcó con la Armada portuguesa, con la que llegó a vivir un episodio bélico contra los árabes del que salieron victoriosos, aunque costó la vida a cerca de cuarenta cristianos. Su siguiente destino fue el célebre puerto de Diú, situado en el reino de Cambaya y centro estratégico de la artillería portuguesa, donde se embarcó hacia Goa, que había sido conquistada por esta última en 1510. Importante puerto comercial y estratégico a finales del siglo XVI y durante gran parte del XVII, Cubero se lamenta de que “Goa no está en la prosperidad que estaba antiguamente. Venían naos de todo el mundo, más esto ya se acabó porque los pérfidos herejes holandeses, ingleses, suecos y dinamarqueses se han levantado con todo”.
Goa estaba en la zona occidental de las Indias Orientales, denominación con que se conocían los territorios comprendidos entre Persia y China, incluida Insulindia. La situación reinante en la zona al paso de nuestro predicador era el reflejo de las relaciones de las potencias europeas que controlaban las llamadas Indias Orientales: las católicas Portugal y España y las protestantes Inglaterra, Holanda y Dinamarca. La pugna por el control de las lucrativas rutas comerciales asociadas a la seda y las especias, tenía, por supuesto, mucho que ver en todo esto. Además, los constantes enfrentamientos con las naciones ocupadas hacían más inestable aún la situación.
El odio que católicos y protestantes se profesaban mutuamente se hacía en estas tierras lejanas más patente que nunca, y es que las guerras de religiones que reconfiguraron Europa en los siglos XVI y XVII todavía estaban a flor de piel. Pedro Cubero vivió el peor momento de su largo viaje en el reino de Malaca, que estaba en posesión de los holandeses desde 1641. Consiguió la licencia para entrar, pero ni que decir tiene que no tenía permiso para ejercer su misión apostólica, por lo que “clandestinó del gobernador para asistir a los católicos, que eran muchos y en cantidad en Malaca”. El sacerdote, emborrachado de sus ideas evangelizadoras, comenzó a arriesgarse demasiado, construyendo una pequeña iglesia en un lugar retirado, organizando misas, confesiones, e incluso una alocada expedición para rescatar una imagen de Nuestra Señora del Rosario de que la quemasen los holandeses. Como era de esperar, Cubero fue capturado dando misa. Para su asombro, pues “no entendía haber salido con vida de aquello”, tras someterlo a un consejo y cuatro meses de prisión, lo desterraron embarcándolo en un barco a Filipinas.
Refugiado en ese oasis católico de las Indias Orientales, el sacerdote se presentó al gobernador de Filipinas como vasallo de Carlos II “que Dios guarde”. Cubero permaneció en la isla de Marivélez durante un año, disfrutando del “ejercicio de las Misiones” y esperando poder marchar hacia Nueva España, donde desembarcó en el puerto de Acapulco. Una vez más, esperó cuatro meses la orden del arzobispo (y virrey) que le permitiría desplazarse a la costa oriental de Nueva España, tiempo durante el que tuvo que “asistir a la cristiandad” a causa de la muerte del vicario de la ciudad. Acompañada de quinientos pesos para el pasaje, la carta del virrey le hizo dirigirse a Veracruz, en la otra costa de Nueva España, donde embarcaría hacia la península Ibérica. Cruzó Méjico de costa a costa, atravesando Tisla, Chilapa, Trisco, Puebla de los Ángeles y el Mal País y, aunque se detuvo a hablar de los aguaceros vespertinos, los enormes mosquitos, las iglesias, conventos, misiones y los gigantescos campos de trigo que surtían a todo el virreinato, no describió con detalle el viaje de Acapulco a Vera Cruz “por ser tan trillado de los españoles”, pues era su deseo detenerse “en las cosas más extrañas y peregrinas”.
A primeros de julio de 1679, Pedro Cubero Sebastián partió hacia España en la misma dirección que guió todo su viaje, de occidente a oriente, en el galeón Santísima Trinidad, habiendo dado la vuelta, en sus propias palabras, “a toda la redondez del mundo”.